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martes, 4 de octubre de 2022

Vendaval en la memoria

 

Nunca fui de querer cosas en abstracto y quedarme con el que llegara para cumplirlas. Por ejemplo, nunca quise un gato. Quise a Ron cuando le vi. Y más tarde, no quise otro gato. Quise quedarme a Maya en cuanto toqué su cabecita negra. Tampoco jamás quise casarme, así en general. Quise hacerlo cuando el Dorniense y yo lo hablamos y supimos que era el momento. Y desde luego nunca quise una aventura, ni una pasión absurda, desatada y desestabilizante. Pero te quise a ti cuando me sonreíste y me miraste a los ojos por primera vez, hace tantos años ya. Por eso debo decírtelo: no fue casualidad. No fue que te cruzaras en mi camino por azar. No fue que pasaste tú y si no, hubiera sido otro. Fuiste tú y ese vendaval que desatas a mi alrededor con el sonido de tu voz. Fuiste tú y esa risa tuya que me hace vibrar. Fuiste tú y esa extraña capacidad para verme guapa a través de tus ojos azules. Fuiste tú, que aún hoy en día haces que se me sacudan los años y me desaparezcan las canas que me empeño en no teñirme. Fuiste tú y el recuerdo que me niego a regalarle al olvido.


Una vez te dije que cuando fuera una vieja senil y me dedicara a ir por ahí con mi carrito recogiendo trastos y dando de comer a todos los gatos del barrio, aún me acodaría de ti. Y maldita sea la caprichosa memoria, que me temo que termine siendo cierto. He olvidado los nombres de mis compañeros de colegio. Los teléfonos que antes me sabía de carrerilla. Las fechas que tanto me importaban. Me he olvidado de quienes fueron mis amigas, de mi primer amor y de muchos de los que vinieron luego. Me he olvidado del Ross y ahora es apenas el espectro de algo que conocí. Me he olvidado de las cosas que me causaron dolor, de las canciones que me hicieron bailar y de los días de sol cuando los veranos eran más largos. Me he olvidado de muchas cosas y tengo que hacer un esfuerzo, una búsqueda intensiva en mi memoria o en los archivos fotográficos amontonados en cajas para acordarme vagamente de ellas, sin sentir el estremecimiento que me causaban.

Y sin embargo me acuerdo de la forma de tu cuerpo, del olor de tu piel y del sonido de tus palabras con una intensidad que me asusta. Me acuerdo de tu casa en la buhardilla mejor que de mi primer piso. Me acuerdo de tus mensajes como si me hubieran llegado ayer. Me acuerdo de tus uñas mordidas y tus dedos despellejados, de cuando te hiciste los pendientes en las orejas, de cuando te hacías dos coletas a lo Beckham, de tus piernas delgadas y de tus colmillos montados. Me acuerdo de todo con una precisión absurda, ridícula y totalmente estúpida.


Y no es que piense en ti a menudo. De hecho, procuro pensar en ti lo menos posible. Pero a veces va el subconsciente, me traiciona y me hace soñar contigo de una forma horriblemente vívida. O pongo la radio de camino al trabajo, medio agobiada por esas cosas que nos agobian a los adultos y suena Lou Reed. O estoy tratando de respirar hondo un domingo porque Ron está bien y porque empiezan mis vacaciones y porque por fin puedo disfrutar de unos días de leer y ver series y comer como una persona normal y vas y me escribes. Y me llamas. Y de pronto tenemos mil cosas que contarnos y hablamos durante horas que se pasan volando y ojalá pudiera dejarlo todo para irme contigo al Rastro y que Madrid nos abrace en su anonimato una vez más. Porque a pesar de todo, incluso de las veces que lo hemos negado, seguimos siendo amigos. Mejor que los que sólo fueron amigos. 

Ojalá no fuera así. Ojalá hubiera podido enfriarte y congelarte en el pasado para recordarte sólo con un vago cariño distante. Ojalá no te hubiera dedicado las mejores cosas que he escrito. Ojalá no siguiera escribiendo para ti. Ojalá no te hubiera guardado un rincón especial, totalmente protegido, en mi corazón. Ojalá hubiera podido poner un punto y final en algún momento. Ojalá tú no fueras tú, yo no fuera yo y la historia no fuera nuestra. Ojalá mil vidas para volver a encontrarte y por un instante desear no haberlo hecho. Ojalá mil vidas para volver a cometer el error y sonreír satisfecha. Ojalá mil vidas despeinándome con el vendaval que desordena todo a su paso y lo deja impregnado de ti. Ojalá mil vidas en las que mereciera la pena vivir por un puñado de recuerdos a los que no renunciaría nunca. Ojalá mil vidas para no regalarle al olvido ni uno sólo de los besos que me diste.


