sábado, 29 de diciembre de 2018

Última entrada del año.


Madre mía, quedan tres días para que se acabe el año y yo ni actualizo, ni felicito la Navidad, ni hago repaso del 2018 ni ná.
Ayer en el trabajo lo pensaba, me quejo de que la blogosfera ha muerto y a lo mejor es simplemente que encontró trabajo a jornada completa, novio y tiene dos gatos. Porque yo hago lo que puedo con todo, pero no llego. Eso, y que últimamente no conduzco. Coger poco el coche es pésimo para mi creatividad. Porque ayer estos pensamientos los tuve mientras iba con el coche de empresa por debajo de los aviones y esperando ver el mar de fondo.
También pensé, este no ha sido un mal año. De hecho, ha sido bueno. Bastante bueno. Tengo a mis niños sanos. Tengo a mis yayos un poco más viejitos, pero bien. Tengo a mis padres. Tengo a mi Niño Chico. Tengo trabajo, que me complica la vida lo justo y me da para comer. Tengo amigos. Tengo salud. Tengo casa. Tengo un coche viejo y un poco cascado pero que aún me lleva y me trae. Qué cojones, lo tengo todo.
Así que, Virgencita, Virgencita, que me quede como estoy.
Y ese es mi resumen del año. Que aunque ha habido momentos regulares, ya podían ser todos los años así.
Dicho esto, sólo me queda desearos un Feliz Año Nuevo, que el 2019 sea generoso con todos y que sobre todo tengamos salud y no haya bajas que lamentar. El resto lo iremos caminando día a día.

viernes, 21 de diciembre de 2018

Soy gilipollas (spoiler: termina bien)


Soy gilipollas. No se puede decir que esto sea una novedad, pero viene al caso de lo que os voy a contar.
El otro día estaba pacíficamente escribiendo las tarjetas navideñas que este año van a llegar más o menos para San Valentín, cuando le sonó el móvil. Era una persona a la que en el pasado quise muchísimo, pero con la que ahora apenas tengo contacto. Me dijo que necesitaba alguien que fuera amante de los gatos (y gilipollas). Y yo pensé “ya la estamos liando”. Y efectivamente. Que se había encontrado una gatita, que era muy buena, muy guapa y muy cariñosa, pero que no se la podía quedar porque aunque había intentado adaptarlos, los dos perrospatada que tiene no dejaban de ladrarla y que la pobre estaba cada vez más asustada.
Al parecer, la gatita un día de lluvia se había metido en el portal buscando un poco de refugio. Habían puesto carteles por toda la zona, la habían llevado a todas las veterinarias que conocían, pero nadie la había visto y no tenía chip. Así que, por favor, que si podía quedármela.
Y a ver... Os juro que me la quedaría. Esa, y cincuenta más. Pero no puedo. Ron está muy bien, pero tiene sus achaques que no se puede jugar con ellos y que me cuestan una pasta al año en veterinario. Y además está Maya. Y el Niño tiene a Coco, que si algún día nos arrejuntamos, ya son tres bocas gatunas que alimentar. Y mira, no me da la vida.
Pero aquí entra mi vena gilipollas. Le dije que no me la quedaba, pero que le buscaría casa. La llevé a la veterinaria que siempre me ayuda con estas historias y las chicas fueron tan adorables como siempre. Le hicieron revisión, test de inmuno y leucemia y por unos eurillos más, se la quedaron unos días en una jaulita. ¿Era la solución ideal? No. ¿Era la más parecido a una solución? Sí. ¿Me dejé (porque soy gilipollas) la mitad de mi presupuesto para regalos de Reyes en el test, la comida y la estancia de la peque? Obviamente.
Ahí empezó la locura de difundir por Twitter, por facebook, y por grupos de amigos y conocidos. Pero nada. Así que me pasé dos días llorando por las noches (porque soy gilipollas), molestando a todo el mundo por el día (porque soy gilipollas) y echando cuentas de si me podría gastar algo más de dinero en tenerla más días en la veterinaria (porque soy gilipollas y pobre).
Hasta que se me ocurrió preguntar a la chica que a veces me echa una mano con la casa desde que trabajo más horas que un reloj. Es brasileña, adora a los gatos y mis gatos la adoran. Me dijo que ella no podía pero que buscaría a alguien, que conocía muchos grupos de brasileños. Y oye, empiezo a estar enamorada del país de la samba. En un solo día me hablaron dos chicas que querían a la gatita. Una de ellas me dijo que el problema es que se iba de viaje hasta enero y la otra me dijo que la recogía al día siguiente. Así que me decidí por esa. Quedé con ella, le hice mil preguntas y las pasó todas con nota. Había tenido gatos ya, podía permitirse el veterinario, la castración y todos los cuidados. Y quería, realmente quería, salvar a un gatito de la calle. Así que se la llevé. Y la dulzura con la que la habló y la cogió en brazos me convencieron. Ahora me manda fotos y me cuenta que ya va comiendo sola, que poco a poco tiene menos miedo y que están muy bien las dos juntas.
Así que la historia tiene un final feliz. Gracias a Dios. Y a los brasileños.
Y me diréis aquello de que no soy gilipollas, que tengo buen corazón y blablá, pero la verdad es que sí soy una imbécil. Porque a ver qué hago yo metiéndome en más líos con la de problemas que tengo, disgustándome y queriendo salvar el mundo a través de los gatos. Pero no lo puedo evitar. Hay gente que le conmueven los niños de África, los del Sáhara o los enfermos de no sé qué. Hay gente que colabora con la iglesia, con cruz roja o con fulanitos sin fronteras. Muy loable todo. Hay gente que sólo colabora con su propio ombligo. Menos loable, francamente. Yo trabajo cada día con personas y a veces termino hasta el coño de los humanos, así que en mi tiempo libre, cuido gatos. También cuando puedo dono algo de dinero para perros, ratas, conejos o ballenas. Cualquier animal no humano me vale. Y es que veo en ellos toda la vulnerabilidad. Veo que pagan las consecuencias de una sociedad absurda de la que no tienen la culpa. Me muero de pena cada vez que leo que los peces, tortugas o cualquier ser marino que muere por culpa de nuestros deshechos, nuestra contaminación, nuestros plásticos. Cada vez que leo que hay menos y menos espacio libre para leones o tigres o monos. Cada vez que leo que una especie se extingue o entra en números rojos de población. Me duele, me duele el alma de pensar que somos así de crueles. Así que sí, soy gilipollas, pero hago lo que me conciencia me grita, que es cuidar y dar voz a cada bicho que no puede hacerlo por sí mismo. Y no me arrepiento. Y lo seguiré haciendo. Y seguiré siendo pobre. Y gilipollas, sobre todo, gilipollas.

jueves, 29 de noviembre de 2018

el viaje y el regreso


Hoy en día a todo el mundo le gusta viajar. Preguntas a cualquiera, o incluso sin preguntar y te dice lo mucho, muchísimo que le gusta viajar. Pues mira qué bien. Conozco la Patagonia y las islas de la Polinesia pero luego me preguntas por mi propia ciudad y no sé de nada que haya más allá del centro comercial de turno. Se creen cosmopolitas y son paletos de manual. Son los que yo denomino los cosmopaletos.
Yo reconozco que soy una viajera selectiva. Me gusta, pero con peros. No me merece la pena cualquier destino, hay sitios que no tengo el más mínimo interés en conocer y otros a los que no iría ni secuestrada. También hay otros que están en mi lista de cosas que hacer antes de morir sea como sea, claro. Pero a mí no se me ha perdido nada en Japón, por ejemplo, no voy a ir sólo para decir que he estado, soltar una ristra de tópicos, hacerme la foto y decir que la experiencia, blablablá. Pues no. No me merece la pena el dinero, ni las horas de avión ni las incomodidades que supone.
Porque seamos realistas, un viaje siempre es incómodo. Aunque viajes en plan bien con tu hotel y tus cosas... nunca es como tu casa. Tienes que cargar maletas, no puedes llevarte TODAS tus cosas y al final siempre te falta algo. No está tu sofá, ni tu tele, ni tu manta, ni tus cosas conocidas. Y en mi caso, algo totalmente fundamental, cuando viajo no están mis gatos. Sin mis gatos pocas cosas merecen la pena. Y sí, se quedan mis padres con ellos, sé que les cuidan súper bien y tal... pero ay. Mis mininos.
Ahora he estado tres días en Segovia con el Niño. Ha sido gracioso ver a un dorniense tan arriba del muro. Y lo hemos pasado bien, hemos comido cochinillo y judiones de la Granja, hemos visitado muchas cosas y nos ha venido genial despejarnos. Pero estábamos aquí al lado y han sido tres días. Que no los cambio yo por diez días en el culo del mundo. Porque siendo honesta, aunque han sido tres días maravillosos y los necesitaba, he sentido algo muy guay al llegar a casa, abrazar a mis peludillos, poner mi tele, mi netflix y sentarme en mi sofá a comerme mi comida.

No se de quién es la frase que leí hace tiempo por ahí y no tengo ganas de buscarla, pero los viajes tienen dos cosas buenas, lo que disfrutas por ahí y lo que agradeces llegar de nuevo a tu casa.

Y con esto y un paquete de roñidonetes, se han pasado la mitad de mis minúsculas vacaciones.


sábado, 24 de noviembre de 2018

Vacaciones... o algo parecido.


Estoy de vacaciones. Jo, qué bien suena. Aunque sea una puta mierda estar una semana de vacaciones a finales de noviembre y tras dos putos años trabajando sin parar. Pero fíjate con lo que nos conformamos los pobres.
El caso es que es así. Desde que empecé a trabajar en teleasistencia allá por la primavera del 2017 no he tenido vacaciones. Dos puñeteros veranos sin playa, sin mar, sin montaña, sin días libres ni noches de mojitos y vestidos de tirantes. Y encima, claro, como empalmé un trabajo con otro (recuerdo aquellos dos meses horribles de trabajar en dos sitios a la vez), el año pasado no tuve tampoco vacaciones de invierno. Luego me despidieron justo antes de cogerme las de verano en el otro trabajo. Aún se lo estoy agradeciendo, mira. Y sí, pasaron dos semanas y media hasta que encontré otro trabajo... pero aquello fue de todo menos vacaciones.
En esas dos semanas y media además del disgusto normal, tuve las pruebas médicas de mi madre con sus dos días de hospital, una boda en Sevilla a la que tuvimos que ir y volver a la carrera, varios días de citas burocráticas y semijudiciales para que me pagaran el finiquito (me pagaron de menos, como siempre) y dos entrevistas de trabajo. Eso está muy lejos de lo que yo considero tiempo libre.
Ahora por fin tengo una semana. Una cochina semana que me parece un mundo.
Primero me voy unos días fuera con el Niño. Ya era hora, llevamos sin un fin de semana sólo para nosotros desde... no sé desde cuándo, la verdad. Y luego imagino que aprovecharé a hacer unas cuantas cosas pendientes y a hacer el vago. Y a ver Juego de Tronos, que la estoy re-viendo otra vez. Supongo que en esos días también sacaré algo de tiempo para escribir algo por aquí más allá de una mera actualización mierder de estado como ahora. Porque echo de menos el blog, pero no me da la vida.

