viernes, 19 de abril de 2024

Madrugar, el Cook del metro y el Titanic

 Hoy me he enamorado en el metro. Qué voy a decir. Aún no eran las 8 de la mañana y él se parecía tanto al Cook de Skins que dolía mirarlo. Tan guapo, tan joven. Joder. Si yo hubiera tenido 20 años menos quizás le hubiera pegado un post it en la mochila con mi número de teléfono. Ahora soy una señora cuarentona que no se tiñe las canas. Eso soy, aunque madrugar haga que me disocie y por un rato crea estar yendo a la facultad, como esos chavales que me rodean con sus carpetas y sus mochilas, con edad de poder ser mis hijos. Pero es que el traqueteo del metro a esas horas absurdas en las que todos parecemos más zombis que personas me confunden y me sacan de mi cuerpo y de mis canas, me dejan sólo con la sensación extraña de poder vivir otras vidas, probarme otros nombres y jugar a imaginar que soy quien hubiera soñado ser.

Así que ahí estaba yo, balanceándome con el suave runrún del metro cuando aún no ha amanecido del todo, soñando con mundo paralelos, con posibilidades que no son, con edades que no tengo. Soñando con el chaval del los hoyuelos y los ojos rasgados y el pelo cobrizo que iba respirando pausadamente a mi lado, ajeno a mis tribulaciones e inmerso en las suyas propias. Enamorándome por un rato de un chico sin nombre al que deseo desde un yo pasado. Preguntándome si hay una línea temporal en la que aún tengo 20 años y me cruzo con él en este vagón y me atrevo a darle mi número. Preguntándome si hay otro mundo en el que no me disocio por completo cuando madrugo y puedo ser una persona normal que lleva horarios normales, que puede tener trabajos por la mañana y madrugar y montar en metro sin sufrir problemas mentales.

A la vuelta he evitado el metro. Meterme bajo tierra me convierte en alguien extraño para mí misma y temo perder el hilo que me une aún con la realidad y conmigo misma, con mis canas y mis cuatro décadas de vida. Así que he cogido el autobús y he seguido pensando en lo de los universos paralelos en los que hay mil posibilidades y mil vidas a la vez. Como en ese libro (La biblioteca de la medianoche) que leí este invierno y que a pesar de tener cierto tufillo a autoayuda me hizo pensar un poco. Como esa serie que me gustó tanto hace unos años que se llamaba Being Erika. Pensando en las decisiones que me han llevado a un lugar o a otro. Pensando en los instantes que pudieron cambiar mi vida. Pensando en cada bifurcación en la que tuve que elegir camino. Preguntándome si en otro lugar y en otro mundo estoy viviendo un tórrido romance con mi Cook particular del metro.

Quizás pienso todas estas mierdas porque la vida que me está tocando vivir últimamente es la de la violinista del Titanic y no me gusta demasiado. Porque a mí me contrataron para tocar el violín en un barco la hostia de grande y la hostia de lujoso y la hostia de guay. Y bien, yo tocaba cada noche y cada mañana y era feliz haciéndolo. Hasta que un día vi que había mogollón de icebergs alrededor. Pero ni el capitán ni nadie al mando parecía preocupado por ello. Y total, yo sólo estaba ahí para tocar el violín. Así que nos dimos la hostia, el iceberg nos apuñaló, el barco empezó a hundirse y el capitán sigue haciendo como que no pasa nada. El director de orquesta saltó del barco y se piró en un bote salvavidas él solo. No le culpo. Ahora todo el que puede se escapa y yo, sigo tocando mientras el barco se hunde más y más cada día. Pero qué voy a hacer. Sigo tocando. Sólo puedo esperar a que me rescaten o me muera en las aguas heladas, porque sé que esto no puede reflotarse. Hay quien se trata de salvar. Hay quien está en pánico. Hay quien huye y quien hace como que no ocurre nada. Yo sigo tocando el violín porque total, es lo que sé hacer y es lo que me dijeron que debía hacer. Así que toco y toco mientras todo se sumerge en el océano sin posibilidad de salir a flote de nuevo. Toco el violín mientras imagino que hago otra cosa. Sigo con mi melodía inútil mientras me sueño con 20 años menos y mordiéndole el cuello a este pobre chaval del metro que va tan tranquilo sin saber que la señora cuarentona de al lado está fascinada por el color rojizo de su pelo. 


