martes, 21 de diciembre de 2021

Adiós, 2021

 

Este año me he hecho un nuevo tatuaje. Y un nuevo piercing que aún duele. Y que me acabo de tocar porque cuando piensas en tus orejas te las tocas porque no se sienten por sí mismas.

He vuelto a un trabajo que me encanta y lo disfruto cada día. Ojalá dentro de un año pueda decir que sigo en el mismo puesto y tan contenta.

He tenido sustos con Ron, pero sigue siendo fuerte y recuperándose, así que, aunque sería mejor tener menos sustos, ojalá siga con las mismas ganas de vivir y de comer y de seguir con nosotros durante muchísimo tiempo porque le queremos y le necesitamos mucho.

He seguido fascinada con Maya. A mí esta gata no deja de sorprenderme con sus cosas, la adoro, sigo pensando cada día cómo es posible que un ser tan negro esté tan lleno de luz. Y ojalá siga alumbrándonos mucho, mucho más tiempo.

He seguido refugiándome en el olor de la nuca de mi marido cuando me meto en la cama por las noches. Ese olor es paz. El calor de mi Dorniense a mi lado es como ese rescoldo amable de la chimenea, cuando te puedes acurrucar al lado y relajarte porque todo en el mundo está bien en ese momento. Cada noche cuando me acuesto respiro su olor, acaricio su nuca y me doy un segundo de tregua. Él está aquí y por un segudo, por este segundo, nada va mal.

He tenido mi primer aniversario de boda. Y nos fuimos a tomar algo con amigos.

He seguido escribiendo (aunque apenas publicando) porque creo que en lugar de órganos y tripas yo estoy rellena de letras, como una sopa sin sentido.

Y he seguido leyendo compulsivamente porque si no me alimento de palabras, me siento vacía. He leído tanto este año que he acabado con la bibliografía de algunas autoras.

He seguido cocinando mucho y comiendo poco. Bebiendo litros y litros de té. Descubriendo cosas veganas que suplen otros alimentos que no puedo comer por mis problemas con las alergias e intolerancias.

He echado mucho de menos a la yaya. Hace justo un año que se fue y no ha pasado un solo día sin que piense en ella.

He seguido peleándome con mi pelo. Se riza cuando quiero alisarlo, se alisa cuando quiero rizarlo, se encrespa cuando quiero que quede bien, queda precioso cuando quiero quedarme en mi casa sin hacer nada y no me ven más que los gatos. Pero he llevado flequillo todo el año. Me gusta, de momento no me lo quito.

He seguido fumando y repitiéndome que tengo que dejarlo. Todo mal en este aspecto.

He seguido sin hacer deporte porque no tengo fuerza de voluntad para hacerlo sola en casa y desde luego me niego a ir a hacerlo a ningún sitio y llevar puesta la mascarilla mientras hago esfuerzos. Es demasiado para mí eso, francamente. Mal en este tema también.

He conocido un montón de gente, he estrechado lazos con algunas personas especiales, los he aflojado con otras. Lo normal en la vida, cero dramas y alegría por lo que están.

He cambiado de coche. Sigo echando de menos al bólido.

He sacado un certificado de profesionalidad con unas notas alucinantes. Aún flipo conmigo misma.

He esquivado el coronabicho. Y que así sigamos.

He sobrevivido otro año de esta extraña década de los 20 del siglo XXI que está resultando tan... tan... TAN.


Ojalá el año que viene traiga cosas buenas, mejores, estupendásticas y fantabulosas. Ojalá nos sobre la salud y la derrochemos en fiestas. Ojala no falte nadie y nos demos abrazos apretaos de nuevo. Ojalá seguir escribiendo a veces, con Ron dándome cabezazos y oyendo roncar a Maya, mientras sé que el Dorniense duerme en la habitación y el mundo, por un segundo, se mantiene en su lugar. Y ojalá vosotros también tengáis lo que deseáis.