Total, que espero aprovechar mi escaso tiempo libre de la mejor manera posible.

viernes, 9 de noviembre de 2018

La vidente


Hoy he hablado con una vidente. O sensitiva. O yo qué sé. De esas que “saben” cosas de tu pasado y tu presente y tu futuro, se “comunican” y “ven cosas”. Y diréis a Naar se le ha ido definitivamente la pinza. Pero no, excepto las pinzas literales de esas que se me caen cuando tiendo y que con suerte le arrean en la cabeza a los vecinos, no se me ha ido ninguna más. No es que yo haya llamado a televidentedigamé. No es que haya decidido gastar mi escaso (tirando a nulo) dinero en llamar para que me digan que todo me va a ir chachi piruli. Es una usuaria de mi servicio, que ha llamado para otra cosas y ya que estaba, pues me ha contado su vida y de paso, la mía.
Mi trabajo es lo que tiene, que lo mismo tengo que discutir con viejas intransigentes, que tengo que dar órdenes a auxiliares que me doblan la edad, que tengo que ayudar a vestirse a un yonki o que tengo que hablar con la señora vidente. Y todo así, en la misma semana. Sin tregua. De verdad que si no escribo es porque no tengo tiempo, no porque no me pasen cosas absurdas.
Lo del yonki igual lo cuento otro día, da para post de sobra.
Lo de hoy me ha hecho gracia. Vaya por delante que yo no creo en las cartas, en el tarot, en el horóscopo, en las runas, en los designios del destino ni en lo que opine un señor de Murcia. Mi estado natural es el escepticismo. Ante todo. Mi postura en la vida es la ceja derecha levantada y media sonrisa-mueca que me marca el hoyuelo izquierdo. Para empezar, creo en el libre albedrío. No creo que todo esté escrito. Me parece aburridísimo pensar que estoy siguiendo un guión. Así que nadie puede saber mi futuro si no está en ningún lado y si lo mismo mañana lo mando todo al carajo y cambio de rumbo radicalmente.
Dicho esto, sí creo en las intuiciones, en las premoniciones puntuales, en las sensaciones más allá de lo visible... pero eso es otro tema más largo de explicar.
El caso es que he estado un buen rato hablando con la señora que trabajó en televisión y todo. Fíjate, consulta con vidente famosa gratis. Más que gratis, pagándome porque es dentro de mi jornada laboral. Y encima amenizándome la mañana, que estaba siendo aburrida que ni os cuento.
Y diréis, ¿pero acierta la señora o no? Pues ya me jode, pero tengo que decir que sí. A ver, hay mucha parte de lectura en frío, de decir cosas generales que le valen a cualquiera. De tantear y ver cómo reacciono para saber por dónde tirar. Pero también ha dado en el clavo de muchas cosas concretas difíciles de saber. Me ha dicho, sin información previa de ningún tipo, que no tengo hijos porque nunca he tenido ese instinto. Pero que me veía con dos seres muy queridos en brazos ahora mismo y me ha preguntado si tenía perros o gatos. Bueno, pues sí. Me ha dicho que pensé estudiar psicología pero que me eché para atrás y que hice bien porque no me hubiera gustado. Pues sí, oiga. Me ha dicho que era de una familia pequeña, pero unida y que veía mi círculo cercano de cuatro miembros. Ehhh... pues sí. Me ha dicho que mi padre ha sido siempre un tipo muy libre, que tuvo un puesto muy importante pero que el dinero no le merecía la pena y que lo dejó para trabajar por su cuenta. Joder, pues sí. Y me ha dicho también que últimamente no estaba muy conforme con mi imagen, que estaba dando prioridad a otras cosas y que no me gustaba mucho lo que veía en el espejo. Y la verdad es que sí.

La verdad es que no sé si me hubiera gustado ser psicóloga. Puede que no. Lo único que sé es que no me hubiera gustado nada ser diplomática como quería mi madre (ahí, apuntando bajo, a cosas normales, dí que sí, mamá) ni abogada o economista como quería mi padre. En realidad, pese a todo, me gusta mi trabajo. Sin estos momentos delirantes mi vida sería mucho más aburrida.

domingo, 28 de octubre de 2018

El colifloro y el polvero


Bueno, pues ya pasó la boda de Reichel. Me lo pasé mejor de lo que pensaba, comí fatal y todo el mundo me dijo lo mona que iba con mi estilismo y mi colifloro de la cabeza. Y superé el catarro lo suficiente para ir medio mona, taparme las ojeras con potingue y no llevar la nariz de payasa a juego con el vestido.
Lo de la puñeta de la cabeza fue una historia. Porque después de consultar a todo el mundo, de darle mil vueltas, de hacer una encuesta en twitter y de hasta soñar con el tocado-pamela-loquefuera, cuando al fin me decidí y fui a comprarlo a la web, estaba agotado. Así que me cabreé, me metí en otra página random y compré el primero que vi y me gustó junto con unas flores que me parecieron monas. Y punto. A la mierda. Tanto pensar pa ná. Si es que no sé para qué me molesto, si yo no valgo para planificar nada. Así que lo encargué medio a ciegas y halayá, alamierdahombre.
Cuando había pasado una semana y seguía sin colifloro y se me echaba el tiempo encima, llamé al señor de la tienda, que resultó estar en Tomares, pueblo de la Sevilla profunda, por lo que el señor de Tomares hablaba sevillano profundo y no le entendí una mierda. Y a ver, que el Niño es sevillano, que estoy acostumbrada al acento... pero lo único que conseguí sacar en claro era que había llegado y que lo había recogido "alguien". Me dio un miniataquito tipo "lo ha recogido alguno de los vecinos que me odian y ahora tengo una bonita caja llena de confeti de colifloro. Así que crucé los dedos para que lo tuviera el pobre hombre que tiene un almacén de materiales de construcción enfrente de mi portal y que recoge todo lo que pido por internet. Y se lo agradezco profundamente.

**Inciso**
Una de la primeras veces que fui a Sevilla con el Niño, me encontré un cartel enorme en una puerta que ponía “POLVERO”. Me dio la risa tonta y le pregunté a qué diablos se dedicaba ese hombre y por qué lo publicaba con tanta alegría. El Niño, atónito, me dijo que vendía polvos. Yo seguí riéndome sin entender que lo dijera así con tanta alegría. El Niño, cada vez más convencido de que yo estaba loca y era gilipollas a partes iguales, me dijo “claro, como el de enfrente de tu casa”. Por un momento, no entendí nada, yo qué sé a qué se dedican mis vecinos de enfrente. Y si venden polvos, desde luego no lo publican alegremente. Tras un rato de confusión, llegamos al entendimiento de que alguien que vende polvos no es lo que yo pensé, si no que vende cosas en polvo para construcción, como cemento, yeso y demás. O sea, que el hombre de los materiales en realidad era un polvero. Y que el polvero que tenía el cartel en su casa tenía un trabajo más honrado y menos divertido de lo que me había podido parecer en un principio. En fin, qué riqueza el castellano, oiga.
**Fin del inciso**

Volviendo a la historia inicial, que mi tocado-pamela-loquefuera lo tenía el señor polvero de enfrente. Lo recogí y lo monté encerrada en el baño porque Maya no hacía nada más que robarme las flores y salir corriendo con ellas por el salón como alma que lleva el diablo. Y quedó bastante bien. Pero como no me gustan esas cosas, me lo puse para la ceremonia, me hice las fotos reglamentarias y lo mandé a la porra.

Por lo demás, la boda fue estupenda, me alegré mucho de encontrarme a mucha gente de hace años, de ver a Reichel tan guapa y tan feliz, de bailar con el Niño y de abrazar un poco a mis gordos y borrachos amigos.

Y por fin, se pasó la temporada de bodas 2018. Hasta el verano que viene no tenemos la siguiente, así que puedo respirar medio tranquila una temporadita. Al menos económicamente. Porque poco a poco, les he cogido el gusto y hasta he aprendido a pasarlo bien en los bodorrios. Ir con el Niño las mejora en un 300% y las últimas las he disfrutado. Jatetú, quién me lo iba a decir.

Por cierto, hay fotos mías y de mi colifloro en Instagram y Twitter, si alguien quiere verme hacer el ridículo, están ahí. Y si necesita más, que me avise, pero esa me niego a publicarla en el blog.

martes, 9 de octubre de 2018

catarro 1 - Naar 0


Al final el catarro ha hecho mella en mí y he tenido que coger la baja. No me gusta faltar al trabajo, pero de verdad que no estaba en condiciones de ir a ningún lado que no fuera el médico.
Tengo un doctor nuevo porque me he cambiado de nuevo al horario de tarde. Es un señor un poco amanerado, con el pelo blanco, los ojos muy azules y bastante amable para ser médico. Según me ha visto me ha sonreído y me ha dicho “huy, vaya catarro”. Y yo, maja por naturaleza, le he dicho “sí, para eso no hace falta ser médico.” El buen hombre se lo ha tomado como una broma y me mirado un poco, me ha dicho que era sólo de las vías altas (o sea, nariz como un pimiento morrón maduro) y que tomara paracetamol y descansara. Para eso, querido, tampoco hace falta una carrera. Pero no se lo he dicho. Se ha puesto a rellenar unos papeles y me ha dicho que me iba a dar la baja y que cuantos días quería. Mi yo vago y lleno de cosas más interesantes que hacer aparte de trabajar, ha pensado “una semana”. Mi yo pobre ha replicado “un día y vas que te matas, muerta de hambre”. Mi yo sensato ha sido el que ha salido de mi boca y ha dicho “hoy y mañana, el miércoles y creo que ya puedo ir”. La verdad es que no me apetece nada levantarme a las 6 y estar 9 horas fuera de casa, pero menos me apetece no tener para comer, así que no es mal acuerdo dos días de reposo y lego vuelta a la lucha.
Sigo haciendo cuentas y creo, espero, deseo, que para el sábado pueda estar en condiciones bodiles. Lo dudo un poco porque estoy bastante floja y no tengo ganas de ir por ahí tambaleándome en los tacones como bambi recién nacido, pero haré lo que pueda. Sólo espero que dejen de gotearme la nariz y de llorarme los ojos para poder maquillarme un mínimo y no ir hecha un zurrapastro. Pero no prometo nada. Lo que no me veo, francamente, es con mucho ánimo de bailar ni de montar juerga. Además siendo una boda de día, la cosa se pone en mi contra. Las noches me animan y me desatan, pero eso de bailar a las seis de la tarde, a plena luz del día y en estado totalmente consciente y sobrio, como que no.
Total, que haré lo que pueda. Cuando la situación empiece a superarme por la razón que sea, le daré al niño uno de esos toquecitos en la mano que él y yo entendemos y nos iremos. A veces creo que podríamos comunicarnos por morse con apretoncitos de manos.

Por cierto, sé que siempre he dicho que me gusta el verano. Pero estoy cambiando de opinión. El otoño es deprimente con sus noches alargándose y comiendo terreno al día, pero mis gatos están súper contentos y felices con el fresquito. Corren y juegan como locos, se me suben mucho encima y comen de maravilla. La peque después de todo el verano dando por saco con la comida vuelve a engullir bolitas como si no hubiera un mañana y está otra vez gordita y lustrosa y no con ese culo diminuto y huesudo que lucía este verano. Ron está contento y juguetón y amoroso y gordo como un cebollo. Ahora mismo escribo esto con Maya en las piernas y Ron sobre mi regazo. Suena guay, pero no es fácil escribir con un gato de siete kilos aplastándome la escasa capacidad pulmonar que tengo estos días. En fin, que sigo siendo una chica proverano, pero mis niños me han hecho prootroño. Lo que hay que ver. Lo que se hace por amor.

domingo, 7 de octubre de 2018

El blog ha muerto, ¡Viva el blog!


