lunes, 27 de marzo de 2017

El plan

Tengo un plan. Aún no sé cuál es, pero lo tengo. Es como cuando no te sale una palabra. La conoces, la sabes, está ahí, en tu cerebro. La sientes en la punta de la lengua. Sólo que estás ofuscado y en ese momento, no das con ella. Pues igual. Yo tengo un plan, lo sé, puedo sentirlo. Sólo que aún no sé cuál es. Pero está ahí, a punto de salir.
Y con eso de momento estoy contenta. Lo único que he necesitado siempre para hacer las cosas, era la determinación de hacerlas. Cuando estudiaba, por ejemplo. Siempre fui una estudiante de mierda. Nunca llevé agenda, no me enteraba de las fechas, mis apuntes eran un desastre, no sabía cuándo ni dé qué era cada examen. Y sin embargo siempre fui sorteando bastante bien las notas. Ya no en el colegio, donde no hice el huevo. Ni en el instituto, donde hice bastante poco. En la propia universidad, pasaba de todo. Hubo asignaturas que descubrí que estaba matriculada una semana antes del examen. Y entonces, cuando al fin sabía qué asignatura era, cuándo era el examen y conseguía algo parecido a apuntes y los organizaba, sabía que iba a aprobar. Aunque fueran dos días antes. Yo sólo necesitaba el plan. Y nunca me falló.
Por eso ahora, sé que voy mejor. Porque tengo un plan. El plan es hacer un plan. Y va a funcionar.
Mientras, entre unas cosas y otras, estoy viendo Las Chicas Gilmore. Aún voy por la primera temporada, empecé hace apenas una semana. No puedo evitar sentir algo raro al verla. Recuerdo cuando veía capítulos sueltos en la tele, antes de netflix, de internet, de las descargas y los discos duros que se enchufan a la tele. Hace 17 años. Yo tenía la edad de Rory, la hija. Y ahora podría ser Lorelai, la madre. Ha pasado el tiempo, vaya que sí. Me hubiera dado tiempo a criar una hija que nunca quise tener.
El caso es que la veo, con esa moda que me encanta de principios de los 2000. El siglo XXI que dejaba atrás al grunge y el rollo raro de los 90 y su perdida generación X. El 2000, antes de que las torres gemelas se vinieran abajo envueltas en llamas, antes de tener miedo a los atentados islamistas, antes del mundo en el que vivimos ahora. Los pantalones de campana, los pañuelos en el pelo, los vestidos estampados, las camisetas ajustadas con lazo al cuello. Yo llevaba esas cosas, obviamente. Y las echo de menos. No me gustan los pantalones pitillo aunque los use. No me gustan muchas cosas. No me gusta tener la edad de la madre. Era más divertido ser la hija que siente cosquilleos ante su primer amor y su primer beso y todas esas primeras cosas tan fascinantes y que ahora son pura rutina.
Y pienso, joder, si volviera a aquel entonces, la de cosas que haría. Estudiaría más, mejor, otras cosas. Cogería aquel trabajo. Ahorraría más dinero. Viajaría más. No perdería la amistad con tal o cual. Viviría fuera de Madrid, por una temporada quizás.
Luego pienso otra vez. No lo hice porque no quise. Porque tuve razones para no hacerlo, aunque ahora no me parezcan buenas. Elegí una vida, un camino. Cada elección que haces implica renunciar a todas las demás. Y yo fui haciendo las mías, acertando y errando.
Quizás ahora, diecisiete años después de tener diecisiete, pueda volver a hacerlo. Como dije en el anterior post y como me dijo en un comentario Matt (gracias, eres un tesoro), no es tan tarde. Siempre se está a tiempo, pero es que si Dios quiere, no estoy ni a la mitad de mi vida. No sé por qué a veces tiendo a pensar que está todo hecho y que ya no hay opciones. O sí lo sé, porque soy un poco pesimista. Y bastante gilipollas.

Por eso tengo un plan. No sé cuál, pero sé que me va a venir de un momento a otro. Y el plan, de momento, es hacer un plan.  

martes, 21 de marzo de 2017

Pero algo

Reconozco que llevo unos cuantos años, sobre todo los últimos meses, con cierta sensación de haberme rendido. Como si ya no mereciese mucho la pena esforzarse y fuera mejor dejarlo correr. El año pasado, de hecho, empecé con este post en el que explicaba (o trataba de hacerlo) que llevo un tiempo esperando una especie de “game over”. Que creo que ya no me va este rollo y prefiero empezar de cero porque la he cagado demasiado. Pero claro, eso de suicidarse siendo Mario Bross es una cosa y en esta vida es otra. Porque oye, que nadie nos garantiza que vayamos a empezar otra vez. Que igual no hay nada al otro lado y para estar muerto ya está el resto de la eternidad. Que hasta donde sabemos, estas son las cartas que nos han tocado y es posible que el crupier no vaya a repartir más.
Y no es rendirme en plan “oh, abandono la vida”. Es simplemente cierta resignación a que las cosas no me gusten. A que vayan regular. A vivir con desgana. A pensar que se me han pasado las oportunidades. A aceptar que esto es lo que hay.
Curiosamente, empiezo a estar a hasta los huevos de esta sensación. Empiezo a cansarme. Empiezo a tener destellos de lucidez en los que creo que puedo cambiar las cosas. No sé qué cosas, no sé cómo. Pero algo.