lunes, 2 de abril de 2018

el semi sueño semi cumplido


He pasado la Semana Santa haciendo el vago. Lo necesitaba, las semanas anteriores fueron bastante chungas en el trabajo y estaba cansada. Así que he visto un montón de series, he leído mucho, he escrito bastante y he dormido siestas largas abrazada a los gatos. Ha sido una gran semana.
También quedé una tarde con Chema y con Álter, nos pelamos de frío pero nos reímos mucho y aprendí lo que son los límites matemáticos, que hay gente que tiene el pelo peludo y que la canción de la numeración del Puma es una plaga.
Al día siguiente me quedé en casa atrincherada porque me dolían los ovarios y tenía aún dos capítulos de la tercera temporada de Outlander, que sin ser como la primera, me ha gustado mucho. Ahora me siento sola y vacía sin mi pelirrojo y voy a tener que ver las escenas porno en bucle hasta que salga la cuarta temporada. Ya por la noche estaba aquí tirada en pijama y despeinada cuando me llamó mi amigo Poli. Que qué tal, que blablá. Que quería cenar gratis, vaya. Se vino y se acopló en mi sofá y se tapó con mi manta. No sé qué tiene este sofá baratero de ikea que todo el que viene se hace una especie de nido en una esquina y se queda atrapado. Luego nos contamos cosas, nos reímos muchísimo y hablamos de millenials y de heces restregadas en la pared. No preguntéis.
Y entonces, entre risas y conversaciones, pasó lo que tenía que pasar. Ocurrió, no vamos a negarlo. Era algo que tenía que llegar tarde o temprano.


ME HIZO UN DIRTY DANCING.

Empezó a pedirme leer un poco de mi no-novela. Le dije que no y a pesar de sus técnicas policiales de mierda, le dije que si hacíamos el dirty dancing me lo pensaba. Francamente, pensé que no podía hacerlo. A ver, que sí, que está más o menos fuerte y yo peso poco. Pero. El caso es que aceptó, muy decidido como es él. “Claro que sí, dirty dancing, venga, vamos.” Y yo le miraba y valoraba la escena. El tipo medirá algo más de 1,70. Si estira los brazos por encima de la cabeza nos ponemos a una altura de más de dos metros. Si a eso le añadimos que soy más torpe que un pato, vamos mal. Si también contamos con que estaba con la regla y eso hace que esté menos fuerte, menos flexible y considerablemente hinchada, vamos peor. Y si terminamos de rematarlo con mi capacidad para la risa floja y absurda, pues ya vamos fatal. Así que pensamos en hacerlo con él de rodillas. Se pondría de rodillas delante de mi cama, yo saltaría, él me cogería y en el peor de los casos, caería de cabeza en la cama. Los daños parecían mínimos para la posibilidad de cumplir el sueño de mi puta vida y hacer un dirty dancing. O algo remotamente parecido.
Así que al final me decidí a intentarlo. Las primeras veces conseguí patalear un poco en el aire y descojonarme de la risa mientras iba de cabeza a la cama. Pero poco a poco pulimos la técnica. Y sí está fuerte el Poli, sí. Que el tío me levanta y me aguanta ahí arriba como un jabato. Al final, cuando estaba a punto de asumir mi derrota, mi fracaso, mi incapacidad para cumplir mi sueño, lo conseguí. Me quedé en el aire, estiré bien las piernas, hice fuerza con el abdomen a pesar de lo mucho que me dolía el puñetero útero y abrí los brazos. Qué maravilla. Algún día moriré y después de de mi temporada en el purgatorio, iré al cielo y buscaré a Patrick Swayze y le pediré un bailecito con momento volandero incluido. Obviamente para entonces yo bailaré bien, porque es lo que tiene el cielo, que tienes todas las cosas guays que deseabas en vida y sonará Hungry Eyes y el bueno de Patrick llevará su camiseta negra ceñida y estará tan guapo como en esa peli. Y bailará conmigo y me levantará por los aires. Y todos aplaudirán. Y seré la reina del baile en vez de la torpe de la esquina por una vez. Y entonces vendrá mi pelirrojo y me cogerá de los brazos de Patrick y me llevará a una ladera escocesa cabalgando los dos juntos tapados con su tartán y luego junto al fuego...
Vale, creo que he visto muchas veces las escenas erótico-festivas en los últimos días.

