sábado, 21 de junio de 2025

Diazepam caducado

 

Llevo una racha que no duermo bien. Será la premenopausia. Será la ansiedad. Será el calor. Será lo que será. Qué más da. El caso es que ando medio rara y medio en crisis. Claro, que cuándo no estoy yo en crisis. Creo que llevo encadenando crisis desde parvulitos.

Anoche estaba tan hasta el coño de mí misma que me tomé medio diazepam caducado que había por ahí en mi caja de los medicamentos posiblemente caducados y me fui a la cama. Me he despertado a las 7:30 de un salto pensando que llegaba tarde al trabajo. He tenido que mirar el móvil varias veces para convencerme de que era sábado y no tenía que conectarme a un trabajo que odio, sólo tenía que ir a hacer recados que odio y eso al menos me permitía dormir un poco más, así que gracias por el mensaje erróneo, cerebro, casi me da un infarto, muchas gracias.

Este nuevo trabajo de persona normal de lunes a viernes por la mañana hace que tenga que invertir mis mañanas de sábado en hacer recados y compras, en ir al carrefour y al alcampo. Qué fue de las mañanas de dormir la mona, de hacer el vago o de simplemente pensar qué me iba a poner esa noche, quién sabe. Pero bueno, los pomos para el mueble nuevo no se iban a comprar solos y de paso pues me daba una vuelta y paseaba mi crisis por un estúpido centro comercial.

Luego he decidido echarme un rato de siesta después de comer. Me encanta el verano pero las tardes son eternas y a ver qué carajo haces desde las 4 hasta que el calor abrasador de los infiernos baja un poco y al menos puedes abrir la ventana. Y yo estaba agotada de haber elegido los pomos de las narices y de haberme perdido en el párking buscando mi coche (estaba una planta más abajo). Así que me he dormido, supongo que por puro aburrimiento. Ha sido una hora, pero me ha dado para soñar con toda clase de cosas que me hurgan en lo más hondo. He soñado con mi Ron. Muchas veces sueño con él y quiero pensar que es que viene a verme porque él también me echa de menos. Era un sueño realista, podía tocarle y olerle y abrazarle, y aunque sabía que en la vida real había muerto, sentía que tenía ese ratito con él. Esto me pone a la vez alegre y triste y no sé cómo explicarlo mejor.

Después dejaba a mi Ron y seguía con mi sueño, haciendo movidas y me encontraba con mi primer amor platónico de instituto. Mira qué bien, cuánto tiempo sin verte, persona que en realidad ya no es quien yo recuerdo. Curiosamente su voz sonaba como siempre y su sonrisa y sus ojos azules eran los de entonces y su pelo lacio y rubio le caía sobre un ojo y no tenía las cicatrices ni las mierdas que le han hecho los años. Así que le abrazaba y no sé qué pasaba que me besaba. Y qué bien oiga, porque en la vida real no le besé nunca, pero para eso son los sueños. Para abrazar a mi gato del cielo y besar a un tipo que me gustaba con 14 años. Por supuesto, en mis sueños yo no estoy casada, no hay un señor dormiense, no tengo responsabilidades de ningún tipo y evidentemente, no tengo 40 años. Así que el menda este me estaba besando y yo le decía que si podíamos pasar un día libre juntos y me miraba, se ponía serio y me decía: “no, no podemos. Esto no es real.” Y me he despertado. Gracias, cerebro, de verdad, no sé qué te he hecho, pero ya puedes ir dejando de putearme, muchas gracias.

Igual es por el calor, por la premenopausia o por la crisis de los 40, pero entre no dormir, los pensamientos aleatorios sobre cosas totalmente absurdas que me atacan cuando menos lo espero y ahora el boicot a los sueños, igual termino enganchada al diazepam caducado antes de lo que pensaba.

sábado, 28 de diciembre de 2024

El abismo futurible

 Cuando los ricos tienen una crisis existencial (o simplemente se aburren) se cogen un año sabático y se van a Ibiza a hacer el canelo con las guitarritas y la ropa de aspecto gastado que ha costado cientos de euros. Como yo soy pobre, estoy gestionando mi crisis existencial (puro burn out) cogiendo un mes soviético (sólo un mes, no da para más) y viendo Dirty Dancing en mi sofá cuando la echan por la tele. Las diferencias de clase, oiga.


