miércoles, 25 de septiembre de 2013

Todo bien, gracias.

Hola, soy Naar y me voy a morir de un infarto.

La boda de mis yayos va bien, gracias.
Llevo unos zapatos tan altos que posiblemente me caiga, haga un ridículo monumental y la gente se de cuenta de que soy estúpida. Y bajita. Pero tengo que tratar de disimular ambas cosas. Aparte, obviamente, llevo dos pares más de zapatos en el coche. Llevaré también instrumental para escayolarme la pierna en caso de que me la parta. Total, los zapatos bien, gracias.
Después de un verano y todo un mes de septiembre cálido y seco, ahora entra una borrasca y va a hacer frío y a llover. Mi vestido es de tirantes y es típico vestido para lucirse solo, así que no creo que me ponga chaqueta. Mis zapatos, de los que posiblemente me caiga, son abiertos. Total, la pulmonía bien, gracias.
La mayor parte de las cosas van con retraso. Quedan dos días y aún tenemos que recoger uno de los regalos, las flores de adorno, el vino de la misa especialmente traído de Canaá y como mil cosas más. Cada una en una punta de Madrid y con un horario diferente. Total, los detalles bien, gracias.
La gente va a su bola, hay unos cuantos coches, pero mucha más gente sin ellos. Tendremos que teletransportarnos o hacer como el chiste y meter cuatro elefantes en un seiscientos. Total, los transportes bien, gracias.
Mi madre está aún más cansada y más insoportable que yo. Mis abuelos están como si se casaran por primera vez y eso que no saben de la misa a la media porque casi todo va a ser sorpresa. Mi amiga Pa (que por supuesto viene) me manda mil mensajes al día para enseñarme sus zapatos, sus pendientes, su cinturón, su vestido y hasta las bragas que va a llevar. Medioprima de Bilbao ha añadido una buena ristra de canciones horteras a la lista. Tíos maternos llaman cada día para dar el coñazo, pero no ayudan en nada. Total, la gente bien, gracias.
Y yo... yo estoy sin depilar. Me tengo que peinar yo sola el sábado y siempre que es una ocasión especial hago cada chapuza que es digno de ver. Seguramente me haga la raya del ojo como si me hubiera maquillado con la escopeta de Homer Simpson. Me gustaría ir a hacerme una manicura un poco decente, pero no creo que tenga tiempo y terminaré pintándome las uñas como si hubiera metido los dedos en un bote de titanlux. Espero no romper más de dos pares de medias porque son los que tengo. Rezo para que la faja no se me vea por debajo del vestido y para que aún me abroche el sujetador sin tirantes. Y eso es sólo el principio. Total, que yo bien ¿eh? Bien, gracias. 
Y eso. Que supongo que al final pasará eso que pasa siempre, que parece que los astros se ponen en línea y todo sale bien. Pero aún no hemos llegado a ese punto y de momento es todo un poco estresante. Deseadnos suerte.


domingo, 22 de septiembre de 2013

La Naar de los Anillos

Hola, soy Naar y aunque odio la saga del Señor de los Anillos, a veces me siento Frodo.