No sé qué se supone que debo hacer. Al parecer ni los achaques ni las canas le hacen a uno más sabio como me habían dicho. Sólo te hacen viejo. Sólo te cansan y hacen que el ketchup te dé ardor de estómago. Sólo hacen que Cook quede lejos de tu alcance. Sólo hacen que los problemas laborales te afecten un poco más que antes y que no haya fiestas los viernes donde olvidar las penas. Sólo hacen que sigas tocando el violín preguntándote para qué sirve en cualquier caso lo que tú hagas. Sólo hacen que seas un poco más consciente de tus limitaciones.

En mi caso, he llegado a asumir que madrugar y montar en metro es realmente peligroso para mi salud mental.

lunes, 4 de marzo de 2024

El pelo

 

Hace un tiempo dije que cuando estoy en una racha chunga me da por pensar en el anteriormente conocido como dueño de mis sábanas y actualmente sólo accionista de las fundas de ganchillo (por aquello de rebajar la tensión sexual y tal). Me he dado cuenta también de que cuando estoy en racha buena lo que me da por pensar es en mi pelo. El día que me muera harán recuento y será algo como vivió unos 80 años (seamos optimistas), pasó 40 durmiendo, 10 pensando en sus gatos, 10 leyendo o escribiendo chorradas, 10 totalmente en babia y otros 10 pensando si debería cortarse el pelo.

Pensé que había superado la movida hace años cuando me poseí por algo extraño y me lo corté por debajo del hombro. ¿Qué sería, el 2017? Y estuve contenta con el corte y tal, en ningún momento me arrepentí ni me quise tirar por la ventana ni nada. Pero una vez que me crece me vuelve a entrar el miedo. Es como si cuanto más largo lo tengo, más me acojona cortarlo. Sé que no tiene ningún sentido en absoluto, pero es lo que hay.

Además siempre pensé que al llegar a “cierta edad” dejaría el espíritu pantojil de la melenaza. Pero no. Ya he pasado la barrera maldita de los 40, el mes que viene cumplo 41 y sigo aferrada a la idea de que si no me toco las puntas del pelo en la cintura, todo el mundo se desmorona. Luego a su vez, veo imágenes en instagram o donde sea de cortes de pelo y me encantan las melenas al hombro, o con muchas capas o yo qué sé. Y pienso que son monísimas y hasta que me quedarían bien. Incluso mejor que ahora. Pero luego no lo hago. ¿Por qué? Porque soy imbécil, por eso mismo. No hay otra explicación.

Cuando le cuento todas estas tribulaciones al Dorniense me mira entre resignado y aburrido. ¿Cuántas veces ha escuchado la misma cantinela desde que estamos juntos? Cientos, miles de veces. ¿Y cuántas me ha dicho que me haga lo que quiera, que él me querrá igual, me verá igual de guapa y que no puedo hacerme nada que me quede mal? Pues otras tantas. ¿Y cuántas veces le hago caso yo? Cero. ¿Y entonces qué quiero? ¿La opinión de un experto estilista? ¿Someterlo a referéndum popular? No. Yo lo que quiero es que el pelo crezca más rápido, que te lo cortes y a la semana lo tengas otra vez largo. Sería bueno para la economía, todos gastaríamos más en comprar tijeras, nos haríamos más locuras capilares y los salones de belleza abundarían y estarían siempre llenos. Todo ventajas, oye. Pero no. Hagas lo que hagas, para que el pelo crezca sólo hay una cosa que puedes hacer y es esperar. Y cultivar la paciencia no es algo que se dé especialmente bien.


En cualquier caso y por si acaso, de momento, hasta que no esté la luna en cuarto creciente ni me acerco a la peluquería.

martes, 23 de enero de 2024

El escritorio

 El Dorniense ha montado unos muebles nuevos para el salón. Ahora tengo que recolocar mis cosas ahí, y ordenar es un castigo divino para mí. Además, el mueble que tenía antes y me parecía estupendo, queda raro al lado de los nuevos. Y los nuevos son bonitos y tal, pero están donde estaba mi escritorio. Mi escritorio. Mi querido escritorio. Estan ahí, ocupando su lugar como si tal cosa. Como si no les importara.