El caso es que he tenido que pedir un mes de licencia en el trabajo y tomarme un mes selvático antes de que mi salud se fuera al garete definitivamente. Y la gente me pregunta si estoy descansando y desconectando. Les digo que sí, más que nada por no hacer el ridículo y ahorrarme explicaciones. Pero lo cierto es que paso días enteros pensando qué hacer con mi vida. Sopesando pros y contras de volver a mi actual trabajo. Echando currículum a ofertas que en realidad no me gustan y fingiendo que me disgusta que me descarten. O rechazándolas cuando me cogen porque sus condiciones no son compatibles con la vida misma. Paso días dándole vueltas a la cabeza pensando qué debería hacer. Y cómo y cuándo.

A estas alturas, sigo sin respuesta a nada.


Creo que uno de los problemas es que no soy buena visualizando el futuro y sus posibilidades. Odio hacer planes. Odio pensar con antelación. Me agobia organizar la semana. Yo qué sé lo que querré hacer mañana. Es como cuando alguien me dice que si quedamos el sábado ¿y qué quieres que te diga, si estamos a jueves? ¿yo qué sé si me va a apetecer verte dentro de dos días? Me resulta estresante. Así que imagínate cuando me planteo cosas como qué hacer este año o qué puedo querer hacer en cualquier aspecto de mi vida de aquí a verano.

Hace poco un compañero me preguntó cómo quería estar en cinco años. ¡¡Cinco años, nada menos!! Y yo qué carajo sé, señor mío. No tengo claro lo que voy a hacer en cinco horas. No tengo ni idea de lo que voy a hacer en cinco días. Cinco meses es todo un abismo para mí, pero ¿cinco años? ¡Si eso es una eternidad! Pero él insistía: ¿cómo quieres estar en cinco años? Así que tuve que contestar la verdad: VIVA. Dentro de cinco años quiero estar viva. Quiero tener a mis padres y a mis gatos. Quiero seguir casada con el señor dorniense. Y al poder ser, quiero seguir usando la misma talla. Pero no me planteo qué mierdas quiero hacer con mi vida laboral de aquí a entonces. Porque no me importa lo suficiente. El trabajo es sólo un medio para conseguir dinero que a su vez sirve para conseguir comida para mis gatos. No es más. No me realiza. No me hace feliz. No me llena. No me satisface. A mí me realizan mis aficiones. Me hacen feliz mis seres queridos. Me llenan mis recetas de cosas dulces y chocolatadas. Y me satisface un aparato con nombre apropiado para ello. El trabajo sólo me da dinero, y por lo general, no suficiente. Ni de lejos.


Así que aquí estoy. Terminando diciembre, terminando el año y a mitad de mi mes satánico y sigo sin ver claro hacia dónde me lleva esto. Sigo sin saber qué voy a hacer en nochevieja. Sigo sin saber qué voy a ponerme para cenar. Sigo sin saber qué regalar por Reyes al dorniense. Sigo sin tener claro si volver al trabajo o no. Sigo sin saber nada más que al Año Nuevo sólo le pido salud para mí y los míos y que ojalá en cinco años siga aquí, con mi marido, mis gatos, mis padres y mis dudas.


domingo, 22 de diciembre de 2024

Solsticio

 No sé quién inventó lo del año nuevo y vida nueva. El solsticio es para dormir, leer arrebujado en una manta, cocinar cosas al horno y ver Gilmore Girls en bucle. Cualquier cosa que no sea eso, no me interesa. Los propósitos, los cambios de rumbo y todo eso para cuando tenga más energía. En primavera o verano o como mucho, cuando empiece el curso. En estas fechas con sobrevivir a la Navidad tengo suficiente.