Como alguna vez he comentado, llevo años usando un anillo de hormonas al que denomino el anillo mágico. Y es que tiene poderes, os lo juro. Es como el del Señor de los Anillos. De hecho, creo que la peli es una alegoría clara. Un anillo raro que te lo pones y tiene efectos rarunos sobre tu cuerpo y te vuelve loco por momentos. Hacedme caso, el viaje dura tres semanas y el monte del destino ese de Mordor no es más que la regla. Clarísimo.
Hace muchos, muchos años empecé a tener problemas hormonales. Básicamente, desde los 16 mis hormonas son las culpables de todo lo que me ocurre. Sí. Las hormonas. Eso.
Total, que harta de jaleos, a los 22 años me empecé a hormonar hasta las trancas. Algunos médicos me lo recomendaron antes, pero el ginecólogo se negó porque me había desarrollado tarde y no le parecía bien meterme ese chute siendo una cría. Cuando al fin probé el anillo mágico, una nueva vida se abrió ante mis ojos. Cogí algo de peso pero me estabilicé mucho, mis reglas se volvieron regulares y descubrí el maravilloso mundo de frungir a prepucio remangado.
PERO.
Con los años tanta acumulación hormonal empezó a pasarme factura. Mis quistes del pecho crecieron, empecé a tener náuseas matutinas como las preñadas y me fui convirtiendo en un orco malhumorado. Así que cuando rompí con el desequilibrado, mandé el anillo a Mordor (y al desequilibrado también, ya de paso) me quedé tan a gusto en donde quiera que viviera el enano ese (o hobbit o lo que sea) antes de ponerse a viajar por ahí como un capullo.
Y bien, oyes. Estaba más contenta, más animada, más delgada y más feliz de nuevo. Mis reglas hacían lo que querían, pero como no frungía, me importaba un cuerno. Y estaba mucho más estable mentalmente y de mucho, mucho mejor humor, porque el anillo me vuelve un cóctel de hormonas chungo y sobre todo me sube mucho el nivel de ansiedad. O sea, lo mismo que en la peli. O más o menos.
PERO 2.
Cuando mejor estaba, apareció el niño chico. Y bien, ¿eh? Que no me quejo. Pero claro, que si los condones son un rollo repollo, que si un poco la puntita que no pasa nada, que si huy que bien así, que si cari no me baja la regla pero tú no te preocupes que me pasa siempre. Total, que volví al anillo. Y me puse gorda. Y me crecieron tanto las tetas que pensé en comprarme una carretilla para llevarlas. Y me volví muy loca y muy desequilibrada. En plan me río, lloro, me enfado y estoy de los nervios todo a la vez. Pero frungiendo a prepucio remangado como que todo se ve mejor en la vida.
Cuando lo dejamos, pensé en quitarme el anillo, pero aguanté un poco para tener mis reglas controladas cuando operaron a mi yaya. Y luego empecé con el Ross. Así que me lo dejé. Y cada vez estaba más gorda, más tetona, más loca, más desequilibrada y más enfurecida. Llegué a límites muy chungos e impropios de mí. Cosas que no cuento por miedo a que llaméis al manicomio y me pongan una de esas horribles camisas de fuerzas que no combinan con nada. Y me encontraba fatal. Así que al fin, en mayo mandé al carajo al Ross y al anillo. A Mordor los dos, de nuevo. Yo repoblé Mordor a base de exnovios, vaya. Y tan bien.
Adelgacé muchísimo. Mis tetas se redujeron a un tamaño casi diminuto y volví a ser feliz todos los días, también volví a no saber cuando me bajaría la regla, a estar en un continuo estado de susto con ese tema y a retorcerme de dolor un par de semanas al mes. Pero tenía tan buen humor y estaba tan delgada que me daba igual.
PERO 3.
Entonces me fui al Algarve, acabé en Sevilla y no perdí mi silla, pero encontré de nuevo al Niño. Y (Niño, vete de aquí, no leas esto) frungir con él es la mejor experiencia del mundo. ¿Puenting? ¿Caída libre? ¿Vuelo sin motor? Mierdas. Nada en el mundo como el Niño chico sin ropa. Y claro, otra vez a los sinvivires de los condones o a los de cari no me baja la regla pero tú no te preocupes. Así que decidí volver al anillo. Porque sí, porque soy así de inconstante. Porque tengo pocos vicios en la vida y me temo que el niño en horizontal es uno de ellos. Y de lado. Y en vertical a veces también.  
Bueno, pues no llevo un mes y ya estoy engordando. Y mis tetas crecen exponencialmente cada día. Y estoy de un humor variable, digamos. Los primeros días me volví muy loca y me angustié mucho por todo, pero luego me di cuenta de que era el modo orco del anillo y me calmé. Me cuesta mantenerme en un estado consciente y no llorar, gritar, enfurecerme hasta el nivel máximo y matar a medio mundo, pero lo consigo. Por las mañanas tengo un poco de nauseas, pero por las noches me da un hambre atroz capaz de acabar con las existencias de roñidonetes del universo. Y bueno, cuando está el niño se compensa a base de frungimientos a prepucio remangado. Pero cuando no está, lo único que hago es zampar chocolate por la noche y estar gruñona por las mañanas. Y engordar. Engordo cada día. Me hincho como un globo. Y me crecen las tetas cada minuto. Creo que si me quedara mirándolas ante el espejo podría ver como se hacen más y más grandes, como los reportajes esos que ponen a cámara rápida como se abre una flor. Y los hombres diréis que qué problema hay. Pues que duelen, demonios. Me duelen porque están a punto de explotar. Y están duras como piedras. Y no puedo dormir bocabajo. Y no voy a entrar en el vestido de la boda de mis yayos.
Total, un drama todo. No sé de qué se quejaba el canijo ese que llevaba el anillo a no sé qué fuego que hay en Mordor. Que se lo hubiera metido por el culo, le hubieran crecido los huevos hasta pisárselos y hubiera sentido todos los efectos esos devastadores en un solo día y su único consuelo fuera ponerse hasta las cejas de roñidonetes a sabiendas de que eso le hará engordar y se sentirá peor, lo que le deprimirá y le empujará a querer comer más y más chocolate.  Eso sí es un marrón, querido. Llevar el anillo a Mordor acompañado por tu coleguita y rallarse de vez en cuando es una mierda. Quejicas que sois los hombres, coño ya.
Conclusión del asunto: la peli del Señor de los anillos es un coñazo, pero narra bastante bien el proceso por el que pasa una mujer con un tratamiento hormonal.
Conclusión dos. Mis tetas están gordas como melones y yo me estoy poniendo jamona.