La blogosfera ha muerto. Dije esto hace unos pocos post y he decidido recrearme en la idea. Igual la que se muere soy yo porque tengo un catarro de los que hacen afición. Así es, amigos, a cinco días de la boda de Reichel he decidido coger un resfriado como hacía muchos meses (quizás desde el año pasado) que no tenía uno. Es fantástico porque le da emoción al asunto de si podré terminar todas las cosas que quiero tener listas para entonces, si podré pasar por la peluquería, si podré caminar hasta el convite sin desmayarme por el camino o si simplemente podré maquillarme un poco la nariz ceporra que me gasto o la llevaré a juego con el vestido rojo-inflamable.
La fiebre me hace desvariar. Es como aquella vez que confundí una manzana con un tomate y casi invento la fusión pan con manzana frotada y jamón. En fin.
Decía que los blog han muerto. Es así queridos. Podemos seguir negándolo, podemos mirar hacia otro lado, podemos hacer como que no ha pasado nada y no va con nosotros. Podemos hacer lo que nos salga del chichiribichi, pero dará igual y esto seguirá más muerto que un arenque en salmuera.
Yo empecé en el mundillo de los blog allá por 2007. Jatetú. Lo que ha llovido. Qué viejos somos. Como se viene la muerte, tan callando. Pero el caso es que entonces todo el mundo tenía blog. Todo el mundo leía, comentaba, escribía. Había premios, quedadas y comunidades. Había de todo. Luego, poco a poco se fue viciando el ambiente. No sé bien por qué. Ni creo que importe mucho. Poco a poco, los blog buenos de verdad fueron cerrando. Otros quedaron abandonados en el limbo. Otros, simplemente se fueron apagando como velas consumidas. Algunos resistimos. Pero de un año a esta parte, ya no queda casi nada. Hasta los más constantes se han cansado, se toman largos descansos, escriben de pascuas a peras y hay un desánimo generalizado. Así que todo este páramos que ves, antes era blogs.
Muchos han migrado a twitter. Ahora lo que se lleva son los hilos. Encadenar mil tweets para contar algo que cabría de sobra en un post, pero con la inmediatez y la repercusión tuiteril. Otros cuantos se han ido a youtube. Es más cómodo sacar el móvil, contar tu rollo y ahorrarte darte a la tecla. Y de paso pones tu jepeto por delante. Otra gente se ha desvanecido en la nada. Me pregunto qué será de ellos. Si seguirán escribiendo, si seguirán sintiendo la necesidad de escribir o si sólo era una moda para ellos y no algo que realmente llevaran dentro.
Yo por mi parte tengo twitter y me gusta mucho. Hay que saber usarlo, pero si pones un poco de esmero, puede ser muy divertido. Youtube no es mi medio. No me gusta oír mi propia voz ni grabarme ni salir enseñando el careto y no creo que pegue con mi estilo de contar las cosas. Y yo sí que tengo la imperiosa necesidad de escribir. No es moda, no es postureo, no es nada. Es sólo una parte de mí, como tener la nariz grande o resfriarme antes de los eventos y confundir manzanas con tomates.
Con esto quiero decir que yo no me voy a ningún lado. Ya nadie lee y casi nadie comenta, pero me da lo mismo. Me gusta venir aquí y soltar mis rollos. Y en realidad, ahora que nadie hace ni caso, es un poco como la vuelta a los orígenes. Puedo decir y hacer lo que me venga en gana que a nadie le importa una mierda. Eso mola. Da cierta libertad. Porque en las épocas de explosión bloggera si escribías un post que por la razón que fuera no gustaba o que tú creías que era bueno y no triunfaba, te quedabas un poco ahí, rumiándolo, ¿qué habrá pasado? ¿no habré expresado bien lo que quería decir? ¿habré ofendido a alguien? ¿se habrá caído la conexión y nadie puede verlo? ¿habrá un conspiración en mi contra? ¿la mano negra? ¿los alien?
Ahora vuelve a dar igual. Ahora, como diría Extremoduro, qué importa ser poeta o ser basura. Escribas lo que escribas apenas habrá tres o cuatro comentarios con mucha suerte. Apenas habrá un par de cientos de visitas, contando posiblemente las tuyas propias para ver los escasos comentarios o corregir ese error tipográfico que te hace sangrar los ojos.
Sé que algún día blogspot cerrará y se llevará nuestros restos como lágrimas en la lluvia. Sé que algún día contaremos a las generaciones futuras que teníamos blog y pondrán cara de que somos unos carcamales y hablamos un idioma desconocido. Sé que algún día enterraremos definitivamente esto que ya está muerto. Pero NOT TODAY.

P.D. Este es el post 701. ¿Recordáis cuando celebrábamos el número de post?


domingo, 30 de septiembre de 2018

Con pamela y a lo loco


Conato de disgusto hoy que al final ha quedado en nada.
Estaba yo aquí en mi sofá mirando al vacío y decidiendo qué sabor de fideos chinos de sobre me iba a hacer para cenar, cuando me manda un mensaje el Niño y me dice que no le han dado libre el día de la boda de Reichel. Que tiene un disgusto horrible. Le he llamado y le he dicho que insistiera un poco a su jefe, que es muy majo. Me ha dicho que lo intentaría pero que no pintaba bien. Y que lo sentía y que no me enfadara con él. Como si pudiera enfadarme por algo que no tiene culpa, el pobre.
Me he ido a la ducha dándole vueltas a la cabeza. Bueno, otra boda a la que voy sola. Me aliaré con Flumi. Él es mi compañero de aventuras suicidas. En lugar de dos noches de hotel, cambiaré la reserva para una, la de la noche de antes. Porque la boda es de mañana y para estar allí on time tendría que levantarme a las 7, vestirme, emperifollarme, plantarme el pameloncio y conducir de esa guisa durante una hora cagándome en todos los muertos del universo. Así que no, hotel la noche de antes y después de la boda, me vuelvo, aún emperifollada y con la pamela de copiloto. Odiando la boda, a Reichel y el ir sola a un evento de esa clase.
Cuando he salido del baño estaba triste. Llevar de nuevo pijama de pantalón largo me deprime un poco. Que sea de noche a las nueve me deprime mucho. Ir sola a una boda me deprime cantidad. Así que en vez de fideos chinos de sobre me he hecho sopa de sobre. Siempre me hago sopa de sobre cuando estoy triste.
Entonces el Niño me ha mandado un audio de dos segundos. “Que sí tengo el sábado libre”. Lo he escuchado cinco veces por si había entendido mal. Pero no. Sí que viene. Menos mal. No me apetecía nada ir sin él. Que sí, que son mis amigos, que Flumi es un buen compañero de farras y blablá, pero los ojos negros del Niño me calman en mitad de las tempestades. Él tiene el don de rebajar mis ánimos suicidas y matadores. Y eso viene muy bien en una boda en que tengo que llevar pamelón.

Que esa es una historia que me quita mucho el sueño. Parece una chorrada, pero no lo es. Los estilismos bodiles siempre me estresan. Excepto mi vestido del buen rollo, el resto me pone nerviosa. Es llevar ropa incómoda y rara, con la que me siento disfrazada. Es llevar maquillaje potingoso en la cara, cosa que odio porque cada vez que me toco pienso que estaré a ronchas. Es todo un coñazo. Y para colmo, en el protocolo del bodorrio se especifica que hay que llevar tocado o sombrero. No me gustan los sobreros. En verano los llevo para evitar el sol, pero no me gustan. Los tocados pequeños me parecen ridículos para mí, así que la idea está descartada. Pensé en pasarme el protocolo por el forro de los huevos, pero luego le di otra vuelta. Al final decidí comprarme una pamela tamaño plaza de toros. Ya que tengo que llevar algo, que sea a lo grande. Soy así de extremista. O nada, o a lo bestia. La única pregunta que queda es cuánto tiempo aguantaré con eso puesto antes de quitármelo y mandarlo a tomar por culo.

En fin, menos mal que es la última boda del año porque empiezo a estar mu jarta.

martes, 25 de septiembre de 2018

Milagro bajo tierra, hallelujah.


Fue el lunes. A veces suceden milagros aunque sea los lunes. Hallelujah.

Yo tengo una especie de norma con las propinas. Si es en un restaurante o bar, depende de cómo me hayan tratado y de gestos tontos como si el camarero ha sonreído, si ha sido comprensivo con mi alergia o si la lata de refresco estaba fría o del tiempo. Si es alguien que pide en la calle o en el metro, siempre les doy si tienen animales y parecen bien cuidados. Y a los que entran en los vagones, si van cantando, tocando instrumentos o haciendo algo mínimamente artístico o entretenido, les doy algo. Lo que puedo, tampoco gano una fortuna y tengo una casa y dos gatos que mantener. Pero una monedilla, les cae. Si sólo piden, no suelo dar nada. Sé que es una norma un poco tonta, pero tengo mis razones y a mí me valen.

El caso es que el lunes iba en el metro volviendo a casa mucho más pronto de lo normal. Había salido antes del trabajo para ir a la operación de cataratas de la yaya. Iba sumida en mis pensamientos de lunes: llegar a fin de mes, cosas que necesito para la boda de Reichel, los médicos de la yaya, los de mi madre, los de mi otra abuela, la abuela del Niño que está muy malita, la lista de la compra, la factura del teléfono que tengo que reclamar, las llamadas pendientes, lo de mi tarjeta sanitaria. La virgen santa, la de problemas que tenemos los adultos.
Y entonces, la magia, el milagro de lunes. Hallelujah.
Entró un chaval en el vagón y se puso a mi lado, junto a la puerta. Llevaba un ampli pequeñito y una flauta travesera. Era un chico joven, alto, muy bien vestido y bastante guapo, con rasgos como sirios (quizás era pakistaní, iraní, o algo así). Puso el ampli con una base musical de fondo y empezó a tocar la flauta travesera.
En el metro había el ambiente normal. Todo el mundo mirando el móvil (yo la primera), caras de sueño, gente cabeceando, unos cuantos jovenzuelos montados en Ciudad Universitaria hablando a voces... pero empezó a hacerse el silencio. Aquella flauta nos estaba hipnotizando como a ratas en Hamelín. Y entonces, apartó la flauta y empezó a cantar.


Silencio sepulcral en el tren. Silencio absoluto, todos los ojos levantados de los móviles y fijos en el chaval, que lo inundaba todo con una voz prodigiosa. Impresionante. Emocionante. Instante de creer en la humanidad, en el arte, en los dones divinos. Milagro bajo tierra. Hallelujah.
Cuando el chico terminó de cantar, dos paradas después, rompimos en aplausos. No pudimos evitarlo. Todos nos vaciábamos los bolsillos para darle monedas. Le dábamos las gracias y le deseábamos suerte, le decíamos que había sido precioso, impresionante. El chico nos daba las gracias creo que sin entenderlo todo y nos sonreía, con una sonrisa sincera y luminosa.
Se bajó del metro, supongo que para ir a deleitar a otros viajeros. Aún duró unos minutos el silencio y la emoción flotando en el ambiente. Yo me quedé pensando. Le tenía que haber pedido su teléfono para llamarle en alguna ocasión para darle trabajo. Para la actuación de mi madre de Navidad, para una boda, para... lo que fuera. Pero él se había ido, con su flauta, su voz y su pequeño ampli.
Pensé también qué le habría traído hasta aquí. Me puede la deformación profesional. Qué habría sacado a ese chico con ese evidente talento y formación musical de su país. Quizás la guerra, la pobreza, la persecución. Quizás sólo el sueño de Europa. Vete a saber.
En cualquier caso, gracias. Gracias, chico del metro por unos minutos de magia. Por emocionarnos y ponernos la piel de gallina un lunes. Por hacer que levantemos las narices de nuestras pantallas. Por ese momento de humanidad en mitad de este caos de ciudad. Por esa sonrisa. Por esa maravilla de voz. Por haberme sacado un rato de mis pensamientos aburridos de lunes. Por haber hecho un milagro bajo tierra. Mil veces gracias. Hallelujah, amigo.