Es una estupidez. Pero es que ese escritorio es de lo primeros muebles que compré después de que el desequilibrado de mi ex se fuera. Y tenía mis cosas. Mis imanes. Mis post-it de colores. Mis cajas de chuminadas. Y el cuadro de Bécquer que ya estaba en mi escritorio de adolescente de casa de mis padres. Lo monté yo. Lo llené de mis porquerías. Y me gustaba. Porque era mío.

Lo hemos quitado porque era grande y ocupaba mucho sitio y es verdad que no le daba mucho uso últimamente. Pero coño, era mío. Estaban mis cosas.


Cuando me separé del pirado y me quedé sola y empecé a remontar, una parte importante de mí se reconstruyó en ese escritorio. Ahí vi “Aquellos días felices”, una peli francesa que me salvó de una forma extraña. Ahí me sentaba en mi silla poang del ikea, subía las piernas a la mesa y mientras entraba el aire de la noche por la ventana, pasé un verano entero viendo películas de megaupload (bendito seas, estés donde estés) y diciéndome a mí misma que saldría adelante. Ahí vi, años más tarde, la boda roja de Juego de Tronos clavando las uñas a la silla. Ahí estudié el curso de igualdad que tantísimo bien me hizo. Ahí pasé horas y horas con Ron en el regazo, estudiando o leyendo o escribiendo. Y ahora no está. Ni el escritorio, ni Ron, ni megaupload.


Ahora hay unos muebles nuevos más monos, más prácticos, más útiles. Hay unos muebles que me recuerdan que ahora comparto espacio con un señor que me cae muy bien, pero que está siempre ahí y que a veces, me hace sentir horriblemente adulta.

Y no me gusta ser adulta. No me gusta haber cumplido 40. No me gusta ser responsable. No me gusta ir renunciando a pequeñas partes de mí en pos de un nosotros o de un bien común o de la familia o de simplemente, la vida.


Así que ahora no tengo escritorio. Aunque ya nunca lo usara más que para amontonar ropa desordenada. Ahora tengo unos muebles bonitos y limpios donde guardar las cosas de forma aburrida. Ahora tengo unos muebles monísimos que aborrezco.

viernes, 5 de enero de 2024

La Niebla

 

Igual antes de proponerme volver al blog debería haberme propuesto conseguir un ordenador nuevo, que llevo media hora para conseguir que arranque. En fin.


Ayer fue la cena con los satánicos, que hacemos siempre por navidad pero resulta ser casi en Reyes. Es una de nuestras extrañas tradiciones. Fui aunque me encontraba fatal. De hecho lo estuve pensando durante mucho rato y llegué tarde y no cené. Pero les vi y me llené de abrazos, que es lo que cuenta. A la vuelta, pensaba como siempre disfrutar de mi rato en coche por la noche, rumiando el tsunami emocional y cantando a pleno pulmón. Pero había una niebla horrible, espesa y blanca como la muerte la misma. Ni en una película de terror se atreven a crear una niebla tan densa, tan impenetrable.

Me acordé de Lo que el Viento se Llevó, que este año volví a verla el día 1 como hacía cuando vivía sola. Me acordé de Escarlata, soñando que persigue algo entre la niebla sin conseguir alcanzarlo. Me acordé de cuando vestida de negro, tras perder a su hija y a su única amiga de verdad, persigue a Rhett por Atlanta para descubrir que va a dejarla.

Y lo que iba a ser un viaje agradable de vuelta a casa, terminó siendo un horror de ir super despacio y acojonada si ver más allá de mis narices y preguntándome si el padre Karras estaría a la vuelta de la esquina o si llegaría a casa y encontraría al Dorniense poniéndose el sombrero y diciéndome que todo ya le importa un bledo. Por suerte y como suele pasar, no ocurrió ninguna de las dos cosas, ni de las mil catástrofes que se me ocurren por minuto, y llegué a casa sana y salva, con el Dorniense plácidamente dormido y sin exorcista recortando su negra silueta en la noche.


