martes, 23 de junio de 2015

No es basura, son vidas.

Lo he contado en twitter, en facebook y ahora vengo aquí con el mismo cuento. Pero a ver qué hago si no.
Los últimos cuatro días los pasé en el Pueblodelsur pintando, limpiando, maldiciendo y haciéndome polvo física y psicológicamente. Aquello es agotador y desquiciante. He tenido que matar montones de arañas y llamar al Niño innumerables veces para que matara las que eran tan grandes que escapaban a mis posibilidades. He ido a ver ami abuela adoptiva que si pasa de este verano será de milagro. Y he fregado hasta quedarme sin piel y pintado hasta quedarme sorda con el crujidos de mis propios hombros. Total, que no ha sido precisamente un placer.
Cuando por fin llegó el lunes por la mañana y habíamos terminado la noche anterior el trabajo, estuve a punto de hacer la danza de la alegría. Pero por tal de no perder tiempo, me puse a recoger los trastos y a dar una limpiada a la casa para largarme de allí haciendo fús. El Niño Chico me iba ayudando y cuando ya apenas me quedaba nada que hacer, él se fue a tirar la basura. Volvió con mala cara y se plantó a mi lado con esa pose que pone cuando no sabe muy bien cómo contarme algo. Yo seguía fregando el suelo y contando los minutos para salir de allí, así que no le hice mucho caso hasta que escuché:

  • … así que creo que están dentro del contenedor.
  • ¿Eh? ¿Quién?
  • Los gatos.
  • ¿Gatos? ¿Qué gatos?
  • Los que están llorando. Les oigo en el contenedor, pero no les veo.

Palidecí. En mi cabeza se formó rápidamente lo que realmente pasaba. No eran gatos. En esos contenedores no pueden entrar y las gatas de pueblo no son tan tontas para parir en ellos. Eran perros. Y no estaban allí por error o casualidad. Alguien los había tirado.
Salí corriendo mientras trataba de explicar esto al Niño, que me seguía sin saber muy bien qué hacer. Llegué al cubo y efectivamente, aquellos llantos tan terribles que se me clavaban por dentro desgarrándome las entrañas eran de perros. No los podía ver y como soy bajita, no podía alcanzar las bolsas. El Niño corrió a casa a por una silla que le pedí a gritos mientras despelujada y agobiada rezaba para que mi idea funcionara.
Me subí a la silla, metí medio cuerpo en el contenedor, rebusqué entre las bolsas, rompí algunas, me puse perdida de mierda sin que me importara lo más mínimo. Estaba ya desquiciada y a punto de meterme dentro del cubo por completo cuando vi una bolsa pequeña atada con un nudo. El corazón me dió un vuelco, la saqué y la rajé como pude con los dedos. Allí estaban. Cinco cachorritos de apenas unos días. Con lágrimas en los ojos comprobé mi temor y tres estaban ya muertos, había llegado tarde para ellos. Los otros dos estaban vivos y parecían fuertes. Les cogí y volví a casa. Estoy segura de que medio pueblo me estaba mirando rebuscar en la basura a pleno sol y llevarme dos pequeños paquetitos chillones. Incluso el malnacido que los había tirado. Y no sólo no me importa, estoy orgullosa de ello.
En casa los limpiamos y les hicimos unas friegas para que entran en calor. Estaban fríos y mojados, pero en seguida empezaron a reaccionar. Llamé a mi veterinario para preguntarle qué podía hacer y me dio un par de pistas, pero me recomendó que buscara una veterinaria y consiguiera leche de perros. En mi pueblo no hay nada. Nada, nada más que hijos de puta que tiran cachorritos a la basura. Así que nos fuimos al pueblo de al lado y en una clínica veterinaria que conozco de vista nos trataron genial. Les expliqué el caso y les dije la verdad, que yo me iba a Madrid, que tengo un gato, que no podía hacerme cargo de ellos, que estaba desesperada, pero que me los iba a llevar si era necesario. La chica que nos recibió me dijo que quizás hubiera una solución mejor y llamó al otro veterinario que andaba por allí. Ese nos dijo que tenía una perrita de yorkshire recién parida y que los adoptaría sin problema porque sólo había tenido dos cachorros. El Niño tenía a los perrines en el regazo y pude sentir el vacío que se le quedó cuando la chica de la clínica se los cogió. Nos dijo que tenían que ir un poquito a la incubadora para entrar en calor y que luego los llevaría con la mamá adoptiva. Que les encontrarían familia. Nos dieron las gracias. Y nosotros a ellos. Ni en sueños podría haber imaginado un final mejor.
Además ayer me confirmó el marido de una amiga que vive en ese pueblo que los vio cuando los llevaban con la perrita adoptiva porque había pasado él por allí a comprar pienso para su gata. Así que van a salir adelante y a ser perros felices, sanos y grandes.
La historia tiene un final feliz, pero duele. Duele a horrores. Porque esto pasa en cada ciudad, en cada pueblo, en cada jodida esquina. La gente es una irresponsable de mierda, tiene animales que no cuida, no se gasta un duro en castrarlos pero luego no quiere cachorros. Y duermen por las noches tan tranquilos. No sienten un ápice de dolor de meter a cinco preciosos pequeñines en una bolsa de plástico y atarla y echarla a un cubo de basura, para que agonicen durante horas muertos de frío, de miedo, de sed, de hambre. No se les remueve el alma. No entienden que son vidas, tan válidas y respetables como la suya. O más, perdonadme que os diga. Porque diría que hay que ser animal para hacer eso, pero sería muy injusto. Los animales no lo hacen. Nunca. Ni de lejos. Sólo el ser humano es tan bárbaro, tan hijo de puta, tan desgraciado como para hacer eso. Y me reitero en lo que he dicho muchas veces desde que oí ese llanto por primera vez, que tiene que haber un infierno para esa gente. Es mi consuelo, mi triste consuelo, que creo que hay algo después de esta vida. Tiene que haberlo porque si no todo sería demasiado injusto. Y esa gente, esos malditos bastardos capaces de tirar cachorros a la basura pasarán parte de su condena en esas mismas circunstancias, muertos de frío, de miedo, de sed, separados de su madre que es lo único que conocen, ciegos y sin aire apenas para respirar. Llorarán y gritarán pidiendo ayuda y no la encontrarán porque el resto del mundo pensará que su vida no es tan valiosa como para pringarse y sacarlos. Porque la verdadera basura son ellos.

