jueves, 28 de diciembre de 2017

Repaso del 2017 y... ¡Feliz Año Nuevo 2018!

Hoy hace un año que apareció Maya en mi vida, pequeñita y negra, con un maullido alegre a todas horas y con muchas ganas de querernos a todos. Nos frotaba su diminuta cabecita y desde la primera vez que la cogí en brazos, se hacía una rosquita muy pequeña en mi regazo y ronroneaba fuerte. Tuve mucha suerte de que una gata negra se cruzara en mi camino y doy gracias por tenerla cada día. Aún me pregunto cómo siendo tan negra ha podido llenar mi vida con tanta luz.
El 2017 ha sido un año... intenso. Me recuerda mucho al 97, aquél que parece que pasó hace poco y cuyos recuerdos han cumplido 20 años ya. Al parecer los años que terminan en 7 son de los que no pasan desapercibidos en mi vida.
El caso es que este año empezó muy mal. Justo después de Reyes, Ron se puso muy malito. Quizás en parte por la venida de la peque, tuvo un brote de toxoplasmosis que casi le cuesta la vida. Nunca agradeceré lo suficiente al equipo de Gattos, lo que hizo para salvarle. Y con mucho esfuerzo, al final se puso bien. Nunca olvidaré esas noches. La que él estuvo ingresado y yo no pude dejar de llorar. Las que pasé en el sofá sin dormir nada, bajándole la fiebre con pañitos húmedos, dándole de comer con una jeringuilla, dándole antibóticos, acunándole en brazos. Fue horrible. Sin embargo, Ron es fuerte y volvió a comer solo, volvió a moverse, volvió a jugar. Volvió a pedir comida a las seis de la mañana haciendo que madrugara feliz. Volvió a ser el mismo de antes.
Después las cosas empezaron a torcerse en otros sentidos. Mi relación con el Ross se fue deteriorando por las mentiras, la dejadez, el tedio. Me sentí perdida, absurda, sola. Me sentí traicionada, humillada, abandonada. Me sentí triste, rota y... triste, sobre todo triste. Quise poner todo de mi parte, quise luchar, quise intentarlo mil veces. Pero en una relación no puede remar uno solo porque la barca da vueltas sobre sí misma y pareces gilipollas. Así que en junio me harté y salté de la barca. A la mierda. Mejor nadar solo que remar solo en una barca donde hay dos personas.
Y entonces encontré trabajo. A la vez. Él recogió sus cosas el día que yo empezaba a trabajar. Y me dio igual. Intuía que venían tiempos mejores.
Y no me equivoqué. El verano, aunque trabajando, fue bastante bueno. Hice unas amigas fantásticas en el trabajo. Pasé muchos viernes tomando cañas con ellas a la salida y riendo a carcajadas. Me visitaron las cabras (mis amigas blogger), fuimos a la sierra, nos bañamos en el río. Me renovaron el contrato, me felicitaron por mi trabajo. Volví a sentirme útil, válida, buena profesional. Y entonces me llamaron de otro trabajo. Uno de esos que sueñas, pero no crees que puedas conseguir. Uno con responsabilidad, posibilidades de crecer, incentivos, objetivos, cesta de Navidad. Confiaron en mí, me dieron todo lo que pedí, invirtieron en mi proyecto a ciegas. Y entonces sí, sí me creció el ego, la confianza, la seguridad que había tenido siempre en que era una buena profesional y que los años en el paro habían mellado.
Y ahora termina el año. Y me da pena. Porque todo está bien, todo está tan bien que tengo miedo. Cada día tengo miedo de despertarme y que haya sido un sueño. Que no sea verdad, que no tenga un trabajo tan bueno, que no tenga a mis niños sanos, que no tenga a mi familia ahí, que no tenga a mis amigos, a mis cabras, a mi Niño Chico. Que no tenga todo en su lugar como ahora. Por eso trato de aprovechar el momento, de disfrutar cada pequeña cosa. Me van a salir arrugas de sonreír, voy a desgastar a mis gatos de abrazarles.
Y sólo puedo desear que el 2018 se quede quietecito y deje todo como está. Que nos traiga salud para seguir disfrutando, trabajando, haciendo cosas que me gustan. Es todo lo que pido. El Virgencita, Virgencita, que me quede como estoy.

Y a vosotros os deseo lo mejor de lo mejor. Que el 2018 sea un buen año para todos, que tengamos salud, trabajo, seres queridos que nos alegren los días y un poco de dinero para vivir sin apreturas. Muy, pero que muy feliz Año Nuevo a todos.

sábado, 23 de diciembre de 2017

Puesta al día y... ¡Feliz Navidad!

Acabo de ver que no publico desde el 6 de diciembre. Y os aseguro que no he tenido tiempo, porque cosas me han pasado a puñados. Pero hay rachas que no me da la vida para más. Estuve en los dos trabajos hasta el día 14. Hubo días que me dormí en el metro, que la gente me preguntaba por qué tenía tan mala cara y que toda mi comida en el día fueron un sándwich y unos fideos chinos de sobre. Por suerte, terminé en el trabajo de las tardes. Y al día siguiente tuve la cena de Navidad de mi nuevo trabajo. Hasta las tres y media de la mañana bailando en una pijoteca (discoteca pija, obviamente) y porque hice una bomba de humo y me escabullí, porque la gente se quedó allí pegando botes. Al día siguiente, que pensaba sentarme y contar el tema, se cayó un usuario en la calle y me tuve que ir al hospital porque está solito y no tiene a nadie en el mundo. Y porque yo soy una tonta que mi trabajo me gusta, me afecta y me traspasa la piel y no soy capaz de tomarme a las personas como si fueran archivadores que puedes aparcar hasta el lunes.
Después de todo eso, llegó la fiesta de Navidad del centro, con los abuelillos bailando villancicos a ritmo de rumba, la revisión de mis niños en el veterinario, la fiesta de Navidad de los alumnos de mi madre (también abuelos, para variar) y trabajo acumulado de todos estos días, que con el cachondeo la pila de papeles va creciendo por momentos. Toooootal, que no me da tiempo ni para comer algo que no sea sopa de sobre.
Y por fin, nos vemos en la víspera de Nochebuena y con la empanada de la cena sin hacer.
La verdad es que todo va tan bien últimamente que a ratos tengo miedo. Porque tengo un trabajo que no me atrevía ni a soñar. Mis amores Ron y Maya están sanos y felices. Mis familia está bien, con salud y sin problemas gordos. Me han dado una cesta de Navidad con paletilla, ibéricos, vino bueno, un queso y de todo, cosa que no había tenido nunca. Y lo único que puedo pedir es que todo siga como está, que el mundo se pare y nada cambie, aunque sé que eso no es posible.


Y bueno, llegados a este punto, ya os he puesto un poco al día y dadas las fechas en las que estamos sólo me queda desearos a todos.... ¡¡¡FELIZ NAVIDAD!!!

miércoles, 6 de diciembre de 2017

¿Qué les pasa a los tíos?

De verdad que hay veces que me pregunto qué mierda pasa con los tíos. Yo, que he sido siempre defensora de los hombres, que he abanderado el #notallmen porque sé mejor que nadie que no todos son violadores ni machistas. Yo, me veo en la obligación de preguntar qué mierda pasa con los tíos.

Y es que esto es como algo que el otro día leí en tuiter, que una empieza diciendo que no es feminista, porque te suena muy radical. Luego sí, claro que eres feminista, pero no crees que haya machismo en todas partes. Y luego, vas fijándote mejor y oh, sí, sí hay machismo. Machismo everywhere.
En fin, el caso, que me disperso.
El otro día estaba en casa tranquilamente. Y con tranquilamente quiero decir dando cabezadas en el sofá a las 10 de la noche esperando para dar de cenar a los gatos e irme a dormir porque tener dos trabajos es agotador e insano y menos mal que me quedan sólo un par de semanas de seguir así porque si no me tiro por la ventana. Y me sonó el móvil. Por la mañana un tipo que venía conmigo al instituto y con el que jamás había cruzado palabra, me había hecho una solicitud en instagram y le había aceptado. Y de repente, me estaba hablando.
Y mira, si algo me da por el culo de las “redes sociales” es la gente que ha estado en tu vida la tira de años y no te ha hablado, los que te has cruzado por la calle y se han hecho los locos, los que han entrado en el mismo bar que tú y no te han saludado, pero luego llegan al facebook o a la red de turno que sea y de repente son tus mejores amigos y te comentan y te hablan y te mandan abrazos virtuales. Así conmigo no. NO.
El tipo en cuestión me decía que hola, que qué tal. Y yo, pues bien. Y va, el gilipollas, y me dice “sé que en el insti no hablamos mucho, pero siempre me has parecido muy atractiva y muy simpática” (sic). Y a mí que se me empieza a levantar la ceja y se me ponen los ojos en blanco aunque no quiera. Le contesto que lo dudo mucho más que nada porque en los años de instituto yo estaba horrible y soy simpática por los cojones. Y se ríe. Jajaja. Decidí en ese mismo momento que el tío es imbécil, cosa que intuía por lo que le conocí en su momento, pero lo confirmó con creces. “No, en serio, eres muy guapa.” Ay, zeñó, por qué. Le dije que hombre, que no iba a colgar fotos en las que saliera como un orco. Y el memo jajaja de nuevo. Y va, el tonto, porque hay que ser tonto, y me dice “te habrá sorprendido que te hable, ¿verdad? Igual te has quedado flipada”. Y mi ceja cada vez más pa´rriba y mis ojos que dan vueltas ya. Pues a ver, me sorprende que me hables porque no hemos hablado nunca y después de cuatro años viéndonos las caras cada puñetero día has esperado quince años para que tengamos la conversación más larga de nuestras vidas por chat. Y el tío otra vez que si me pareces muy guapa, que si te sorprende o te flipa que te hable. Y ahí me dí cuenta. Yo en el instituto fui feliz. De verdad, después de años de infierno en el colegio, el insti me pareció una gloria. Pero pasaba bastante desapercibida. Tenía mis amigos, mi gente, mi grupo e iba a mi bola. El mongoloide éste era del grupo de guays que se creen por encima del bien y del mal y que si te hablan te tienes que sentir súper halagada. Y como es retrasado, se debe creer que sigo ahí, en la clase de 2ºB, esperando a que voecencia se digne a dirigirme la palabra. Y por eso cree que flipo como una quinceañera porque me hable. Y entonces empezó a subirme la mala leche por la garganta, porque ese tipo de chicos engreídos y absurdos siempre me han repateado. Y me repite, por enésima vez que siempre le he parecido muy guapa. Y claro, le dije que si eso le funcionaba alguna vez, que si en algún momento de su existencia ha conseguido ligar con algo tan tonto. Y me dice que se acaba de separar. No, si ya. Y estás echando el anzuelo a ver qué pescas cada vez que ves un charco. Pues anda a pastar, majete. Y ya, para remate de los remates, me dice que ahora es policía. POLICÍA. A mí. ¡¡A mí!! A mí, que el único policía que tolero es a mi amigo el poli porque intento no pensar a lo que se dedica. Mi respuesta a que era policía fue “No me jodas”. Textual. Y añadió “sí, policía municipal.” ¿¿Munipa?? ¿Encima munipa? Por favor. Al menos los nacionales imponen un poco más. Un municipal es un tonto con pistola. Bueno, eso es obvio en este caso.
Total, que como estaba ya muy cansada de la conversación más estúpida y surrealista con el tío más tonto del planeta, me lo intenté quitar de encima. Y va, y me dice que si tengo pareja, que no quiere molestar.
A ver, que me da, que me da, que os juro que me da. Ya sabía que estaba intentando ligar, pero esa es la forma más cutre de demostrarlo. Y ¿molestar? Si tengo pareja o no es independiente de que me molestes. Yo tengo amigos cuando tengo novio, no es incompatible. Y me gusta que mis amigos me hablen aunque mi novio esté delante. Y si no me gustas, si no quiero nada contigo, no es porque tenga novio o no. Y es que me jode mucho eso. No quiero nada contigo porque YO NO QUIERO, no porque tenga o deje de tener nada, que no soy de la posesión de nadie. Y me tienes que respetar a mí y mi decisión, no la del hombre que haya o no conmigo. No es él a quien tienes que respetar, es a mí, que no me gustas. Coño ya, joder. Me cago en todo.