Por eso, entre otras cosas, he pedido una licencia en el trabajo y tengo un mes libre no remunerado pero pagado en salud física y mental. Aunque me está costando desconectar y dejar de buscar otros trabajos y dejar de preocuparme por cosas que ahora mismo no tienen solución. Me está costando porque en invierno me cuesta mucho todo lo que no sea dormir, leer arrebujada en una manta, cocinar cosas en el horno y ver series de esas que son lugar seguro. Es de noche todo el tiempo, hace frío y me duelen los huesos como a una anciana. Y aún así me debato entre preocuparme por el futuro, tratar de buscar otro trabajo y desconectar y coger fuerzas para el año que viene. Como de costumbre ando luchando batallas en las que yo misma soy los dos ejércitos a la vez.


Mientras tanto, mi marido se ha ido a Dorne a pasar unos días y cuidar de su madre, convaleciente de una operación de rodilla. Esto está bien. No que mi suegra esté convaleciente, aunque la pobre tenía muchas ganas de operarse. Digo lo de que el dorniense esté en Dorne. Porque eso significa que estoy sola y puedo dormir, leer arrebujada en mi manta y con mis gatos, cocinar cosas para mí sola y ver las series que me dé la gana. A veces echo de menos estar soltera. Aunque cuando llevo unos cuantos días sola, echo de menos al señor que vive aquí y espanta los nubarones de mi cabeza con su sonrisa.


En fin, seguiré hibernando lo que me dejen. Feliz solsticio. Ojalá todo el mundo pueda encontrar un lugar calentito donde pasar estas fechas. Y no hablo sólo de temperatura.

miércoles, 31 de julio de 2024

20 años

 

Se equivocó el tango, se equivocaba. Como la paloma de Serrat. 20 años sí son algo. No mucho, quizás, pero sí algo. Se equivocó, como se suelen equivocar las canciones de amor.

Se equivocó el tango diciendo que no eran nada. En los últimos 20 años he vivido. He vivido intensamente, de hecho. Me he enamorado, me he agotado, he caído al fondo y he seguido escarbando un poco más abajo aún. Luego me he levantado y he alzado el vuelo. He reído carcajadas, he sido feliz sola y acompañada, he viajado y he vuelto. He encontrado mi sitio y me he perdido mil veces. He aprendido y he olvidado, he cambiado, me he equivocado, me he dado de hostias contra los mismos muros y a veces contra otros distintos. He caminado convencida hacia delante y me he sentado a la orilla del sendero a llorar hasta que he encontrado las fuerzas para seguir de nuevo. He pasado la segunda mitad de mi vida hasta ahora. Así que el tango se equivocaba en que 20 años no eran nada. Aunque a la vez sea verdad que es un soplo la vida. Y, por mucho que me joda, tenía razón en lo de las sienes plateadas. Quién me lo iba a decir en el 2004.


Mañana es el aniversario (sólo 1 año en este caso) de uno de los días más tristes de mi vida. Así que he pensado que mejor durante un rato refugiarme en el recuerdo de hoy, uno que fue hace dos décadas, pero que sigue vibrando en algún lugar del tiempo y el espacio. Hay un mundo o un momento o una energía pasada en la que estoy ahora mismo enredada en tus caderas, con la ventana abierta a los tejados del Madrid viejo y la bolsa de patatas fritas abierta sobre la mesa. Hay un mundo paralelo o un agujero de gusano de esos en lo que tú y yo, nos besamos esta noche de verano y la luna me ayuda a desabrocharte los pantalones. Hay un lugar en el nudo del tiempo donde yo me dejo llevar y tú sabes a dónde guiarme. Donde somos tan jóvenes que veinte años es todo lo que hemos vivido y tan inconscientes que pensamos que eso es suficiente.

