domingo, 30 de septiembre de 2018

Con pamela y a lo loco


Conato de disgusto hoy que al final ha quedado en nada.
Estaba yo aquí en mi sofá mirando al vacío y decidiendo qué sabor de fideos chinos de sobre me iba a hacer para cenar, cuando me manda un mensaje el Niño y me dice que no le han dado libre el día de la boda de Reichel. Que tiene un disgusto horrible. Le he llamado y le he dicho que insistiera un poco a su jefe, que es muy majo. Me ha dicho que lo intentaría pero que no pintaba bien. Y que lo sentía y que no me enfadara con él. Como si pudiera enfadarme por algo que no tiene culpa, el pobre.
Me he ido a la ducha dándole vueltas a la cabeza. Bueno, otra boda a la que voy sola. Me aliaré con Flumi. Él es mi compañero de aventuras suicidas. En lugar de dos noches de hotel, cambiaré la reserva para una, la de la noche de antes. Porque la boda es de mañana y para estar allí on time tendría que levantarme a las 7, vestirme, emperifollarme, plantarme el pameloncio y conducir de esa guisa durante una hora cagándome en todos los muertos del universo. Así que no, hotel la noche de antes y después de la boda, me vuelvo, aún emperifollada y con la pamela de copiloto. Odiando la boda, a Reichel y el ir sola a un evento de esa clase.
Cuando he salido del baño estaba triste. Llevar de nuevo pijama de pantalón largo me deprime un poco. Que sea de noche a las nueve me deprime mucho. Ir sola a una boda me deprime cantidad. Así que en vez de fideos chinos de sobre me he hecho sopa de sobre. Siempre me hago sopa de sobre cuando estoy triste.
Entonces el Niño me ha mandado un audio de dos segundos. “Que sí tengo el sábado libre”. Lo he escuchado cinco veces por si había entendido mal. Pero no. Sí que viene. Menos mal. No me apetecía nada ir sin él. Que sí, que son mis amigos, que Flumi es un buen compañero de farras y blablá, pero los ojos negros del Niño me calman en mitad de las tempestades. Él tiene el don de rebajar mis ánimos suicidas y matadores. Y eso viene muy bien en una boda en que tengo que llevar pamelón.

Que esa es una historia que me quita mucho el sueño. Parece una chorrada, pero no lo es. Los estilismos bodiles siempre me estresan. Excepto mi vestido del buen rollo, el resto me pone nerviosa. Es llevar ropa incómoda y rara, con la que me siento disfrazada. Es llevar maquillaje potingoso en la cara, cosa que odio porque cada vez que me toco pienso que estaré a ronchas. Es todo un coñazo. Y para colmo, en el protocolo del bodorrio se especifica que hay que llevar tocado o sombrero. No me gustan los sobreros. En verano los llevo para evitar el sol, pero no me gustan. Los tocados pequeños me parecen ridículos para mí, así que la idea está descartada. Pensé en pasarme el protocolo por el forro de los huevos, pero luego le di otra vuelta. Al final decidí comprarme una pamela tamaño plaza de toros. Ya que tengo que llevar algo, que sea a lo grande. Soy así de extremista. O nada, o a lo bestia. La única pregunta que queda es cuánto tiempo aguantaré con eso puesto antes de quitármelo y mandarlo a tomar por culo.

En fin, menos mal que es la última boda del año porque empiezo a estar mu jarta.

martes, 25 de septiembre de 2018

Milagro bajo tierra, hallelujah.


Fue el lunes. A veces suceden milagros aunque sea los lunes. Hallelujah.

Yo tengo una especie de norma con las propinas. Si es en un restaurante o bar, depende de cómo me hayan tratado y de gestos tontos como si el camarero ha sonreído, si ha sido comprensivo con mi alergia o si la lata de refresco estaba fría o del tiempo. Si es alguien que pide en la calle o en el metro, siempre les doy si tienen animales y parecen bien cuidados. Y a los que entran en los vagones, si van cantando, tocando instrumentos o haciendo algo mínimamente artístico o entretenido, les doy algo. Lo que puedo, tampoco gano una fortuna y tengo una casa y dos gatos que mantener. Pero una monedilla, les cae. Si sólo piden, no suelo dar nada. Sé que es una norma un poco tonta, pero tengo mis razones y a mí me valen.