En fin, que no sé qué mierda pasa con los tíos, pero desde luego no tengo ganas de averiguarlo con este tío.  

sábado, 2 de diciembre de 2017

Crecepelo que no es una tomadura de pelo.

Hace mucho que nos os cuento alguno de mis trucos como si fuera una youtuber influencer absurder de la praderer. Pero éste lo mola todo y sé que a más de una le va a venir bien.
Sabéis que yo soy bastante dejada del mundo beauty en general, pero hay dos asuntos de belleza que me quitan la vida. Uno es el melasma o manchas de la cara por las putas hormonas. El otro es el pelo. Para la cara uso de todo. Tengo unas cuantas marcas de confianza y voy alternando productos para las manchas. La verdad es que no se quitan del todo, pero las tengo bastante controladas y apenas se notan si me doy por encima un poquito de corrector.
En cuanto al pelo, llevamos un año complicado. En junio me lo corté a la mitad de como lo llevaba. Así en plan, hala, a tomar vientos. Y bien. El problema es que entre disgustos, estrés, empezar a trabajar, separarme del Ross, comer un poco peor por los cambios de hora y el trabajo por la tarde y tal... se me empezó a caer a puñados. En serio, era horrible, sobre todo por la parte de lo que serían las entradas se me cayó muchísimo. Incluso al lado de donde me hago la raya llegué a tener una zona un tanto despoblada. No es que fuera calva, porque tengo mucho pelo, pero se notaba menos densidad de la normal. Me empecé a acojonar y a pensar que los genes chungos de la familia de mi madre estaban haciendo acto de presencia.
Entonces empecé a tomar un suplemento vitamínico que recetaron a mi madre hace años y que le va muy bien (Vitacrecil, por si a alguien le interesa). También pedí cita en el dermatólogo, pero me la dieron para diciembre, así que podría haberme quedado calva esperando, literalmente. Total, que me puse a tomar esas cápsulas. También me corté de nuevo el pelo por debajo del hombro. Y, aquí viene mi consejo, compré un líquido de herbolario que se supone que estimula el crecimiento y no sé qué. Se llama Rathma y es un botecito de cristal.
La verdad es que yo no soy muy fan de los productos de herbolario y lo compré con una fe relativa. Pero bueno, son 6 euros y me dije que la pérdida no sería tanta. Según el frasquito, lo que viene son dos dosis, la mitad para cada vez. Dice que se puede usar cada 3-4 días y que se puede utilizar en cabello húmedo o seco. Como eso me parecía mucho, lo eché en un bote de spray y me lo echo por las raíces después de lavármelo, siempre en mojado, un par de veces a la semana. Obviamente, uso muchísimo menos de lo que en principio recomiendan, por lo que me cunde el bote unas diez veces más de lo que dice. Lo masajeo un poco y luego me lo seco normal, al aire en verano, con secador ahora.
Los efectos inmediatos es que es verdad que el pelo se ensucia algo menos, que coge más fuerza y volumen y que está bonito. Los efectos a largo plazo (en un mes o dos se nota) es que te crece el pelo muchísimo. A mí al menos ha sido exagerado. Tengo que hacerme las mechas un mes antes de lo que pensaba porque las raíces que llevo son horribles. No hice fotos del antes y después porque no lo pensé en su momento, pero os aseguro que me ha crecido el pelo el doble de lo normal para dos meses que lo llevo usando. También me ha salido muchísimo pelo nuevo. Tanto, que estoy renegada porque en esas zonas “despobladas” ahora tengo mechones de pelos cortos que se me quedan de punta y parecen cuernos. De hecho, voy a hacerme flequillo de nuevo porque no puedo hacerme una simple coleta sin que ese mechón se quede ridículamente de punta. Y es un señor mechón, no son cuatro pelos mal contados, no. Es una buena cantidad de pelos pequeños que me están saliendo y que van a su bola, sin atender a razones y quedarse en su sitio.
La conclusión del asunto es que este producto funciona. Hace que te crezca el pelo más rápido, hace que te salga más pelo y es verdad que le da un aspecto más brillante y bonito. ¿Lo malo? Huele a colonia cutre de hombre, tipo Varon Dandy. Lo bueno es que se va ese olor en cuanto se seca.
Quiero puntualizar que nadie me paga nada por este post. No es un post patrocinado. No es un post recomendado. No es nada más que mi experiencia. A mí me ha funcionado el liquidito en combinación con las cápsulas, pero a mí, repito. A lo mejor a otra persona no le hace el mismo efecto. Yo, bajo mi experiencia, desde luego sí lo recomiendo si quieres que te crezca el pelo más rápido o si te ha pasado como a mí y por una racha mala se te ha caído más de la cuenta. Ya me contaréis si alguien se anima a probarlo.





El líquido en cuestión. Viene en este botecito tal cual, se puede comprar en casi cualquier herbolario y cuesta unos 6 euros. (He cogido la foto de internet, yo tiré el frasco, lo siento)
Las cápsulas. También lo hay en sobres. No sé lo que cuesta porque me lo compró mi madre, pero depende bastante de la farmacia. Se supone que hay que tomarlas al menos tres meses seguidos. (La foto tampoco es mía, no tenía ganas de ventarme a fotografiar la caja)

miércoles, 29 de noviembre de 2017

Menores y mayores

Cuando trabajaba en el centro de menores había tres chavales que llegaron en una situación social bastante mala por diversas circunstancias. Uno era marroquí, venido en los bajos de un camión, sin familia, ni recursos, ni hablar ni patata de español. Otro era español, con inteligencia límite y una pequeña discapacidad física, que había sufrido un acoso brutal en el instituto. Otro era colombiano, con una familia desestructurada y ciertas carencias que no vienen al caso. Por alguna razón, los tres hicieron buenas migas. Era gracioso verles, teniendo conversaciones, cada uno en su idioma y con sus maneras, entendiéndose a pesar de los obstáculos. Se reunían en el rato de descanso, compartían sus almuerzos y hablaban y se reían. Siempre nos preguntamos de qué.
Ahora, en el centro de mayores, hay mucha gente que habla el mismo idioma (supuestamente) y que ni por esas se entiende. Hoy uno con alzheimer y otro con una degeneración cognitiva grave de origen semidesconocido se han peleado. Por suerte ninguno iba armado con bastón, sólo se han insultado, vociferado y poco más.
Durante los años que he estado en paro, ha habido muchos momentos en los que he renegado de mi carrera. Ojalá hubiera estudiado otra cosa. Ojalá hubiera hecho caso a mi padre y fuera economista o abogada y al menos podría ganarme la vida aunque fuera con un trabajo que no me gustara. Creí, porque de verdad lo creí, que no volvería a trabajar de lo mío. A veces hasta llegué a creer que no volvería a trabajar de nada. Ahora se me duplica el trabajo y cada día doy gracias por la oportunidad que me ha llovido del cielo. Porque me sigue gustando ser trabajadora social. Me sigue gustando lo que hago. Y lo sigo haciendo bien.
Trabajar con menores era adrenalina pura. Era ir cada día a ver qué te encontrabas. Era reírte a carcajadas el día que estaban de buenas y llevarte hostias el día que estaban de malas. Era verte en medio de pandilleros, de bandas, de peleas, de drogas y de amoríos. Era luchar por dar un futuro a gente sin apenas pasado y que no creía en el presente.
Trabajar con mayores es mantener la rutina, repetir las cosas veinte veces, luchar contigo mismo para no sentir pena. Es esforzarte por dar un buen presente a gente a quien no le queda apenas futuro y que a menudo, no se acuerda del pasado.
Y sin embargo, hay cosas que se parecen. Tienes que tener cuidado de que no se escapen. Conocer las debilidades y las manías de cada uno. Saber cómo tratarles, quién busca cariño y con quién hay que tener mano dura. Asegurarte de que hagan las cosas bien. Que no se descarrilen, que no se enfaden, que no se salten las normas y haga cada uno lo que le da la gana. Al fin y al cabo, la magia de este trabajo es tratar con personas, tratar de hacer su vida un poquito más fácil, más llevadera.


Tuve la suerte de elegir una carrera que me gusta. Tuve la suerte de emplear mis años jóvenes y llenos de energía en trabajar con menores. Ahora tengo la suerte de tener entre manos un proyecto estupendo y de haber recuperado la fe en mí misma.  

domingo, 19 de noviembre de 2017

Doble o nada.

Los que me llevan leyendo desde hace tiempo saben que he pasado unos años en el paro. Lo he pasado mal, he tenido que pedir ayuda a mis padres, dar clases particulares y demás artimañas para intentar sobrevivir sin tener nunca ni un duro.
De repente, sin que yo hiciera nada diferente, este verano me empezaron a llover ofertas de trabajo. Yo estaba buscando, sí. Pero exactamente igual que hace tres años, así que no sé qué es lo que cambió. El caso es que me permití el lujo de rechazar algunos. Incluso de decir que no antes de la entrevista cuando lo que me ofrecían no me interesaba en absoluto.
Hice una entrevista para un trabajo que desde el primer momento me hizo una ilusión enorme. Digamos que es de lo mejorcito a lo que puedes acceder teniendo mi carrera y sin hacer oposiciones. El único problema es que en principio, no me llamaron. No me importó más de lo normal porque estaba en mi otro trabajo, yendo por las tardes y tan a gusto.
Y así he pasado los últimos seis meses. Trabajando por las tardes, con unas compañeras más que estupendas, con un trabajo agradable, un horario relativamente cómodo, un sueldo muy pequeño pero que me daba para cubrir gastos haciendo algún sacrificio y unas condiciones en general buenas. Incluso nos renovaron contrato por mucho más tiempo del que esperábamos.
Y entonces, cuando estaba casi conforme con tener este trabajo por mucho tiempo y con la única esperanza de algún día aumentar horas o ascender un poco, me llamaron de ese trabajo que yo quería. Ese de la entrevista en junio que no me llamaron. Me explicaron que la puesta en marcha del servicio se había retrasado por el verano, pero que ya se iba a empezar y que me querían a mí.
La verdad, fui a la entrevista con la idea de exigir tantas cosas que me mandaran a la mierda. Yo tenía mi trabajo y mi comodidad. Pero me dijeron que sí a todo. Y me ofrecieron más cosas. Me dijeron que me querían a mí y que qué tenían que hacer para conseguirme.
Y me vendí. Como una mercenaria. Y a mucha honra, oiga.
El caso es que entre mis condiciones, una de ellas fue que no iba a dejar mi otro trabajo de por las tardes hasta diciembre, así que empezaría trabajando pocas horas. Me dijeron que sí. Y con horario flexible. Sí. Y a veces desde casa. Sí. Y además me darían un ordenador. Sí. Y un móvil. Sí. Y una funda para el ordenador. Sí. Y un mono. Y un amiguito para el mono. Bueno, no, eso ya no.
Total, que después de años de mendigar por un trabajo de lo que fuera, ahora tengo dos de lo mío y lo que mendigo son horas de sueño, de descanso, de poder comer sentada, de poder ducharme sin mirar el reloj, de poder ver mis series y escribir mis mierdas. Por eso apenas paso por vuestros blog, ni comento, ni hago nada. Apenas escribo aquí. Porque literalmente, no tengo tiempo. Y lo siento, pero estoy contenta. Necesitaba este chute de emoción, de empezar de cero, de sentirme útil y valorada. De acordarme que soy una buena profesional, que soy resolutiva y decidida y que aprendo rápido y que lo hago bien. Necesitaba sentirme algo más que la que friega y cocina.