Hay un punto en el tejido del tiempo donde a veces quiero volver porque era más fácil. Porque dolía menos la vida. Porque pesaba menos el equipaje. Porque sabía menos de todo, ni del amor, ni del dolor, ni de la pérdida, ni de nada. Y como dice una canción que me gusta mucho, desearía no saber ahora lo que no sabía entonces.


Pero estoy aquí, en este mundo, en este espacio y en este tiempo. Aquí, donde han pasado 20 años y nos hemos roto y recompuesto mil veces ya. Donde a veces miro por encima del hombro al pasado que me sigue y me empujó hasta aquí. Y no entiendo cómo podemos ser tan distintos de aquellos y sin embargo aún reconocerme en tus ojos y en tu voz. Aún encontrarme a mí misma entre tus brazos. Sé que no soy la que fui, ni contigo ni sin ti, ni con otros ni conmigo misma, pero soy capaz de mirar a través del velo de los años y acordarme de cada segundo que fui libre por tus besos.


He tenido 20 años para arrepentirme y fíjate, nunca lo he hecho. Quién iba a arrepentirse de haber volado libre.




viernes, 19 de abril de 2024

Madrugar, el Cook del metro y el Titanic

 Hoy me he enamorado en el metro. Qué voy a decir. Aún no eran las 8 de la mañana y él se parecía tanto al Cook de Skins que dolía mirarlo. Tan guapo, tan joven. Joder. Si yo hubiera tenido 20 años menos quizás le hubiera pegado un post it en la mochila con mi número de teléfono. Ahora soy una señora cuarentona que no se tiñe las canas. Eso soy, aunque madrugar haga que me disocie y por un rato crea estar yendo a la facultad, como esos chavales que me rodean con sus carpetas y sus mochilas, con edad de poder ser mis hijos. Pero es que el traqueteo del metro a esas horas absurdas en las que todos parecemos más zombis que personas me confunden y me sacan de mi cuerpo y de mis canas, me dejan sólo con la sensación extraña de poder vivir otras vidas, probarme otros nombres y jugar a imaginar que soy quien hubiera soñado ser.

Así que ahí estaba yo, balanceándome con el suave runrún del metro cuando aún no ha amanecido del todo, soñando con mundo paralelos, con posibilidades que no son, con edades que no tengo. Soñando con el chaval del los hoyuelos y los ojos rasgados y el pelo cobrizo que iba respirando pausadamente a mi lado, ajeno a mis tribulaciones e inmerso en las suyas propias. Enamorándome por un rato de un chico sin nombre al que deseo desde un yo pasado. Preguntándome si hay una línea temporal en la que aún tengo 20 años y me cruzo con él en este vagón y me atrevo a darle mi número. Preguntándome si hay otro mundo en el que no me disocio por completo cuando madrugo y puedo ser una persona normal que lleva horarios normales, que puede tener trabajos por la mañana y madrugar y montar en metro sin sufrir problemas mentales.

A la vuelta he evitado el metro. Meterme bajo tierra me convierte en alguien extraño para mí misma y temo perder el hilo que me une aún con la realidad y conmigo misma, con mis canas y mis cuatro décadas de vida. Así que he cogido el autobús y he seguido pensando en lo de los universos paralelos en los que hay mil posibilidades y mil vidas a la vez. Como en ese libro (La biblioteca de la medianoche) que leí este invierno y que a pesar de tener cierto tufillo a autoayuda me hizo pensar un poco. Como esa serie que me gustó tanto hace unos años que se llamaba Being Erika. Pensando en las decisiones que me han llevado a un lugar o a otro. Pensando en los instantes que pudieron cambiar mi vida. Pensando en cada bifurcación en la que tuve que elegir camino. Preguntándome si en otro lugar y en otro mundo estoy viviendo un tórrido romance con mi Cook particular del metro.