Muy, muy feliz Navidad y Feliz Año Nuevo 2022. Ojalá todo a mejor.




miércoles, 22 de septiembre de 2021

Limpia

 

Se me ha independizado un sujetador. Hace ya un par de semanas salió volando del tendedero y se fue a vivir al tendedero del señor del primero que no vive aquí. Es un sujetador un poco tonto porque se ha tratado de mudar a una casa donde no vive nadie. Igual es un sujetador okupa, vete a saber. El caso es que al final, como nadie le recogía, se mustió de pena y se cayó al suelo. Así que cogí mis llaves y bajé al patio y lo recogí lleno de mugre. Y dije, bueno, sujetador pródigo, yo te perdono tu intento de huida, vuelve a casa. Le metí en remojo, porque pródigo vale pero pordiosero no y lo volví a tender. Y va el cabrón y se vuelve a pirar. Así tal cual, para dejarme claro que su intención es escapar a la mínima de cambio. Y no sé qué afán con el vecino del primero que no vive aquí, porque esta vez el muy descarado se fue directamente al poyete de su ventana. Que mira yo no sé ya qué pensaría ese hombre de mí si viviera aquí. Menos mal que no.

Y ahí sigue, el cabrón del sujetador tratando de vivir su vida en una casa que no es suya con un señor que no sé muy bien qué uso le daría.

Y yo me rindo a la evidencia. ¿Sabéis esa mierda de que si quieres a alguien debes dejarle ir? (tamaña gilipollez, dicho sea de paso). Pues eso, que se vaya. Era uno de mis sujetadores preferidos de estar por casa pero mira, no voy a seguir tratando de convencerle. Él no quiere estar aquí y no voy a retenerle a la fuerza.


Por otro lado voy a despedirme de más cosas. No dejo de ver mi armario abarrotado de ropa que no me pongo. Pero ay, es que me sigue gustando. Es que aún me vale. Es que igual un día me lo pongo. Es que está casi sin usar. Y ahí voy acumulando cosas, que tengo pantalones de los de tiro bajo esperando a ver si ponen de moda otra vez desde el 2010. Y la gente ha perdido el gusto y va por ahí con sus pantalones por los sobacos y el mom fit que hace los culos gordos y feos mientras mis pantalones de hace mil años esperan en el banquillo. No los voy a tirar, no pierdo la esperanza. Pero los retiraré al trastero. Ya se volverán a llevar, ya.

También voy a deshacerme de faldas cortas que no uso porque madre mía la pereza. Y de jerseys llenos de pelotillas y de camisetas con manchas que no se quitan y de pantalones de pijama que se me caen porque se les ha pasado la goma de la cinturilla. Y así hasta que me quede con un armario que se pueda ordenar y donde vea lo que hay. No es tan descabellado.


Igual en la limpia meto cosas para el pelo. Porque yo, que soy medio ingenua medio imbécil, empecé a hacer lo del método curly. Y a ver, esto está muy bien si tienes el pelo rizado. O al menos ondulado. O algo. Pero no es el caso. Aunque a veces sí. Francamente creo que mi pelo lo que hace es boicotearme. Trato de alisármelo y se ondula. Y digo, ah, pues qué bien, me lo rizo. Y empiezo el método curly de los cojones que es más complicado que la leche y tiene más pasos y más potingues y más movidas que agarrar una plancha o un rizador y hacerte lo que te salga del higo ese día. Que a ver, que el pelo está más sano y ñeñeñé, pero qué aburrimiento, la virgen. Y todo para nada, porque duermes y al día siguiente pareces la bruja avería (nótese en la referencia que tengo más años que la tos) y entonces resulta que además de los potingues, el mulli-mulli, el difusor y no sé qué más, tienes que dormir con un gorro y una funda de almohada especial y aun así refrescarte los rizos por la mañana. Mira, que me vale mejor raparme al cero y unirme a los hare krishna. Que yo pensaba, ilusa, que os digo que soy una ilusa, que los rizos eran la solución y el desentendimiento de los problemas del pelo. Que tú ibas por ahí con los rizos al viento como un caniche feliz y contento con sus lanillas. Pero nooooo... es la hostia de difícil. Y ni os cuento cuando encima ni siquiera tienes el pelo rizado.

Y entonces mientras decido si hacerme el curly o el harakiri se me vuelve a quedar liso. Así que sólo me queda preguntarme para qué cojones me lo corté yo a capas este verano y me siento a mirar al infinito pensando que es sólo pelo y no merece la pena amargarse la existencia y que total, yo sería muy feliz por ahí rapada al cero cantando y tocando la pandereta vestida con una túnica azafrán.