El caso es que el lunes iba en el metro volviendo a casa mucho más pronto de lo normal. Había salido antes del trabajo para ir a la operación de cataratas de la yaya. Iba sumida en mis pensamientos de lunes: llegar a fin de mes, cosas que necesito para la boda de Reichel, los médicos de la yaya, los de mi madre, los de mi otra abuela, la abuela del Niño que está muy malita, la lista de la compra, la factura del teléfono que tengo que reclamar, las llamadas pendientes, lo de mi tarjeta sanitaria. La virgen santa, la de problemas que tenemos los adultos.
Y entonces, la magia, el milagro de lunes. Hallelujah.
Entró un chaval en el vagón y se puso a mi lado, junto a la puerta. Llevaba un ampli pequeñito y una flauta travesera. Era un chico joven, alto, muy bien vestido y bastante guapo, con rasgos como sirios (quizás era pakistaní, iraní, o algo así). Puso el ampli con una base musical de fondo y empezó a tocar la flauta travesera.
En el metro había el ambiente normal. Todo el mundo mirando el móvil (yo la primera), caras de sueño, gente cabeceando, unos cuantos jovenzuelos montados en Ciudad Universitaria hablando a voces... pero empezó a hacerse el silencio. Aquella flauta nos estaba hipnotizando como a ratas en Hamelín. Y entonces, apartó la flauta y empezó a cantar.


Silencio sepulcral en el tren. Silencio absoluto, todos los ojos levantados de los móviles y fijos en el chaval, que lo inundaba todo con una voz prodigiosa. Impresionante. Emocionante. Instante de creer en la humanidad, en el arte, en los dones divinos. Milagro bajo tierra. Hallelujah.
Cuando el chico terminó de cantar, dos paradas después, rompimos en aplausos. No pudimos evitarlo. Todos nos vaciábamos los bolsillos para darle monedas. Le dábamos las gracias y le deseábamos suerte, le decíamos que había sido precioso, impresionante. El chico nos daba las gracias creo que sin entenderlo todo y nos sonreía, con una sonrisa sincera y luminosa.
Se bajó del metro, supongo que para ir a deleitar a otros viajeros. Aún duró unos minutos el silencio y la emoción flotando en el ambiente. Yo me quedé pensando. Le tenía que haber pedido su teléfono para llamarle en alguna ocasión para darle trabajo. Para la actuación de mi madre de Navidad, para una boda, para... lo que fuera. Pero él se había ido, con su flauta, su voz y su pequeño ampli.
Pensé también qué le habría traído hasta aquí. Me puede la deformación profesional. Qué habría sacado a ese chico con ese evidente talento y formación musical de su país. Quizás la guerra, la pobreza, la persecución. Quizás sólo el sueño de Europa. Vete a saber.
En cualquier caso, gracias. Gracias, chico del metro por unos minutos de magia. Por emocionarnos y ponernos la piel de gallina un lunes. Por hacer que levantemos las narices de nuestras pantallas. Por ese momento de humanidad en mitad de este caos de ciudad. Por esa sonrisa. Por esa maravilla de voz. Por haberme sacado un rato de mis pensamientos aburridos de lunes. Por haber hecho un milagro bajo tierra. Mil veces gracias. Hallelujah, amigo.