Quizás pienso todas estas mierdas porque la vida que me está tocando vivir últimamente es la de la violinista del Titanic y no me gusta demasiado. Porque a mí me contrataron para tocar el violín en un barco la hostia de grande y la hostia de lujoso y la hostia de guay. Y bien, yo tocaba cada noche y cada mañana y era feliz haciéndolo. Hasta que un día vi que había mogollón de icebergs alrededor. Pero ni el capitán ni nadie al mando parecía preocupado por ello. Y total, yo sólo estaba ahí para tocar el violín. Así que nos dimos la hostia, el iceberg nos apuñaló, el barco empezó a hundirse y el capitán sigue haciendo como que no pasa nada. El director de orquesta saltó del barco y se piró en un bote salvavidas él solo. No le culpo. Ahora todo el que puede se escapa y yo, sigo tocando mientras el barco se hunde más y más cada día. Pero qué voy a hacer. Sigo tocando. Sólo puedo esperar a que me rescaten o me muera en las aguas heladas, porque sé que esto no puede reflotarse. Hay quien se trata de salvar. Hay quien está en pánico. Hay quien huye y quien hace como que no ocurre nada. Yo sigo tocando el violín porque total, es lo que sé hacer y es lo que me dijeron que debía hacer. Así que toco y toco mientras todo se sumerge en el océano sin posibilidad de salir a flote de nuevo. Toco el violín mientras imagino que hago otra cosa. Sigo con mi melodía inútil mientras me sueño con 20 años menos y mordiéndole el cuello a este pobre chaval del metro que va tan tranquilo sin saber que la señora cuarentona de al lado está fascinada por el color rojizo de su pelo. 


No sé qué se supone que debo hacer. Al parecer ni los achaques ni las canas le hacen a uno más sabio como me habían dicho. Sólo te hacen viejo. Sólo te cansan y hacen que el ketchup te dé ardor de estómago. Sólo hacen que Cook quede lejos de tu alcance. Sólo hacen que los problemas laborales te afecten un poco más que antes y que no haya fiestas los viernes donde olvidar las penas. Sólo hacen que sigas tocando el violín preguntándote para qué sirve en cualquier caso lo que tú hagas. Sólo hacen que seas un poco más consciente de tus limitaciones.

En mi caso, he llegado a asumir que madrugar y montar en metro es realmente peligroso para mi salud mental.

lunes, 4 de marzo de 2024

El pelo

 

Hace un tiempo dije que cuando estoy en una racha chunga me da por pensar en el anteriormente conocido como dueño de mis sábanas y actualmente sólo accionista de las fundas de ganchillo (por aquello de rebajar la tensión sexual y tal). Me he dado cuenta también de que cuando estoy en racha buena lo que me da por pensar es en mi pelo. El día que me muera harán recuento y será algo como vivió unos 80 años (seamos optimistas), pasó 40 durmiendo, 10 pensando en sus gatos, 10 leyendo o escribiendo chorradas, 10 totalmente en babia y otros 10 pensando si debería cortarse el pelo.

Pensé que había superado la movida hace años cuando me poseí por algo extraño y me lo corté por debajo del hombro. ¿Qué sería, el 2017? Y estuve contenta con el corte y tal, en ningún momento me arrepentí ni me quise tirar por la ventana ni nada. Pero una vez que me crece me vuelve a entrar el miedo. Es como si cuanto más largo lo tengo, más me acojona cortarlo. Sé que no tiene ningún sentido en absoluto, pero es lo que hay.

Además siempre pensé que al llegar a “cierta edad” dejaría el espíritu pantojil de la melenaza. Pero no. Ya he pasado la barrera maldita de los 40, el mes que viene cumplo 41 y sigo aferrada a la idea de que si no me toco las puntas del pelo en la cintura, todo el mundo se desmorona. Luego a su vez, veo imágenes en instagram o donde sea de cortes de pelo y me encantan las melenas al hombro, o con muchas capas o yo qué sé. Y pienso que son monísimas y hasta que me quedarían bien. Incluso mejor que ahora. Pero luego no lo hago. ¿Por qué? Porque soy imbécil, por eso mismo. No hay otra explicación.