Me acuerdo de mi abuela paterna con frecuencia porque tengo la teoría que desde que enfermó y más tarde se murió, se ha quedado a vivir en mi pelo y me putea un poco a través de él. Es una teoría que suena absurda, pero si hubierais conocido a mi abuela y vierais mi pelo de verdad que lo entenderíais. Igual un día me animo y termino un post sobre ella que tengo a medias.


En cualquier caso, tengo que ir haciendo limpia de cosas. De cosas, de movidas, de roña en general. Que luego llega el final de año y no hago vida nueva porque todo lo que tengo es viejo.


miércoles, 8 de septiembre de 2021

El peligroso silencio

 

Me imagino que todos hemos visto La lista de Schindler. Si no, la veis y luego venís a seguir leyendo el post. Y si no os apetece, pues me valdría cualquier peli de nazis. Me vale La vida es bella, por ejemplo.

El tema que quiero explicar es que cuando ves esas películas (que son basadas en hechos reales que históricamente ocurrieron antes de ayer, que no se nos olvide esto), siempre piensas que tú estarías del lado de los buenos. Tú serías el que no levantó el brazo en el desfile nazi. Tú serías el que se plantó ante los tanques en Tiananmén. Tú serías el ángel deBudapest. Tú serías las hermanas Touza. Tú serías Schindler. Tú serías el salvador. Serías el héroe, el valiente, el que se enfrenta a todo el mal y el horror del mundo. O eso piensas desde el sofá de tu casa.

Porque las cosas casi nunca son blancas o negras, pero hay momentos en los que hay que posicionarse. Y el lado bueno de la historia, queridos, no es que te llamen fascista, diga lo que diga la tarada de la presidente de esta mi comunidad. Y podríamos meternos en casos particulares, claro. Es que hubo un caso de un nazi que era bueno y trató de ayudar desde dentro del sistema y blablablá. Que sí, que vale, tome su pin de buena persona, señor nazi. Es que los comunistas eran malísimos también y blablablá. Que sí, que lo que sea, que no estoy hablando de eso. Que no me distraigáis coño, que así no avanzo.

El caso es que todos pensamos que haríamos lo correcto. Porque es lo correcto. Porque está claro, porque es evidente. ¿O no tanto?

En La lista de Schindler hay una escena en la que una cría increpa a los judíos cuando los están llevando al tren, no recuerdo si de camino al guetto o al campo de concentración. Y les grita “¡adiós, judíos!” con un odio y una rabia descomunal e incomprensible. Es un personaje de ficción para ilustrar algo, lo sé, pero supongamos que fuera real. Esa niña seguramente no tiene razón alguna para odiar a los judíos. Quizás no conozca ninguno y puede que ni siquiera sepa bien qué es un judío. Pero los odia. Porque es lo que está recibiendo cada día: la idea de que ser judío es malo. Y que estará mejor cuando ellos se vayan. Quizás lo oiga en casa porque sus padres sean unos nazis recalcitrantes. O quizás lo oiga en la calle y en casa no oiga nada. Quizás sus padres no odien a los judíos. Quizás, hasta tuvieran amigos, conocidos, socios, que fueran judíos. Quizás hasta simpaticen con ellos. Pero las cosas se han puesto feas y es mejor callarse. Y aquí entra el enemigo más poderoso: el silencio. El silencio que nos hace cómplices. El silencio que nos hace parte de algo. El silencio que nos hace culpables.

En La vida es bella el protagonista tiene un amigo, cliente del restaurante donde trabaja con el que bromea e intercambia adivinanzas. Piensa que le va a ayudar cuando todo se pone feo. Pero no lo hace. No le acusa directamente, pero de nuevo el silencio. Si te ayudo me van a señalar. Si te ayudo, puedo estar en peligro. Mejor no ayudar, mejor no hacer nada. Mejor el silencio.

También se ve esto en Patria, libro y serie, tanto me da. Cuando ETA amenaza al Txato él dice “no me van a hacer nada, yo soy euskaldun, de aquí de toda la vida, la gente me conoce y el pueblo se pondrá de mi parte”. Spoiler: NO.