Y por si alguien aún se lo pregunta, esto es lo que cantaba. Sé de sobra que la versión original es de Leonard Cohen, pero qué diablos, la vena rockera me puede un poco. Y ver a Jon Bon Jovi medio descamisado también. Que si no, quedo de moñas. 




sábado, 22 de septiembre de 2018

Pinceladas


Casi todas las mañanas me despierto con alguna canción mega absurda en la cabeza. Hoy ha tocado el tractor amarillo. Jesús bendito. Las seis de la mañana, el sol sin salir, las calles sin poner y yo “hay que comprar un tractoooor, ya lo decía mi padreeee, que es la forma más barataaaa de teneeeer descaaaapotableeeee”. La muerte en vida. Hasta he echado de menos al Puma y la numeración, quién me lo iba a decir.
El miércoles me hice otro agujero en la oreja. En el cartílago. Llevaba años queriendo, pero por unas cosas u otras lo había ido dejando. El verano pasado estaba convencida, pero llevaba cascos en el trabajo y la sensatez me hizo postergar la idea. Ahora ya me he cansado de esperar y el miércoles me dije que era buen momento para taladrarse. Por qué no. A los 35. Con dos cojones. Toda la vida acomplejada por mis orejas y ahora me las lleno de cosas brillantitas que llaman la atención. La madurez y esas cosas, supongo.
El Niño está teniendo una semana un poco larga, un poco coñazo, un poco... de esas semanas que se hacen cuesta arriba. El martes le desalojaron del metro y como no habla metrero y no entendió lo que dijeron por los altavoces, aún tenemos la duda de qué habría pasado. Salió a la calle para coger el autobús y le atropelló una bicicleta. Cuando me lo dijo me preocupé bastante, pero al día siguiente me morí de risa contándoselo a mis compañeras del curro. Lo sé, soy una novia estupenda.
Maya ha aprendido a decir mamá y a explicarme por señas que quiere comer. Sé que casi todos los gatos dicen mamá. Es simplemente un maullido un poco amorfo de esos que sueltan a veces. Maomaaooouuu. Sólo que esta puñetera sabe que me hace gracia y ha decidido decirlo cuando quiere llamarme. Lo de la comida es otra cosa. A veces, cuando están puñeteros con lo de comer por el calor o lo que sea, les llevo un puñadito de croquetillas de gato en la mano en plan cuenquito y se las doy. A los dos le encanta esa chuminada mimosa. La canija ha aprendido a venir a la cama, sacarme la mano de debajo de la almohada y meter el hociquillo en mi palma y simular que come, como diciendo que es eso lo que quiere. De verdad que no habla porque no tiene cuerdas vocales apropiadas más que para decir mamá en tono gatuno. Así que, aunque me levanto a las seis, cuando viene a las cinco (o antes, la maldita) y me dice maomaooouuuu y me “come” de la mano vacía para hacerme saber lo que quiere, me muero de ternura, risa y ganas de matar y morir porque el madrugón no me lo quita nadie.
Ron está feliz. Le encanta el final del verano y el otoño. Cuando los días aún son largos y cálidos pero las noches son fresquitas y puede pegar su gordo trasero al mío para dormir. Se pasa las noches jugando con la niña. Corren por el salón, turrú-turrú, escaleras arriba y escaleras abajo. Se pone panza arriba para que la peque le cace y se suba encima. Se mordisquean y se revuelcan. Me quedo embobada mirándoles. Qué suerte la mía.

Y aquí sigo, con mi propuesta de escribir un poco más y contar cosas, por pequeñas, absurdas e incongruentes que sean. Porque la blogosfera ha muerto (asumámoslo de una vez) pero yo quiero escribir. Para leerme a mí misma dentro de un tiempo. O para algo, no sé el qué. Pero quiero. Y cuando yo quiero, pues pocas cosas me frenan.