Total, que no dejo el blog, ni siquiera digo que me tomo un tiempo, porque trataré de publicar de vez en cuando y desde luego, el resumen del año y tal, que va a dar para bastante. Pero perdonadme las ausencias. Volveré. Como Terminator. O como lo que sea. Pero volveré a tener vida y tiempo y el blog volverá a ser una de las cosas en las que gastaré mi tiempo libre tan feliz. De verdad.

lunes, 6 de noviembre de 2017

Un reto de bigotes, un carro robado... y una mierda.

La semana pasada fue... larga. El miércoles salí de trabajar y me fui a tomar algo con Álter y unos cuantos amigos de los gatos para celebrar Halloween. Nos dieron unas máscaras muy chulas y colaboramos en un proyecto para recaudar comidita para gatos que lo necesitan. Aún estáis a tiempo de echar una pata, mirad el Blog de una madre desesperada que explica muy bien el #Retodebigotes.
El jueves fue fiesta y me fui a pasar el día con mi familia casa de los yayos, lo que está muy bien, pero es más cansado de lo que parece. El viernes fui por ahí arrastrándome como pude y el sábado me tocó trabajar.
Digamos que cuando por fin salí a las 8 de la tarde y me subí en el coche (los sábados me lo puedo llevar al trabajo) lo único que quería era llegar a casa, hacerme una sopa de sobre y dejarme morir en el sofá hasta el día siguiente.
Obviamente, no ocurrió así.
Primero, como hemos cambiado de oficina, que maldita la hora del cambio, salí por una calle que no conocía, hice mal un desvío y terminé en la carretera de Zaragoza. Que a ver, que igual es muy bonita Zaragoza, pero no me apetecía lo más mínimo irme allí a ver a la Pilarica y cantarme unas jotas. Que yo quería volver a mi casa. Di un par de vueltas, me metí por un polígono industrial que daba un poco de yuyu y al fin, conseguí ponerme en la dirección correcta de la M30.
Llegué a mi barrio más tarde y más cansada de lo que esperaba, pero me fui al mercamoñas porque mi frigorífico parecía haber sido asediado por Atila y los Hunos más hambrientos. Compré ante la mirada de los cajeros y reponedores, que te juzgan por llegar cuando están a punto de cerrar. Y no me gusta hacerlo, pero mira, he tenido que trabajar, me he ido a dar una vuelta por Zaragoza, que me pillaba de paso y no he podido llegar antes.
A todo esto, me intentaron robar el carro. Así, tal cual. Cogí mi carro, lo tenía al lado mientras cogía unas patatas y antes de que me diera tiempo a ir a pesarlas y ponerles la pegatina, veo una tía que coge mi carro y empieza a andar. Me quedé tan atónita que tardé unos segundos en decirle:

  • Perdona, ese carro es mío.

La tía seguía andando con mi carro y la tuve que sujetar agarrando el carro de un lateral.

  • Te he dicho que el carro es mío.
  • ¿Ah, sí? Pues estaba ahí solo.
  • No, es mío, estaba cogiendo patatas justo al lado.
  • Pero es que estaba solo y vacío.
  • Ya, porque acabo de llegar, pero es mío.
  • Bueno, pero...
  • Mira, los carros vacíos están fuera y tienes que poner una moneda. Los de aquí dentro los ha cogido alguien CON SU PROPIA MONEDA.

Y me di la vuelta con mi carro y mis patatas. No sé si era despiste o sólo un poco de mala idea, pero a esas alturas estaba yo para pocas bromas. Así que terminé la compra, cargué el coche y me fui a casa. Sólo tuve que dar unas veinte vueltas para aparcar, haciendo una especie de rally con el vecino detrás en su propio coche, ya que éramos dos y en caso de haber sitio, iba a ser uno. Una competición muy absurda, calle arriba calle abajo con las patatas rodando por el maletero y mirándonos mal por el retrovisor. Al final gané yo y aparqué en una calle que se había quedado sólo con la mitad de las farolas. Cogí mis bolsas, las llaves, el megabolso del curro, las llaves del coche y me fui acelerando el paso y sin ver un carajo.
Cuando conseguí meterme en el ascensor e iba a pulsar el botón de mi planta, abre el portal el vecino. “Te he ganado por un cuerpo, chaval”, pensé un poco maliciosamente. Le di al botón de mantener la puerta abierta porque me han enseñado una cosa muy antigua y poco valorada hoy en día que se llama educación. Y entonces, el muy anormal, me dice “nonono... yo subo ya andando...” y echa a correr escaleras arriba. Mira, hay que ser gilipollas. Como estaba muy cansada, cargada de bolsas y harta del día, le dije “Pues tú mismo, chico”. Y cerré la puerta y pulsé mi piso.
Entonces empezó a ocurrir. Un olor raro, malo, horrible. Pensé que otra vez alguien habría bajado basura chorreando. O los niños del segundo, que son unos guarros. O... estaría debajo de mi puto pie porque había pisado la mierda más apestosa de la historia de las mierdas apestosas.
Por un momento me alegré de que mis vecinos huyan de mí. Luego lo pensé. Qué pena, con lo que hubiera disfrutado viendo su cara al olerlo.
Total, llegué a casa tardísimo, descalza, con las botas apestosas en la mano, las bolsas colgando del hombro que amenazaba con salirse del sitio, despelujada y a punto de echarme a llorar.
Menos mal que me estaban esperando mis gatos y una taza de sopa de sobre.

Espero que esta semana no se haga tan larga o que al menos no haya ninguna mierda. Literalmente.

miércoles, 25 de octubre de 2017

La falsa adulta

A veces creo que me he hecho adulta. Así en plan “vaya, qué mayor y qué madura soy”. Luego descubro que aún soy la Naar adolescente pero con la piel estropeada.
Esta mañana me levanté temprano aún no sé por qué. Estoy en una de esas fases de dormir poco. Otra vez. Y he pensado en ir al carrefour a por un teléfono inalámbrico nuevo, que el mío está para tirarlo a la basura. He llamado a mi madre, me he arreglado y he salido a la calle con las llaves del coche en la mano. En el portal he hecho mi propia versión del gif de Travolta en Pulp Fiction. ¿Dónde cojones estaba mi coche? ¿Eso no era el título de una película mala? ¿Por qué me pasan a mí estas cosas si no bebo ni fumo sustancias psicotrópicas?
He pensado un segundo y me he encaminado hacia un lado de la calle. 50% de posibilidades de acertar. Encuentro mi coche. Mira qué mono él. Me miro la mano. Llevo las llaves del coche de mi madre porque el mío tiene la itv sin pasar y aún estoy esperando para llevarlo al taller como expliqué en el post anterior. Vale, estoy buscando otro coche. Y de nuevo ¿dónde cojones está el puto coche?
He dado varias vueltas. He tratado de estrujarme el cerebro ese absurdo que tengo mientras, por cierto, tarareaba la última canción de moda en el show de Naar. Por suerte, el hit de hoy no era el pavo real del Puma. He llamado a mi madre, no sé con qué fin porque ella vive en la otra punta del barrio.

  • Mamá... no te lo vas a creer, pero no encuentro el coche.
  • Eso es que eres hija de tu padre. - suelta una risilla. - ¿Recuerdas aquella vez que creía que se lo habían robado y nos tuvimos que quedar a dormir en casa de P y T siendo tú pequeña?
  • Sí, recuerdo. - admito con cierta derrota genética.
  • ¿Y cuando de verdad nos lo robaron y tú no nos creías?
  • Mamá, va en serio, no encuentro el coche... ¿Tú no sabes dónde está, verdad?
  • No. Pero una vez tu padre se montó en un coche que no era el suyo y...
  • Te llamo en un rato.

He vuelto a casa, he cogido las llaves de mi coche. Yo iba a ir al carrefour a por mi teléfono como fuera, con o sin itv, con o sin coche abollado. Cuando he llegado a mi coche, lo he visto. El de mis padres ataba apenas veinte metros más arriba.
Me he ido al carrefour. Me he comprado unas botas monísimas. Un suavizante para la ropa que es gloria bendita. Lejía. Pan. Y una sandwichera-grill.
He vuelto a casa con el tiempo justo de comerme un bocadillo y salir como loca para el trabajo, donde me encuentro a una de mis compañeras que me dice “¿te creerás que he venido y hoy me tocaba librar? Jajaja, lo que no me pase a mí...” ¿Lo que no te pase a ti? Mira, yo no encuentro mi propio coche y no me hace gracia tu error porque cada día, cada puñetero día, miro veinte veces el calendario porque tengo miedo de ir y que me toque librar o, peor aún, no ir y que me tocara trabajar.
En la oficina la jefa nos dice que el viernes no podemos ir porque nos mudamos de oficina y que lo cambiemos con otro día libre que tengamos, el que sea. Vale, el 30 de noviembre, que queda mucho y sabe Dios lo que será de mí para entonces. Tendré que trabajar un montón de días seguidos... pero ya lo pensaré mañana, Scarlett dixit. De repente me doy cuenta. Si libro viernes... tengo tres días libres. Seguidos. Wiiiiii...
Así que cuando he llegado a casa he comprado los últimos billetes que quedaban y me voy a Granada a ver al Niño Chico. Al carajo todo. Fuck everything. Le iba a llamar para decírselo cuando me he dado cuenta que entre todas las cosas que he comprado en el carrefour no está un teléfono nuevo. Vale, creo que empiezo a merecer una medalla por sobrevivir a este día de mierda. Le he tenido que avisar por wasap.
Y entonces, justo cuando ya me iba a acostar he oído un ruido en el baño, me he asomado y veo a Maya salir con cara de culpable. Conozco a mis gatos como si los hubiera parido y Maya pone ojitos cuando ha hecho algo que no debe. Y no sé qué fijación tiene esta gata con mis pendientes que siempre que puede me los roba. Efectivamente, al lado del lavabo sólo había uno. Me he puesto a buscar el otro a la desesperada. Tengo pánico a que se lo trague, porque todo lo coge con la boca. Suele ser cuidadosa, PERO. Por más que he rebuscado no lo encontraba así que me ha empezado a entrar la temblequera. Ay, que se lo ha tragado, mi niña, mi niña pequeña, ay madre mía. Entonces me ha dado por pensar. Su cara de culpable era peor que por haberse comido algo.
Así que a las dos y media de la mañana, me he puesto a desmontar el sumidero para ver si lo había colado por ahí. Efectivamente, ahí estaba la mariposita verde, brillando entre un montón de roña. La he rescatado con unas pinzas de las cejas y me he puesto a fregar compulsivamente el sumidero por dentro. ¿Por qué no me había dado cuenta de que estaba tan sucio? ¿Por qué me pasan estas cosas de madrugada? ¿Por qué no estoy durmiendo como las personas de bien? ¿Por qué no soy una adulta normal, con todo controlado y sin sobresaltos absurdos a las tantas de la noche?