Y ya habrá algún iluminado a estas alturas pensando, claro, pero es que el miedo y el instinto de protección y salvar la vida y mimimi. Hacerse bicho bola y refugiarse en el silencio cómplice de los malvados no nos protege de nada. Nos expone más, si cabe, porque les estamos dando poder. Estamos dejando que ganen terreno. Estamos dejando que se hagan fuertes. Y antes o después vendrán a por nosotros. Porque siempre hay un motivo. El racismo, la homofobia, el machismo. Tanto da. Cualquier excusa es buena. Siempre tendrán por donde atacarnos. Y vendrán más fuertes y armados porque no quisimos o pudimos pararlos a tiempo. Porque callamos. Porque, por miedo, callamos. Porque por no señalarnos, callamos. Porque por no tener lío, callamos. Porque no iba con nosotros, callamos. Porque callamos una y mil veces, nos lloverán los palos.


Me da miedo por donde va el mundo. Me da miedo, especialmente porque me toca de cerca, por donde va España. Me dan miedo las agresiones homófobas constantes, los mensajes de odio. Porque lo único que están haciendo el enfrentarnos y crear enemigos donde no los hay. Los inmigrantes, las mujeres, el colectivo LGTBI, los comunistas, tu tía Paca la del pueblo que siempre fue muy rara. Hay un millón de culpables, siempre el que tenemos al lado. Si nos convencen de odiar al vecino, quizás no les odiemos a ellos. Y mientras peleamos con el vecino, ellos se harán con el poder, ellos engordarán sus arcas, ellos impondrán su ley. Y entonces diremos, joder, cómo ha podido pasar. Cuántas veces hemos dicho o escuchado que en qué pensaba toda la sociedad alemana, toda Europa, todo el mundo mientras los nazis campaban a sus anchas. Pues en lo mismo que nosotros ahora. En que la culpa de todos los problemas eran de los judíos o de los inmigrantes o de las mujeres o de los homosexuales. Y aunque no lo pensemos, no haremos nada porque así no te señalas, así no buscas gresca, así no te metes en problemas. Déjalos, si son cuatro exaltados. Si son una minoría. Déjalos que ya se cansarán.

Pero no se cansan. No son una minoría. No son cuatro locos. Son muchos y cada día más. Y hay que plantar cara porque dejando que hagan lo que quieran mientras miras para otro lado, les estás dando la razón aunque sea por omisión.


Estamos yendo para atrás. Empezamos llamando nostálgicos a los fachas y riéndoles las gracias a los nazis de vox y aquí estamos. Con un chaval muerto. Con otro apuñalado y marcado de por vida. Con otros tantos con las caras partidas. Con gente cogiendo miedo. Con discursos de odio constantes en redes y en programas de televisión. Con no sé cuántos diputados dispuestos a devolver a España al blanco y negro. Con gente en contra del feminismo, de la igualdad, de los derechos humanos. Con gente cada vez más ignorante, más garrula y más mala ostentando más poder. Y seguimos callando.


Yo tengo claro de qué lado de la historia voy a estar, y cada día más, cueste lo que cueste. Y una cosa os digo, o lo tenéis claro también, o estáis en el contrario.




sábado, 28 de agosto de 2021

Elegía al naarbólido

 

Como decíamos ayer...


El naarbólido se jubiló. Decidió que 20 años de servicio eran suficientes y que hasta aquí habíamos llegado. Qué pena me dio decirle adiós. Y sí, era un coche y a los coches no se les quiere. Pero era mi coche. Mi primer coche. El coche que siempre quise. Y yo qué sé, que no era sólo el coche. Es que fue el coche con el que nos perdimos por Almería. Con el que fui a recoger al Dorniense a la estación la primera vez que le conocí. Con el que nos fuimos de viaje de novios. Fue el coche donde besé por primera vez al chico aquél con el pelo largo. Donde metí todos mis trastos para hacer las mudanzas. Donde traje mis muebles del ikea. Es el coche con el que iba por Madrid en mis años locos, las noches de fiesta, las tardes de rugby. Con el que iba con la yaya a hacer la compra. El coche donde pasé la noche esa que fue un punto y final con el dueño de mis sábanas. Era una parte de mi vida, como un rasgo más de mi personalidad, como una extensión de mí misma.

Me tuve que comprar otro, claro. Porque lo necesito para ir a trabajar y porque reconozco que este culo gordo de vaga no se hace a base de andar. Y el nuevo es un coche majo. Se parece mucho al naarbólido, de hecho es el modelo siguiente pero misma marca y todo. Pero no es igual. El primer mes me lo pasé pensando “vale, muy bien este coche nuevo pero a ver si me devuelven el mío”. Ahora ya no lo pienso, pero cada día cuando voy a cogerlo me sigue pareciendo raro.