Y por si alguien aún se lo pregunta, esto es lo que cantaba. Sé de sobra que la versión original es de Leonard Cohen, pero qué diablos, la vena rockera me puede un poco. Y ver a Jon Bon Jovi medio descamisado también. Que si no, quedo de moñas. 




sábado, 22 de septiembre de 2018

Pinceladas


Casi todas las mañanas me despierto con alguna canción mega absurda en la cabeza. Hoy ha tocado el tractor amarillo. Jesús bendito. Las seis de la mañana, el sol sin salir, las calles sin poner y yo “hay que comprar un tractoooor, ya lo decía mi padreeee, que es la forma más barataaaa de teneeeer descaaaapotableeeee”. La muerte en vida. Hasta he echado de menos al Puma y la numeración, quién me lo iba a decir.
El miércoles me hice otro agujero en la oreja. En el cartílago. Llevaba años queriendo, pero por unas cosas u otras lo había ido dejando. El verano pasado estaba convencida, pero llevaba cascos en el trabajo y la sensatez me hizo postergar la idea. Ahora ya me he cansado de esperar y el miércoles me dije que era buen momento para taladrarse. Por qué no. A los 35. Con dos cojones. Toda la vida acomplejada por mis orejas y ahora me las lleno de cosas brillantitas que llaman la atención. La madurez y esas cosas, supongo.
El Niño está teniendo una semana un poco larga, un poco coñazo, un poco... de esas semanas que se hacen cuesta arriba. El martes le desalojaron del metro y como no habla metrero y no entendió lo que dijeron por los altavoces, aún tenemos la duda de qué habría pasado. Salió a la calle para coger el autobús y le atropelló una bicicleta. Cuando me lo dijo me preocupé bastante, pero al día siguiente me morí de risa contándoselo a mis compañeras del curro. Lo sé, soy una novia estupenda.
Maya ha aprendido a decir mamá y a explicarme por señas que quiere comer. Sé que casi todos los gatos dicen mamá. Es simplemente un maullido un poco amorfo de esos que sueltan a veces. Maomaaooouuu. Sólo que esta puñetera sabe que me hace gracia y ha decidido decirlo cuando quiere llamarme. Lo de la comida es otra cosa. A veces, cuando están puñeteros con lo de comer por el calor o lo que sea, les llevo un puñadito de croquetillas de gato en la mano en plan cuenquito y se las doy. A los dos le encanta esa chuminada mimosa. La canija ha aprendido a venir a la cama, sacarme la mano de debajo de la almohada y meter el hociquillo en mi palma y simular que come, como diciendo que es eso lo que quiere. De verdad que no habla porque no tiene cuerdas vocales apropiadas más que para decir mamá en tono gatuno. Así que, aunque me levanto a las seis, cuando viene a las cinco (o antes, la maldita) y me dice maomaooouuuu y me “come” de la mano vacía para hacerme saber lo que quiere, me muero de ternura, risa y ganas de matar y morir porque el madrugón no me lo quita nadie.
Ron está feliz. Le encanta el final del verano y el otoño. Cuando los días aún son largos y cálidos pero las noches son fresquitas y puede pegar su gordo trasero al mío para dormir. Se pasa las noches jugando con la niña. Corren por el salón, turrú-turrú, escaleras arriba y escaleras abajo. Se pone panza arriba para que la peque le cace y se suba encima. Se mordisquean y se revuelcan. Me quedo embobada mirándoles. Qué suerte la mía.

Y aquí sigo, con mi propuesta de escribir un poco más y contar cosas, por pequeñas, absurdas e incongruentes que sean. Porque la blogosfera ha muerto (asumámoslo de una vez) pero yo quiero escribir. Para leerme a mí misma dentro de un tiempo. O para algo, no sé el qué. Pero quiero. Y cuando yo quiero, pues pocas cosas me frenan.

martes, 18 de septiembre de 2018

El rock de la caspa


No debería estar escribiendo si no cepillándome los dientes y yéndome a la cama. Odio mi horario laboral. Y no tanto por madrugar como por tener que acostarme pronto. Sé que están íntimamente relacionados, pero yo sé a lo que me refiero. Si con dormir dos horas pudiera ir feliz al trabajo y no pasar ratos de agonía brutal ante la pantalla, me daría igual levantarme a las 6.
En fin.
En unas tres semanas y media se casa Rachel. Cuando se casaron Gordito y Bombita (no el uno con el otro, cada uno con su respectiva señora) hice etiqueta propia y conté un montón de cosas. Ahora paso. Demasiadas bodas, poco tiempo para escribir y cierto ambiente de desgana generalizado.
Gordito fue el primero, fue la novedad, la punta de lanza, el primer síntoma de ser adultos. Lo de Bombita pilló en un momento bastante dulce de mi grupo. Lo de ahora es casi un mero trámite.
Rachel lleva en realidad casi dos años casada por el juzgado holandés y tiene dos hijos. Esta fiesta es porque a ella nada va a impedirle ser la protagonista de su propia película, pero sentido, lo que se dice sentido, tiene poco. Y mi grupo satánico está muy distanciado. Por la edad, la circunstancias, la distancia física y mil cosas más, pero es así. Ya no somos los que fuimos.
Sin embargo, después de la boda de Gordito en la que no podíamos ser paletos y la de Bombita en la que dormimos con sor espectro, en esta no podía faltar el absurdo.
Anoche me disponía a dormir o al menos a intentarlo, cuando me empezaron a llegar whatsapp. Eso nunca es buena señal. Me habían metido en un grupo de chorrocientas personas en las que no conozco a casi nadie y Bombita anunció que era para hacer un flashmob en a boda. WHAT THE FUCK. Yo odio esas cosas. Soy muy susceptible a la vergüenza ajena. Pero respiré hondo y me dije, “bueno, no participes y ya está”. Hasta ahí medio bien. Y de repente, alguien dice que bueno, las normas para el flashmob son que se va a hacer para que los holandeses que diviertan y que es con música española, tipo (y cito textualmente) “pasodobles, paquito el chocolatero, chotis y cosas así”. Y que para customizarlo hay que llevar “pendientes y peinetas de plástico, flores en el pelo y tal, todo del chino”.
Mátame camión. Mátame rápido. Escribí en el grupo de mis amigos para la boda en el que no está Rachel y les dije que me avisaran cuando fueran a hacerlo para esconderme debajo de una mesa. De verdad, lo juro, en cuanto empiece el “pipipipipi piribí pipiiiii” del puto Paquito el chocolatero me iré a fumar fuera, me esconderé bajo la mesa fingiendo haber perdido algo, me iré al baño a hacer el pis más largo de mi vida o simplemente huiré haciendo la croqueta. Pero algo, lo que sea. Porque llevo desde ayer muerta de vergüenza sólo de pensarlo. Que hoy en el trabajo me acordaba y me subían los calores.
Y es que primero, obviamente no se va a ensayar porque es completamente inviable quedar tropecientas personas que no se conocen y ni siquiera viven en la misma ciudad. Así qué no sé cómo va a ser un baile organizado sin organizarse. Segundo, porque me repatea que nos quejemos de la España de la pandereta, la sevillana y el toro de osborne pero aprovechemos la mínima para lucirnos de la forma más casposa posible ante los atónitos holandeses. Y tercero porque creo que el Niño puede sufrir una combustión espontánea y dejarme y huir lejos al ver el bochornoso espectáculo. Y no le culpo. Yo lo haría. Es posible que lo haga. Si sobrevivo a mi propia vergüenza ajena y no se me paralizan las piernas, saldré corriendo.
Mira, de verdad ¿no puede haber una boda normal y corriente?


domingo, 16 de septiembre de 2018

No conozco el secreto


Me gustaría escribir más en el blog. Mucho más. A veces me gustaría que fuera una especie de diario, pero ya ves qué cosas, tengo que dar gracias si consigo escribir una vez a la semana.
Me gustaría apuntarme al gimnasio. Echo de menos hacer pilates que me va estupendo para la espalda y hacer algo que me tonifique mínimamente las piernas fofas estas que tengo.
Me gustaría volver a las clases de inglés, me gusta mucho la sensación de haber alcanzado un nivel lo bastante bueno como para entender las letras de las canciones y seguir el hilo de conversaciones de guiris en el metro.
Me gustaría volver a cocinar cosas ricas, hacer lentejas cada dos semanas y lasaña de vez en cuando.
Me gustaría arreglar los tres sujetadores que tengo ahí para coserles bien el cierre. Y de paso, planchar los cuatro pantalones que tengo en el mismo cajón.
Me gustaría limpiar la casa bien, a fondo. Fregar los armarios de la cocina. El riel de la mampara de la ducha. Los cristales de las ventanas.
Me gustaría hacer muchas cosas, pero no me da la vida.
Soy una inútil. En serio, no hay nadie más tonto que yo. Trabajo de ocho a tres y no me luce el tiempo. Todo el mundo me dice que ese horario es una suerte, que tienes la tarde libre. Y yo que no acierto a hacer nada. Llego a casa a las cuatro o cuatro y pico, según se dé la cosa. Como, generalmente cualquier cosa que encuentro por ahí con aspecto comestible o algo que preparo el lunes y que repito cada día hasta el viernes. Y me duermo un rato. Porque me levanto a las putas seis de la mañana, mi trabajo es muy agotador mentalmente y estoy rota. Cuando me despierto apenas me da para más que para ducharme, cenar un poco de fruta y ver un capítulo de algo antes de irme a dormir de nuevo.
Así que ni inglés, ni pilates, ni culo firme, ni comida sana, ni casa limpia, ni sujetadores cosidos. Nada. Todo para mañana. Para el fin de semana. Para cuando tenga un rato. Para nunca, joder, para nunca.
Me pregunto cómo lo hacéis los demás. Cómo coño lo hacéis los adultos de verdad para hacer todo eso y muchas más cosas. Para a la vez que hacéis todas esas cosas, tener hijos y cuidarlos. Atender a la familia, quedar con los amigos, ir a la peluquería, hacer la compra. Cómo cojones lo conseguís sin que se os caigan los ojos de sueño. En serio, decidme el secreto, no es para una amiga, es para mí.


domingo, 9 de septiembre de 2018

El vestido del buen rollo


Odio a Mr Wonderful con toda mi alma. Y no soy de las que cree demasiado en el destino, o en las conspiraciones del universo a tu favor o en tu contra. Ni siquiera creo en el el Karma o en la justicia o en nada de eso. A veces sí, a veces pasa algo y pienso “mira, menos mal, un poco de equilibrio en este mundo caótico”. Pero sólo a veces. Por lo general creo que somos infraseres que vagamos por la total inmensidad sin dejar demasiada huella, sin trascendencia real. Ni quiera la gente importante. Newton descubrió la gravedad. Mira, no. La gravedad estaba ahí de antes. La gente no se ataba a la cama por miedo a salir volando en mitad de la noche. Y aunque no la hubiera descubierto, ¿qué? ¿habría cambiado algo? ¿le importó acaso al universo que el señor Newton se llevara un manzanazo en la cabeza y le diera la inspiración?
No sé si me explico o me estoy enrollando.
El caso es que no soy muy creyente de el buenrollismo y el que los buenos pensamientos atraen cosas buenas y tal. Hasta que me pasa. Y entonces de repente, me lo creo a pies juntillas.
Por ejemplo, tengo un vestido con buen karma. De todos los montones de vestidos largos para bodas que tengo, es mi favorito. Y no es el que me gustaba más al principio, ni el que es más mi estilo. No tiene nada de especial, salvo que es el buen rollo hecho vestido. Cada vez que me lo pongo, todo sale bien y me divierto muchísimo más de lo normal.
He dicho muchas veces que me aburro en las bodas. No me gustan y me aburro. Me aburro, me aburro, me aburro mucho. Son ya unas cuantas bodas a las que he ido y todas han sido aburridas, muy aburridas, sumamente aburridas y algunas, bastante tediosas. Sólo dos han mandado a la mierda esa norma y han sido una buena juerga. De esas que cuando cierran el bar y te echan, te vas pensando que si no te dolieran tanto los pies, te bailabas otra. Las dos únicas bodas en las que he aguantado hasta que ha terminado la música y nos han dado una patada en el culo. Y en ambas, llevaba el vestido.
EL vestido. Lo estrené en la boda una compañera de trabajo hace siete años. Me lo pasé estupendamente. Y ya que me sigue valiendo, pues decidí ponérmelo en la boda de Lili la semana pasada. Y no me lo pude pasar mejor. Quitando la ceremonia, que se me hizo un poco larga, fue la mejor boda en la que he estado en toda mi vida. Comí bien, me reí mucho, bailé hasta la extenuación... sé que ir con el Niño y con unas buenas amigas mejoró mucho la cosa, pero sigo creyendo que el vestido tuvo su parte de responsabilidad.
Ahora ya sólo me queda la boda de Reichel para este año. La lástima es que es una boda de mañana y no puedo ponerme el vestido de nuevo. Pero empiezo a valorar la posibilidad de que se convierta en mi vestido de bodas, deshacerme de los otros veinte vestidos largos que tengo y llevar este siempre.




sábado, 1 de septiembre de 2018

No toquéis lo que está bien


Pocas cosas son sagradas en el mundo para mí. Y una de ellas ha sido profanada. No pienso perdonarlo. Nunca, ¿me oís mientras agito el puño? ¡JAMÁS!