Aún así, en medio de todo eso me dio tiempo a pensar cosas mínimamente lúcidas. Una de ellas es que la niebla nos da miedo porque no nos deja ver lo que hay más allá. Y el cerebro es un cabrón que se inventa cosas horribles todo el tiempo. Cosas que por lo general, no pasan. Cosas, que suelen ser más terribles en nuestra cabeza que fuera de ella. Cosas que multiplicamos, afeamos, llenamos de matices espantosos sacados de las peores pesadillas. Cosas con las que ni el diablo podría competir. Pero en general, cuando se aclara la niebla, cuando el sol o la luz la filtran, cuando el amanecer rompe por fin el manto helado de la noche, lo que sigue ahí es lo de siempre. Lo cotidiano que nos hace sentir seguros. La carretera por la que hemos ido mil veces y sabemos de memoria. La ciudad en la que habitamos. La calle en la que bailamos mil noches de borrachera. El bar que cerramos entre cantos y risas. El portal de nuestra casa, cálida y segura, donde nos esperan los seres a los que amamos.

Al final, debajo de la espesa capa de niebla que nos ha asustado, sólo está la vida de siempre. Que a veces también da miedo, pero al menos la vemos, la reconocemos y la podemos mirar a la cara.


Este blog ha sido siempre mi terapia, ya que no creo en otra. Ha sido donde me he atrevido a decirme a mí misma las cosas que si no, no digo nunca. Ha sido donde me he roto y me he reconstruído unas cuantas veces. Donde he admitido errores y he caído en la cuenta de mis propias equivocaciones. Donde he dado la bienvenida y he dicho adiós. Donde he despejado la niebla de mi cabeza para ver que debajo seguía estando yo.


Por eso, anoche, en mitad de la M30 una vez más, mientras la niebla me atería el alma, me di cuenta de que tenía que volver. Y no sólo de vez en cuando. Tenía que volver para ir despejando la mente, para irme enfrentando a miedos, para ir exorcizando demonios. Y a veces, quizás, para escribir cosas a quien dice leerme siempre con la esperanza de encontrase entre mis letras.


No espero que me siga tanta gente como antes. No espero muchos comentarios. No espero nada. Pero os recuerdo que en blogger te puedes suscribir para que te lleguen la entradas al correo. Y que suelo poner el enlace el twitter. Y que si no, aquí de momento las puertas siguen abiertas.


Feliz 2024. Que Dios nos dé salud para enfrentar el resto. Que no me falte nadie más. Que vaya deshaciendo nudos de mi mente. Que el sol al fin, venza los bancos de niebla.


jueves, 10 de agosto de 2023

Decir "no estoy bien"

 

Bueno, llegó el día horrible. Es la primera vez que me pongo a escribir sin Ron al lado. Es curioso cuando vas haciendo cosas por primera vez sin ese ser querido que te ha acompañado durante tantos años. Porque de alguna extraña manera, el dolor vuelve con renovadas fuerzas.

El caso es que mi Roncito se ha ido al cielo. Llegó su momento y ya no podíamos hacer más. Es doloroso y desgarrador. Y he necesitado una semana entera para aprender a respirar de nuevo y ser capaz de ser mínimamente funcional. Una semana para no llorar cada cinco minutos, para salir a la calle sin ahogarme de ansiedad, para poder decirle a la gente que he perdido a mi pequeño. Y aún así me cuesta. Porque sigo llorando, sigo con ansiedad y me sigue costando mucho decirlo.

A pesar de todo eso, estoy “feliz”. No estoy contenta, estoy triste. Pero estoy feliz. Porque él ha estado bien hasta el final, ha sido el gato más amado y cuidado del mundo, ha estado con sus papás humanos y su hermana felina hasta el final. Y se ha ido envuelto en la suave caricia del saberse querido con toda la profundidad del alma.


En fin, no tengo fuerzas para hablar más del tema. No puedo hurgarme más en la herida. Sólo quería decirlo porque Ron ha sido gran parte de este blog y lo seguirá siendo. Mi ángel no me dejará nunca y siempre estará conmigo.


