viernes, 20 de noviembre de 2015

Un pedazo de mí en París

El pensamiento me atravesó como una relámpago. No había recordado su nombre desde hacía años. Ojalá esté bien. Espero que tenga un buen trabajo, familia, mujer, hijos, perro, gato. Yo qué sé. Espero que sea feliz. Y sobre todo, estos días, espero que esté bien.
Era tan guapo que la primera vez que le vi se me fueron los ojos detrás de él. Tan rubio, tan blanco, con las facciones tan perfectas. Pasó por delante, con una camiseta blanca. Parecía casi algo etéreo entre tanto colorido chillón, tanta piel achicharrada, tanta ropa hortera y tanto mal gusto.
Era el verano del 2003 y la zona de fiesta de Denia. Yo había ido con mi amiga M a pasar la semana tostándonos al sol y pasándolo bien. Teníamos 20 años recién cumplidos y muchas ganas de fiesta. Se nos acercaban muchos tíos, éramos jóvenes y guapas, pero casi siempre nos reíamos más que otra cosa porque la mayor parte eran locos, o chulos de playa o famosetes de medio pelo. Tíos que se acercaban con una ristra de frases absurdas, preguntando si estudiábamos o trabajábamos, si éramos de allí y si estábamos de vacaciones. Tíos que parecían estar haciendo una competición a ver con cuántas fulanas se enrollaban esa semana de playa. Nosotras bailábamos, nos reíamos un rato y volvíamos a casa con un puñado de anécdotas divertidas.
Cuando él pasó, las dos le miramos. Le dije a M que no se podía ser más guapo y ella, aunque me dio la razón se había quedado prendada de un tipo enorme con rasgos árabes que le acompañaba. Yo ni había reparado en el otro. Seguimos hablando, sentadas en la terraza. Aquel chico estaba fuera de mi alcance, era evidente. Nunca se fijaría en mí. Por eso cuando vino el camarero y nos dijo con una sonrisa burlona que nos invitaba a una ronda de parte de los chicos del fondo, nos temimos lo peor. Otro loco o otro chuloplaya. Pero señaló hacia el fondo. Y desde allí nos sonrió y nos saludó con la mano. Vino a nuestra mesa y se sentaron con nosotras.
El chico más guapo del mundo resultó ser francés, su madre era medio española y hablaba con un acento dulzón. Y por alguna razón desconocida, yo le había gustado. No me explico todavía por qué. Todas las chicas de todos los sitios de alrededor le miraban. Pero él decía que había sido un flechazo, que me había oído reírme y que le había gustado mi sonrisa. Yo descubrí con agrado que cuando le daba el sol era pelirrojo. Ya sí que no podía ser más perfecto.
Pasamos una semana juntos. Íbamos a la playa, a la piscina de su urbanización, a la de mi amiga M, a tomar algo por la zona del puerto. M estaba encantada porque los otros chicos franceses la trataban de maravilla y así practicaba inglés. Yo iba de su mano, mirándole, gastándonos bromas, disfrutando de cada palabra suya dicha así como él la decía. Besándonos en los rincones, tumbándonos en el césped y paseando por la arena. Besaba de maravilla. Y me susurraba cosas que entendía a medias. Todas las chicas de Denia me odiaron durante cuatro días.
Después nos despedimos. Los dos sabíamos que tenía que pasar, así que sólo fueron un par de lágrimas de final de verano. Nos abrazamos, nos dijimos cosas, nos besamos una vez más. Me acompañó al portal, le acompañé de nuevo al coche. Me besó otra vez. Qué mal que vivamos tan lejos. Él se rió, hay vuelos directos a París, no es para tanto. Si vas, te enseñaré la Torre Eiffel, aunque es difícil no verla. Si vienes a Madrid no sé dónde podría llevarte. Al Bernabeu, dijo con una sonrisa. O a donde tú quieras, lo más bonito de Madrid siempre serás tú. Le besé por enésima vez. Y me fui. Sabía que nunca le volvería a ver. Nos escribimos mensajes un tiempo. Nos mandamos un par de cartas. De algún modo me sentí un poco en París un tiempo y yo le llevé a él por Madrid en cada uno de mis pensamientos.
Luego llegó septiembre. El nuevo curso, la universidad, el “buenos días rutina” que me acompañaba cada día en la facultad. Mis amigos, los planes, las fiestas en la asociación cutre donde pasaba las horas. Y llegó el Ross. Y con él mi mundo empezó a girar a otro ritmo. Nuevos amigos, equipo de rugby, terceros tiempos, casa Paco, fiestas “satánicas”. Supongo que a él le pasaría igual. En navidades nos felicitamos el año. Y creo que con el 2004, él fue diluyéndose en los recuerdos de verano. Creo que la última vez que supe de él fue cuando los atentados del 11-M. Quiso saber si estaba viva y bien. Por suerte, no me tocó de cerca. Ni a mí, ni a los míos.

Ojalá, tantos años después él pueda decir lo mismo. Ojalá mi precioso parisino esté bien, él y los suyos. Ojalá el horror no le haya pillado cerca. Ojalá esté casado, tenga hijos, perro, gato, lo que sea. Ojalá sea feliz. Ojalá ese pedacito minúsculo mío que hay en París esté intacto en medio de la locura, de la barbarie, del despropósito humano. Ojalá estés bien, querido mío. Ojalá la ciudad de la luz siga iluminando tus ojos verdes. Ojalá tu sonrisa siga haciendo frente al miedo.  

5 comentarios:

  1. Ojalá sea así. Ojalá su preocupación no sea más que sacar al perro por la tarde o lo que sea...
    Preciosa historia.
    Qué bonitos los amores de verano...

    PD: nunca pensaste en buscarlo por facebook?? (yo lo hice con algunos amigos... franceses también, con los que en su día, época de cartas, perdí el contacto. Porque aunque fue antes de todo esto, también quería saber que estaban bien. Y que tenían perro, o gato... o lo que fuera. Pero que estaban bien)

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  2. ¿Y no tienes cómo localizarlo? Seguro que está bien y así os ponéis al día de vuestras vidas. Un besazo, hermosa.

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