Hoy he cobrado la nómina y me he ido a lo que más me gusta hacer en el mundo: comprar comida de gato. Bueno, igual no es lo que más me gusta, pero sí es una de las cosas en las que más dinero gasto. A la vuelta venía cansada, muy cansada y dándole vueltas a todas las cosas que tengo que hacer. Y entonces, magia, ha sonado una canción. Y he visto el tronco, el lago, esos brazos capaces de levantarte por el aire, ese amor adolescente y... yo he traído una sandía.
Resulta que hace ya unos meses estaba el Niño comiendo en mi casa y cuando terminamos me dice “anda, según la lista de programación de la tele van a poner Dirty Dancing”. Yo me emocioné un muchito porque siempre que la ponen la veo y además podía obligarle a verla a él. Recogí un poco la cocina a toda prisa y me fui al sofá tan contenta. Y entonces, hummm, qué raro, hay otra peli mierder. Igual está acabando y ahora después ponen Dirty Dancing. Pero de pronto me fijo. Me sé la película de memoria. Una sola frase me basta para reconocerla. No era una peli mierder. Era una versión mierder de Dirty Dancing. Mira, así no, eh, así no.
Por curiosidad y porque soy una anciana que disfruta gritando a las pantallas, decidí verla. Y es, con toda probabilidad, lo peor que he visto nunca.
La protagonista es gorda. Y sabe Dios que yo no tengo nada contra los gordos, todo lo contrario. Pero a ver, aquí hemos venido a bailar, a llevar vestidos monos y a ser levantada por los aires. Siendo un ballenato eso se complica. Y yo dije, bueno, igual es gordita pero baila tan bien que resulta creíble. Bueno, pues no. Yo que soy un pato mareado con dos pies izquierdos y ambos de madera, lo hubiera hecho mejor. No entiendo cómo alguien puede tener la poca vergüenza de bailar así, hacer una versión de Dirty Dancig y seguir saliendo a la calle.
El protagonista NO es Patrick Swayze. Mal, fatal. Pero es que es feo. Feo como el dolor. Y no baila especialmente bien. Y mira, que no y punto.
El guión es el mismo con modificaciones absurdas, como una historieta sobre la pérdida de pasión de los padres que no interesa a nadie y un añadido al final en plan “La la land” que si ya me pareció lo peor en esa peli, imagínate en esta de serie B.
Y por último, que yo adore Dirty Dancing no significa que sea idiota. Sé que es una película que no aporta nada del otro mundo. Que el guión no vale un carajo. Que ni siquiera las actuaciones son memorables. Lo único que la hace totalmente maravillosa es la música, los bailes, los protagonistas guapos y con buena química. Si me quitas las tres cosas, es un bodrio totalmente infumable.
Total, que me sirvió para descargar bilis despotricando durante una hora y media y para convencer al Niño Chico de ver la original. Cómo sería de mala la versión esa, que la “buena” le pareció una maravilla.



domingo, 26 de agosto de 2018

A por la segunda


Hace un año estaba trabajando en teleasistencia en la misma empresa donde me han contratado ahora para otra cosa bastante más aburrida aunque más lucrativa. Había hecho buenas migas con unas compañeras y a veces nos quedábamos a la salida a tomar algo. No podía echarme la siesta, trabajaba de tarde, pero a cambio podía trasnochar y levantarme cuando me diera la gana. Ahora madrugo como una alondra y me tengo que acostar pronto. Lo odio. Me acababa de hacer el tatuaje de las costillas. Ahora estoy urdiendo el siguiente y puede que me agujeree de nuevo la oreja. Habían venido mis amigas de Granada y el Niño Chico a verme y habíamos pasado unos días en la sierra. Ahora no he podido salir más allá del barrio de los yayos. Fue un buen verano el del año pasado. No genial, no fantástico... pero bastante bueno. Algo mejor que este diría que sí.
Este año voy de boda en boda. Por un lado es un coñazo, un gasto enorme y una extraña sensación entre aburrimiento, pereza y un pellizco de emoción. Raro todo.
La primera fue en Sevilla, de unos amigos del Niño Chico. Boda más cutre y más aburrida, señor mío. Estrené un vestido verde muy bonito y me llené el pelo de orquídeas moradas.
La siguiente es la semana que viene, de una de esas amigas de teleasistencia. La primera con la que quedé a tomar algo. Y eso cuando la vi en la entrevista no me cayó muy bien. No sé por qué, no había razón ninguna. De hecho, la primera vez que hablé con ella me pareció encantadora. Qué tontas son a veces las primeras impresiones. Aquel viernes del verano pasado salimos a la puerta después del trabajo y me dijo “¿qué vas a hacer ahora?”. Y yo, “pues irme a casa”. Y me dijo que si me apetecía algo fresco. Y a mí me apetecía. Así que nos fuimos al Rodilla de enfrente de la oficina y pedimos un nestea y unos sandwiches. No sé bien cómo, nos aliamos con dos chicas más y formamos un grupito de cuatro muy bien avenido. Las demás nos miraban como si estuviéramos locas. Yo creo que se morían de envidia de ver el buen rollo que nos traíamos.
Un par de meses después, cuando éramos ya inseparables, nos dijo que se iba tres días a París con el novio. Le dije que le iba a pedir matrimonio. Nos mandó un whatsapp desde allí para decir que sí, que se lo había pedido y foto con el anillo. Dos días después nos abrazamos las cuatro en el patio del edificio de oficinas. Un año después hemos hecho una despedida de soltera, las cuatro también. En una semana vamos de boda. Tres invitadas y la novia. Me voy a poner un vestido precioso que estrené para otra boda hace ocho años. Y una diadema de piedrecitas.
Aún me queda la boda de Reichel, para la que iré de rojo y con pamela. Pero eso es otra historia y otro post.

domingo, 19 de agosto de 2018

Bajo los adoquines había arena de playa


El otro día me volvieron las ganas de escribir en el blog. Así, de repente.

A pesar de que ha mejorado desde el momento absurdo en el que me encontraba en el último post, sigue sin gustarme este verano.
Mi madre está bien, le hicieron la prueba y no sabemos nada de los médicos, lo que es buena señal porque si encuentran algo, te llaman rápido. Lo mejor que te puede pasar con los médicos es que te ignoren y no tengan interés en verte.
Yo encontré trabajo enseguida. Eso es... bueno. A ver, sí, es bueno. Pero joder. Dos años seguidos sin vacaciones. Sin una semanita de descanso, de relax, de playa, de montaña, de amigos, de lo que mierda sea. Dos años sin quedada completa con los blogger. En fin. Mal por ese lado. Pero bien por eso de comer y ganarme la vida y blablablá.

El caso es que el otro día iba conduciendo el coche de empresa entre dos pueblos de la zona del Corredor del Henares. Es una zona fea, industrial, gris y donde le puedes rascar la tripa a los aviones que despegan. No me gusta. Pero de repente, según iba conduciendo un coche que no es mío y en el que no termino de encontrar el punto al asiento, me dio la rayada de que parecía que iba a ver el mar en el horizonte. Como cuando vas de viaje a la playa y de pronto empiezas a sentir esa humedad cálida de las zonas de costa y casi hueles la sal. Que de pronto notas que el verano tiene sentido y que todos esos kilómetros en coche han valido para algo. Y sigues conduciendo y de pronto, al tomar un desvío o tras una curva, aparece. Y ves el mar, azul y brillante de fondo.
Pues algo así. En mitad del Corredor del Henares. Con los aviones zumbando sobre mi cabeza. Con el coche ese que se para en los semáforos y arranca por arte de magia cuando pisas de nuevo el embrague. Y sin llegar a ver nunca el mar de fondo, claro.
Pero de repente me apeteció contarlo. Me apeteció escribir y decir que casi pude oler el mar en mitad de Madrid, de la rutina y la contaminación.

sábado, 21 de julio de 2018

No me gusta este verano


He tenido una racha de mierda. Así, tal cual.
Me despidieron del trabajo. Y no quiero hablar del tema porque parecería que estoy tratando de culpar a otros o que estoy poniendo excusas cuando la única verdad es que la gente a veces es mala y te la clava por la espalda. Y lo único que voy a añadir es que por una antipatía personal está muy, muy mal jugar con el sueldo que una persona necesita para vivir. Y que espero que puedan dormir tranquilos, porque yo, desde luego, no pegaría ojo.
Luego mi madre ha estado malita y le han tenido que hacer pruebas. Dos días de hospital con bastantes nervios. De momento va todo bien, mejor incluso de lo esperado, pero hay que esperar resultados. Cruzad los dedos para que todo haya ido tan bien como parece y no haya más novedades al respecto.
Y para más fastidio, esas pruebas me impidieron ver a una persona a la que me apetecía mucho, mucho ver y sólo estaba de paso por Madrid ese día. De hecho, iba a ir a verla al aeropuerto. Pero es lo que tiene estar medio solo en esta vida, que mis padres y yo somos sólo tres personas, no podemos pedir ayuda a nadie más y no tengo hermanos con los que turnarme. Así que si hay hospital o algo así, no puedo hacer otra cosa. Espero que esa persona me pueda perdonar y vuelva pronto.
Además, el viaje de verano con mis blogger este año o va a poder ser y la verdad es que eso me ha dejado más que tocada. Son ya unos cuantos años veraneando con ellos y sin esa quedada anual no son vacaciones ni es verano ni es nada. Aún me duele mucho pensar que este año no vamos a juntarnos y a tirarnos por el suelo en pijama. Y con el viaje tan chulo que había preparado es una auténtica lástima que se haya ido al garete.
También he tenido mis propias crisis personales, emocionales, existenciales y de todo tipo debido a estas circunstancias un tanto adversas.
Total, que una mierda todo.
Y por eso llevo un mes sin escribir. Y por eso, creo, que me voy a coger otra temporadita. De momento no tengo ganas de contar chorradas, de sentarme ante la pantalla en blanco y no le veo la gracia a la mayor parte de las cosas que me pasan. No me apetece, no tengo ganas, no estoy inspirada. Seguramente, como siempre, sea cuestión de tiempo, pero no sé cuánto.
De momento, que paséis feliz verano y que la racha esta un poco regulera se vaya pronto a tomar por culo.

martes, 19 de junio de 2018

Araña y volante, peligro constante.