Pues aunque no lo creáis, tengo respuestas. Me pasan estas cosas porque soy una farsante. Parezco adulta, pero no lo soy. De verdad que no. No soy responsable, no estoy atenta de las cosas que se supone que debería estar, no me acuesto a horas razonables y no hago lo que hace la gente de mi edad. Y por eso también tengo un blog. Porque a quién carajo le podría contar yo esto. Mis amigos están muy ocupados con sus cosas de adultos de verdad, con sus embarazos, sus hijos, sus problemas bien feos en los que no me gustaría verme. Y yo ando por ahí, buscando mi propio coche, hablando con mis gatos, desmontando desagües a las dos y media de la mañana y escribiendo posts cuando no puedo dormir. Soy la peor adulta EVER. Y ahora que no me oye nadie, también os digo una cosa: menos mal. Menos mal que mis problemas son estos. Menos mal que mi cerebro canta el pavo real en bucle. Menos mal que no encuentro mi coche. Menos mal que mis amigas del trabajo también son un caos y nos reímos las unas de las otras de nuestra propia idiotez. Menos mal que Maya no se traga cosas y sólo se dedica a esconderlas. Menos mal que el sumidero ya está limpio por dentro. Y menos mal, menos mal, que tengo un blog para contarlo.


lunes, 23 de octubre de 2017

El coche limpio... y abollado.

El jueves pasado fue un día de esos que te planteas si te estarán grabando con cámara oculta o si tu vida es el show de Naar o qué puñetas pasa. Me tocaba librar en el trabajo, así que pensaba tomarme el día con relativa calma. Ay, qué ingenua.
Tuve que ir temprano a hacer una cosa muy importante que os contaré cuando llegue el momento. Y obviamente, como era muy importante, me quedé dormida. Así que me levanté con el tiempo justo de ducharme mientras me cepillaba los dientes, vestirme mientras me tomaba una infusión y salir corriendo mientras me terminaba de maquillar en el ascensor. Todo bien.
A todo esto, me había llevado el coche de mis padres porque el mío estaba en el taller para ponerle a punto para pasar la itv. Dejé el Ibiza de mi madre en el despacho y me fui al taller a por el naar-bólido. Al final resulta que había que hacerle más cosas de las que esperaba y fue una clavada, pero el hombre se había apiadado de mí y me lo había limpiado. Limpiado de verdad, de por fuera y por dentro y los asientos y el salpicadero y todo. O sea, limpio. Limpio como cuando lo saqué del concesionario hace doce años. Y lo remarco tanto porque en esos 12 años no se había limpiado nunca, así que el impacto era enorme. También me había arreglado el faro roto, el guardabarros descolgado y blablablá. Que parecía otro puto coche, os lo juro.
Me fui tan contenta con él y con mi madre de copiloto a echar gasolina. Qué bien olía, oye. Y qué limpio, de verdad, qué limpio. Yo sólo lo sentía por la cosecha de patatas del suelo y los puerros que estaban ya creciendo entre los asientos, pero bueno. En esto que según estoy llegando a la gasolinera, en la calle de mi antiguo instituto, toda llena de madres en doble fila y atasco de adolescentes saliendo, veo que el coche de delante de mí pone la marcha atrás. Vale, quiere aparcar. Miro por el retrovisor, tengo otro coche pegado a mi culo. Pongo marcha atrás para que vea que quiero retroceder y dejar al de delante. El de delante sigue dando marcha atrás. Le pito. Le pito. Le pito más. Y efectivamente, me da un golpe.
Y de repente, encima de que me ha dado, se abre la puerta del conductor y sale un tipo enfurecido y gesticulando. Bajo la ventanilla y antes de poder decir nada me suelta:

-  ¿Eres tonta? ¿No ves que estoy dando marcha atrás? ¡¡Manda huevos!
- Sí, los tuyos que te impiden hacer dos cosas a la vez, anormal.

Total, me fui tres metros adelante, aparqué y salí del coche como una furia mientras mi madre me decía cosas que no escuché.

- A ver, - me dice el memo con toda su condescendencia. - Si ves que estoy echando marcha atrás...
- Pues me volatilizo
- ¿Qué?
- Has puesto marcha atrás, he intentado retroceder pero tenía otro coche detrás, ¿qué quieres que haga? Te he pitado y no has escuchado. - le explico, porque no parece muy listo.
- Es que si ves que el de delante tiene marcha atrás...
- Y si tú miras por el retrovisor y oyes que están pitando...
- Pero es que la marcha atrás... - y dale perico al torno.
- A ver, te lo voy a explicar otra vez. Poner marcha atrás no te da derecho absoluto sobre el universo. La pones y miras a ver si puedes hacer la maniobra. Y no sé en qué estabas pensando o qué estabas haciendo para no verme y no oírme cuando te he pitado como loca. Yo no podía echarme hacia atrás porque había otro coche. ¿Lo entiendes?

De repente el tío me mira con esa expresión que se te queda cuando ibas cargado de razón y te desmontan. Cuando encima es una tía la que te está dejando en evidencia. Cuando crees que vas a pegar tres gritos y a decir que manda huevos y vas a asustar a alguien pero te está plantando cara. Así que vuelve a levantar la voz y me dice:

- Mira niña, que a mí me da igual el coche, que es de renting.
- Mira tío, a mí sí que me da igual tu puto coche, pero no el mío que encima lo acabo de sacar del taller.
- El mío es de renting y...
- Que no me cuentes tu vida, si tienes algún problema llamamos a la policía.
- …y que si quieres que te haga un parte, te lo hago, que no tengo problema.
- Y si tienes problema también lo vas a hacer, así que tú mismo.

Llamé a la mutua y dimos los datos. Así que ahora estoy esperando a que me llamen del taller y me cambien la aleta lateral y el parachoques. Cosas, que por cierto, estaban algo abolladas de antes. De verdad que me va a quedar el coche que no voy a reconocerlo. Pero vamos, para una vez que lo limpio me lo limpian y mira lo que pasa. Nota mental: no volver a limpiarlo nunca.

El problema y/o moraleja de esta historia es que creo que el tío era un gilipollas y que me hubiera hablado en mal tono aunque yo me llamara Manolo y calzara un rabo de 20 centímetros. No le estoy acusando de machismo de forma aleatoria. Pero me jode esa condescendencia y ese “mira niña” que obviamente se hubiera ahorrado en caso de yo ser Manolo el del rabo gordo. Y me jode que en vez de estar a lo que hay que estar cuando se conduce estuviera a por uvas totalmente (aún no me explico cómo pudo no verme y no oírme). Y me jode tener que echarle ovarios y enfrentarme a esa situación absurda de dar voces y plantar cara a un desconocido porque en lugar de tener civismo y decir “oye, lo siento, te he dado y es mi culpa” me intenta echar el marrón.

Cuando volví al coche mi madre me miraba como si fuera una heroína de comic. Mi pobre madre, siempre tan correcta, tan educada. Creo que a veces se pregunta cómo ha podido tener una hija que esté tan loca y no tenga miedo a nada con menos de ocho patas.

sábado, 14 de octubre de 2017

La triste historia feliz (¿o al revés?)

Fue hace dos años que empezó esta historia por enésima vez. Mi amiga Reichel estaba embarazada y los amigos fuimos a Alicante a darle una sorpresa. Y entre unas cosas y otras, el Ross y yo volvimos a empezar (“retomar” quizás sería más apropiado) una historia. Y como de costumbre, en lugar de ser algo bonito, algo tierno o algo simplemente “normal”, tuvimos una bronca provocada por su comportamiento, pero en la que la terminaba pegando un grito era yo. Porque toda la vida ha sido igual. Él hace las cosas por lo bajo, a la chita callando y la que termina arremetiendo como un miura soy yo. Y claro, eso viene genial. Porque así, frente a todo el mundo él es bueno y yo soy una loca desequilibrada que hace las cosas sin razón. Y claro, si yo soy una histérica, él ya tiene bula para hacer lo que sea, porque nunca es para tanto, siempre es que yo estoy pirada y me pongo fuera de sí por cualquier cosa. Y qué bien viene eso, oye. Ahora lo veo más claro que nunca.
Unos meses después, se vino a vivir a casa. Más o menos.
Pasaron los meses, uno tras otro con la misma tónica. Su desinterés por todo, la falta de ganas, la falta de comunicación. Navidades y cumpleaños sin un detalle, un regalito, un algo. No querer llevarme con sus amigos, enfadarse si, por una vez, ponía una foto o una palabra en facebook y le etiquetaba. Y yo me fui viniendo abajo. Se me fueron yendo la ilusión, la ternura, la alegría de estar juntos. Pero una vez más, si yo pegaba una voz, es que estoy loca.
Y un día llegó la mentira. Me engañó y le pillé. Y algo dentro de mí se rompió en mil pedazos y supe que ya nada volvería a ser igual. Porque la confianza es como un vaso de cristal. Una vez que le pegas un golpe y se rompe, por mucho que lo recompongas, no va a volver a estar igual. Aún así traté de arreglarlo. Porque de verdad yo quería que lo nuestro funcionara. Le quería a él y quería que me saliera algo bien. Estaba harta de fracasar en todo y separarme por segunda vez antes de los 35 me parecía el colmo. Ahora sé que no, que el fracaso era vivir así. Pero he tardado en entenderlo, soy un poco lenta para algunas cosas.
No hubo manera. Se fue un par de veces de casa. Y un poco antes del verano ya no hubo solución. Aún así yo me quedé pensando. Igual había una remota oportunidad aún. Al fin y al cabo seguíamos siendo amigos, nos llevábamos bien de forma superficial y son veinte años en la vida del otro. Así que aún tenía alguna duda, cuando hace un par de semanas me dijo que había quedado con otra chica. Qué buen momento para decidir ser sincero después de años ocultándome cosas y mintiendo si se le daba el caso.
Lo admito, cuando lo escuché tardé un par de minutos en reaccionar. Primero pensé que era una de sus bromas absurdas. Luego, creí que sólo quería hacerme daño.
Y entonces, de repente, se hizo la luz. Muchas veces había pensado que él no me quería. Que estaba conmigo por costumbre, porque era lo fácil, lo que menos problemas le daba, lo que al fin y al cabo todo el mundo esperaba que pasase. Pero que no me quería. Lo que pasa es que él me lo negaba. No me daba argumentos, no me daba ni una sola razón, no ponía mucho empeño, pero lo negaba. Y yo quería creerle. Quería pensar que sí, que me quería a su manera. Quería pensar, quería creer, quería tener fe. Y en ese momento lo tuve claro. No, no me quiere, ni me ha querido nunca. O al menos desde hace muchos, muchos años. Y no entraré en detalles para justificarlo, pero creedme que podría hacerlo.
Así que, en resumen, he invertido la mitad de mi vida en querer a alguien que no me quería. He perdido oportunidades, relaciones y toda clase de cosas por querer a alguien que no me quería.
Y me dio por reírme.
Ese pensamiento era lo más liberador que había tenido en los últimos diez años. Porque yo ya lo había intentado todo y obviamente no había conseguido nada más que pasarlo mal. Y ya era suficiente. Y he dicho más veces esto en el pasado, pero lo he dicho llena de dolor, de resentimiento, de pena, de esperanza silenciada. Lo he dicho sabiendo que al día siguiente iba a decir “no, una vez más”. Pero esta vez no. Esta vez lo decía riéndome. Esta vez era la definitiva de verdad. Porque me hacía feliz liberarme de todo lo que he arrastrado durante media vida y podría empezar de cero. De cero de verdad, de cero absoluto. Y eso me mola. Porque un mundo de posibilidades se abre ante mí. Un mundo de posibilidades sin él. Al fin.
Las últimas semanas he estado tranquila y feliz. Me he sentido mejor que en mucho, mucho tiempo. Porque ahora soy libre. He salido por fin de una relación absurda, sin futuro, sin amor, sin felicidad. Me he quitado unas cadenas que pesaban toneladas y no me dejaban caminar ligera. He soltado un lastre tremendo. Me ha costado, pero lo he hecho. Al fin. Uf.