Y yo... pues intento ver el lado positivo y recordarme que al menos dos están vivos. Que si no hubiera ido el Niño a tirar la basura y si yo no fuera una loca inconsciente que no piensa dos veces, habrían muerto todos. Pero aún así duele, repito, duele. Y me he vuelto del pueblo más asqueada que nunca. Porque aquello cada vez me pone peor cuerpo. Que mucho salir por la ventana a ver quién pasa, mucho preguntarme cómo es que no tengo hijos con esta edad, mucho escandalizarse porque no me haya casado y porque no siga con mi primer novio, pero nadie mueve un dedo ante un grito desgarrador que sale de un cubo de basura.
Qué hijos de puta, qué hijos de la grandísima puta.


miércoles, 17 de junio de 2015

El momento coca-cola no light

A veces el amor se acaba. No hay culpables, son cosas que pasan. Es simplemente, que te dejan de interesar las mismas cosas, dejas de tener afinidad, dejas de sentir algo especial cuando le ves. Y a veces, hasta empiezas a sentir una especie de cansancio vital de estar cerca.
A mí me pasa con Pueblodelsur. Lo nuestro fue un amor de los buenos. Yo estaba loca por aquello, por la gente, por el ambiente, por todo. Pero llegó un momento en el que se nos acabó el amor de tanto usarlo. O algo así. El caso es que cada vez empezó a interesarme menos aquello. Con la gente cada vez comparto menos cosas. El ambiente ya no es lo mismo. Y como que las cosas buenas ya no me parecen tan, tan buenas. Estas cosas pasan, no es por ti, es por mí, te mereces algo mejor. Blablablá, lo que sea.
El caso es que cada vez me cuesta más ir. Y contando con que últimamente voy a pegarme las palizas del siglo allí pintando, limpiando y haciendo chapuzas, pues como que mal tirando a fatal.