Me gusta el verano, el sol, el buen tiempo. Me gusta y este año lo echaba mucho de menos. Estaba hasta el gorro de frío, chaqueta, lluvia, botas y nubes grises. Estaba tan harta, que se me habían olvidado los contras del verano.
El primero y principal es que los gatos se ponen tontos. Comen menos, se tumban en el suelo como si estuvieran a medio derretir, no duermen la siesta conmigo y me miran con cara lastimera como si yo pudiera hacer que dejara de hacer calor pulsando un botón mágico pero no me diera la gana de hacerlo. Así que ahí estoy, tratando de tener la casa fresquita, persiguiéndoles para que coman, gastando un dineral el bolsitas húmedas para que tengan atún rico cuando les apetezca... en fin.
Otro de los contras es que el calor hace que ocurra algo que mi padre el hippy denomina que “aflore la vida”. Y por veinticinco pesetas, diga bichos que aparecen con el calor y le complican mucho la vida a Naar, como por ejemplo, mosquitos... un, dos, tres, responda otra vez. (Insertar aquí musiquita molesta tipo reloj de tic-tac)
Mosquitos que pican.
Mariquitas que Maya intenta comerse. (por cierto, no deben estar nada buenas)
Diminutos escarabajos que trepan por mis paredes.
Mosquitos que no pican, pero zumban en el oído.
Moscas.
Arañas.
Arañas que provocan accidentes de tráfico.
(Sonido de sirena)

Sí, una vez más, una araña ha intentado matarme. Y ésta encima ha intentado que pareciera un accidente. Cada vez perfeccionan más la técnica, las cabronas.
El caso es que hoy salía yo de trabajar a medio día con toda la solana. Me monto en el coche, bajo las ventanillas y me dispongo a callejear por medio Brónxtoles berreando cantando tan tranquila. Me enciendo un cigarro y saco la mano por la ventanilla porque soy así de chula. Y entonces la veo. La muy puta. Ahí en el retrovisor, a pocos centímetros de mi mano. Una araña blanca horrible que se había molestado en tejer su tela y todo como si no tuviera intención de irse. He pegado un respingo y dado un volantazo que por suerte no se ha llevado por delante a nadie. He subido la ventanilla sin dejar de mirarla y he empezado a ahumarme sola en el coche. La araña seguía ahí, tan pancha. Y yo conduciendo por las calles estrechas y horribles del centro del Bronx sin quitarle ojo y urdiendo un plan para echarla de ahí al poder ser sin morir en el intento por accidente ni por ahumamiento. Creedme, no es fácil.
Al pararme en un semáforo se me ha ocurrido quitarla con un papel... pero obviamente no iba a acercar mi mano a ese ser del averno. Así que me he puesto a tirarle bolitas de pañuelo. Además de poco efectivo, ha sido bastante ridículo, debo admitirlo. Así que me he armado de valor, he enrollado un pañuelo y la iba a quitar haciendo acopio de valor pero se ha movido y lo único que se me ha ocurrido ha sido dejar caer el pañuelo y gritar “¡¡tu puta madre!!”. El señor del coche de al lado me ha mirado con mala cara y a mí me ha dado la risa nerviosa, así que ha debido pensar que era una trastornada cualquiera y en cuanto se ha abierto el semáforo se ha alejado de mí todo lo posible.
Yo seguía conduciendo mirando a la araña y ella seguía ahí, a su bola. He pensado más formas de librarme de ella con las escasas armas a mi alcance. He localizado el mechero con el que me había encendido el cigarro. ¡Pues claro, fuego! No sé por qué, siempre que aparece una araña en escena, una de mis ideas es hacer fuego. Luego siempre me doy cuenta de que el fuego nunca es buena idea a no ser que sea para asar chuletas.
Así que si torpedear con bolitas de papel no funcionaba y el fuego no era una opción, sólo quedaba una salida: la velocidad. Si iba lo bastante deprisa, la araña se caería. En cuanto he salido a la carretera, he acelerado como fitipaldi. Pero la araña resistía. Y por un momento he hecho cálculos... ¿a qué velocidad hay que ir para que se despegue ese bicho asqueroso? ¿a qué velocidad multan? ¿hasta qué punto sonaría creíble si me para la policía por exceso de velocidad que voy muy rápido porque una araña quiere matarme?
Por suerte, cuando iba ya a meter quinta y que fuera lo que Dios quisiera, la araña se ha movido y fuuuu, ha salido volando.
Sólo me ha llevado el resto del camino a casa de ir rascándome y mirando a mi alrededor como una loca el convencerme de que se había ido para no volver.
De verdad, de verdad, que me gusta el verano. Y que si no fuera por lo mal que lo pasan los mininos, firmaría por 30 grados todo el año. Y que los bichos no me molestan siempre que tengan menos de seis patas. Pero las arañas no. Ellas se pueden ir al infierno sobre sus ocho patas y dejarme conducir tranquila.





viernes, 8 de junio de 2018

Ojos pochos y ronquidos.


El Niño Chico se ha venido a vivir a Madrid. No a mi casa, porque pasar de vivir a 600 kilómetros a vivir en 40 metros cuadrados es demasiado radical. De momento vamos a tentar a la suerte viviendo en la misma ciudad, que no es poco.
El caso es que he decidido celebrarlo con una especie de conjuntivitis o algo semejante. Siempre que me he ido a vivir con uno de los ex o que la relación se ha puesto más seria, mi cuerpo ha dado claros avisos de querer boicotearme. Al menos está vez ha sido poca cosa, sólo son ojos irritados inyectados en sangre y con un escozor brutal. Peor fue cuando empecé con el Ross y tuve unas hemorroides que me llevaron a urgencias (y que curiosamente luego desaparecieron como si nada). Mezclado con la dermatitis aquella de origen desconocido y con una caída de pelo que pensé que me iba a convertir en la señora bombilla.
En fin, lo que sea.
El caso es que llevo toda la semana con los ojos súper llorosos, rojos e hinchados. Y sí, he ido al médico, me mandó un colirio y me lo doy puntualmente porque me gusta echarme cosas en los ojos que no sirven para nada.
En el centro los abuelos me consuelan todo el rato. Creen que me pasa algo y me abrazan y me dicen que no me preocupe. Y yo ahí, aguantando el tirón mientras las auxiliares se parten de risa.
Y no sé si por lo de los ojos o por qué, pero estoy un poco... irritable. Sí, eso.
En parte porque con los ojos así no puedo trabajar bien y se me está acumulando el trabajo. El miércoles doy una charla en el centro y me temo que vaya a tener que improvisar las diapositivas el día de antes porque no he podido ponerme a hacerlas, por las mañanas tengo los ojos mucho peor y mirar la pantalla del ordenador es una tortura.
En parte también estoy de mal humor porque no duermo bien. A ratos tengo frío y a ratos calor, doy vueltas en la cama y tengo sueños rarísimos de esos que te despiertas aún con el cabreo. Ron ha decidido que las cuatro de la mañana es buena hora para un tentempié y viene a exigir bolitas a cabezazo limpio hasta que me rindo, me levanto y se las pongo. Y para colmo mi vecino ronca como un demonio. Lo he dicho más veces, ese hombre ronca a niveles no conocidos por el ser humano hasta ahora.
La otra noche por ejemplo, me acosté pacíficamente a las doce y media de la noche. Lo que para mí es prontíííísimo. Y según me meto en la cama, digo qué cojones es ese ruido. Levantaba la cabeza como los perros cuando enderezan las orejas. Nada. Volvía a apoyarme en la almohada. Ruido. WTF? Levantaba cabeza. Nada. Así un rato. Identifiqué por fin al gilipollas roncador a la vez que Maya, que sube siempre a dormir conmigo, daba vueltas por la habitación también buscando el ruido, ya que cada vez que el desgraciado roncaba ella hacía un ruidito de interrogación. Los que tenéis gato sabéis a qué ruidito me refiero. Te miran y hacen “prrrraw??”. Y a ver cómo le explico al mico negro que es el vecino y que se duerma.
Así que hice lo que haría cualquier persona irracional y absurda como yo: poner la melodía de Juego de Tronos a todo volumen en el móvil y pegarla a la pared colindante. ¿Y por qué esa música? Primero, para dejar claro que iba a declarar la guerra a medio mundo si seguía oyendo sonidos sólo conocidos más allá del Muro y segundo porque es lo que tengo en el móvil.
Curiosamente, no funcionó. El roncador siguió a lo suyo, es decir, roncando.
Así que me poseí por el espíritu de marujona que tengo en mi interior, me armé del palo de la escoba y le di unos cuantos mamporros a la pared a la vez que reprimía las ganas de gritar “callaos, gamberros, que no son horas”. Y no lo hice, porque francamente, ante unos ronquidos esa frase no procede. Pero los golpes sí hicieron efecto. Al menos durante suficiente tiempo como para que yo pudiera dormirme y dejar de oírle.
Y este es mi resumen de la semana. Estoy cansada, medio ciega, con cara de zombi y una presentación sin hacer. Todo funciona a las mil maravillas. Puro Naar style.

P.D. No os habéis dejado ningún capítulo sin leer, el Niño Chico y yo retomamos lo nuestro y somos muy, muy felices, pero no quiero hablar demasiado de él en el blog por razones que no me da la gana de explicar. Pero estamos muy bien y me alegro mucho de que vivamos a menos de 500 kilómetros por primera vez en la vida.

martes, 29 de mayo de 2018

Un guiño con la lengua fuera, la jerga policial y el ictus.


Sabía que no debía hacerme amiga de un poli. Lo sabía. Porque claro, conoces a uno, es majo, te encariñas un poco y le das una oportunidad. Venga, vamos a ser amigos a pesar de que seas lo que eres. Y entonces los demás lo saben. Como las avispas, que si matas una vienen cincuenta a vengar su muerte y al final es peor. Se comunican con sus walkie-talkies esos de policía o lo que sea que usen. Y cuando los demás saben que eres una presa fácil, que estás debilitada, empiezan a acorralarte para ser también tus amigos y llenar tu vida de orden y ley y uniformes todas esas mierdas suyas.
Primero fue mi amigo el poli. Y bueno, me caía bien y cuando me enteré de que realmente era policía ya era muy tarde para ser antipática con él.
Luego el memo de mi excompañero de insti que pretendió ligar conmigo. Me ha escrito un par de veces más por whatsupp y me pone nerviosa porque usa un montón de emoticonos que no sé interpretar. Es algo tipo “Hola, qué tal?” *carita sonriente, guiño, guiño con lengua fuera, risa con un ojo más grande que otro, guiño y lengua.* Y yo pienso “pero ¿qué le pasa a este hombre? ¿a qué tanta mueca? ¿tendrá un tic? ¿síndrome de Tourette? ¿Le estará dando un ictus? ¿Hay un médico en la sala? Call nine-one-one!”
Total, que era todo muy complicado y decidí no ser su amiga, más que nada porque no lo hemos sido nunca y tanto emoticono por palabra me confunde.
Y entonces llegó otro policía. Otro que en dos miniconversaciones por whatsupp ya ha conseguido sacarme de quicio unas veinte veces.
El caso es que estaba yo trabajando y en el vado de la puerta para poner las furgonetas de la ruta y que los abuelos suban y bajen había aparcado algún gilipollas desaprensivo. Porque a ver, es gente en silla de ruedas, con muletas, enferma y en el mejor de los casos, muy mayor. ¿Para qué coño pones tu puto coche ahí durante horas? Total, que llamamos a la poli. Le multaron, se fueron y el coche seguía ahí. Volvimos a llamar, volvieron a multar, volvieron a irse. Obviamente, el coche seguía ahí. Llamamos OTRA VEZ ya más cabreados. Y por fin vino uno que llamó a la grúa.
Yo estaba a mis cosas cuando entró la directora y me dijo que estaba dando una información del centro al policía en cuestión y que iba a darle mi tarjeta por si necesitaba ayuda con servicios sociales o información o algo. Francamente, no le hice ni puñetero caso porque acababa de llegar del hospital de ver a mi usuario, iba a recoger unos papeles y me quería largar cuanto antes.
Unos diez minutos más tarde conseguí salir para irme a mi casa cuando un policía municipal, con su unirme y sus gafas de sol y todo se me pone delante y me llama por mi nombre.