Quiero añadir que cuento esto porque es mi blog y me lo follo cuando quiero digo lo que me parece. Pero no creo que el Ross sea mala persona. De hecho, seguiremos siendo amigos porque compartimos grupo. Y ni siquiera me arrepiento de lo que he vivido con él. Ni siquiera de lo malo. Yo he querido de verdad y uno no debe arrepentirse de haber querido. Que se arrepienta el que lo haya hecho mal. El que ha amado y se ha entregado no debe ser quien se arrepienta y se sienta avergonzado. Fue bonito en el pasado y estos dos últimos años eran necesarios para cerrar la historia de una vez por todas. Había que tocar fondo para salir adelante. Ahora sé que tenía que pasar esto. Tenía que arrastrarme durante kilómetros por el túnel de mierda para poder salir y ser libre, para poder llegar a Zihuatanejo. Y os lo digo desde ya: merece la pena. La libertad y lo que hay al otro lado lo compensan todo.  

lunes, 25 de septiembre de 2017

Mi cerebro me odia

Mi cerebro me odia. A veces me lo imagino como en la peli (maravillosa, por cierto) de Inside Out, en la que los monigotes que controlan mi cabeza no dejan de decir “vamos a putear a la imbécil ésta”. Si no, no me lo explico.
Y es que siempre ha habido una especie de lucha en mi interior. Una especie de batalla entre lo sensato, lo correcto, lo que sé que debo hacer. Y luego, lo que realmente hago porque una fuerza sobrehumana me empuja a ello. Eso que hace que dinamite por los aires todo lo que construyo, que hace que cuando todo va bien pulse el botón de autodestrucción. Esa fuerza que hace que huya de la policía, que me gusten los macarras, que me acueste a las tantas de la madrugada, que me ría en los momentos de crisis y que diga palabrotas delante de mi jefa. Ese monigote que pulsa los botones de mi cerebro y me obliga a hacer cosas mientras yo misma me digo “¿pero qué haaaaaaces mongola??”
En fin, convivo con ello, no os preocupéis por mí.
El problema últimamente es que mi cerebro ya ha mandado a la mierda casi todo lo poco que tenía y entonces se dedica a putearme con cosas más sutiles. Por ejemplo, con canciones de mierda. Hace tiempo os conté que pasé una racha totalmente obsesionada con una canción del Puma. La madre que lo parió. Semanas viviendo a ritmo de “numera... numera... viva la numeración” y escuchando “uhhh... pavo real” en bucle. Empecé a pensar seriamente en darme un par de mamporros con el rodillo de amasar. Desde entonces, mi cerebro vio que en la guerra psicológica él tenía las de ganar por razones obvias. Así que me hace la guerra de guerrillas a base de canciones de mierda.
En las últimas semanas ha habido de todo. ¿Sabéis que Marta tiene un marcapasos que le anima el corazón? Yo sí, lo tengo clarísimo. En la misma línea, también he estado alternando con Las chicas cocodrilo. Y por cierto, Laura no está, Laura se fue. Porque no es que me emocione otro amanecer, es que es el primero que me vienes a ver. Además que no, no es amor, lo que tú sientes se llama obsesión. Y yo qué sé. Uhhhh.... pavo real.
Total, que estaba a punto de nuevo a darme con el rodillo de amasar y aplanarme el cerebro. Pero el monigote de los cojones se apiadó de mí. O temió por su propia vida y dijo “vale, es evidente que voy ganando, vamos a darle un respiro a esta pobre mujer.” Y empezó a ponerme música de mejor calidad. Que no es que no me gusten los Hombres G, que me recuerdan a cuando era cría y los oía con mi madre. Y me parecen canciones graciosas. Pero cansa. Y del Puma prefiero no hacer comentarios. El caso es que empecé a escuchar canciones mejores. Y con ellas, no sé por qué porque no hay relación, vino la imagen de un actor británico que me gusta. Supongo que era mi cerebro queriendo agradarme, en plan videoclip guay, música guay y chico que te gusta. Hala maja, entente un rato. El problema es que cuando digo que me gusta quiero decir me pone cachondísima. Y cuando digo cachondísima quiero decir me derrito viva, me suben las pulsaciones y se me entrecorta la respiración cada vez que le veo sonreír. Bueno, pues ahí está, todo el día en mi cerebro. Él y las canciones que me gustan. En bucle. Que estoy en el trabajo, supuestamente escuchando al abuelo de turno hablarme sobre la operación de prótesis de rodilla mientras lo que realmente oigo es “working on our nigth moves in the summertime... oh, in the sweet summertime” y me imagino a mi hombre quitándose la camiseta y sonriéndome de medio lado. Hasta que el abuelo me dice “¿y tú qué crees, hija?” Y yo “Pues haga caso a su médico, que es el que mejor le aconseja” mientras rezo para que no haya cambiado de tema mientras yo estaba visualizando detenidamente el costado del hombre de mis sueños y pensando “madre mía, tengo que ahorrar para ir a Irlanda a frungirme algún pelirrojo”.
Y a ver, sí, mejor es mejor esto que el melenón del Puma. Pero no me concentro. Y mi cerebro ha visto un nuevo filón. Hacerme la vida más difícil, pero sutilmente, con cosas que me gustan, pero que me impiden comportarme como un ser medianamente inteligente. Y ahí está. Descojonándose de mí mientras yo me paso el día empanada con cara de boba y la mirada perdida, escuchando y viendo cosas que me sacan del mundo real. Y ya no sé si necesito un par de polvos, un reproductor de música que me meta Iron Maiden en vena todo el día o directamente un cerebro nuevo.


jueves, 21 de septiembre de 2017

Fauna subterránea

No sé si a alguien le habrá dado por calcular cuánto tiempo de nuestra vida pasamos los madrileños en transporte público. Y no quiero saberlo, me deprimiría. Sobre todo porque a eso habría que sumarle las horas de atascos mascullando improperios y clavando las uñas al volante, las de esperar al bus mientras una vieja te habla de su nieto el que es ingeniero y las de cuando metro se ha estropeado o se ha parado sin razón aparente entre dos estaciones y sientes cómo poco a poco se termina el oxígeno del vagón y te preguntas en qué orden tendrás que comerte al resto de los pasajeros.
Obviamente nadie en esta ciudad escapa al hecho de pasar una buena cantidad de tiempo metido en el coche, el bus y el metro. Tanto, que lo aprovechamos para otras cosas. Hay quien lee, cosa muy noble. Yo no puedo porque me mareo. Hay quien duerme. Los madrileños nacemos con un chip implantado en algún pliegue de nuestro cerebro que nos avisa de nuestra parada para despertarnos en el momento justo. Hay quien come. Yo no suelo hacerlo, pero el otro día fui a trabajar sentada junto a un mazas de gimnasio que engulló una tortilla de claras, una ensalada de pepino y tomate, unos espárragos a la plancha mustios y unos trozos de pollo asado, todo envasado en sus respectivos tupper. Hay quien conversa, bien con compañeros de viaje o por el móvil cuando hay cobertura, quien te deja a medias de saber si al final Fulanito la llamará el finde que viene o si el niño se quedó llorando el trigésimo cuarto día de colegio como hizo los anteriores. Por supuesto también están los directamente mal educados que llevan música sin cascos o que se dedican a ver vídeos de youtube o escuchar chistes mierdosos de cadena de wasap con el volumen puesto para todo el vagón. Y se ríen solos, mientras los demás les asesinamos con la mirada. Que no nos interesa tu audio de cinco minutos, imbécil. Que me da igual tu cuñado imitando a chiquito, el vídeo del menda con su opinión sobre cataluña o el hijo de tu prima balbuceando. Ponte unos putos cascos. Baja el volumen y pégatelo a la oreja. Haz lo que quieras, pero no nos “amenices” el viaje a los demás con tu mierda. En fin. Hay de todo.
Yo soy de las que van observando la fauna que la rodea y a veces, aprovecho a hablar por wasap o contestar algún correo. Pero sobre todo, observo. Me fijo en los zapatos de la gente. En los cortes de pelo de las chicas. En la ropa de los jóvenes. En los libros bajo el brazo de los culturetas. En los veinteañeros aún imberbes que se montan en Ciudad Universitaria y me hacen sentir una vieja depravada mientras noto cómo me crecen los colmillos.
También a veces me fijo en chicos al azar, que me gustan, me parecen guapos o me llama la atención su estilismo. El problema es que me he vuelto una solterona gruñona y a todos les encuentro defectos. Terribles defectos que imposibilitan que nuestro amor llegue a puerto. El primero, que la mayor parte de ellos ni me mira. El segundo, que se bajan en su estación o yo me bajo en la mía y obviamente, hasta nunqui, desconocido. Otras veces tienen cosas peores.
Por ejemplo, el otro día llevaba en frente a un progre con look estilo Malasaña, con pañuelo al cuello, gorra de tela y libro tipo sesudo sobre Descartes. Hubiera sido interesante si no fuera porque movía los labios al leer. A ver, hijo mío, no. De verdad que no. No se puede llevar el pack completo de cultureta de barrio hipster y luego no saber leer sin mover la boca como los niños pequeños. Es como un científico con bata blanca que cuente con los dedos. Pierde toda la seriedad.
O ese otro chico, tan guapo, con ese pelo tan brillante y los vaqueros medio caídos tan monos que llevaba el teclado del móvil con sonido. Y ahí, mirando la pantalla y sonando “tactacatacatacataca” cada vez que escribía algo. Y a ver no. Ya se me ha pasado el morbo de verte la goma de los gayumbos al oírte con el tacatacataca activado igual que mi abuelo.


De momento, me han renovado en el trabajo. Si Dios quiere, tengo otros tres meses por lo menos de seguir estudiando la fauna salvaje del metro de Madrid.  