Conclusión tres, seguramente el niño me quiera matar después de leer esto, pero creedme, frungir a prepucio remangado con él merece la pena un viaje a Mordor, convertirse en orco y gastarse un dineral en roñidonetes. 

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Repaso rápido

Vale, llevo diez días sin escribir. Pero es que ha estado el niño chico aquí y eso me quita tiempo. “Eso” no es el niño, que conste. “Eso” es que han pasado cosas. Cosas, como quedarme sin gasolina dentro del parking del mercamoñas y tener que ir a por una garrafa y volver a arrancar el coche. Cosas, como que mis padres se presentaran por sorpresa en el parking a ver si todo estaba bien dejándome al borde del infarto. Cosas como que esos mismos padres decidieron comprar el material para la obra de casa del sur en un almacén de aquí y llevarlo en una furgoneta con la ayuda los potentes brazos de mi niño que cargaron las cajas de azulejos. Cosas como que en esa puta mierda ese favor empleamos las mañanas del fin de semana, quedando por las tardes para el arrastre. Cosas, como que a pesar de mi pánico a ese tipo de situaciones, una tarde terminamos tomando algo con mis padres en una terraza y el niño chico y mi padre se despidieron con un abrazo. Cosas, cosas. Demasiadas cosas.

Y bueno, ahora que creo que he sobrevivido a eso, me queda decidir si llevo al niño al bodorrio de mis yayos o si voy sola como toda la vida. Lo pensaré un poco esta semana mientras aprendo a andar con los andamios que me he comprado por zapatos y adelgazo un par de kilos para entrar bien en el vestido megaembutido que llevo. Y decido si ir a la peluquería o hacerme una chapuza en casa. Y sigo bajando música hortera. Y voy con mi madre a los veinte mil recados que tiene pendientes. O sea, que no tendré tiempo de pensar nada y todo saldrá como tenga que salir… al mi estilo.


Lo siento por el post cutre, pero al menos os pongo un poco al día. Pronto vuelvo y os cuento más y mejor. 