El caso, que he conseguido algo remotamente parecido a un sueño que tenía yo ahí enquistado. No es el hombre de mis sueños el que me levantaba, no tengo cojones para hacerlo de pie e iba con un pijama en lugar de llevar un vaporoso vestido. Pero bueno, yo soy así, muy de low cost.
Y por cierto, por si también es vuestro sueño os informo: si estás un rato ensayando, al final te quedan cardenales en las caderas. Que en las películas estas cosas no te las cuentan.

P.D: le dejé leer tres páginas de la no-novela.

martes, 13 de marzo de 2018

Las peores técnicas policiales del mundo


Desde que dije que había escrito una no-novela, todo el mundo (o sea, los cuatro o cinco lectores que tengo) me han dicho que les gustaría leerla. Genial. Sólo tengo que convencerlos de que me paguen mil euros cada uno para que el asunto sea medio rentable y pueda al menos hacer un viajecito.
En fin, de verdad que cuando lo conté fue porque me sentía orgullosa de haber terminado un proyecto por una vez en la vida, no porque realmente quiera que la gente me haga la bola y me diga que anda, que me anime, que publique y que blablá. No es mi rollo. Si alguna vez escribo algo que crea que merece la pena lo publicaré y lo diré y punto. Incluso puede que lo reparta gratis si realmente creo que mola leerlo, como publico gratis mis mierdas en el blog. Pero en este caso no es así. He leído lo suficiente como para saber cuando algo es bueno y cuando no. No es falsa modestia, no es buscar el halago, no es nada de eso. Es que no escribo lo bastante bien y no tengo suficiente ego como para publicar una patata y esperar que alguien lo lea.

Lo mejor de todo ha sido hoy, que me ha llamado mi amigo Poli. Aún me sorprende tener un amigo policía. Y aún creo que o es el peor policía del mundo (que yo diga esto es un halago. Un halago extraño, pero un halago) o que tiene dos caras. Eso no sería raro, yo no soy la misma en el trabajo que en mi vida. Mis compañeros que creen que soy un tanto fría y distante, que tengo mal pronto y que estoy medio loca, alucinan porque en cuanto salgo por la puerta del despacho me deshago en mimos con los abuelos, les doy besos, les hago bromas y no pierdo nunca la paciencia. Igual mi amigo Poli es así. No lo sé. Y espero no tener que comprobarlo.
El caso es que me ha llamado con la perra de que quiere leer mi no-novela. Le he dicho que no. Y he empezado con sus técnicas de interrogatorio propias de un policía tipo “porfa, porfa, porfa, anda, porfiiiii”. Como eso no ha funcionado, ha intentado buscar un punto débil en mi argumentación. Si a mí me da vergüenza enseñar mi novela, él podría hacer algo vergonzoso a cambio. Ha pensado un segundo y me ha dicho “puedo leerla desnudo”.
He soltado una carcajada de tal magnitud que he despertado al pobre Ron, que intentaba dormir la siesta en mi regazo apaciblemente. La verdad es que no me planteo que nadie lea lo que escribo, pero que lo lea desnudo es más de lo que puedo imaginar sin entrar en shock.
Como eso tampoco ha funcionado, más que nada porque no quiero un culo peludo en mi sofá ni me apetece ver a nadie desnudo, ha decidido negociar. Y espero que nunca sea policía de esos que negocian con secuestradores o atracadores de bancos o estamos perdidos. Ha empezado porque le dejara leer un par de capítulos. Ha bajado a uno. Luego me ha intentado sobornar diciendo que está fuerte y podría hacerme un dirty dancing (lo de levantar por el aire, ya sabéis). 15 minutos de lectura y tres o cuatro dirty dancing. Sin que yo dijera nada, ha bajado a 10 minutos de lectura e infinitos dirty dancing. Mientras yo me reía, ha ofrecido dirty dancing gratis, sin leer ni nada. Luego lo ha pensado y me ha pedido leer durante 5 minutos. Y al final se ha rebajado a sí mismo a leer lo que yo le diera, lo que fuera. Y eso, con infinitos dirty dancing.
Me le imagino hablando con los atracadores de un banco “¿Queréis tres millones de euros? ¡Os doy cuatro! ¡No, cinco! Y un avión privado para huir. Y podéis llevaros a los rehenes. ¡Seis, seis millones! ¡Y que alguien les mande unos bocatas de tortilla mientras se lo piensan, rápido!”