lunes, 18 de septiembre de 2017

Cuando la impaciencia te salva el culo

Más de una vez he dicho que soy una persona impaciente. Quizás en parte por eso me cuesta mucho hacer planes a largo plazo, porque en lo relativo al tiempo, no veo más allá de mis propias narices.
Ayer quedé con dos de mis blogger preferidos que viven cerca, Álter y Chema. Y les explicaba que yo cuando escribo algún post, es para publicar en el momento. Como mucho, lo puedo retrasar un día o dos, si quiero que coincida con una fecha especial, pero no más. De hecho, si escribo y no lo publico, al final termina por ahí perdido y casi nunca llega a puerto.
Admito que ser impaciente me ha traído problemas en la vida. Quererlo todo para ya no suele ser sinónimo de hacer las cosas bien. De hecho, con los años he aprendido a ser algo más paciente, pero no mucho. Y trabajo en ello, pero se me da regular.
Cuando volvía para casa, escuchando a Nirvana después de pasar un buen rato con ellos, me acordé de una anécdota tonta en cuyo caso la impaciencia me salvó un poco el culo.
Muchas veces he dicho ya (son años en el blog y empiezo a repetirme) que en el colegio no fui feliz. Mis compañeros eran imbéciles y hoy en día se diría que sufrí bulling. Entonces simplemente era cuestión de que yo era la marginada y que eran cosas de críos. Lo pasé regular, pero a día de hoy me parece que forjó una parte de mi carácter y que en fin, que son cosas que pasan. El mundo no es de color rosa y no todo el mundo es bueno.
El caso es que a pesar del coñazo de aguantar a aquella gente durante diez largos años de mi vida, salí bastante airosa de casi todas las situaciones. No fue un caso extremo de acoso, entre otras cosas porque yo tenía una forma de ser... peculiar. Sólo de pequeños llegamos a las manos y no en demasiadas ocasiones. Ahora creo que una de las razones por las que no me pegaron más de una zurra es porque yo cogí fama de estar medio zumbada. Debía estar en primero de EGB, con cinco o seis años, y no sé por qué, discutí con un niño de la clase. Era un chulito medio tonto que con los años se convirtió en un chulo tonto entero. Me acuerdo que me dijo “a las cinco nos pegamos. Te vamos a pegar hasta que te salga sangre por los ojos”. Y yo, a caballo entre mi impaciencia y mi mala leche, le di un empujón y le dije “a las cinco no, nos pegamos ahora.” El niño me miró con cara rara, debía ser la primera vez que una chica le plantaba cara en vez de llorar y que encima no quería esperar a la salida. Yo, viendo sus dudas, me vine arriba “¿No quieres que nos peguemos? Pues vamos”. Y el otro que no, que a la salida. Y yo que no, que a la salida igual ya no tenía ganas de pegarme. Y él que no, que a las cinco me esperaba. Y yo, harta, le dije “mira, yo me quiero pegar ahora, así que o nos pegamos ya o nada, tú verás.” Y es que me indignaba el asunto. Yo estoy cabreada ahora, igual dentro de tres horas se me ha pasado. Y mientras ahí con la angustia ¿nos pegaremos o no? ¿Se acordará o no? ¿Será sólo una amenaza, un juego psicológico cruel de un pequeño idiota o realmente terminaremos a tortas? De verdad que no tengo tanta paciencia. Prefiero una paliza ahora que horas de incertidumbre sin sentido. Así que o nos pegamos ahora que estoy en caliente y con suerte te encajo un par de leches o ya nada. Y no, no nos pegamos. Por suerte, porque francamente, yo tenía las de perder. Siempre he sido poca cosa y de darse el caso, no sé si habría sangrado por los ojos como prometía el memo aquel, pero me habría llevado unos cuantos mamporros. Sin embargo, cosas de la vida, me fui de rositas. Debí parecer una auténtica loca asegurando que el momento de pegarse era ese y pocas veces más alguien me retó a lo de “a la salida nos pegamos”. Quizás, por una vez, la impaciencia fue buena consejera.
De hecho, odio decirlo, pero con los chicos tuve pocos problemas más. Fueron las niñas las que me hicieron la vida imposible y con ellas era más difícil porque jugaban con armas que yo no sabía manejar, como la manipulación, la mentira, la crítica cruel y despiadada y las bromas estúpidas. Y ahí no había manera de plantar cara. Y creedme si digo que fue mucho peor. Que hubiera preferido mil veces tener que encararme con “a la salida nos pegamos” aunque alguna de las veces mi impaciencia no me hubiera salvado y me hubieran puesto un ojo a la funerala.
¿Y vosotros? ¿También sois de todo para ya mismo o sabéis esperar?


sábado, 9 de septiembre de 2017

El tatuaje

Me he hecho un tatuaje. Otro, quiero decir, porque ya tenía. Tenía muchas ganas de hacérmelo y muy claro lo que quería y dónde. Igual un día os braseo con la historia del asunto en sí. Pero hoy el tema es otro.
Después de mucho pensarlo, me lo hice en un estudio pequeñito que hay en mi barrio. Estuve curioseando en internet algunos trabajos del tipo y pasé un día por allí para comentarle mi idea. Me dio un par de sugerencias, me lo explicó todo muy bien y me pidió un precio muy razonable. Así que pa´lante. Y he quedado encantada.
El caso es que estaba yo allí, esperando para entrar cuando aparece una madre, una abuela, un hijo y una hija pequeña. Típica familia que sale en los programas tipo ola-ola de verano haciendo el ridículo en la playa, enseñando los filetes empanaos y la ensalá tomate en el tupperware aceitoso. La abuela con su permanente y su bambo de los chinos. La madre con camiseta de tirantes y pantalones cortos luciendo lorzas con moreno Benidorm, coleta tirante y uñas con esmalte corroído. El hijo, adolescente con gorra de esas en las que caben cuatro cabezas. La niña, espelujada y con un vestido de Minnie descolorido. Estampa típica de mi barrio. La abuela se sienta en una silla. La madre se acerca al mostrador.

  • Mira, que el niño me se quiere tatuar una cruz en la mano, aquí. - se señala entre el pulgar y el índice.
  • Ya. - el tatuador levanta una ceja y mira al púber.
  • Ejque me cumple 15 la semana que viene y quiere un tatuaje. Asín que digo, pos si quieres de regalo, pero ya no hay otra cosa.
  • Hummm... - el tatuador me mira de reojo. - El tema es que un tatuaje en una mano... mira que luego eso queda un poco... que a ver, el día de mañana vas a tener que buscar un trabajo y en la mano se ve siempre. ¿No prefieres otro sitio? ¿Otra cosa?
  • Si ejque se ha enamorao. Mira, está por una niña de su clase y el tontopolla se quería hacer una frase y no sé qué mierdas en el brazo y le dije que igual luego se arrepiente y que mejor otra cosa más pequeña.
  • Pero en la mano...
  • Si es que está apollardao. ¿No te digo que se ha enamorao?
  • ¡¡Te quieres callar, que pareces Belén Esteban!! - salta enfurecido el tontopolla.
  • Anda, que te pones vergonzoso porque digo la verdad. Mira, se quería tatuar una frase de una canción que le gusta a la niña de un grupo moderno de esos...
  • ¡¡Que te calles, maruja, que eres una maruja, que te gusta mucho hablar!! ¡Que a nadie le importa mi vida! - aúlla.
  • Ay, madre la juventud. - masculla la abuela.

Miro a la novia del tatuador, una chica dulcísima que está sentada mirando todo con cara de pasmo. Pongo los ojos en blanco. Me muerdo la lengua.

  • Mira, los tatuajes pequeños son 50 euros. Me da igual que sea una cruz de dos líneas o algo un poco más trabajado. Pero piensa que en la mano es algo que marca mucho, que se ve siempre.
  • ¿50? mira, por eso te haces algo más chulo, algo como un dragón o unas letras chinas o algo de eso. - la madre de nuevo demostrando su clase y buen gusto. - Que por ese precio que con la misma aguja nos tatúe a toda la familia.
  • Yo no, que tomo sintrom y no me pueden pinchar. - la abuela, el origen de la sensatez familiar.
  • Mira, esta chica me pidió cita, voy a tardar dos horas con ella. Si queréis lo pensáis y luego volvéis.
  • Pos venga, me tomo un par de botellines donde la Mari y volvemos. - bonita forma de pensar en algo para toda la vida.

Según salieron por la puerta no lo pude evitar.

  • Madre mía, en qué barrio me ha tocado vivir.
  • ¿Pero tú eres de este barrio? - me pregunta la novia del tatuador que no sale de su estupefacción.
  • Sí hija. Al menos de nacimiento.
  • Perdona, es que no... no pareces...
  • No parezco alguien que se haga tatuajes carcelarios con quince años.


Desconozco si al final se lo hizo o no, aunque supongo que sí, porque volvían a entrar cuando yo me iba. Y claro, lo que me decía el tatuador, que si la madre no sólo consiente, si no que va, lo paga y le parece buena idea... qué va a hacer él. Puede decirles que no es la mejor idea, darles otras opciones... pero es su decisión. Su decisión estúpida y poco meditada, pero la suya al fin y al cabo. Y yo lo único que pienso es que debería implantarse el carnet de padres. Y que si dependiera de mí, lo iban a tener cuatro.

martes, 5 de septiembre de 2017

La quedada

Llevaba años buscando un trabajo medio decente. Por suerte lo encontré. Por desgracia justo al empezar el verano, por lo que me he quedado sin vacaciones. Y lo que más me jodía, lo único que me jodía, era no poder hacer quedada con mis amigos blogger también conocidos como “las cabras”. Y por más que me repetía que este año nos habíamos visto más veces, como que no era lo mismo. Porque un verano sin ellos ni es verano ni es nada.
Y ahí estaba yo, pensando que era todo un fastidio cuando se me ocurrió que podían venir a Madrid. Total, vuelvo a vivir sola y lo importante es estar juntos. Y se lo dije. Pero lo dije pensando que me iban a mandar al carajo. Porque estoy acostumbrada a que la gente no haga cosas por mí. Y no es victimismo, es que yo soy siempre la que hago cosas, la que me muevo, la que me esfuerzo, la que escucho, la que pongo el hombro, la que está bien, la que hace lo que haga falta por los demás y se deja a sí misma de lado. Y lo hago porque quiero, porque me sale, porque soy así. Pero a veces me quedo esperando algo y no llega. Porque la gente se ha acostumbrado a recibir y no le apetece dar. En fin, lo que sea.
El caso es que lo propuse, oye que si queréis, que podemos hacer la quedada en Madrid, yo pongo la casa. Y dijeron que sí. Porque hay gente, gente estupenda, que entiende que lo importante es estar juntos, pasar el tiempo haciendo nada, reírse de chorradas y tumbarnos en el suelo en pijama. Y no necesita que el sitio sea maravilloso, que haya restaurantes caros o actividades trepidantes. Así que vinieron, con sus pijamas viejos y sus ganas de que estuviéramos juntos.
Pasamos algunos días en Madrid, visitaron cosas, montaron en metro, me vinieron a buscar al trabajo, fuimos a comer fuera. Y en el fin de semana les llevé a la sierra, para que no se asfixiaran con tanto asfalto. Y nos bañamos en el río mientras los peces saltaban, comimos platos combinados, paseamos por el pueblo y subimos al campanario. Las gemelas madrugaron, se echaron sus barritas energéticas a la mochila y se fueron por ahí de excursión. Caminaron por el monte, llegaron hasta la ermita, se metieron por un camino de vacas(literalmente) y volvieron llenas de arañazos de zarzas. Yo dormí un poco más, pero disfruté mucho. El campo, el río, la muralla, el castillo y el campo. Los bocadillos enormes, los huevos fritos, las hamburguesas, las barritas energéticas para los paseos, las tiendas en las que vendían gamusinos. Los pijamas viejos y las charlas tirados en el suelo. Mi gente, la que renuncia a vacaciones en mejores sitios porque estar juntos importa más.