El fin de semana pasado apenas salí de casa porque hay mucho que hacer allí dentro como para andar de paseo, pero aún así los escasos minutos que lo hice, volví un tanto mosqueada. Reconozco que yo soy muy de ciudad. Más que eso, soy muy de Madrid. Y eso implica estar acostumbrada a hacer lo que me da la gana sin que nadie me cuestione. Madrid tiene sus cosas malas, pero tiene ventajas. Puedes salir a la calle vestida y peinada como quieras, a nadie le importa. Puedes liarte con mil tíos, llevar amantes cada noche a tu casa, a nadie le importa. Puedes hacer lo que te salga del higo, básicamente. Y a nadie le importa un carajo porque nadie te conoce. En un pueblo es todo lo contrario. Hagas lo que hagas, será criticado. Aunque seas la más decente, alguien inventará algo porque les interesa TODO lo que haces o podrías hacer o podría ser que hicieras. Y a mí esas cosas me ponen muy nerviosita, me entra rápido la paranoia y mi mal humor crece por momentos.

El viernes por la mañana, mientras mi casa se iba convirtiendo en un caos, me empezó a bajar la tensión. Y no había una triste coca-cola que echarse al gaznate. Así que me puse unos pantalones de chándal rotos, una camiseta de hace diez años y me arrastré pálida y ojerosa hasta la tienda del pueblo. Allí lo llaman “el súper”, pero a no ser que sea por lo súper cutre que es, el nombre no hace justicia. El sitio es pequeño, desordenado, se supone que hay de todo pero nunca hay de nada, todo está amontonado, los pasillos (los tres) son más que estrechos y la tía que está en la caja es imbécil del culo. Eso sin contar con que siempre está lleno de marujas gordas y sin nada mejor que hacer en todo el día que estar allí chismoseando. Así que si no es para una emergencia, no voy. Pero lo era. Cogí una bolsa de patatas fritas, un par de latas de cerveza de marca desconocida y me acerqué a la malhumorada cajera haciendo un esfuerzo por agudizar el oído y entender el acento.

  • Perdona, ¿no hay coca-colas normales?
  • ¿De doh litroh?
  • No, latas.
  • Pueeeee... ahí hay latah laih.

WTF!! ¿De qué cojones habla? Miré a mi alrededor. Ya había tres marujas gordas con sus batas de flores mirándome como si acabara de bajar de una nave espacial. Soy la única del pueblo que pesa menos de 50 kilos, estoy pálida como una muerta, tengo pintura en el pelo y llevo la ropa más roñosa del mundo. Y encima aquí la que habla raro soy yo. Suspiré.

  • No encuentro las latas de coca-cola normal. - repetí muy despacio.
  • Iguá no quean ahí. Voy a miráh la cámara, pero no sé lah que habrá. Que no ha venío hoy er der mandao.
  • Vale. - lo que sea.

La cajera se va hasta un frigorífico que le servía al pintor de las cuevas de Altamira para conservar el bisonte.

  • ¿Cuántah quiereh? - me grita.
  • No sé, ¿cuántas tienes?
  • ¿Cuántah quiereh?
  • ¿Pero cuántas tienes?
  • ¿Cuántah quiereh?
  • Cuatro. - las que sean para salir del bucle.
  • Tengo tré.

Por un momento dudé si estaría regateando y quería que le dijera “dame dos” para decirme “te ofrezco una”. Lo que pasa es que estaba muy cansada, malhumorada y sólo quería irme a mi casa. Y no a la que está cien metros más arriba del súper, si no la que está a trescientos kilómetros, en Madrid. Así que esperé pacientemente a que la tía volviera con mis tres coca-colas para pagar. Mientras, las tres marujas gordas de batas floreadas me habían rodeado y me miraban con curiosidad. Al final le dijo una a la otra “¿y ehta muchacha quién eh?”. Al parecer en los pueblos creen que la gente de fuera no tenemos la capacidad de escucharles. Ni de verles cuando se asoman a la ventana para tratar de adivinar quién eres. Volví a suspirar mientras la maruja número dos le decía “éhta no eh de aquí”.
Pues claro que no, señora. Soy un caminante blanco y necesito imperiosamente volver al norte del muro o moriré.