Además es negro. El naabólido era de un color de esos que las madres llaman “sufridito” y que se traduce en “se nota poco la mierda”. Al principio era un azul clarito metalizado que fue quedándose así como gris plata roñoso. Y bien, eh. Que no lo lavé nunca y aguantaba dignamente. Pero este cabrón no. Éste siempre está sucio. Pero sucio modo me da vergüenza decir que es mío. Tanto es así que lo llevé a lavar. Vaya cinco euros tirados a la basura. A la siguiente vez que se me ocurra me lo gasto en porros.

Primero fui a una gasolinera un día de estos tórridos de hace unas semanas, cansada, sudada, después de hacer mil cosas y hasta el coño de todo. Y resulta que la máquina lava-coches con sus rodillos de colorinchis estaba estropeada. Vayapordiós. Vuelva usted mañana. Y yo dije, mira, será que el destino o el dios de los coches cochinos no quiere que lo lave. Pero a los pocos días estaba aún más sucio, las cacas de pájaro se estaban resecando y comiendo la pintura. Así que me armé de paciencia y me fui a otro sitio, otra vez acalorada, sudada y cansada. Eché una gasolina que en realidad no necesitaba para que me hicieran el descuento, pagué mis cinco euros para un lavado super premium y dejé el coche reluciente.

Mmmmñé. La alegría dura poco en casa del pobre. Lo aparqué lejos de los árboles para que no le cagaran los pájaros. Y quiso el destino o el dios de los coches cochinos, que ese mismo día por la tarde hicieran obra en la calle, con su picar de asfalto, su levantar baldosas y su descargar un camión de arena justo al lado de mi coche antes reluciente y ahora cubierto de una gruesa capa de polvo. Cuando lo cogí a la mañana siguiente para ir a trabajar casi me echo a llorar.

Así que me he dado por vencida. Nací para tener el coche sucio, así lo quiso el destino o el dios de los coches cochinos. Que le den por culo. Que me mire con toda la cara de pena que quiera, lleno de polvo y churretes. Que aprenda de su predecesor, que ahí estaba con sus mil bollos, su roña acumulada de casi dos décadas y sin decir ni mu.


Al menos el otro día mientras conducía volví a sentir la inspiración de la M30, que es esa que me ataca cuando voy por la circunvalación maldita y mi cabeza bulle de ideas que se disipan en cuanto llego a casa y me siento delante del ordenador. Y pensé que eso sólo me pasaba en el naarbólido, pero se ve que no, que vale cualquier coche, que igual hasta me servía una elegante calesa tirada por caballos.


He perdido el ritmo de escribir. Incluso la capacidad de escribir medio regular. He perdido muchas cosas en el último año. Desde que empezó el 2020 todo es... indescriptible. Y aún así, vuelvo aquí de vez en cuando, soplo un poco el polvo, esquivo los arbustos rodantes y me recuerdo a mí misma que pase lo que pase, aunque esté desierta, abandonada y mis vecinos se hayan ido, esta sigue siendo mi casa.

jueves, 6 de mayo de 2021

El día que me enfrenté al fascismo... pero no a mis padres.

 Hace un mes cumplí 38 años, aunque el otro día lo vi en un documento oficial y me ofendí muchísimo. Edad: 38. ¡¡Pero bueno, tamaña injuria!! Si yo tengo... cerebro calculando... oh, mierda.

El caso es que pensaba que cuando llegara a esta edad sería una persona más madura, más adulta, más... yo qué sé. Cuando mi madre tenía mis años, yo era una adolescente de 16. Y mi madre trabajaba con mi padre en el despacho, daba sus clases, llevaba la casa de forma impecable, me atendía a mí y hacía montones de cosas. Yo limpio una vez a la semana, la semana que toca. Como nuggets congelados, salchichas, fideos de sobre y patatas del burguerking con frecuencia, duermo hasta las 11 si puedo y me quedo hasta la madrugada leyendo novelas románticas. Soy un desastre, la adultez se me da reguMAL.

Lo mejor es que cada vez me importa menos. Anda y que le den a las convenciones sociales. No sé quién impuso ciertas normas, pero no me da la gana de cumplirlas.