Lo único regular, es que Mar no pudo venir porque estuvo pachucha. Y la echamos de menos. Pero quizás en septiembre vuelva a juntar tres días libres y nos veamos. O cuando sea. Porque he descubierto que la gente que importa no pone excusas, pone medios para salvar las distancias.  Y por eso son los mejores. 

domingo, 3 de septiembre de 2017

Kissed by fire

Muchas veces he admitido mi fijación por los pelirrojos... y las pelirrojas. Me hipnotizan desde que era niña, no puedo dejar de mirarlos. Me parecen bellísimos.
Y es una de las muchas, muchas razones por las que me gusta Juego de Tronos. Porque hay montones de pelirrojos y todos me enamoran fuertecito. Mi preferido es Tormund. El momento en el que dice, con esa voz grave “the redheads are beautiful. We are kissed by fire.” pensé que me había quedado sin bragas para siempre. Además me acordé que lo de “kissed by fire” lo decía Ygritte, la salvaje que se frungía a Jon y madre mía, a esa pelirroja le hubiera dado lo suyo y lo de toda su tribu. Claro, que Jon no es pelirrojo y le hacía yo cosas que no se han visto ni más allá del muro. Y eso sin contar con Robb, que era así medio cobrizo y madre mía que grrrr y ñamñam que te cojo y te enseño yo a ser The Young Wolf, hermoso.
Me estoy desviando del tema.
El caso es que uno de los pelirrojos de mis entretelas es Theon Greyjoy. Al principio casi cae mal porque hace unas cuantas cosas que no debe. Es un crío perdido y estúpido que piensa que nadie le quiere y que no pertenece a ningún sitio. Y la caga, claro que sí. Pero lo paga bien caro y de por vida. Porque entre las muchas penurias que sufre, una de ellas es que le castran. A lo bestia. Ni campanillas ni badajo. Y el pobre mío se queda un poco trastornado, claro. No por eso, si no por las muchas torturas que sufre. Pero se va reponiendo. Hace cosas valientes, aunque se muera de miedo. Se va recomponiendo, aunque siga equivocándose.
En el último capítulo de la temporada, por razones que no vienen al caso y que no me apetece spoilear, se mete en una pelea. El otro tío va ganando, entre otras cosas porque Theon no es ningún guerrero ni ningún forzudo. Le da mamporros a base de bien, vamos. Pero cada vez que está en el suelo, ensangrentado y jodido, el otro le grita que si se levanta le mata y él va y se levanta. Y vuelve a recibir leches. Y el otro “que ya vale, que te quedes en el suelo o te mato, hombreya”. Y él que no, que se levanta otra vez. Y cuando ya crees que le va a terminar de hacer polvo, el otro le da un rodillazo en la entrepierna. Ahí, a dar donde más duele. Aunque no en el caso de Theon. No en el caso de alguien a quien lo que más duele le ha sido arrancado de cuajo. Así que, mientras el otro, dentro de su asombro, vuelve a golpearle en susodicho sitio, Theon sonríe. Ya no me puedes hacer daño. No así. Y ahí se crece mi pelirrojo, se le sube el fuego a la cabeza, se recompone y termina zurrando al otro y machacándole la cabeza con una piedra. Sí, en Juego de Tronos son muy sutiles.
En todo caso, mientras veía la escena me sentía un poco emocionada. Este verano he llorado varias veces con series de televisión. Soy imbécil, he estado sensible, sola y cansada. En este caso no llegué a llorar ni mucho menos, pero sí había un pellizco dentro de mí. Porque yo soy esa gilipollas que se levanta una y otra vez mientras le están zurrando la badana. Quizás por orgullo, quizás por cabezonería, quizás porque no me deja el genio estarme quietecita. Y también soy esa que cuando está ya magullada, rota y a punto de tirar la toalla, encuentra su fortaleza en medio de la debilidad. Y sonríe, pensando que ahí donde vas a hacer daño ya no duele, que ahí donde crees que hay un punto débil, ya no hay nada.
En fin, me gustan las series casi en plan obsesivo. Y las analizo más allá de las tramas. Y en próximos capítulos, por qué odio “Cómo conocí a vuestra madre” y por qué me encanta “Modern family”. Estén atentos a sus pantallas.



P.D. Si eres Tormund o te le pareces mucho, mucho, escríbeme al correo. Si estás besado por el fuego, escríbeme al correo. En realidad, si eres casi cualquiera de los actores de Juego de Tronos, escríbeme al correo.

martes, 29 de agosto de 2017

Regreso

Este verano he aprendido:
  • A los gatos les gusta tener el cacharro del agua lejos del de la comida.
  • Decir “voy a guardar esto aquí para que no se me olvide” significa no volver a encontrarlo hasta que por casualidad, buscando otra cosa, te caiga encima de la cabeza. Y ya ni recuerdes para qué lo querías.
  • La gente que merece la pena es la que te dice “la semana que viene te pego un toque”. Y te lo pega.
  • Las primeras impresiones a veces son una equivocadas. Y no pasa nada por admitir el error.
  • A veces un trabajo compensa por más cosas que nada tienen que ver con el dinero.
  • Mi carrera me sigue haciendo más feliz que ser rica. Y sigo siendo más que buena en lo mío.
  • Me gusta el turno de tarde más de lo que pensaba.
  • El relato de mi viaje de fin de curso de 8º es capaz de hacer reír a la gente a carcajadas (yo incluida) durante una noche entera.
  • Los traumas adolescentes son risibles a los 30.
  • No necesito el pelo largo para ser feliz ni para estar guapa. Ni siquiera necesito llevarlo suelto.
  • En realidad, puedo vivir sin televisión si tengo internet.
  • A todas las mujeres a veces nos duelen las piernas.
  • Las circunstancias marcan, pero el espíritu de las personas no depende de ellas. Y la felicidad tampoco.
  • Puedo desayunar fruta sin tener cagalera.
  • Los amigos de verdad entienden que lo importante es estar juntos, no dónde, no cómo, no haciendo qué.
  • Las abuelas macarras de Vallecas son las mejores.
  • Es mejor salir de cañas que limpiar la casa.
  • No soporto que la gente no sepa admitir sus errores, sus limitaciones, sus defectos. Que no sepan decir “estaba equivocado” o “tú tenías razón”.
  • Los ofendiditos de tweeter, los que se dan por aludidos siempre, los que creen que todo el mundo les odia, los de la piel tan fina que todo les cala y los que piensan que todos las indirectas son para ellos me dan toda la pereza del mundo.
  • Sigo pensando que he nacido para solterona y vivir sola con mis gatos es lo que más me gusta.
  • Una vez canté, como la ranchera, “sé que de este golpe ya no voy a levantarme”. Y me equivoqué. Y si alguna vez vuelvo a cantarla, me estaré equivocando de nuevo.

miércoles, 26 de julio de 2017

Echar la sábana

No me cunde la vida. Igual es que soy tonta, y no me organizo bien. Igual es que debería tener días de 28 horas como mínimo para que me diera tiempo a todo. Igual es que priorizo y desde hace un tiempo, el blog no está en el top five de cosas que hacer en el día. Yo qué sé.
El caso es que no escribo apenas, no comento mucho porque desde el móvil no puedo y el ordenador me da pereza máxima cuando salgo de trabajar. Y aquí está el pobre blog, que le están saliendo telarañas. Y se me ocurren cosas que contar, no creáis que no. Pero no termino de encontrar el momento. Porque muchos días digo “esta noche cuando llegue, después de cenar, actualizo”. Pero luego no lo hago. Porque ceno. Y recojo la cocina. Y doy de cenar a los gatos. Y me pongo una serie. Y me duermo un rato en el sofá. Y me despierto, medio aturdida, me veo otro capítulo, o el mismo otra vez porque me he sobado a medias y no me he enterado, me como un yogur o un poco de helado, me lavo los dientes, me doy mis potingues y me voy a la cama. Y digo “mañana a ver si llego menos cansada y actualizo” pero otra vez llego de trabajar, ceno y blablablá. Y así día tras día.
Así que para que esto no se llene de polvo, lo que voy a hacer es echar una sábana por lo alto, y tomar unas vacaciones. Si se me ocurre algo, lo escribiré y lo dejaré por ahí para ver si en el comienzo de curso me organizo mejor. O lo publicaré, según me dé el aire. En todo caso, de momento se queda esto tapadito con su sábana como hace mi madre con la casa de Pueblodelsur y así cuando vuelva lo destapo y está bien conservado.

Que sepáis que os seguiré leyendo en la sombra, desde mi móvil medio roto, durante mis viajes en metro. Y que volveré. Antes o después habrá que levantar la sábana y airear de nuevo.

miércoles, 5 de julio de 2017

Las semanas (y media)

Mi amiga Pelirroja ha pasado al club de las preñadas. Y estoy feliz porque ella es feliz, pero de alguna manera me pone triste despedirme de mi amiga, la más alocada y despreocupada de mis amigas. Porque ya no será mi Pelirroja-peligrosa nunca más. Ahora será una mamá con el pelo rojo. En fin, es ley de vida.
El caso es que hay una cosa que me cabrea de las preñadas y es su manía de hablar en semanas. Que sí, que ya sé que el ginecólogo lo cuenta así y blablá, pero de toda la vida de Dios los embarazos han sido nueve meses y punto. Pero ahora no. Ahora estás de 7 o de 15 o de 23 semanas. Y mira, no. Yo no me apaño. No sé cuántas putas semanas dura un embarazo y además no me interesa lo más mínimo.
Y es que me reconozco un poco negada para eso de cambiar de medida. Cada vez que he viajado y he tenido que cambiar de moneda he decidido desconectar y no andar convirtiendo cada precio porque me aturulla. Prefiero marcar una especie de límite, tipo “más de X moneda es caro porque pasa de los 10 euros” y con eso me apaño, clasificando las cosas en baratas y caras y punto. Ni os imagináis las que pasé cuando cambiamos de peseta a Euro, la verdad. Y eso que era jovencilla. Pero da igual, moriré de vieja echando de menos mis queridas pelas. Y eso que también tenía su cosa. Que la primera vez que fui a Pueblodelsur, bajé a comprar unas chuches con mis amigos y la tía del estanco me pidió 15 duros. Muy dignamente, le dí una moneda de 100 pesetas y esperé mi cambio, pero no tuve ni idea de cuánto me había costado aquello. En Madrid sólo se usaban los 5 duros y los 20 duros. Y jamás en una tienda o semejante. Nunca comprabas algo y te decían son 5 duros. Y mira que yo me he criado en un barrio muy barrio, eh? Que por aquí andaba poco menos que el vaquilla. Pero da igual, lo de los 5 o los 20 duros era algo puramente coloquial, entre colegas, en casa. Jamás en un comercio, por muy humilde o barriobajero que fuera. Y yo, de repente, me vi en un pueblo de mierda donde me querían cobrar en duros. Desde entonces la tía del estanco me cae mal. A día de hoy, me sigue sin resultar simpática.
En todo caso y dejando las monedas a parte, cuando el otro día hablé con Pelirroja le termine pegando una voz de las mías. Porque le pregunté de cuánto estaba y me respondió que diez semanas. ¿Diez semanas? ¿Pero quién a parte de las preñadas habla así? Nadie dice “llevo en el nuevo trabajo 13 semanas”. Nadie dice “celebro hoy con mi novio las 45 semanas”. Nadie habla así, joder. Y hay gente en el mundo que no estamos embarazadas, ni lo hemos estado, ni lo vamos a estar. Y que nos importa una mierda las semanas que dure un preño, que no sabemos desde cuándo se empieza a contar ni hasta cuándo hay que seguir haciéndolo. Así que le dije “Joder, Pelirroja, que yo en semanas sólo conozco la película de las nueve semanas y media y por cierto, es una mierda. Háblame en lenguaje de no preñi, haz el favor.” Bueno, pues lo tuvo que pensar. Tócate los cojones mariamanuela que ahora en cuanto se te instala un okupa en el útero dejas de pensar como lo has hecho toda tu vida y ya sólo sabes contar en semanas.
Eso, hasta que pares. Entonces sólo sabes contar en meses. Y de pronto tu hijo tiene 16 meses. Oiga, por el amor de Deu, diga un año y algo, diga un año y medio, diga dos años, diga lo que quiera, pero deje de hablarme en unidades inferiores a las necesarias.
Y eso añadido a la palabra bebé. Admito que esa palabra no me gusta, me parece que roza el ridículo, no sé por qué, supongo que sólo es una manía de las mías. Pero a ver, un bebé lo es hasta los 6 meses, el año si quieres. Pero no más. Con año y medio es un niño. Pequeño, pero un niño. Y con tres años, desde luego no es un bebé. Que yo entiendo que has tenido que dilatar el chumi para echarlo y que quieres que sea eternamente pequeñito para que sea tu nenuco, pero joder, no. Déjale ser una personita pequeña. Déjale tener su dignidad y no le llames bebé cuando ya va por ahí corriendo como una bala y destrozando todo a su paso como un diminuto godzilla.