P.D. Le dedico esta entrada a @pratelly que leyó un tweet al respecto y se quedó con la intriga de lo que había pasado.


lunes, 15 de junio de 2015

Minuto mañanero de paz

Las siete de la mañana y una servidora escribiendo. Y esto no sería tan raro si me hubiera quedado la noche en vela, cosa que ocurre con relativa frecuencia. Pero no es el caso. Anoche me acosté a una hora bastante razonable para lo que soy yo porque el Niño Chico tenía sueño. Y me he levantado a las 6 de la mañana porque Ron no lo tenía. Se podría pensar que soy una mujer y madre abnegada.
Aunque todo sea dicho, me acosté porque me encontraba fatal y el Niño al final fue la excusa. Y me he levantado porque Ron estaba dando por saco, sí, pero también porque yo ya no tenía más sueño y porque tenía que hacer un trabajo para el curso que me estoy sacando de orientadora de empleo y claro, cuando tengo un runrun en la cabeza no puedo pararlo. Así que me he puesto en pie con el alba, me he hecho una infusión y me he puesto a darle a la tecla, primero para el curso, ahora aquí. Y lo cierto es que aunque odio madrugar, ahora que Ron duerme en mis piernas todo tranquilo y esponjoso, el Niño duerme arriba respirando despacito y el silencio lo inunda todo mientras empieza a entrar la luz del amanecer por las ventanas, siento un extraño placer. Como si la vida no fuese una carrera a contrarreloj en la que yo voy de puto culo, como si el tiempo fuese algo que me mece y no algo que me persigue mordiéndome los tobillos o tira de mí apretándome la soga al cuello. Siento, aunque sea por unos breves instantes, que la paz es posible durante los segundos que dura el ojo del huracán. Y aprovecho a tomar aire antes de quedarme de nuevo sin él.
El fin de semana por su parte ha ido... bien. Supongo. En la casa de Pueblodelsur todo es siempre extremadamente complicado. En serio, hasta eso que piensas que te llevará cinco minutos y que no tiene mayor vuelta de hoja te tendrá de cabeza durante horas. Es una pesadilla a veces. Por suerte conseguimos más o menos todos los objetivos que llevábamos y algunos extra, como llenarme brazos y piernas de cardenales o pringarme el pelo de pintura que se niega a desprenderse.
En cuatro días vuelvo para allá a seguir preguntándome por qué mis padres me odian y si no debería hacer el petate y marcharme a un lugar muy, muy lejano. O cambiar la cerradura de mi casa y encerrarme a cal y canto dentro, teléfonos desconectados inclusive. Lo que sea para que dejen de pedirme cosas extrañas.
Espero que me dé tiempo a contaros algo más divertido que mis andanzas bricomaníacas antes de volver a irme, pero quién sabe qué será lo que pase en esta especie de chiste mal contado que es mi vida.


P.D. Os leo a todos/as. Os tengo altamente vigilados. Pero no puedo comentar siempre que quiero, el móvil es una caca y me da error cuando le doy a enviar, así que desde el pueblo no hay manera. Pero os leo, repito. Y por supuesto reviso los comentarios, así que no me dejéis sola en estos trances, coñe.

jueves, 11 de junio de 2015

Y vuelvo a caer en la trampa...

No sé si os acordaréis que el año pasado más o menos por estas fechas, me fui a pintar la casa de Pueblodelsur. Aquello fue una tortura china que casi me cuesta la poca cordura que me queda. Pero como a cojones no me gana ni el caballo de Esparteros, pues pinté y limpié y lijé techos y puse emplaste y me cagué en todo lo cagable, pero lo hice. Y LO HICE DE PUTA MADRE.
El caso es que mi casa no es un palacio, pero es una casa de pueblo, lo que significa grande. Y yo odio las casas grandes. Sé que suena a excusa de pobre, pero creo que las casas grandes son para ser asquerosamente rico y tener gente que la limpie y la mantenga y tú sólo tengas que molestarte en saber qué jacuzzi es el que te pilla más cerca en ese momento y si recibir al embajador de los bombones en el salón de invierno o en el verano. Si no, son un coñazo. Y mi casa de Pueblodelsur no es enorme, pero es grande. Y yo no soy rica. Mala combinación.
El caso es que hace poco vino mi madre a mi casa. Y la temo cuando se apoya en el marco de la puerta de la cocina mientras yo trajino en los fuegos. Me recuerda a cuando yo era adolescente y teníamos esa postura, pero cambiando los papeles. Porque además usa el mismo tono que yo y hace lo que hacía yo cuando quería pedirle que me dejasen salir hasta las mil y monas. Y no, mamá, no cuela. Toda esa mierda ya la inventé yo y te recuerdo que contigo no colaba.

  • El caso es que tendremos que pedir presupuesto, claro. Y allí ya sabes cómo se pasan. La ley de la oferta y la demanda, como no hay otro que lo haga, pues claro. - me decía con tono lastimero.
  • Ya. - sigo picando cebolla.
  • Y nos querrán cobrar un pastón.
  • Ajá.
  • Un dineral, claro. Y no estamos como para tirarlo.