Ayer se celebraron las elecciones de la Comunidad de Madrid, cosa que quizá os pille de sorpresa porque apenas se ha dado el coñazo en los medios (sarcasmo ON). Y hace unas semanas me dio por pensar que igual, aparte de votar, podría hacer algo. Así que puse una balconera del partido morado en el que milito desde hace años. Y luego me supo a poco y dije, qué coño, voy a ir de apoderada. Por lo de la fiesta de la democracia, que es la fiesta más aburrida del mundo, pero después del 2020 ya cualquier cosa que lleve aunque sea el nombre de “fiesta” nos vale. Así que me apunté. En medio de mi euforia podemita, se lo conté a mi padre.

Aquí vienen los problemas. Mi padre es un tipo raro. Vive en su propio mundo, navega por la vida la mayor parte del tiempo y cree en las cosas que a él le salen de los cojones, que por cierto son pocas y un tanto descabelladas. Descartes al lado de mi padre era todo certezas. Luego está mi madre que por tradición familiar es de derechas. No mucho, no tanto como para mutar al verde, pero sí para seguir las estelas de las antiguas gaviotas. Y claro, para ella mi partido es bilduetarra filocomunista bolivarianochavista agresivoquemaestadios y con coleta. Y dos huevos duros.

Mi padre al enterarse de que su única hija, ya de por sí rara y rebelde se estaba volviendo tan roja que ya pasaba al morado y que encima iba a ir a buscar camorra en las elecciones (esto lo pensaba él, no era real que nadie quisiera gresca), le empezó a dar el sarpullido. Ay, que me quedo sin hija. Que los radicales me la matan. Que Pablo Iglesias me la viola. Que los de vox se la venden a los piratas de ultramar. Y que encima tengo que aguantar a mi mujer diciendo que qué habremos hecho para que nos salga una hija como ésta. Ay madre la que me espera.

Y el buen hombre al principio no dijo nada pero luego vino un día a hablar conmigo. No para disuadirme como tal, pero un poco sí. O sea, que sí. A ver si me convencía de que me quedara en casa tranquilita en lugar de ir por ahí exhibiendo ideas políticas.

Al principio me sentí como cuando te echan la bronca de adolescente. Que te dan ganas de mandar todo a la mierda y hacer exactamente lo opuesto a lo que te dicen, pero que al final no lo haces y te limitas a enfurruñarte y a poner cara de mierda pero haciendo lo que te han mandado. Luego lo pensé otra vez. Oye, que tengo 38 años. Que aunque haga el adulting regumal, sigo siendo adulta. Esto lo pensé mientras comía patatas fritas de bolsa, sentada en el suelo en bragas y escuchando a Green Day a toda pastilla, actitud que refuerza la idea de ser super adulta. Pero luego llegó el Dorniense. Y me dije, coño, espérate, si tengo un marido. Que aún digo la palabra y me entra la risilla. Marido, jijiji. Y como un marido suena a algo bastante más adulto, se lo conté, que mi padre tal, que mi madre se disgustaría, que yo estoy aquí con el culo helado pero que para pensar me siento en el suelo y mira tú qué cosas. Y el Dorniense, que es de pocas palabras, pero siempre certeras, me dijo: haz lo que tú quieras, no les estás haciendo ningún mal. Eres buena hija, buena persona y esto no cambia en nada lo que eres con ellos o con nadie. Y yo te apoyo al 100%. Y además estoy muy orgulloso de ti.

Y yo sólo pude pensar que por estas cosas me casé. Que tengo que averiguar cómo conservar a este hombre toda la vida porque es lo mejor que me ha pasado nunca. Eso, y que iba a ir de apoderada.


Total, que ayer me planté en el colegio con mi tarjetoncio colgando del cuello, mis papeles en el bolsillo y mi mascarilla morada. Los compañeros eran majos, los de los otros partidos también y los de vox eran cuatro tipos clonados con vaqueros, camisa, chaqueta, pin del partido en la solapa y mirada de superioridad. Pues bueno. Y allí estaba yo, sin incidentes reseñables hasta que salimos a la puerta a fumar un cigarro y me veo a mis padres a lo lejos. Igual convendría que os dijera que les había ocultado vilmente mis planes. Les dije que esa tarde no me apetecía salir y me iba a quedar en casa. El hecho de que el colegio sea donde votan ellos también, que esté en su zona de pasear todas las tardes y a la vuelta de la esquina de mi casa, era un pequeño fallo logístico.