  • Perdona, ¿eres Naar?
  • No... ¿Naar? ¿qué Naar? Yo soy... señora de incógnito.
  • Ah, es que me ha dado una compañera tuya una tarjeta y me ha dicho que la trabajadora social...
  • ¡¡Vale!! lo confieso, soy yo, soy Naar. ¡Deja de interrogarme!

El tipo parecía majo, pero yo ya conozco esa estrategia. A mí no me engañan más. Que huy, qué simpático y amable que soy... ¡que no me la das, que eres policía! Y mientras yo no dejaba de mirar mi coche aparcado en una zona de carga de y descarga (debo decir en mi defensa que eran las dos menos diez y la zona sólo es de carga y descarga hasta las dos), el tipo me contaba su vida. Que si su abuela, su tía y la madre que parió a panete. Y yo “ahá, ahá, comprendo (mirada de reojo a mi coche aparcado en descarga) claro que te escucho, ahá, ahá”. Pensé que me estaba librando cuando me dice:

  • ¿Este móvil de la tarjeta es el tuyo?
  • ¡No es mío, es de la empresa! ¡Lo juro, no lo he robado!
  • No, es por si puedo preguntarte alguna duda cuando vaya a servicios sociales.
  • Ah, sí, claro.
  • ¿Y tienes whatsupp?
  • Sí, pero sólo para cosas legales, lo prometo.
  • Bueno, ya te diré algo, no te entretengo que tendrás prisa.
  • No, es que tengo el coche aparcado en carga y descarga. - mierda, ya la he liado – Pero han sido cinco minutos, de verdad. Y ya me iba. Por favor, no me multes. Te puedo ayudar en las gestiones si no me multas. Lo he dejado ahí porque tenía prisa. - sólo hay una forma de salir de esto. - O sea, prisa... es que llevo un cadáver en el maletero y tengo miedo de que los perros lo huelan y descubran el alijo de drogas de los bajos.

El tipo se echó a reír. ¡Mira, un policía con sentido del humor, corre, pide un deseo!
Me dijo que ya me escribiría y me diría algo. Como tengo que ser buena empleada y tratar de conseguir nuevos usuarios le dije que vale y me fui a mi casa. Al rato me escribió para decirme que era el policía Fulánez. Que al parecer no tiene nombre, sólo apellido, como los policías de bien. Y que si me ponían una multa, se lo dijera, y que jaja, cara con guiño y lengua fuera. Vaya por dios, otro que sufre ictus y trata de comunicarlo con emoticonos. Eso, o es una jerga policial que yo no comprendo, porque empiezo a ver un patrón aquí.
Al día siguiente me escribe de nuevo y me dice que ya tiene la cita en servicios sociales. Bien, has sido capaz de marcar un número y pedir una cita. España está orgullosa de tu efectividad. Y que si al final me ponían una multa le avisara, guiño, guiño, lengua fuera. En serio, que alguien me lo explique.
Al otro día me volvió a escribir. Que tenía una duda con la ayuda al cuidador y el cheque servicios. Le dije que iba a dar una charla sobre esos temas en mi centro, que viniera a verla y a informarse. Y me dice que vale pero añade:

  • Aunque no sé, me das un poco de miedo, al fin y al cabo, eres una delincuente.
  • ????
  • Por lo del cadáver en el maletero y tal. - jajaja, guiño, risa con un ojo más grande que otro. - aunque te estoy encubriendo.
  • Ah, jeje, vale. No te preocupes, no soy peligrosa.

Y aquí viene lo bueno, me preguntó si llevaba armas. A ver, me lo dice un tipo que pasa sus días con una puta pistola, una puta porra y unas putas esposas en la cintura. Así que le dije “menos que tú, a ver quién es el que es más peligroso”. Según lo dije me arrepentí. El sentido del humor de los policías es delicado. Sin embargo el policía Fulánez volvió a reírse y a sacar la lengua. En serio, qué problema tiene esta gente con las muecas extrañas. Y me dice que a ver si me va a tener que cachear. ¿Perdona? ¡¡¿¿PERDONA??!! Que cacheo ni qué cadáver en el maletero. Oiga, que yo aparqué cinco minutos en una zona de carga y descarga, no creo que me merezca este suplicio. Y váyase a ligar con otra a la que le gusten los uniformes y las cosas raras. Déjeme señor policía, que crecí al grito de “agua, agua” y pasé mis años universitarios diciendo eso de “mucha policía, poca diversión”. Déjeme, que me pongo nerviosa y digo tonterías y cualquier día de estos me pongo a usar emoticonos sin sentido y la gente va a creer que estoy sufriendo un derrame cerebral.

Se lo he contado a la directora. Se ha reído y me ha dicho que sea amable para ver si conseguimos que traiga a su abuela. O sea que ahora soy una presunta delincuente y puta en potencia que no sabe descifrar los emoticonos de la policía. Mi vida mejora por momentos.

viernes, 25 de mayo de 2018

No le voy a dejar


Ayer fui al hospital a ver al usuario que os contaba en el post anterior y salí hecha polvo. Estaba cansado, apagado, le costaba abrir los ojos. Me conoció, sí, pero seguía sin saber bien dónde estaba ni por qué. Le tuve que dar el desayuno porque no tenía fuerzas para levantar la cuchara. Por un momento, estuve a punto de rendirme. Mira, que se lo lleven a una residencia. Que aguante lo que pueda y luego... que sea lo que tenga que ser.
Pero luego, le estaba dando vaselina en las piernas para que no le salgan escaras y me pasé la mano por una cicatriz que tiene en la pierna. Creo que fue en enero que se cayó y se hizo una herida muy fea. Durante meses se la tuvimos que curar a diario porque aquello se infectaba y con el adiro que toma le sangraba cada dos por tres y... una odisea. Pero se le curó. A fuerza de insistir, ganamos la batalla a la herida.
Le seguí dando vaselina mientras la cabeza empezaba a echarme humo de tanto pensar. Y cada vez que pasaba la mano por la cicatriz, algo saltaba en mi interior. Hasta que como soy yo, decidí intentarlo una vez más. Luchar un poco más. Un poco más, venga, otra vez.
Así que me acerqué, le incorporé la cama y le obligué a mirarme.

- Escúchame, - le dije. - Yo no te voy a dejar. Pero tienes que poner de tu parte y espabilarte porque si no, te van a llevar a una residencia. Si tú no quieres, me dejo la piel para que no vayas, pero dame algo por lo que luchar.

Abrió un ojillo grisáceo.

- Al asilo no.

- Vale, al asilo no, pero entonces te tienes que poner mejor, ¿lo entiendes?

Asintió un poco y volvió a quedarse traspuesto. Por un momento pensé que pasaba de mí. La doctora me había dicho que no estaba “tan” mal, pero que estaba bastante apático y que eso no ayudaba. Así que creí que se estaba rindiendo. Pero le zarandeé un poco y se lo repetí, porque entender, entiende bien.

- No te voy a dejar, Usuario. De verdad que no. No vas a estar solo. Te lo prometo. Tú ponte bueno y yo peleo por ti.

Esbozó una sonrisa debajo de su bigote blanco y me dio las gracias. Salí del hospital a punto de echarme a llorar. Pensando qué iba a hacer al día siguiente cuando me llamara la trabajadora social del hospital, qué le iba a decir. Cómo le iba a explicar a todo el mundo del trabajo que me insisten en que le incapacite y le lleve a una residencia que no, que no es como entiendo mi trabajo, que creo en la libertad hasta las últimas consecuencias y que si una persona prefiere morirse en su casa que estar “bien” en una residencia está en su derecho. Y que yo lucharé por ese derecho todo lo que pueda y un poco más. Pensaba en que a veces me miran como si estuviera loca y me siento sola e incomprendida porque obviamente, lo fácil es gestionar una resi y hala, que se coma otro el marrón.

Pero hoy cuando he llegado estaba sentado, con sus gafas puestas y las mejillas rosaditas. En cuanto me ha visto me ha sonreído y me ha llamado por mi nombre. Le he acompañado mientras comía. Él solo. Se lo ha comido todo. Se ha quejado porque no le gusta el puré y estaba soso. Hemos charlado y gastado bromas mientras comía y se reía. Me ha preguntado por la gente del centro y le he dicho que todos le echamos de menos y que tiene que volver. Se ha encogido de hombros.

- Pues claro, en cuanto me suelten de aquí.

Le he vuelto a dar vaselina en las piernas, en los hombros, en las zonas de roce y me he acercado a su oreja:

- Te has echado un vecino gitano. - el compañero de habitación.
- Bueno, pues que me cante algo de Camarón.

He soltado una carcajada. Es un hombre con un sentido del humor, a pesar de todo, que me sorprende.
He pasado con él la mitad de mi jornada laboral, haciéndome salir más tarde y más cansada. Pero me da igual. Que le jodan a los informes, al papeleo que se amontona y a las reuniones pospuestas. Que le jodan al gerente y a su cara de mierda cuando lo sepa. Que le jodan a todo. Yo creo que mi trabajo en parte es esto. Es luchar mientras queda una oportunidad. Así que antes de irme se lo he vuelto a decir:

- Que no estás solo. Que yo no te voy a dejar. Te lo prometí ayer y te lo repito, no te voy a dejar solo. Tú sigue poniéndote fuerte y yo no te dejo.

- Cuando te canses, pues me llevas a un asilo. - me ha dicho en modo calimero.

- Yo no me canso. Si tú no quieres, yo no te llevo a ningún sitio. Yo soy muy de pelear, así que por eso no te preocupes.

- Se agradece.

Le he llenado de besos y me he ido, después de pedirle a la enfermera que le pongan dieta normal y le den algo más que purés. Y me he ido contenta. Si él quiere luchar, luchamos. Si él quiere vivir, me encargaré de que sea a su manera. Si a él le quedan fuerzas, a mí me sobran. He luchado incansablemente por cosas que merecían menos la pena, imagínate por mis usuarios. Así que no, no le voy a dejar.

miércoles, 23 de mayo de 2018

¿No podría hacerlo otro?