La miro de reojo. No cuela. Remuevo la olla y lavo un pimiento verde. Mi madre se cruza de brazos, suspira, melodramática ella.

  • Y es una pena, porque algo tan fácil... si tu padre no fuera así lo hacíamos nosotros, pero claro, ya sabes que tu padre no sabe ni cambiar una bombilla. Pero pagar tanto dinero por algo así... pues qué pena. Porque igual ese dinero podría ser para algo mejor.
  • Pues qué pena. - escucha activa que se llama. O repetir como un loro lo que te digan, vaya.
  • Porque es algo que yo creo que se podría hacer fácil, en serio. Eso, os vais el Niño Chico y tú un fin de semana allí y os lo ventiláis. Y os sacaríais unas pelillas.
  • Vaya por Dios, ya salió.
  • Si es fácil...
  • Mamá, quieres pintar la fachada. De una casa de dos plantas. ¿Cómo cojones se supone que tenemos que llegar hasta el alero del tejado?
  • Con una escalera alta.
  • Sí, y otra cosita, no te jode...
  • ¿Para pintar? - me mira ojiplática.
  • Para bailar la bamba.
  • Jo hija, ¡mira que dices tonterías!
  • ¡¡Pero si has empezado tú!!
  • Mira, haz una cosa, vais, miráis a ver si se puede pintar la fachada y si ves que no, pues nada.
  • Vale.
  • Y ya que estáis allí, pues pintáis la habitación grande, la pequeña de la izquierda y el techo del baño de arriba. Y montáis los muebles del vestidor. Y se barnizan las vigas del techo. No hagáis el viaje en balde, al menos ya dejáis eso arreglado y oye, echáis el fin de semana allí tan a gusto.

Sí, tan a gusto. Manda huevos. En fin, volveré. Supongo. Mientras tanto, crónica en twitter.


sábado, 6 de junio de 2015

Carnet de madre denegado

Sabéis de sobra que no soy una entusiasta de los niños, pero cada día me convenzo más de que el problema real son los padres. Porque cuando yo digo que no me gustan los niños la gente se piensa que soy la malvada bruja de Mim y no es así. Me cansan, me aburren y no entran en mi plan de vida, pero creo que hay que tratarlos bien y cuidarlos al máximo. Lo cual, por cierto, tampoco significa volverlos gilipollas.
Y ya sé que soy la última con derecho a opinar sobre la educación de los niños porque sin hijos a ver qué coño sé yo. Pero bueno, aún así tengo ideas al respecto. Y he tratado a muchos adolescentes totalmente descarriados que repetían que nadie les había puesto límites y que sus padres no habían sido tales.
Total, resumiendo y tratando de no meterme demasiado en terreno farragoso, diré que no creo que los padres sean amigos, no creo en la educación con apego esta que se lleva ahora, no creo en la lactancia prolongada, no creo en el colecho y no creo en la mitad de las cosas que se hacen hoy en día. Creo en el amor, en el cariño, en la disciplina y en el respeto. Y creo profundamente en que una colleja o un buen azote en el culo en caso preciso, hacen milagros. Si tuviera hijos lo pondría en práctica, lo tengo clarísimo. Y es que no sé qué pasa hoy en día que los niños (no todos, ya lo sé, pero sí una gran parte) son tan maleducados. Cogen berrinches de tirarse al suelo y patalear, dan patadas a las madres, mandan callar a los adultos... a mí ni se me hubiera pasado por la cabeza, vamos. Y se me llega a ocurrir y mi madre me da una torta que me espabila.
Y por si alguien tiene dudas, yo me llevo de maravilla con mis padres. Cenamos juntos muchos fines de semana, nos reímos, nos contamos un montón de cosas, debatimos sobre lo humano y lo divino, nos cuidamos y nos apoyamos a la vez que nos criticamos con cariño y respeto. Les quiero con toda mi alma, no hay resto alguno de miedo, de resentimiento, de represión ni nada que se le asemeje. Ahora bien, son mis padres, no mis amigos. Mis padres, que es mucho más importante. Y les respeto y no se me ocurre insultarles, levantarles la voz por tonterías o cosas más graves. Me juego algo gordo a que todos esos que creen en la educación esa que “respeta” todo lo que los mocosos hacen o dicen y ellos son los diminutos dueños de todo no van a tener ni de lejos, una relación tan fluida, tan cercana y tan íntima como tengo yo con mis padres, los que me decían que no y punto, los que me daban un azote cuando me ponía insoportable y los que me ponían límites y normas que cumplir a rajatabla.
En fin, lo que sea, allá cada uno con lo que hace.
El caso es que hay cosas que sí me preocupan seriamente y que creo que escapan a cualquiera que sea tu forma de educar o tus preferencias al respecto.
Hoy estaba con mi madre sacando la compra del coche en su portal. Estábamos ahí como siempre, que si esta bolsa es tuya, que si ésta es mía... cuando pasa una madre con una niña pequeña que no tendría ni cuatro años. La niña, más bien poca cosa, delgadita y caminando al lado de su madre, quería comerse unos gusanitos. Que esa es otra, no veo la necesidad de dar esas porquerías a niños tan pequeños, mi madre no me dejó comerlos nunca y claro, ahora no me gustan. El caso, la niña no tenía pinta de ser una tragona. Y entiendo que la madre no quisiera que se comiera la bolsa de mierda gusanitos antes de comer. Pero no entiendo la respuesta que le ha dado:

  • No, que te pones goooorda. Sí, sí, gooooorda, te pondrás gorda. Así que no comas eso porque te pones goooorda.

Se lo ha repetido tantas veces que mi madre y yo nos mirábamos sin dar crédito. ¿En serio esa es la razón que se te ocurre darle a una niña tan pequeña? ¿De verdad? Dile que no porque no se comerá la comida. Dile que no porque le va a doler la barriguita si come eso y luego la comida. Dile que no es hora. Dile que no y punto. Pero no le digas unas veinte veces a una criatura que se va a poner gorda. Luego esa madre se sorprenderá si se pasa la adolescencia a dieta. Si es una obsesa del peso o del físico. Si, Dios no lo quiera, termina con anorexia o bulimia. Se preguntará qué ha pasado. Y culpará a las marcas por hacer ropa pequeña o a las modelos por estar delgadas. Y nadie se dará cuenta de la relación tan chunga que ella misma ha fomentado con el peso y la imagen en esa niña antes de que ni siquiera sea consciente de lo que es.

En fin, que cada uno eduque como considere oportuno porque al fin y al cabo, para él van a ser las consecuencias. Yo sé lo que haría y lo que no en el muy hipotético caso de tener hijos, pero eso es asunto mío. Lo importante es que hay cosas que están fuera de lugar y meter ciertas ideas dañinas a un niño tan pequeño no tienen justificación ninguna. Que luego es que soy una radical, pero cada vez me convenzo más de que se tenía que estudiar mucho el caso y hacer un examen profundo a cada jodida descerebrada que quisiera parir antes de que pudiera hacerlo. Coño ya.