Dicho eso, estaba tan, pero tan jodida, que al final hice lo impensable para mí. Y pedí ayuda. Yo. Es raro. Pero me propuse este año ser capaz de pedir lo que necesito. A veces al menos. Dejar de decir “yo puedo con todo” y “no te preocupes que yo me encargo” y “no pasa nada” y “estoy bien”. Me propuse ser capaz de decir a veces “pues mira, sí, estoy en la mierda, me vendría bien que me echaras un cable”. Y oye, lo recomiendo. La gente suele reaccionar mejor de lo que pensamos. No nos ven como débiles y pusilánimes y nos rechazan. Al contrario.

Decía que pedí ayuda. Al dueño de mis... mantas para el sofá (ver aquí por qué el cambio de nombre). Hice lo que dije y le pedí tal cual que me dejara cobrar el vale de comprensión y empatía y no sé qué cosas. Debo decir a su favor (como si dijera pocas cosas a su favor, joder) que sintió mucho lo de Ron, que ya me estaba dando apoyo antes de que le pidiera ayuda y que ni había terminado de escribir la frase cuando me había preguntado qué necesitaba.

Ayer fue el primer día que pude y se vino a mi casa a abrazarme como sólo él sabe hacerlo. Le vi los ojos bajo la luz del sol, que hacía tiempo que no ocurría. Y la hostia. Mira que yo tengo los ojos claros y que en mi familia son comunes. No es algo que me llame la atención. Los ojos azules o verdes no son algo llamativo para mí. Pero os juro que los ojos del dueño de mis... toallas de rizo son impresionantes. Son... azul ciencia ficción.

Dejando de lado sus estúpidos ojos y su estúpida sonrisa y su estúpido cuerpo y su estúpida voz, me gusta la relación que estamos creando como adultos. Anoche hablamos muchas horas, de muchas cosas y con mucha honestidad. Fuimos capaces de decir “estoy jodido/perdido/asustado”. Fuimos capaces de explicar dudas vitales, miedos, vacíos y vértigos. Nos reímos, nos sinceramos, nos abrazamos. Le di las gracias. Pero no sé si lo suficiente. Por si vienes a cotillear, que sé que lo haces a veces, GRACIAS. 


En fin. Basta. Sólo quería poner esto un poco al día y dejar un pin en estas fechas para acordarme de que fue un espanto pero no me faltaron manos para darme empujoncitos.

martes, 4 de julio de 2023

Los Juegos del Hambre

 

Nunca me he considerado una persona rencorosa. Tengo una larga lista de defectos pero ni el rencor ni la envidia están entre ellos. Y es que creo que son mezquindades en las que no quiero participar. Eso y que me la suda mucho lo que hagan los demás, eso también.

El caso es que sin rencor, pero cuando llega el momento en el que por lo que sea, decido echar a alguien de mi vida y bajar la persiana para él, no suele haber vuelta de hoja. Aunque a veces me duela. Y otras, de nuevo, me la sude.


Hace poco leí la saga de los Juegos del Hambre. ¿Y cómo es posible que yo, ávida lectora, no hubiera ni echado un ojo a tan conocida trilogía? Pues porque le gustaba al Ross y por eso yo la tenía un tanto atravesada. Vimos las películas juntos, eso sí, cuándo, dónde y cómo le salió a él de su ilustrísimo nardo, porque por más que le pedí ir al cine a ver la última, me dijo que no. Y se me había quedado esa especie de regusto, de algo que te recuerda a otro algo y que te desagrada de algún modo incomprensible.

Pero hace unas semanas me empezó a dar por las fantasías distópicas extrañas y me dije “Naar tía, pero qué coño”. Y me la descargué y me la leí engullendo los libros mañana, tarde y noche. Y me dí cuenta de varias cosas:


La primera, me reafirmé una vez más en que el Ross se creía muy listo, pero no lo era. Se perdió miles de sutilezas del libro que le pregunté directamente cuando ví las películas y no me supo responder.