Por suerte para mí, mi madre es miope y mi padre es despistado. Pero vamos, que venían enfilados y yo tenía que hacer algo. Algo adulto, como enfrentarme a ellos y decirles “esto es lo que pienso y lo voy a defender” o darles un discurso como el que me dio el Dorniense. O lo que sea que hacen los adultos cuando desobedecen a sus padres. Así que me escabullí cual gusana entre la gente, corrí colegio adentro como alma que lleva el diablo y me escondí en el baño.

Así es. No me dan miedo los fascistas, los cuatro tipos de vox me podían soplar el coño por turnos y estaba dispuesta a enfrentarme a todo... menos a mis padres. Así que esperé unos minutos prudentes para que mis progenitores estuvieran fuera de mi radio de acción y volví como si tal cosa. Reconozco que cuando cerraron el colegio sentí un alivio importante. Luego durante el recuento de una de las mesas, mientras un tipo de vox trataba de ligar conmigo (mira, de verdad, yo a esto no sé ni qué decir), mi madre me llamó al móvil. Y volví a sentirme como una merluza a medio descongelar. Saqué el tremendo valor de no cogerlo y de al rato, mandarle un whatsapp para decirle que estaba en la ducha y que si no era nada importante, hablábamos luego.


Al final todo salió mal, excepto mi plan. La derecha ganó, mi partido se va al garete, Pablo dimite y siento que pierdo una vez más la poca ilusión política que he tenido en mi vida. Pero no me arrepiento de haber ido, de haberlo intentado. No me arrepiento de haber desobedecido a mis padres, pero francamente, tampoco me arrepiento ni pizca de haberme escondido de ellos. Adulta, pero no mucho.



Jamás le perdonaré al fascismo que matara a Miguel Hernández, que es uno de mis poetas preferidos. Y si él, encarcelado y enfermo, pudo escribirle a su hijo que se riera siempre, que la risa le haría libre y que la defendiera pluma por pluma, trataré yo, humildemente y desde todos mis privilegios, de hacer lo mismo. Por eso, a pesar de la tristeza de hoy, de la pena que me da Madrid y del miedo que me dan algunos partidos, trataré de recordar estas elecciones con una sonrisa.


Que hay ruiseñores que cantan

encima de los fusiles

y en medio de las batallas.

viernes, 15 de enero de 2021

Reconciliaciones

 Nunca he creído en ese rollo de que los mejores polvos son los de reconciliación. Si he tenido una bronca monumental contigo, van a pasar días hasta que me apetezca abrirme de piernas y que tú estés en medio. Así, como dato.

Sin embargo, contando con que no hablo de personas, ni de broncas, ni de polvos, estoy en etapa de reconciliación. No sé bien por qué. Tampoco sé qué era lo que me había llevado a estar distanciada de esas cosas, pero por alguna razón había ocurrido. Y benditos acercamientos que rompen el hielo y sacuden la escarcha de los corazones en mitad de este Madrid que sigue blanco y congelado. Gracias a la Filomena y a su manto de nieve que aun no deja transitar las calles de mi barrio, me he encontrado con dos semanas de vacaciones de mis clases que no esperaba, pero que francamente, ahora veo que necesitaba. Me están viniendo de lujo y los estoy disfrutando por primera vez en años.


Hace dos meses que la yaya se fue al cielo. Aún no me he reconciliado con la idea, pero ya voy aceptándola. Y me voy reconciliando conmigo misma tras semanas de un dolor tan horrible que me impedía respirar.

Eso incluye las croquetas. Sólo una vez en mi vida las intenté hacer y me quedaron fatal. De hecho, no llegaron a ser croquetas porque la maldita bechamel se quedó tan líquida que era imposible moldearla. Al final fue lasaña. En cualquier caso, no volví a intentarlo. Para qué, si me las hacía la yaya. Como la tortilla de patatas, que nunca la hice porque para eso la tenía a ella. Pero en noviembre la yaya se fue y yo me quedé sin croquetas, sin tortilla y sin uno de los mayores apoyos de mi vida. Y no puedo recuperar nuestras conversaciones por la tarde, ni sus anécdotas, ni contarle las cosas que sólo le contaba a ella. Pero puedo hacer croquetas y tortillas. Las primeras veces que las hice lloré como una magdalena todo el tiempo. Ahora las hago y “hablo” con ella mientras tanto. La siento extrañamente cerca mientras el pan rallado se acumula entre mis dedos pringosos. Y no, no me salen como a ella, pero al tiempo. Jamás nada ocupará su lugar, pero me enseñó a vivir hasta en las condiciones más adversas con alegría. Y por ella que voy a hacerlo. Se lo debo. Por eso escribo esto con las lágrimas saltándome a los cristales de las gafas, pero el corazón me sonríe. Porque como le juré la noche antes de que se fuera, ella y yo siempre estaremos juntas.