lunes, 1 de junio de 2015

Fin de semana intenso

Tengo la frustrante sensación de que haga lo que haga, no podré haceros llegar ni la mitad de la mitad de lo que ha sido este fin de semana. Y me temo que aunque fuera buena escritora, tampoco lo lograría. Hay cosas que están mucho más allá de donde llegan las palabras. ¿Acaso alguien puede describir explícitamente la sensación que ha tenido al soñar que volaba? ¿Acaso por mucho que lo hayan intentado todos los poetas de la historia alguien ha conseguido expresar con exactitud lo que se siente cuando se ama a alguien con todas las fuerzas del alma? No. Los sentimientos son demasiado libres para poder enjaularlos entre letras. Por suerte.
El caso es que ha sido en general una buena semana. Así de buen rollo y tal. Yo que me animo con dos de pipas. Así que llegué al jueves bastante cansada pero incluso más alegre de lo habitual. El viernes era el torneo de rugby que cada año enfrenta a los hombres de rosa de mi corazón contra sus enemigos de piedra. Novatos y veteranos dejándose la piel en el campo. Literalmente. Qué gran deporte, el rugby.
Mi Pelirroja y yo fuimos para allá a hacer una especie de viaje al pasado. Nos encontramos con la gente de la vieja guardia, con los que fueron nuestros compañeros de juergas y que ahora son papás más o menos responsables. También estuvieron por allí Gordito y Bombita, que incluso llegó a jugar. También vino A, con quien charlé un rato tirados en la hierba como hace doce años. Me dio una vuelta en su nuevo coche. Le propuse matrimonio con bienes gananciales, pero el tío rancio no quiso. Que soy una interesada, me dijo entre risas. Coño, pues yo no veo sentimiento más puro que el que tengo yo por su Scirocco.
Y luego la de siempre. Mi gente se empieza a retirar y yo siento que me debo ir. Que tengo una edad, unas responsabilidades. Pero el Dueño de mis Sábanas se interpuso en mi camino de la buena conducta. Esos ojos y esa risa son mi jodida perdición. Y mira que empezamos bien, como esa especie de amigos que intentamos ser aunque no nos salga nunca. Charlamos, nos reímos, nos contamos cosillas, divagamos un poco, bebimos cerveza a medias. Y la noche avanzaba y yo no me iba. Así que llegados a un punto, me puse una sudadera suya y a la mierda, aquí me quedo hasta que me echen. Volví a tener 20 años por una noche. Las risas, las anécdotas, la narración de las jugadas, las voces, el olor del campus, el sabor de la cerveza barata y medio tibia. Felicidad en estado puro. Viaje al pasado, digan lo que digan los físicos.
Después cogí el coche. El Dueño de mis sábanas y yo solos. Años sin un rato así de nuestro. Los dos, mano a mano con Whitesnake por Moncloa, charlando, canturreando, sacando el brazo por la ventanilla, el aire tibio, las risas tontas. Los dos, los abrazos, los pellizcos, los guiños de ojo, las miradas cómplices, los pantalones rotos, sus carcajadas que me fascinan, mis palabras que tanta gracia le hacen. Yo, con una cerveza, él con varias más y los dos con la lengua suelta. La tarde que no fue, los recuerdos que sí fueron, la sensación de que no fue suficiente. La convicción de que teníamos que habernos dado mucho más, de que hay una cuenta pendiente a nuestro nombre. El abrazo de despedida sin tocar el suelo, el olor de su cuello, el roce de mi pelo. Las miradas que no podemos mantenernos. Ains. Maldito.
Y llegué a casa de madrugada pero no acabó la historia. Porque nuestra historia nunca acaba del todo y siempre queda una palabra más que decir. Si me hubiera quedado un poco más, si aquella tarde hubiera dicho que sí. Si, si, si. Entre risas le dije que le odiaba porque me estaba haciendo rabiar. “Más quisieras”. No quiero odiarte, baby. Prefiero seguir sin quererte.
El sábado hablé con Pelirroja y nos descojonamos de las historias de la noche anterior. Como hacíamos hace diez años cada semana. Sé que la tengo más cerca ahora que ha vuelto a España y sin embargo la echo tanto de menos. Mi chica, mi adorada chica pelirroja. Luego me fui de cena familiar con el vértigo de que nadie me conoce, nadie sabe realmente quién soy, de que tengo una especie de vida oculta. Y me gusta esa parte sólo mía.
El domingo comimos todos mis amigos y yo en casa de Gordito y Señora de. Hice una tarta que voló en minutos. Una vez más la gente me animó a montar un negocio. Al parecer, es verdad que cocino bien. Pelirroja dijo la frase clave para cualquier triunfo “Logística minimizada, negociaco máximo.” Mi gente son genios. Y con tanta risa y tanta mongolada que hacemos, ni siquiera lo saben. Y a pesar del cansancio acumulado, de no haber pegado ojo en tres días y de tener aún un agujero muy raro en el estómago, estuve feliz con ellos. Me moría de ganas de ver a Flumi, de contarle algunas cosas del viernes al Ross, de abrazar a Reichel y de chapurrear inglés con Rulas. Les debo años de felicidad. Les debo una vida que me ha hecho mejor. Les quiero, les quiero mucho.
Ahora empieza una nueva semana. Una llena de rutina y de esas cosas aburridas que hacemos los adultos. De asumir de nuevo que tengo 32 añazos y que este viernes no volveré a ver rugby ni a tomar cervezas entre risas y canciones obscenas. De seguir el plan trazado y no quedarme hasta las mil vacilando. De hacer lo que se supone que hay que hacer. De, en parte, aburrirme soberanamente.


En fin, a la espera de otro golpe de viento, volvamos al mundo real. Es un asco, pero fingiré que es un impasse de espera hasta que llegue de nuevo la adrenalina que quema la piel. El remanso de la montaña rusa antes de la diversión. Sigamos viviendo. Buenos días, rutina.