La segunda, nunca le guardé rencor al Ross porque le quise mucho, le odié mucho más todavía y cuando lo nuestro se rompió definitivamente, no me quedaba nada para él. Nada. Ni asco. Sólo la nada absoluta, el vacío y el silencio.


La tercera, me alegro de que los dos hayamos encontrado nuestro camino, sin el horror de los últimos años “juntos” quizás nunca hubiera soltado el lastre y nunca le hubiera olvidado del todo. Lo dije una vez y lo reitero, mi relación con él fue el túnel de mierda por el que tuve que arrastrarme para llegar a Zihuatanejo. Y ojalá fuera lo mismo para él.


La cuarta, con Los Juegos del Hambre he cerrado una especie de capítulo pendiente. El de enfrentarme a la parte de mí misma que aún no quería tocar porque estaba pringada por su presencia. Sabía que no sentía nada por él, estaba claro, pero temía sentir algo por mi yo de entonces. Pena, quizás, por haberme humillado tanto. Rabia por haber sido tan tonta. Culpa por haberme dejado. Quizás sí sea rencorosa conmigo misma. Pero no. Me he liberado de hasta ese último resquicio.


El otro día leí en twitter que a los 7 años todas tus células se han renovado y ya nada en tu cuerpo es el que era. No sé qué mierda de científico tiene esto, pero está bien decir “ya no queda ni una célula en mi cuerpo que tú llegaras a tocar”. Queda poético, supongo. Es liberador hasta cierto punto. O algo, no sé explicarlo muy bien. Y no sé si hace ya 7 años que el Ross se fue por fin con su carrito de ruedas y se llevó las últimas cosas que quedaban en mi casa, incluido el anillo que me regaló a los 20, pero no siento que haya pasado jamás por aquí. No siento que jamás me haya tocado un pelo. No sé por qué, pero es el único hombre de mi vida al que sé que he querido, pero no recuerdo por qué, ni cómo, ni nada. En absoluto. Él mismo se desvaneció de mi vida de un día para otro. Y no entiendo cómo fue posible. Hasta a los “peores” de mis ex le eché de menos, a veces por razones equivocadas o negativas, pero estuvieron presentes durante un tiempo en mi vida cual sombra de ciprés, alargada y siniestra. El Ross no. El Ross desapareció y nunca jamás volví a pensar en él. Nunca le eché de menos. Nunca añoré nada de él. Y sólo me he tenido que volver a enfrentar a algo que me recordaba a él al pensar en leer estas novelas. Y todo para descubrir que eran mucho más y mucho mejor de lo que él supo apreciar y que por lo tanto me metí en la historia y me olvidé de todo lo demás en el capítulo 1 de la primera parte.

En fin, no sé, necesitaba desahogarme. Decir esto último sobre alguien en quien ya no pienso nunca. Necesitaba decirme a mí misma que ese tipo del que escribí tantos post, al que quise tanto, al que me unían tantas cosas, realmente existió. Que estuvo una vez en mi vida y fue una persona real. Y que hizo una cosa buena por mí: darme a Maya. Mi pequeño terremoto negro que anda ahora mismo montando el show nocturno de ruido, tirar cosas y maullar sin sentido para sacarme de quicio y a la vez llenar la casa de vida. Quizás sólo por ella, mereció la pena el resto.

jueves, 18 de mayo de 2023

Vacaciones en Villa Ansiedad

 Hoy se han acabado mis primeras vacaciones del año y tengo la sensación de no haberme movido apenas del sofá. No me he encontrado con ánimo ni con fuerzas ni con nada. Yo qué sé. De vez en cuando vienen los demonios a cobrar sus cuentas y yo soy pésima pagadora porque me paso la vida en huida hacia delante.

Ron sigue aquí conmigo, apoyado en mi cadera mientras escribo, gordo y feliz. Es lo bueno de ser gato, te importa una mierda el futuro, te atormenta una mierda el pasado y la mayor parte de las palabras significan una mierda para ti. Así que mientras su enfermedad me pasa factura a mí, a él se la viene sudando bastante. Sé que estamos en una cuenta atrás, pero mientras él se encuentre bien, pues seguiremos adelante y le diremos a la muerte “not today”. Y esperaremos un día más de regalo.