martes, 18 de septiembre de 2018

El rock de la caspa


No debería estar escribiendo si no cepillándome los dientes y yéndome a la cama. Odio mi horario laboral. Y no tanto por madrugar como por tener que acostarme pronto. Sé que están íntimamente relacionados, pero yo sé a lo que me refiero. Si con dormir dos horas pudiera ir feliz al trabajo y no pasar ratos de agonía brutal ante la pantalla, me daría igual levantarme a las 6.
En fin.
En unas tres semanas y media se casa Rachel. Cuando se casaron Gordito y Bombita (no el uno con el otro, cada uno con su respectiva señora) hice etiqueta propia y conté un montón de cosas. Ahora paso. Demasiadas bodas, poco tiempo para escribir y cierto ambiente de desgana generalizado.
Gordito fue el primero, fue la novedad, la punta de lanza, el primer síntoma de ser adultos. Lo de Bombita pilló en un momento bastante dulce de mi grupo. Lo de ahora es casi un mero trámite.
Rachel lleva en realidad casi dos años casada por el juzgado holandés y tiene dos hijos. Esta fiesta es porque a ella nada va a impedirle ser la protagonista de su propia película, pero sentido, lo que se dice sentido, tiene poco. Y mi grupo satánico está muy distanciado. Por la edad, la circunstancias, la distancia física y mil cosas más, pero es así. Ya no somos los que fuimos.
Sin embargo, después de la boda de Gordito en la que no podíamos ser paletos y la de Bombita en la que dormimos con sor espectro, en esta no podía faltar el absurdo.
Anoche me disponía a dormir o al menos a intentarlo, cuando me empezaron a llegar whatsapp. Eso nunca es buena señal. Me habían metido en un grupo de chorrocientas personas en las que no conozco a casi nadie y Bombita anunció que era para hacer un flashmob en a boda. WHAT THE FUCK. Yo odio esas cosas. Soy muy susceptible a la vergüenza ajena. Pero respiré hondo y me dije, “bueno, no participes y ya está”. Hasta ahí medio bien. Y de repente, alguien dice que bueno, las normas para el flashmob son que se va a hacer para que los holandeses que diviertan y que es con música española, tipo (y cito textualmente) “pasodobles, paquito el chocolatero, chotis y cosas así”. Y que para customizarlo hay que llevar “pendientes y peinetas de plástico, flores en el pelo y tal, todo del chino”.
Mátame camión. Mátame rápido. Escribí en el grupo de mis amigos para la boda en el que no está Rachel y les dije que me avisaran cuando fueran a hacerlo para esconderme debajo de una mesa. De verdad, lo juro, en cuanto empiece el “pipipipipi piribí pipiiiii” del puto Paquito el chocolatero me iré a fumar fuera, me esconderé bajo la mesa fingiendo haber perdido algo, me iré al baño a hacer el pis más largo de mi vida o simplemente huiré haciendo la croqueta. Pero algo, lo que sea. Porque llevo desde ayer muerta de vergüenza sólo de pensarlo. Que hoy en el trabajo me acordaba y me subían los calores.
Y es que primero, obviamente no se va a ensayar porque es completamente inviable quedar tropecientas personas que no se conocen y ni siquiera viven en la misma ciudad. Así qué no sé cómo va a ser un baile organizado sin organizarse. Segundo, porque me repatea que nos quejemos de la España de la pandereta, la sevillana y el toro de osborne pero aprovechemos la mínima para lucirnos de la forma más casposa posible ante los atónitos holandeses. Y tercero porque creo que el Niño puede sufrir una combustión espontánea y dejarme y huir lejos al ver el bochornoso espectáculo. Y no le culpo. Yo lo haría. Es posible que lo haga. Si sobrevivo a mi propia vergüenza ajena y no se me paralizan las piernas, saldré corriendo.
Mira, de verdad ¿no puede haber una boda normal y corriente?