lunes, 9 de septiembre de 2013

Sevillanas vs bádminton

Lo primero… ¡¡sois unos horteras de mucho cuidado!! Me encantáis. Entre twitter y los comentarios y tal me habéis ayudado mucho. Algunas canciones concretas no me gustan, pero me han inspirado para sacar otras y al final me va a quedar una lista verbenera de lo más apañada. Os iré informando al respecto. Y seguid añadiendo las que se os ocurran, ¡nunca son demasiadas canciones mierder! Respecto a los que me recomendáis cosas que sí molan (gracias LuzMarina, eres un amor y tu estilo musical me encanta) os advierto que el rollito “canciones modernas para cuando los abuelos se cansan y se sientan” debe ser para otras familias. En mi caso, mis abuelos bailan más que los jóvenes. Ellos no se cansan y lo dan todo hasta el final de la fiesta, así que apuntaré esas canciones por si acaso de madrugada se retiran y los “jóvenes” aún seguimos en pie, cosa que dudo. Y lo que es peor, mis  yayos bailan súper bien. Ahora están un poco artrósicos, pero bailaban el tango arrabalero que dejaban a la gente con la boca abierta. Y mi yayo baila boleros que te quieres morir de bien. Y los pasodobles los bordan. No sé qué pasó con sus genes bailongos, pero en algún punto entre ellos, mi madre y yo, se perdieron. Y yo heredé el colon irritable y la intolerancia a la lactosa. Bien por mí. 
Dicho esto, os contaré uno de los traumas de mi vida.
Yo de pequeña no quería ser una princesa disney. Puede que a estas alturas esto no os sorprenda mucho, pero lo curioso es lo que yo quería ser. Yo quería ser como Sandy, la de Grease. O como Baby, la de Dirty Dancing. Yo quería bailar que te mueres y cantar bien. Y tener un novio macarra como  John Travolta o como Patrick Swayze. Pero sobre todo lo que bailar. Bailar bien molaba mucho, muchísimo.
Para mi desgracia, yo nací con el tímpano de esparto  porque no les quedaban finas membranas, así que mi oído para la música es nulo. Y por lo tanto, mi sentido del ritmo. Tampoco me acompaña la genética, mi padre es de una zona seca y árida de Burgos con menos gracia que el pan sin sal. Y de Madrid, he sacado la chulería pero cero arte. Así que digamos que mi sueño de saltar en medio de una elaborada pero espontánea coreografía a los brazos de un Johnny se vio frustrado en la más tierna infancia.
Cuando empecé a ir al sur y a conocer a mis amigas, me di cuenta de que el caso era aún más grave de lo que yo pensaba. Mientras ellas bailaban, yo hacía el ganso en un desesperado intento por que el ridículo pareciera voluntario. Y más o menos la cosa iba colando hasta que llegó un momento en el que me ví ante la tesitura de aprender a bailar sevillanas o amputarme las extremidades para siempre, dado que no me valen apenas para nada.
Mis amigas se afanaron en enseñarme los pasos. ¿quién se los enseñó a ellas? Misterio. Yo creía que los andaluces saben bailar sevillanas porque sí, porque es un gen especial. Sin embargo en el viaje a Granada descubrí para mi absoluto asombro que les enseñan en el colegio. Así como matemáticas, lengua e historia, pues sevillanas. Lo normal. Como si en Madrid nos enseñaran chotis o en Galicia les enseñaran muñeiras. Así que claro, todos los andaluces bailan sevillanas como si las hubieran mamado. Con la misma facilidad con la que alguien suma dos más o dos. Cada vez tengo más claro que nací en la comunidad autónoma equivocada. A mí en gimnasia me enseñaban cosas absurdas e inútiles como balonmano, fútbol o bádminton. Que ahora que lo pienso, ¿Bádminton? ¿En serio? ¿En qué diablos estaría pensando el gilipollas de mi profesor? ¡¡Sevillanas, oiga, sevillanas!! Porque las sevillanas siempre te sacan de un apuro, siempre puedes lucirte en una boda, ir a la feria de abril o vacilar un poco en una verbena… pero ¿bádminton? ¿Qué vas a hacer con eso? ¿sacar una raqueta en mitad del banquete y decir “sí, vosotros bailaréis muy bien pero nadie tiene huevos a jugarse un partidillo conmigo”? Pues eso, que no.
Total, que me desvío. Que mis amigas del sur trataron de enseñarme a bailar sevillanas. Pero no lo consiguieron, obviamente. Primero, mis piernas no se hablan con mis brazos, por lo que no se ponen de acuerdo y van cada uno por su cuenta. Segundo, mi arte y gracilidad taconeando y deslizando los pies es más o menos el mismo que el de un rinoceronte enfurecido trotando por la sabana. Y tercero, tengo los brazos demasiado largos y excesivamente delgados, por lo que tienen cero gracia al moverse. Son más como si agitas una escoba para quitar una telaraña del techo. Y claro, al final, después de varias intentonas, mis amigas abandonaron su empeño y me dieron por imposible.
Lo cierto es más o menos, lo tenía asumido. En Madrid tampoco hay demasiadas ocasiones en las que te arrepientas de haber aprendido bádminton en lugar de sevillanas. Como mucho, bodas y tal. Y ahí te haces el loco mientras los que sí saben bailan. Pides una copa, comes alguna chuche de las que ponen en la barra libre o sales a fumar un piti. Y aunque mi pequeña niña interior que soñaba con ser la reina de las pistas de baile llore en mi interior, la convenzo de que algún día nos liaremos a raquetazos y dejaremos a todos K.O.
Ahora bien, hay casos en los que me tiro de los pelos. El otro día por ejemplo, Medioprima de Bilbao me dijo que pusiera alguna sevillana en la boda de mis yayos. Y yo si hay que ponerla, la pongo, pero me voy a retorcer por dentro. Porque a mí me gustaría bailarlas. Debería saber bailarlas. Quiero bailarlas, por todos los diablos del bádminton. Y mis estúpidas primas de Granada sí saben, claro. Les enseñarían en sus estúpidos colegios del sur. Y Medioprima fue a una academia.   ­
Entonces claro, me acuerdo del niño chico, que para colmo de mis complejos y mis traumas infantiles es sevillano. Y claro, claaaaaro que sabe bailar sevillanas. Maldito niño. Le odio. Y el cachondo mental me dice que él conquistaba mucho bailando sevillanas en la feria y mirando de cerca. Ya ves, qué bien. Él ahí todo plantado como un señoritingo zapateando encima de mis traumas. Y ni siquiera se da cuenta de que con esos ojos negros conquistaría lo que hiciera falta. Hasta sin bailar. Pero eso es igual. Hasta él que es un sieso sabe bailar sevillanas. Y yo aquí, como un pato mareado, con mis brazos estilo palo de escoba, mis pies descoordinados y mi raqueta de bádminton.