También me he reconciliado con la lectura. Yo de pequeña devoraba libros. Tanto, que pasé demasiado pronto a la literatura adulta por el simple motivo de que se me acabaron los libros infantiles y mis ansias lectoras cogían todo lo que había por casa, que por suerte era mucho. Y fue así hasta hace unos años, que por alguna razón mi cerebro se cerró. No me apetecía leer nada, no me enganchaba, no lo disfrutaba. Y a regañadientes no puedo hacer cosas. Así que me pasé años en los que sólo leía de forma esporádica. A veces ha habido libros que me han gustado mucho, pero mi ansia terminaba con la última página. Sin embargo también lo retomé con la marcha de la yaya. Las tres noches que pasé con ella en el hospital me ayudó a no volverme loca el poder leer durante horas y horas. Era un libro de Marian Keyes, ni siquiera recuerdo cuál. Pero me ayudó a pasar esas horas infernales mientras le daba la mano a mi yaya que estaba ya más en el otro mundo que en este. Y desde entonces he leído bastante. Me refugia del mundo meterme entre líneas de letras que sirven de escudo ante un presente como mínimo, raro.

Ahora, como consecuencia de una serie de Netflix, me he enganchado a las novelas de los Bridgerton. Leo como cuando era cría, hasta las tantas de la mañana, me llevo el libro al baño, a la cocina, leo mientras como y mientras fumo un cigarro en la ventana. Leo por la noche y después de comer y después de desayunar y si alguien me habla, sólo pienso que me está quitando tiempo de seguir leyendo. Llevo cuatro novelas en poco más de una semana. Soy una enferma. De hecho, estoy escribiendo esto y pensando que a ver si lo termino de una puta vez y me puedo poner a leer. Y sí, es novela facilona y predecible, pero me hace sentir bien. Y eso ya es bastante en estos momentos. Estoy hasta el gorro de los elitistas de las cosas que creen que para que algo valga la pena tiene que ser tortuoso, complicado y coñazo. Vete a leer a Nietzche y pégate un tiro, pero a mí déjame bailar en el Londres decimonónico con afables caballeros en levita.


Por último, me he dado cuenta de esta época de reconciliación gracias Bruce Springsteen. Siempre me había gustado pero por alguna razón, hacía años que no le escuchaba. Sabe Dios por qué. Pero el otro día en ese estúpido reproductor de canciones aleatorias que tengo en el cerebro sonó Glory Days. Tanto y tan fuerte que me la tuve que poner mientras me duchaba. Y de repente la voz de Springsteen me hizo sonreír y bailar en el baño. Hacía tiempo que no hacía. Y me sentí bien. Así que he retomado lo mío con él. Que además, cómo no me iba a gustar, si un tío que puede bailar y sonreír mientras canta como lo hace él ya tiene media polla dentro. Mirad el vídeo de Glory Days. O el de Dancing in the dark. Os juro que me se me retuercen los colmillos con esos vaqueros ajustados.


Me estoy desviando, que en un solo post lo mismo hablo de mi yaya moribunda que del movimiento de caderas del Boss. Quizás esto pasa por escribir tan poco, que ahora se me amontonan las cosas que decir. Igual me vuelve a dar también una racha de escribir a lo loco, quién sabe. Yo soy muy de obsesiones pasajeras pero intensas. Tengo una conducta un tanto compulsiva cuando algo me interesa, pero también soy de atención dispersa, así que vaya a saber.


En cualquier caso, feliz año. No es que de momento el 2021 lo esté poniendo fácil para que le cojamos cariño, pero no vamos a rendirnos tan pronto. Cuidaos, cuidad a los vuestros y sólo pidamos salud, que nunca fue tan importante.