En fin, yo qué sé. Si cada día entiendo menos cosas y pongo menos esfuerzo en entenderlas.  

viernes, 30 de junio de 2017

Hablar cantando

Creo que una de las mejores decisiones que he tomado en los últimos años ha sido apuntarme a la academia de inglés. Y cuando digo de las mejores, posiblemente sea la mejor. En parte porque no tomo demasiadas decisiones y en parte porque no las tomo muy bien. Pero ésta sí, ésta fue un acierto total.
Siendo honesta, ni siquiera se me ocurrió a mí. Quizás por eso fuera tan buena idea. Fue como un cúmulo de señales que me dijeron que era hora de ponerse las pilas y hacer algo que llevaba mucho tiempo ahí estancado. Primero fue mi amigo el poli. Me dijo que él iba a una escuela de inglés y que le estaba viniendo muy bien porque hablaba un english-macarrónico que para qué. Y se me encendió un poco la bombilla. Total, tenía las tardes libres y el inglés no se me da mal del todo. Y además es útil para los trabajos y siempre viene bien ir a otro país y poder preguntar por una calle o algo. Dejé ahí la idea, macerando.
Poco después, un amigo de aquí, arquitecto en paro y sin puñetera idea de inglés, se fue a Canadá con su exnovia, que por aquel entonces ya era su exnovia. Mis amigos, al parecer, tampoco con muy listos. Pensó, ingenuamente, que con ir a un país de habla inglesa aprendería en cosa de cuatro ratos. Luego se encontró en mitad de la nieve y los renos, sin entender nada, con su exnovia que se echó un novio indio de dos metros de altura y viendo la tele para ver si pillaba algo del idioma de Shakespeare por obra y gracia. Obviamente, a los pocos meses se volvió sin un duro, sin la exnovia y sin hablar ni poteito. Quedamos una tarde para tomar un café y me dijo que había estado mirando unas escuelas por el barrio para aprender algo de inglés antes de volver a aventurarse allende los mares. Y la idea volvió a mi cabeza.
Así que lo hice. El verano había acabado y el curso empezaba, así que miré varios sitios y elegí uno. Me gustaron muchas cosas de mi academia y a día de hoy sigo contenta. Mi profe australiano está loco, es divertido y hace las clases muy amenas. Yo he mejorado muchísimo, he cogido fluidez y oído y he subido de nivel en dos ocasiones. Estoy muy contenta, la verdad.
Así que ahora, cada vez que alguien me dice que no sabe muy bien qué hacer, o que tiene mucho tiempo o algo así, le recomiendo apuntarse a una academia a aprender inglés. Porque el rollo de me lo estudio en casa o de veo series en versión original, aceptémoslo, no sirve de mucho. Mi profe siempre dice que por muchas películas que alquiles en turco, no vas a aprender a hablar turco en la vida. Y si lo piensas, tiene razón. Ya puedes hacerte fan del cine de Bollywood, que no vas a ir a la india y comunicarte como un nativo. Los idiomas molan, pero requieren esfuerzo, sacrificio y aprendizaje. Que ver las series y las pelis en versión original está muy bien, os lo digo yo que no veo nada doblado, pero seamos realistas, no son el mejor método de aprender un idioma. Ni siquiera son un método. Necesitas una buena base para que sirvan de algo. Y sí, sirven para coger oído y para ir pillando expresiones, pero ya está.
El otro día le intentaba hacer entender esto a una amiga que me trataba de convencer de que otra amiga suya que vive en Barcelona y que le pedían un nivel bastante avanzado para el trabajo, estaba aprendiendo porque traducía canciones y luego las escuchaba. Eso está muy bien, pero no sirve para un carajo. Y menos si quieres hablar de verdad porque la chica en cuestión se dedica al tema del turismo. Y mira, yo soy de Madrid, pero si buscas un poco sobre métodos efectivos para aprender inglés, encuentras muchas cosas y además hay más de una academia en Barcelona. Que si lo piensas un poco, traduciendo canciones vas a terminar hablando muy raro. Imaginad alguien que trate de aprender español así y venga, vaya a un bar y diga “me gustan las mujeres, me gusta el vino y cuando tengo que olvidarlas me voy y olvido”. Igual al camarero le alegra el día echándose unas risas, pero poco más.

Total, que si no sabéis qué hacer, apuntaros a inglés. Yo me arrepiento de no haberlo hecho antes, la verdad. Y quería hacer un intensivo este verano, pero no sé si voy a poder con el tema del trabajo nuevo. Lo que es seguro es que en septiembre vuelvo. Que no quiero viajar algún día a Irlanda en busca de pelirrojos y decir “whack for my daddy, oh, there is whishkey in the jar”.

miércoles, 28 de junio de 2017

Ron y Maya

Cuando era pequeña tenía caracoles. Ya lo he contado más veces, los rescataba de la calle o del campo o de donde los pillara, los metía en un bote con lechuga, los cuidaba un tiempo y luego los volvía a soltar. Incluso una vez criaron porque nadie me había explicado el concepto de hermafroditismo. En fin. El caso es que tuve uno que fue mi favorito. Se llamaba Corretón porque era enorme, gordo y marrón y le encantaba escaparse del tarro y hacer excursiones por las paredes. Lo recogí con la concha rota, pero se le reparó poco a poco. Corretón era un caracol fantástico, salía mucho de la concha, en cuanto le ponías verdura fresca o le mojabas con agua. Me caminaba por las manos y los brazos, no parecía asustarse de nada. Comía uvas y frutas directamente de entre mis dedos. Y con él descubrí que hasta los animales más pequeños, que consideramos más simples, tienen su propio carácter. Porque hay caracoles tímidos y otros sociables, unos miedosos y otros intrépidos.
He tenido montones de animales a lo largo de mi vida y cada uno ha tenido sus peculiaridades, sus manías, sus virtudes, esas cosas por las que les he querido y esas otras por las que a veces me he tirado de los pelos con ellos. Todos me han enseñado mucho, me han dado mucho más de lo que yo he podido o sabido darles. A todos los llevo en el corazón porque en parte, igual que gracias a la familia o a los amigos, soy quien soy gracias a ellos.
Ahora miro a Ron y a Maya fascinada. Los gatos tienen unos caracteres muy marcados. Ellos son muy ellos. Ron es más dependiente de mí, más tranquilo, más bruto, más fuerte. Le gusta mucho saltar, llega muy alto, le encanta subirse a los sitios. Tiene muchísima habilidad con las patitas, casi parecen manos, él todo lo toca con su manita izquierda para cerciorarse de lo que es. Es comilón, todo le gusta y nunca rechaza nada (si lo hace corre al veterinario, le pasa algo raro). Ron es muy de costumbres, le encanta la rutina, cada día hace más o menos lo mismo, le gusta seguir horarios, ponerse en los mismos sitios, que no le cambien sus cosas. Le gusta tumbarse en la ventana para estar fresquito y mirar por el cristal del cuarto de la lavadora para ver lo que hacen los vecinos. Le gusta la gente. Cuando vienen visitas se acerca a saludar, no se asusta ni se esconde, sólo les mira, curioso. A veces se deja tocar, a veces se enamora y se sube encima de la gente, otras, simplemente les huele. Le encanta dormir conmigo en cualquier sitio, en cualquier postura, a cualquier hora. Es perezoso, casi siempre que hay que levantarse se revuelca un rato como pidiendo cinco minutos más, después de desayunar le encanta volver a la cama y dormir conmigo, tan a gusto. Ron duerme mucho desde que era cachorro, cae en los brazos de Morfeo y sueña, profundamente dormido, durante horas. Eso sí, como quiera algo, comer por lo general, es muy exigente. Te despierta a manotazos y cabezazos tan fuertes que podría despertar a un muerto. Casi siempre que me siento, viene a ponerse encima, o al lado como mínimo. Conoce perfectamente su nombre, se vuelve a mirarte cuando le llamas, entiende muchísimas cosas y es bastante obediente. Le gusta mucho que le hable, pero él maúlla muy poco. Y siempre que llego a casa, viene a recibirme a la puerta, a veces con cara soñolienta, a veces como sonriendo, a veces con un trotecillo alegre.
Maya es más inquieta, más suave, más sigilosa, más pequeña. Le encanta robar cosas, todo lo coge con la boca y lo lleva de acá para allá. Le gusta comer la comida húmeda mezclada con bolitas y el agua fresca. A Maya le encanta investigar, se mete en todas partes, lo toca todo, lo huele todo, lo coge todo. Mete su diminuta cabeza en cada hueco para ver lo que hay. Nunca sabes dónde la vas a encontrar, hace cosas inesperadas, cada día descubre algo que le fascina y a los diez minutos lo ha olvidado. Persigue a Ron a todas partes, es cabezona, no se da por aludida cuando le dices que no, es terca hasta decir basta. Le gusta que la cojas en brazos, duerme a veces conmigo, pero sobre todo, le gusta dormir abrazada a Ron, que lo acepta con resignación. También duerme mucho sola, se estira mucho, abre las patitas, ocupa más sitio del que puedes imaginar por un animal tan pequeño. Eso sí, duerme pocas horas seguidas. En seguida se aburre, se levanta, se va a investigar algo, a pasear, a jugar con sus ratoncillos. Maya sabe que se llama así, lo entiende, te mira y generalmente, pasa de ti. Le gusta que le diga cositas, pero sobre todo le gusta hablar ella. Corretea haciendo ruiditos, maúlla a todas horas, se frota mientras emite sonidos. Le hablas y te contesta. Y otras veces maúlla ella esperando respuestas de tu parte y tenemos conversaciones humano-gato. No viene a la puerta a recibirme cuando llego, aunque suele acudir si la llamo. Conoce la alarma del despertador y cuando suena salta sobre mí, abre el embozo de la cama y se frota y refrota haciendo alegrías y me hace unas carantoñas muy dulces tocándome con las patitas la cara y metiendo su cabecilla en mi cuello. A veces se cuela en la cama y anda por dentro haciéndome cosquillas. Te hace levantarte con una sonrisa. Por las noches le gusta hacer la croqueta en la alfombra, pasa mucho tiempo con la barriga para arriba, jugando o simplemente porque está a gusto así. Es muy valiente, muy intrépida, no ve el peligro nunca. Trepa por la red de la ventana del salón como un mono y cuando llega arriba, vuelve a bajar, usando manos y pies como una profesional de la escalada.
Los dos son maravillosos, son buenos, cariñosos y sociables. Jamás bufan, jamás se pelean. Juegan mucho y se roban comida el uno al otro. Se lamen, se imitan, se hacen carantoñas. Son dos ángeles que me ha prestado el cielo, espero que por muchos años. Y hoy hace seis meses que Maya llegó a mi vida para, siendo tan negra, llenarla de luz. Y ayer hizo 7 años y 10 meses que llegó Ron, que es todo para mí. Es el amor de mi vida, es lo que más quiero y he querido jamás.
Tengo suerte, soy afortunada. No tengo mucha familia, ni hermanos, ni siquiera muchos amigos. No soy una persona excesivamente sociable. No he triunfado profesionalmente, ni tengo dinero. Y es posible que no sea muy lista, ni muy especial, ni muy nada. Pero soy afortunada, de verdad que sí. Porque Dios me ha dado un montón de animalitos que me han acompañado en el camino. Siempre recuerdo alguna clase de pata encima de mi pierna, en todos los momentos de mi vida. El perro, los hámster, las cobayas, el pájaro, el cangrejo, los caracoles, los gatos. Siempre ha habido alguien ahí que sin palabras, me lo ha sabido decir todo con sus ojos. Así que gracias a todos ellos.

Y hoy en especial, gracias a mis dos amores más grandes, a mis dos gatos. Gracias por llegar a mi vida, por ser tan especiales como sois, por dejarme ser vuestra mamá humana. Os aseguro que lo hago lo mejor que puedo y que os quiero con toda mi alma. Gracias, Ron y Maya. Gracias por existir.