Cuando le cuento todas estas tribulaciones al Dorniense me mira entre resignado y aburrido. ¿Cuántas veces ha escuchado la misma cantinela desde que estamos juntos? Cientos, miles de veces. ¿Y cuántas me ha dicho que me haga lo que quiera, que él me querrá igual, me verá igual de guapa y que no puedo hacerme nada que me quede mal? Pues otras tantas. ¿Y cuántas veces le hago caso yo? Cero. ¿Y entonces qué quiero? ¿La opinión de un experto estilista? ¿Someterlo a referéndum popular? No. Yo lo que quiero es que el pelo crezca más rápido, que te lo cortes y a la semana lo tengas otra vez largo. Sería bueno para la economía, todos gastaríamos más en comprar tijeras, nos haríamos más locuras capilares y los salones de belleza abundarían y estarían siempre llenos. Todo ventajas, oye. Pero no. Hagas lo que hagas, para que el pelo crezca sólo hay una cosa que puedes hacer y es esperar. Y cultivar la paciencia no es algo que se dé especialmente bien.


En cualquier caso y por si acaso, de momento, hasta que no esté la luna en cuarto creciente ni me acerco a la peluquería.

martes, 23 de enero de 2024

El escritorio

 El Dorniense ha montado unos muebles nuevos para el salón. Ahora tengo que recolocar mis cosas ahí, y ordenar es un castigo divino para mí. Además, el mueble que tenía antes y me parecía estupendo, queda raro al lado de los nuevos. Y los nuevos son bonitos y tal, pero están donde estaba mi escritorio. Mi escritorio. Mi querido escritorio. Estan ahí, ocupando su lugar como si tal cosa. Como si no les importara.

Es una estupidez. Pero es que ese escritorio es de lo primeros muebles que compré después de que el desequilibrado de mi ex se fuera. Y tenía mis cosas. Mis imanes. Mis post-it de colores. Mis cajas de chuminadas. Y el cuadro de Bécquer que ya estaba en mi escritorio de adolescente de casa de mis padres. Lo monté yo. Lo llené de mis porquerías. Y me gustaba. Porque era mío.

Lo hemos quitado porque era grande y ocupaba mucho sitio y es verdad que no le daba mucho uso últimamente. Pero coño, era mío. Estaban mis cosas.


Cuando me separé del pirado y me quedé sola y empecé a remontar, una parte importante de mí se reconstruyó en ese escritorio. Ahí vi “Aquellos días felices”, una peli francesa que me salvó de una forma extraña. Ahí me sentaba en mi silla poang del ikea, subía las piernas a la mesa y mientras entraba el aire de la noche por la ventana, pasé un verano entero viendo películas de megaupload (bendito seas, estés donde estés) y diciéndome a mí misma que saldría adelante. Ahí vi, años más tarde, la boda roja de Juego de Tronos clavando las uñas a la silla. Ahí estudié el curso de igualdad que tantísimo bien me hizo. Ahí pasé horas y horas con Ron en el regazo, estudiando o leyendo o escribiendo. Y ahora no está. Ni el escritorio, ni Ron, ni megaupload.


Ahora hay unos muebles nuevos más monos, más prácticos, más útiles. Hay unos muebles que me recuerdan que ahora comparto espacio con un señor que me cae muy bien, pero que está siempre ahí y que a veces, me hace sentir horriblemente adulta.

Y no me gusta ser adulta. No me gusta haber cumplido 40. No me gusta ser responsable. No me gusta ir renunciando a pequeñas partes de mí en pos de un nosotros o de un bien común o de la familia o de simplemente, la vida.


Así que ahora no tengo escritorio. Aunque ya nunca lo usara más que para amontonar ropa desordenada. Ahora tengo unos muebles bonitos y limpios donde guardar las cosas de forma aburrida. Ahora tengo unos muebles monísimos que aborrezco.