domingo, 16 de septiembre de 2018

No conozco el secreto


Me gustaría escribir más en el blog. Mucho más. A veces me gustaría que fuera una especie de diario, pero ya ves qué cosas, tengo que dar gracias si consigo escribir una vez a la semana.
Me gustaría apuntarme al gimnasio. Echo de menos hacer pilates que me va estupendo para la espalda y hacer algo que me tonifique mínimamente las piernas fofas estas que tengo.
Me gustaría volver a las clases de inglés, me gusta mucho la sensación de haber alcanzado un nivel lo bastante bueno como para entender las letras de las canciones y seguir el hilo de conversaciones de guiris en el metro.
Me gustaría volver a cocinar cosas ricas, hacer lentejas cada dos semanas y lasaña de vez en cuando.
Me gustaría arreglar los tres sujetadores que tengo ahí para coserles bien el cierre. Y de paso, planchar los cuatro pantalones que tengo en el mismo cajón.
Me gustaría limpiar la casa bien, a fondo. Fregar los armarios de la cocina. El riel de la mampara de la ducha. Los cristales de las ventanas.
Me gustaría hacer muchas cosas, pero no me da la vida.
Soy una inútil. En serio, no hay nadie más tonto que yo. Trabajo de ocho a tres y no me luce el tiempo. Todo el mundo me dice que ese horario es una suerte, que tienes la tarde libre. Y yo que no acierto a hacer nada. Llego a casa a las cuatro o cuatro y pico, según se dé la cosa. Como, generalmente cualquier cosa que encuentro por ahí con aspecto comestible o algo que preparo el lunes y que repito cada día hasta el viernes. Y me duermo un rato. Porque me levanto a las putas seis de la mañana, mi trabajo es muy agotador mentalmente y estoy rota. Cuando me despierto apenas me da para más que para ducharme, cenar un poco de fruta y ver un capítulo de algo antes de irme a dormir de nuevo.
Así que ni inglés, ni pilates, ni culo firme, ni comida sana, ni casa limpia, ni sujetadores cosidos. Nada. Todo para mañana. Para el fin de semana. Para cuando tenga un rato. Para nunca, joder, para nunca.
Me pregunto cómo lo hacéis los demás. Cómo coño lo hacéis los adultos de verdad para hacer todo eso y muchas más cosas. Para a la vez que hacéis todas esas cosas, tener hijos y cuidarlos. Atender a la familia, quedar con los amigos, ir a la peluquería, hacer la compra. Cómo cojones lo conseguís sin que se os caigan los ojos de sueño. En serio, decidme el secreto, no es para una amiga, es para mí.


domingo, 9 de septiembre de 2018

El vestido del buen rollo


Odio a Mr Wonderful con toda mi alma. Y no soy de las que cree demasiado en el destino, o en las conspiraciones del universo a tu favor o en tu contra. Ni siquiera creo en el el Karma o en la justicia o en nada de eso. A veces sí, a veces pasa algo y pienso “mira, menos mal, un poco de equilibrio en este mundo caótico”. Pero sólo a veces. Por lo general creo que somos infraseres que vagamos por la total inmensidad sin dejar demasiada huella, sin trascendencia real. Ni quiera la gente importante. Newton descubrió la gravedad. Mira, no. La gravedad estaba ahí de antes. La gente no se ataba a la cama por miedo a salir volando en mitad de la noche. Y aunque no la hubiera descubierto, ¿qué? ¿habría cambiado algo? ¿le importó acaso al universo que el señor Newton se llevara un manzanazo en la cabeza y le diera la inspiración?
No sé si me explico o me estoy enrollando.
El caso es que no soy muy creyente de el buenrollismo y el que los buenos pensamientos atraen cosas buenas y tal. Hasta que me pasa. Y entonces de repente, me lo creo a pies juntillas.
Por ejemplo, tengo un vestido con buen karma. De todos los montones de vestidos largos para bodas que tengo, es mi favorito. Y no es el que me gustaba más al principio, ni el que es más mi estilo. No tiene nada de especial, salvo que es el buen rollo hecho vestido. Cada vez que me lo pongo, todo sale bien y me divierto muchísimo más de lo normal.
He dicho muchas veces que me aburro en las bodas. No me gustan y me aburro. Me aburro, me aburro, me aburro mucho. Son ya unas cuantas bodas a las que he ido y todas han sido aburridas, muy aburridas, sumamente aburridas y algunas, bastante tediosas. Sólo dos han mandado a la mierda esa norma y han sido una buena juerga. De esas que cuando cierran el bar y te echan, te vas pensando que si no te dolieran tanto los pies, te bailabas otra. Las dos únicas bodas en las que he aguantado hasta que ha terminado la música y nos han dado una patada en el culo. Y en ambas, llevaba el vestido.
EL vestido. Lo estrené en la boda una compañera de trabajo hace siete años. Me lo pasé estupendamente. Y ya que me sigue valiendo, pues decidí ponérmelo en la boda de Lili la semana pasada. Y no me lo pude pasar mejor. Quitando la ceremonia, que se me hizo un poco larga, fue la mejor boda en la que he estado en toda mi vida. Comí bien, me reí mucho, bailé hasta la extenuación... sé que ir con el Niño y con unas buenas amigas mejoró mucho la cosa, pero sigo creyendo que el vestido tuvo su parte de responsabilidad.
Ahora ya sólo me queda la boda de Reichel para este año. La lástima es que es una boda de mañana y no puedo ponerme el vestido de nuevo. Pero empiezo a valorar la posibilidad de que se convierta en mi vestido de bodas, deshacerme de los otros veinte vestidos largos que tengo y llevar este siempre.