Bah, seguiré bajando canciones mierdosas. Todo lo bailo mal, pero al menos hay cosas con las que tienes la opción de hacer el monguer y que parezca que haces el ridículo por elección y no porque no vales para otra cosa. Cualquier día de estos me armaré con una raqueta y buscaré a mi profesor de gimnasia. Y va a aprender a bailar sevillanas a mamporros, hombre ya.


jueves, 5 de septiembre de 2013

Canciones horteras para un 60 aniversario

Vale, sé que tengo cosas atrasadas del verano para contar, pero esto merece la pena.
El caso es que a finales de Septiembre mis abuelos hacen 60 años de casados. Ahí es ná. Y claro, vamos a celebrarlo por todo lo grande. Esto está trayendo montones de complicaciones a mi ya de por sí enmarañada vida, pero bueno. Mi madre está como una moto venga a organizar y a inventar cosas. No sé por qué, pero mi madre es de esas personas que se crece con los rollos familiares y disfruta como una enana haciendo toda clase de asuntos tediosos relacionados con los eventos. De hecho, estamos pensando montar un negocio al respecto. Porque claro, mis abuelos están muy contentos, pero ya no están para hacer preparativos. Y si no lo hace mi madre y yo colaboro, aquí nadie hace nada. Estos son los momentos en los que echo de menos tener cinco o seis hermanos, veinte primos y tropecientas personas a las que encargar marrones.
Ya más veces me he quejado de tener una familia asquerosamente reducida. Nosotros somos cuatro gatos. Es decir, esta vez va a ser como un bodorrio de alto copete y creo que no llegamos a 25 personas. Y eso invitando a amigos y a parientes lejanos. Creo que si alguna vez me caso, va a salir muy barato. Eso, o invitaré a toda la comunidad blogger para hacer bulto. Os avisaré con tiempo si sufro una enajenación de ese tipo. Porque cada uno es libre de hacer lo que quiera, pero a mí hay fiestas que me gustan multitudinarias. Con mucho bulto y mucho ruido y mucha gente. Quizás porque es lo que no he tenido nunca. Pero me mola el bullicio. Luego me agobia, pero me mola. Es raro.
Volviendo a mis abuelos y a su pequeña gran celebración, todo va saliendo bien y está bastante encarrilado. Ya tenemos sitio con salón privado y terraza para los fumadores, ya tenemos las invitaciones hechas y repartidas, y la ceremonia está bastante preparada. Así que sólo quedan los detalles. Bien.
O no tan bien. Como de costumbre, mi madre, que es casi perfecta, lo tiene todo hecho. Las cosas de las que ella se encarga están perfectamente preparadas al milímetro. Tiene su vestido, sus zapatos y hasta la colonia que va a usar. Ha hecho a mano las invitaciones, los detallitos, ha buscado el sitio y elegido el menú. Todo lo gordo que era misión suya está hecho. Y yo, que soy un jodido caos, lo llevo todo como el culo. No sé nada de lo que tengo que hacer, no sé lo que me voy a poner y desde luego las cosas de las que me encargaba yo están sin hacer. Muchas incluso las ha hecho mi madre también. Y yo aquí con cara de boba, sintiéndome una inútil y decidiendo por enésima vez en mi vida que no me casaré nunca, nunca. Así que, excepto en caso del colapso mental, estáis eximidos de venir a hacer bulto.
Para paliar mi sentimiento de culpa, mi madre me encargó que descargara música para el baile después de la cena. Que digo yo que veinticinco personas tirando por lo alto no son suficientes para montar un baile, pero bueno. Pensé que eso se me daría bien y accedí. Me senté muy dispuesta delante del ordenador con el pequeño mp3 enchufado y… y ya. No se me ocurría una jodida canción que bajar. Tras estrujarme las neuronas a base de bien, bajé dos pasodobles y un tango, que les encantan a mis abuelos y los bailaban de muerte antes de tener artrosis. Bien. Tres canciones. Bueno, luego bajé dos de Juan Luis Gerra y una de Gloria Estefan. Ya van seis. Bien. Entonces pensé. Y pensé. Y seguí pensando. Busqué en Internet listas de canciones verbeneras mierdosas que pudieran animar al reducido grupo de personas y a mis abuelos. Y seguí pensando. En el colmo del retorcimiento de neuronas bajé la Lambada. Y ya. Siete canciones. Y no doy para más.
El otro día en una cena en casa de mis padres salió el tema. Mi amiga Pa accedió a pensar algunas coplas o basuras canciones semejantes para añadir a la lista. Y mi medio prima de Bilbao también se apuntó a pensar horteradas. Entonces, ante mi estupor, intervino mi padre, pidiendo el “bulería, bulería” de Bisbal. Y alguna rumba. Así, con toda su sosería burgalesa. Vamos mejorando por momentos.