Sabéis que me gusta mi trabajo. Lo digo muchas veces, no me importa reconocerlo. Me gusta lo que hago, me gusta ser trabajadora social. No gano mucho, no tengo mucho “prestigio”, no llevo ropa elegante y desde luego, nunca me haré rica con esto. Pero oye, me gusta.
O casi siempre me gusta. A veces no. A veces me pasa como a Homer y me pregunto si eso no puede hacerlo otro.
Y esas veces que no me gusta no es cuando discuto con el jefe. Ni cuando un abuelo se pone pesado o enfadado o me cae algún insulto por no dejarles hacer lo que quieren (generalmente, escaparse). No es cuando la familia se pone pesada o cuando me llaman a deshora. No es cuando me equivoco y me cae bronca. Ni siquiera es cuando tengo que hacer papeleos interminables y darme de bruces una y otra vez contra los muros administrativos. No, no es eso. Eso me da igual.
Es cuando le coges cariño a alguien y llega el punto en que no puedes hacer más. Es cuando me siento impotente. Es cuando veo que un caso se me escapa de entre los dedos sin remedio. Es cuando, como hoy, me doy cuenta de que no depende de mí lo que pase con ese usuario que es más que un “usuario” y es alguien con nombre, apellidos, una historia, un pasado y una sonrisa que se me hace familiar. Es cuando ese “usuario” me mira a los ojos y sólo puedo encogerme de hombros y tratar de calmarle con palabras que yo misma no me creo.
Cuando empecé en este mundo, quería trabajar con adolescentes y lo hice durante unos años. El día a día es muy duro, los adolescentes son pura vida y te agotan. Tienen más energía que tú, son más rápidos, más fuertes y más inconscientes que tú. Y luchas y luchas y luchas y sólo a veces ves resultados. Pero crees ilusamente que estás trabajando por darles un futuro. Que te estás dejando la piel por mejorar a su personita del mañana. Y cuando ocurre, se te despegan los pies del suelo. Cuando te llaman y te dicen que tienen un trabajo, que han salido de la mierda. Cuando te dicen que les diste una oportunidad, cuando te dan las gracias por creer en ellos. Cuando te dicen que ahora son mejores gracias a lo que hiciste por ellos. Ese día, la vida merece la pena con tanta fuerza que casi te da igual lo que pase.
Y no quería trabajar con ancianos porque no puedes ofrecerles eso. El día a día es más fácil. Son menos conflictivos, más cariñosos, más agradecidos a primera vista. Les ayudas a vivir lo poco que les queda un poco mejor, pero sabiendo que sólo tratas de darles un final más digno. Que quizás, tu misión es que mueran cómo o dónde quieran. Que sólo puedes ayudar, paliar, poner parches. Pero que no hay un futuro mejor porque básicamente no hay un futuro. Y eso duele. Escuece. Y a diario tratas de no verlo, de quedarte con lo bueno, con sus sonrisas, sus besos y sus carantoñas y no ver que quizás mañana no estén ahí. Pero hay días, días como hoy, que nada vale contra el dolor y la impotencia.
Hoy no he hecho nada de lo que tenía planeado. No he podido hacer mis informes, ni mis visitas, ni preparar mis contratos ni nada de nada. Un “usuario” al que tengo un cariño especial no contestaba al teléfono, ni ha bajado a la ruta. Como tengo llaves, me he ido a su casa con la enfermera, dejando a medias todo el trabajo de la mañana. Y ahí estaba, pobre mío, tirado en el suelo, en un charco de pis, sin ropa, temblando y con el cuello retorcido entre la pared y la cómoda. Estaba vivo, sí, pero podría no haberlo estado. Llevaba así horas. Y no, no tiene a nadie en el mundo. Y si yo hubiera seguido haciendo mi trabajo y no hubiera ido a su casa, seguiría así, en el suelo tirado, sin nadie a quien le preocupara. Hemos llamado a la ambulancia y se le han llevado al hospital. Me miraba mientras le vestía y le lavaba con una toalla húmeda, con los ojillos medio despistados y me decía que a dónde íbamos ahora. “Pues al médico, ¿dónde vamos a ir, a la verbena?”, le digo. Y me sonreía. Cuando se le llevaban en la ambulancia, le he repetido otra vez que a quién tenía que llamar si necesitaba algo o si los médicos le preguntaban. Y con los ojos grises de cataratas, el golpe de la cabeza y el pantalón de chándal que le hemos puesto de milagro, me miraba y me decía “que sí, a ti, que te llamen a ti, que no se me olvida”. A ver si es verdad.
Y ahí estoy, como una gilipollas, con el corazón encogido, hablando con la trabajadora social suya de generales, con la del hospital y con todo el que puedo. Diciéndole a mi jefe que mi ética profesional está por encima de los intereses de la empresa y me la pela lo que el opine. Recogiendo un charco de pis con la fregona mientras intento no echarme a llorar y gastando bromas a un “usuario” sabiendo que sólo yo iré a verle al hospital y que seré quien reciba las malas noticias que tengan los médicos. Y tendré que lidiar con ello. Y con la cara de mierda del gerente cuando sepa que he “perdido” dos días de trabajo por estar con un usuario que se va a ir del centro porque ya necesita otros cuidados. Y en ese momento, en ese momento en el que mi “usuario” me mira pidiendo ayuda en silencio y sabiendo que sólo confía en mí, me pregunto si no podría hacerlo otro. Si no podría yo estar en una fábrica de hacer tornillos que cuando cumpliera mis horas me fuera a mi casa con la cabeza despejada y el corazón tranquilo.
Sé que lo que yo hago es necesario. Sé que tiene que hacerlo alguien. Sólo es que hay momentos en los que duele, escuece tanto, que me pregunto si no podría ser otro alguien. Si no podría hacerlo otro y no yo.

domingo, 6 de mayo de 2018

Prioridades


Soy un poco desastre. Siempre lo he sido. Me gustaría decir que soy organizada y ordenada y que llevo siempre las cosas al día, pero no es verdad. En el trabajo me esfuerzo muchísimo por luchar contra mi propia inercia y sobrecompenso mis carencias con una excesiva meticulosidad, pero en el resto de mi vida, todo se inclina hacia el caos.
A veces me pregunto cómo lo hace la gente para trabajar, tener la casa organizada, cocinar cosas buenísimas, tener hijos, marido, familia, amigos, vida social, ir al gimnasio, arreglarse las uñas y comer cinco piezas de fruta al día. Yo no doy pie con bola y me siento francamente orgullosa de levantarme todos los días y salir por la puerta para ir a trabajar a mi hora sin dormirme. Ese es mi gran logro diario. Obviamente, suelo tener la casa tirando a desordenada, como lo primero que me encuentro por la nevera y paso días enteros sin hacer caso a nadie, ni familia, ni amigos, ni al Niño Chico.
El otro día me di cuenta de que en parte, el truco de la gente para hacer todo esto es dormir poco y no pasar horas muertas viendo series.
Valoré la idea.
La seguí valorando.
Le di una vuelta más por si acaso.
….
Y llegué a la conclusión de que no merece la pena.
Soy una adulta de mierda, lo he dicho más veces. Pero es que no me compensa tener la casa como los chorros del oro y no ver series. No me compensa llevar la manicura bien hecha y el pelo perfecto y quedarme sin siesta. No me compensa tener toda la ropa planchada y no poder leer un rato todas las noches. Simplemente no. No soy yo. No es mi rollo, nenes.

Así que ahora estoy viendo Lost, entre otras series. Y sigo leyendo. Y escribiendo a ratos. Y jugando con mis gatos. Y me echo la siesta y voy a pilates y a inglés. Y, ojo, me levanto todos los días a mi hora, que es mi súper triunfo diario. Y al resto, le pueden dar bastante por saco.

sábado, 28 de abril de 2018

Todas putas


A raíz del tema de la sentencia de la manada y toda la movilización que ha traído, quería decir algunas cosas. Lo he escrito del tirón y no he tenido ganas de releerlo, así que me perdonáis los errores que haya. O si no se entiende bien o lo que sea. Tenía que decirlo, pero no tengo ganas de darle más vueltas. 

A veces, por desgracia, ganan los malos.
Hoy han ganado mucho, aunque no lo parezca. Porque no es sólo cuestión de si 9 años de prisión (de los cuales se cumplen dos o tres) son muchos o pocos. No es sólo cuestión de que el guardia civil y el militar vayan a seguir cobrando un sueldo publico. No es sólo cuestión de que sea abuso o violación. No es sólo eso.
Es que se nos ha juzgado una vez más a las mujeres y hemos salido perdiendo. Porque si te violan y te dejas para evitar males mayores, eres puta. Si te violan y te resistes, te llevarás una paliza o morirás, por puta. Si te dicen cosas por la calle, es porque vistes así, puta. Si un tío te acosa, te toca o trata de forzarte es porque le has provocado, puta. Si te lías con un tío o con cincuenta porque te da la gana es porque eres una puta. Si un tío quiere algo contigo y le dices que no, adivina lo que te va a llamar: puta. Todas somos putas. Siempre. Pase lo que pase. Puta. Lo dicen, lo sueltan como una bofetada y se quedan tan anchos. Y tú, herida y con la cabeza gacha casi nunca contestas porque total, para qué. Si a lo mejor es verdad. Si a lo mejor es que eres muy puta.
Y hoy, ganan ellos. Los que te llaman puta. Los que creen que la mujeres somos su derecho, su posesión, su patio de recreo.
No ganan sólo los violadores, los acosadores, los desgraciados de la manada. Gana ese profesor que te tocó la pierna en una revisión de examen. Ese compañero de instituto que te tocaba el culo en clase de gimnasia y te hacía sentir una mierda (o una puta) con 14 años. Ese jefe que te llamaba “bonita” y te tocaba mucho el brazo. Ese exnovio que te insistía para tener relaciones hasta que aceptabas con resignación, sin ganas, sin placer. Ese que te decía que no le podías dejar a medias porque le iban a doler los huevos por tu culpa (so puta). Ese que te sujetó más fuerte de la cuenta. El que te empujó la cabeza cuando se la chupabas hasta que te dieron arcadas. Ese tipo raro que te siguió un rato haciendo que sintieras el miedo y la oscuridad hasta lo más hondo. Ese desconocido que te dijo una barbaridad avergonzándote por la calle y haciéndote mirar al suelo. Ese, esos, todos los que te hicieron sentir que no valías nada, los que te llamaron puta, los que te acosaron, te forzaron, o en el caso extremo, te violaron o te pegaron.
Ganan y se hacen más fuertes. Porque no es sólo cuestión de que cinco malnacidos forzaran, humillaran y demás a una chica. De eso ya han hablado otros más y mejor que yo. Es cuestión de que una vez más se pone en tela de juicio a la víctima. Es que se plantea que tienen ciertos derechos sobre nosotras. Que esas cosas pasan. Que un piropo es bonito, que un acoso es un acto de romanticismo, que ser un poco sobón no es tan malo. Se da la idea de que una violación es algo súper extremo y que tienen que apalearte y dejarte medio muerta o muerta del todo para que cuente. Y que esos abusos menores no son nada. Nada de nada. Sin importar cómo te sientas o qué derecho tengas sobre tu propio cuerpo o tu capacidad de decidir y de decir que no. Que eso es secundario. Porque si que cinco energúmenos te la metan por todas partes, te roben el móvil se aprovechen de ti y te dejen tirada y llorando es sólo un abuso, que un guarro te meta mano en el metro no es nada. Da igual que salgas de allí con arcadas, que llegues a casa llorando o que le cojas miedo a montar en ese vagón. Da igual, es que eres una exagerada, es que de todo haces un mundo. Y si eso no te revuelve las tripas, a lo mejor eres parte del problema. Por acción o por omisión.
Y que se justifique o se intente justificar sólo nos humilla más. Porque da igual lo que tú hagas, lo que tú quieras, lo que tú pidas... cuando dices que NO, es que NO y si se te respeta lo más mínimo, se acepta tu palabra sin rechistar. Porque no quieres. Porque has cambiado de opinión. Porque no eres su derecho, ni su propiedad, ni nada de nada. No se lo debes. No y punto. Y el resto da igual. Que besó a uno antes de que pasara aquello. Que luego siguió con su vida. Que a lo mejor le gustó. Que no se defendió hasta perder la vida. Que igual, hasta gimió. La puta de ella. Como Nagore, violada, matada y descuartizada hace unos años. Que si era muy ligona, le preguntaron a la madre en el juicio. Porque igual la mató por puta. Como Diana Quer, que oye, vestía así y asá y además iba sola por la noche. La muy puta.
Y es que todas las mujeres, TODAS, en algún momento de nuestra vida hemos pasado por algo. Pequeño, grande o mediano, pero algo. A todas nos han hecho sentir humilladas, incómodas, asustadas. Y aún tenemos que aguantar esas cosas, las dudas, las miradas suspicaces, la posibilidad de que seamos las culpables... por putas.

Lo único bueno, el resquicio de esperanza, es el movimiento social que está trayendo esto. El que yo sí te crea. El llamarnos hermanas. El decir yo también. El plantar cara. El empezar a pedir que nos den soluciones porque al parecer resistirse mata y dejarse te hace culpable. El pedir que si denunciamos nos crean. El pedir que se deje de decir que nuestra palabra arruina la vida de un hombre porque no es cierto ya que ni las pruebas los condenan de verdad. El pedir que no se nos respete por ser hermanas o madres o hijas si no por ser personas. El llevar el feminismo con más orgullo que nunca. Es empezar a educar a una sociedad machista, es empezar a cambiar. Es tener la esperanza de que un día, dejemos de ser todas putas.