Siempre he sido una persona de altibajos. De grandes tempestades y soles radiantes. De bomba a punto de estallar, de mecha corta y chispa cerca. Y llevo mucho tiempo estancada. Así que presiento una tormenta. A veces tengo miedo de la nada, por que sí. Y eso suele ser una especie de presentimiento de que algo va a cambiar. De que algo va a suceder. De que esta etapa estúpida se acaba y empieza otra.

Aún estoy quieta, agazapada. Esperando la oportunidad de saltar. De subirme al tren en marcha. De salir corriendo. No sé de qué. Pero de algo.  

viernes, 3 de marzo de 2017

Los pesaos de la nutrición

Hay muchas cosas que me indignan de hoy en día. Siempre he tenido espíritu de vieja gruñona, pero hay rachas en las que creo que el futuro me ha alcanzado antes de tiempo. Hay días que tengo que evitar ciertas redes sociales para no ponerme a escribir cartas furiosas en plan abuelo Simpson.
Una de esas cosas que me sacan de quicio últimamente es la guerra contra el azúcar. Y es que reconozco que los nutricionistas en general me ponen de mal humor. Que hay gente preparada, informada y tal, pero la mayor parte han hecho un curso de dos semanas en el herbolario de la esquina y ya se creen con superioridad moral para dar por culo a todo el mundo.
Primero, admito que no me gustan los consejos que no he pedido ni los gurús de la sabiduría que se empeñan en adoctrinar a todo petete que les quiera escuchar (o no) con sus sentencias irrevocables. Y todos los nutricionistas que conozco, tienen un poco de esto. Como si una de las asignaturas principales de lo que sea que hayan estudiado fuera “dedícate a decirle a todo el mundo lo mal que come”. Y de paso, véndele algo de lo que a mí me interesa, añado yo.
Segundo, hay algo que me escama cuando se monta una campaña insistente y en plan viral a favor o en contra de algo, sin resquicios ni tonos grises. La quinoa es buenísima, la chía es buenísima, la col rizada del himalaya es buenísima. El azúcar es malísimo, los zumos son malísimos, pegarse un tiro en el pie derecho es malísimo. Y esto, a repetirlo como martillos pilones a todas horas, dale que dale hasta aburrir al personal. Que me dan ganas de coger el saco de azúcar y metérmelo a cucharadas para acabar de una vez con mi propio sufrimiento.
Y a ver, un poco de sentido común. Claro que el azúcar no es bueno. Claro que es mejor comer una manzana que un sándwich de nocilla. Claro que sí, guapi. Pero a ver, matices para todo en la vida. Que comerse un dulce o darse un capricho no tiene nada de malo. Que el azúcar no es satán, que no pasa nada si un día te apetece y te compras la palmera de chocolate más grande que haya. Lo que no es normal es merendar todos los días un bollicao. Y si yo me estoy comiendo un donus con más gusto que si fuera pecado, no quiero que vengas a amargarme con que tiene mucho de esto y mucho de aquello. Que ya lo sé, que no soy gilipollas. Porque esa es otra. Las malditas fotos con la equivalencia en terrones de azúcar. Que sí, que mal que las cosas lleven azúcar “oculto”, pero si de verdad alguien se come un phoskito pensando que es súper sano, es que es gilipollas. Porque algo que huele dulce, sabe dulce, se vende en la sección de dulces, igual es que lleva azúcar a paladas. Y si aún así, decides comértelo o dárselo a tus hijos, es tu problema y no necesitas a ningún cansino detrás “oye, que eso es malo, que tiene azúcar, que el azúcar es lo que sale del culo del demonio”. Por favor, dos dedos de frente.
Luego están los consejitos de los nutricionistas que me sacan de quicio. Como que los zumos no son tan sanos como la fruta entera (hablo de zumos exprimidos en casa en el momento, obviamente). Y claro que es mejor comer la fruta entera por no perder la fibra de la pulpa y blablá, pero no me jodas, por mí como si quieres cortar los melones al bies, pero no me cuentes películas como si al exprimir una naranja ésta mutara en sangre de troll. Lo que es horrible es ver a niños de un año que aún no saben andar comiendo gusanitos de bolsa, no hacerles un zumo.
Además, que no hay alimentos buenos o malos per sé. Yo no puedo tomar leche, pero eso no significa que sea mala. Tampoco puedo comer ajos y las acelgas me hacen vomitar. Pero yo no soy la medida de todas las cosas. Y tú tampoco, por muy nutri-sabelotodo que seas. ¿Que tú desayunas judías con patatas? Bien por ti, pero eso no es para mí. ¿Que tú meriendas coles de bruselas hervidas? Bien por ti, pero no para mí. Y si no te he preguntado, es que no me interesa tu opinión.
Como hace no mucho, que una amiga de estas que ha hecho un curso en una empresa vende batidos de proteínas me trató de dar una charla al verme cenar ensalada de pasta porque los hidratos no sé qué. Y le dije, “mira, yo estoy sana, los análisis me salen siempre perfectos, estoy a cinco kilos de lo que sería mi peso y me encuentro estupendamente. Como de todo lo que me sienta bien y me gusta, tomo frutas, legumbres y me doy caprichos de dulce, sí... que cada uno haga lo que quiera, pero creo que no necesito charlas sobre una ensalada casera que llevo comiendo toda mi vida y que me va estupendamente.” Cojones ya. Que me vienes a dar el coñazo mientras tú te tomas un batido de sobre hecho de vete a saber qué mierdas y que te puede dejar los riñones fritos en tres días. Un poquito de sentido común, hombre ya.


Así que en resumen. Comed bien, pero disfrutad. Que la vida son dos días como pasárselos comiendo coliflor y dando la paliza a la gente.