En fin, pido propuestas. Y no, nada de paquito el chocolatero, por favor os lo pido. Y tampoco vale regatón ni mierdas semejantes, que no quiero ver a mi abuelo bailando el “papichulo”. Cero canciones canis. Dicho esto, confío en vosotros para no quedar como una inepta. No me falléis. 

lunes, 2 de septiembre de 2013

25

25. Aunque tenga una rima fea, es un número bonito. Mola tener 25 años. Ya no eres un niñato, pero aún eres lo bastante joven. Ya no eres un crío con granos, pero aún tu físico está en su punto álgido. Mola tener 25.
Sé que tú ahora tienes mil cosas más en la cabeza. Sé que estás asustado, que te encuentras en una encrucijada, que te has sentado al borde del abismo y notas que el aire del más allá te roza la frente. Sé que da miedo. Sé que hasta ahora sabías lo que había que hacer, la rutina, la seguridad y los caminos preestablecidos te protegían. Sé que al fin te haces mayor y eso asusta un poco. Sé que todo lo que has hecho en los 25 años que tienes te ha conducido hasta este punto. Ahora sales del cuello de botella y no sabes lo que te espera. Pero no te preocupes. Tienes otros 25 años para hacer lo que quieras. Y otros 25 para alegrarte o arrepentirte. Y quizás, otros 25 para sentarte a meditar en lo pasado.
Ahora, sólo por un ratito, descansa un poco de todo eso. Deja el futuro para luego. Los 25 son el presente. Ya no eres un niño, pero aún te queda un poquito para ser mayor. Ya no eres aquel que cumplió 24 hace un año, bien lo sabes. Pero ten claro que tampoco eres el que serás el año que viene cuando cumplas 26. Disfruta mientras puedas del ahora. Vive este momento tan bueno que te está brindando la vida. Date un regalo, por tu precioso cuarto de siglo y deja que la vida fluya antes de que la corriente te arrastre y te conviertas irremediablemente en un adulto. Yo estaré contigo, caminaré de tu mano en este trance, te ayudaré a dar los pasos que te cuesten un poco más, te infundiré valor cuando te flaquees y te recordaré que eres grande y vas a ser enorme. Que yo confío plenamente en ti. Que yo te quiero tal y como eres.

Podría darte veinticinco razones por las que es una delicia estar a tu lado. Podría darte veinticinco razones por las que no puedo apartar mis ojos de ti. Podría darte veinticinco razones por las que me haces sonreír. Podría darte veinticinco razones para agradecer esta segunda oportunidad y seguir juntos. Podría repetirte 25 veces lo especial que hay entre tú y yo. Podría decirte veinticinco veces lo que siento por ti.

Sin embargo, sólo voy a prometerte que estaré por y para ti las siguientes 25 horas. Las 24 de hoy… y una de mañana para prometerte lo mismo.