Pero el caso es que yo no estoy muy bien. Las hormonas empiezan a pasarme factura también y eso sumado a los nervios, el estrés, la ansiedad por lo de Ron y por más cosillas que no vienen al caso, pues... mal. Y hoy mientras conducía dando una vuelta bastante tonta para ir a comprar comida a Ron, lo pensaba. La gente “normal” (si es que existe eso) se suele dar cuenta de que está mal porque se siente triste o irritable o algo. Yo no. Yo me doy cuenta porque lo primero que hago es empezar a pensar demasiado mucho bastante con frecuencia a veces en el dueño de mis sábanas. Maldita la hora que le puse ese nombre. Debería explicar también la teoría de mi querida Antoña y admitir que el nombre es parte de su atractivo sexy porque la palabra sábanas es como muy sensual y erótica, se desliza por la lengua y se enreda sola en los pensamientos. Quizás debería evolucionar al dueño de mis tapetes de ganchillo y así la cosa bajaría de grados. En cualquier caso, decía que me da por pensar en él. ¿Y por qué? Pues porque es como una válvula de escape. Él no tiene nada que ver con nadie más de mi vida. No está relacionado con mi día a día, con mi rutina, con mi mundo real. Estar con él un rato es... desconectar de todo. A veces hasta de mí misma. Sobre todo de mí misma.

Por eso cuando estoy mal, incluso antes de darme cuenta, me da por pensar en él. Como un mecanismo de autodefensa. Como una alarma de “tía, desconecta un rato que se te está sobrecargando el sistema”. El problema es que luego no es tan buena solución ni es tan inocuo el asunto, pero eso es tema para otro día.

Esta mañana mientras conducía, como decía dando un rodeo bastante tonto por culpa de la verbena de San Isidro, he intentado pensar en las otras formas que tengo de encender la luz de alarma de que no estoy bien además de querer llamar al innombrable de la ropa de cama. Una de ellas es mirar páginas de potingues y maquillajes que no me compro, pero curioseo. Otra es leer de forma obsesiva como si el libro fuera un escudo ante el mundo y mientras estoy en en Prythian o en Mundodisco o en Atlantia no pudiera pasar nada malo en el estúpido Madrid porque já, yo estoy lejos y nadie puede verme. Es una reacción muy madura, lo sé. Quizás un dato interesante sea que en dos semanas de vacaciones me he releído por completo la saga de ACOTAR, además de cinco libros de Mundodisco, el último de Sarah MacLean y dos de Jennifer Armentrout que tenía por ahí.

También he llorado un poco a lo tonto, me he quedado en casa sin hacer nada, me he pasado las mañanas durmiendo y las horas enteras abrazada a Ron diciéndole cosas mientras él ronronea encantado de la vida de recibir montones de mimos y de comer todo lo que quiere.

Y he pensado muchas veces en una conversación que tuve hace un par de meses o tres con el dueño de mis fundas para los cojines en la que me dijo que podía ofrecerme “comprensión, empatía, inteligencia emocional y algo de experiencia” (sic). Luego añadió cosas que nos llevarían de nuevo a lo de las sábanas, así que nos vamos a quedar con lo primero. Y he pensado varias veces utilizarlo como si fuera un vale. Decirle “oye, tú, me debes un día de empatía y comprensión, dámelo que lo necesito.” Pero algo me dice que las cosas no funcionan exactamente así. De todos modos, no descarto nada si mi salud mental sigue tambaleándose y ni siquiera surte efecto mi famoso mantra “cálmate mongola que en realidad no te pasa nada”.


En cualquier caso mañana vuelvo a trabajar. A ver cómo gestiono el asunto de la ansiedad y la agorafobia después de dos semanas de no salir o no alejarme de casa más de lo necesario para ir a por el pan. Espero que me venga bien y me ayude a avanzar un poco. No sé hacia donde, pero avanzar.

Y recordadme también que si todo lo demás falla, puedo volver a escribir. Escribir mierdas sin sentido como esta, pero escribir. Que es lo que me ha salvado siempre y quizás pueda hacerlo una vez más.