sábado, 1 de septiembre de 2018

No toquéis lo que está bien


Pocas cosas son sagradas en el mundo para mí. Y una de ellas ha sido profanada. No pienso perdonarlo. Nunca, ¿me oís mientras agito el puño? ¡JAMÁS!

Hoy he cobrado la nómina y me he ido a lo que más me gusta hacer en el mundo: comprar comida de gato. Bueno, igual no es lo que más me gusta, pero sí es una de las cosas en las que más dinero gasto. A la vuelta venía cansada, muy cansada y dándole vueltas a todas las cosas que tengo que hacer. Y entonces, magia, ha sonado una canción. Y he visto el tronco, el lago, esos brazos capaces de levantarte por el aire, ese amor adolescente y... yo he traído una sandía.
Resulta que hace ya unos meses estaba el Niño comiendo en mi casa y cuando terminamos me dice “anda, según la lista de programación de la tele van a poner Dirty Dancing”. Yo me emocioné un muchito porque siempre que la ponen la veo y además podía obligarle a verla a él. Recogí un poco la cocina a toda prisa y me fui al sofá tan contenta. Y entonces, hummm, qué raro, hay otra peli mierder. Igual está acabando y ahora después ponen Dirty Dancing. Pero de pronto me fijo. Me sé la película de memoria. Una sola frase me basta para reconocerla. No era una peli mierder. Era una versión mierder de Dirty Dancing. Mira, así no, eh, así no.
Por curiosidad y porque soy una anciana que disfruta gritando a las pantallas, decidí verla. Y es, con toda probabilidad, lo peor que he visto nunca.
La protagonista es gorda. Y sabe Dios que yo no tengo nada contra los gordos, todo lo contrario. Pero a ver, aquí hemos venido a bailar, a llevar vestidos monos y a ser levantada por los aires. Siendo un ballenato eso se complica. Y yo dije, bueno, igual es gordita pero baila tan bien que resulta creíble. Bueno, pues no. Yo que soy un pato mareado con dos pies izquierdos y ambos de madera, lo hubiera hecho mejor. No entiendo cómo alguien puede tener la poca vergüenza de bailar así, hacer una versión de Dirty Dancig y seguir saliendo a la calle.
El protagonista NO es Patrick Swayze. Mal, fatal. Pero es que es feo. Feo como el dolor. Y no baila especialmente bien. Y mira, que no y punto.
El guión es el mismo con modificaciones absurdas, como una historieta sobre la pérdida de pasión de los padres que no interesa a nadie y un añadido al final en plan “La la land” que si ya me pareció lo peor en esa peli, imagínate en esta de serie B.
Y por último, que yo adore Dirty Dancing no significa que sea idiota. Sé que es una película que no aporta nada del otro mundo. Que el guión no vale un carajo. Que ni siquiera las actuaciones son memorables. Lo único que la hace totalmente maravillosa es la música, los bailes, los protagonistas guapos y con buena química. Si me quitas las tres cosas, es un bodrio totalmente infumable.
Total, que me sirvió para descargar bilis despotricando durante una hora y media y para convencer al Niño Chico de ver la original. Cómo sería de mala la versión esa, que la “buena” le pareció una maravilla.