Total, puede que Poli sea el peor negociador del mundo. Puede que no sea muy bueno interrogando. Puede que ni siquiera me pueda levantar por el aire a lo dirty dancing y sea una vacilada suya. Pero es un amigo estupendo. Puede que el mejor amigo que tengo ahora mismo. Es noble, leal y puedes contar siempre con él. Me ayuda, me escucha, me hace reír. Me cuenta cosas, me comprende y a veces viene a mi trabajo para tomar café conmigo. Me da unos abrazos estupendos. Le puedo contar todo. Podemos debatir de machismo y acepta sus privilegios y quiere aprender a ser mejor. Y lo pasamos bien juntos. Y aunque nunca se lo diga, es guapo y tiene unos ojos verdes preciosos. Poli mola, mola muchísimo. Y me alegro mucho de que se cruzara en mi vida porque nunca viene mal un amigo que esté del lado de la ley. Y porque me temo que al final me convenza y sea el único lector de mi no-novela. Y porque espero que después de leer ese truño que he escrito siga pensando que soy guay, que escribo bien y me haga un dirty dancing.

P.D. Poli, esto no es que esté segura de dejarte leerla, es sólo que lo estoy considerando. Pero lo demás es cierto. Lo sabes, porque nos lo decimos todo, pero a veces está bien escuchar o leer las cosas en público. Eres el mejor amigo del mundo. Y tienes tu novia y tu niña, y yo tengo mis propios asuntos, pero como somos gente sana mentalmente lo puedo decir bien alto: te quiero, te quiero muchísimo.

sábado, 24 de febrero de 2018

Send pelirrojos

Me gustan los pelirrojos. No es ninguna novedad, lo he debido decir como mil veces. Mi madre dice que desde pequeña he sentido cierta fascinación por ellos porque me quedaba mirándolos embobada antes de saber ni hablar. Ahora sé hablar, pero como se me ponga un pelirrojo guapo delante, se me olvida.
El tema es que últimamente he estado viendo aún más series de las habituales. Las ventajas de Netflix, que es una de las muchas cosas buenas que me han pasado últimamente. Vivo ajena al mundo real, a las noticias, el fútbol, la política y los anuncios. Veo series a todas horas. Comedias, dramas, románticas, policíacas, de animación. Y qué felicidad. Qué diez euros más bien invertidos. Y qué de pelirrojos guapos en pantalla, por favor.

Así que, rememorando aquellos tiempos en los que hacía listas de hombres guapos para el blog, voy a hacer el top five de pelirrojos que me vuelven loca.
  1. Kevin Mckidd. El Doctor Hunt. Anatomía de Grey.
    No es nuevo en mis listas, ya salió antaño. Es que es muy, muy guapo este hombre. Me gustaba mucho el personaje también, pero abandoné la serie. Aún así, este pelirrojo merece estar en la lista
  1. Kristofer Hivju. Tormund. Juego de Tronos.
    Reconozco que he tenido que hacer corta-pega de su nombre porque es Noruego y tiene nombre vikingo impronunciable. Pero cómo no adorar a Tormund, tan bruto, tan grande, tan pelirrojo, tan barbudo. Con esa voz tan profunda. Con esas pieles que me lleva de vivir más allá del muro, que parece que es inmune al frío.

  1. Joe Dempsie. Chris Miles / Gendry. Skins /Juego de Tronos.
    Yo ya estaba enchochada de este muchacho por la serie Skins, de la que ya he hablado antes. Pero es que se ha convertido en todo un hombretón capaz de hacerse herrero y forjar martillos. En Juego de Tronos sale teñido de oscuro por exigencias del guión, pero es un pelirrojo de esos que están muy cerca de ser rubios cobrizos y me encanta. Además, creo que es chaval tiene unos rasgos muy bonitos de manera objetiva, creo que es guapo, guapísimo. Así, sin más.

  1. Jack O´Conell. James Cook. Skins.
    A ver, he estado pensando mucho si ponerle en el número 1 porque yo vivo enamorada de este chico. Pero mucho. Creo que él fue el primer personaje de una serie que me caló tan hondo, que me hizo estremecer, que me hizo sentir casi a nivel real algo por él. Me parece el hombre más sexy, más erótico, más excitante del mundo. La 4 temporada (en la 3 es un poco niño aún) es una pesadilla para mí porque me la paso babeando a la pantalla cada vez que sale. Últimamente he dado bastante la turra con él en twitter, pero insisto, si alguien le conoce, que le diga que le quiero. Y que por favor venga a frungir conmigo as soon as posible.


  1. Sam Heughan. James Fraser. Outlander.
    Se ha ganado ser el numbre one de la lista porque este HOMBRE, con mayúsculas, es lo más parecido a un sueño que he visto nunca. Si me hubieran dicho que describiese a mi hombre perfecto, que lo imaginase, que lo hiciese a mi medida, sería él. Así, tal cual. Es per-fec-to. Y por su culpa muchas noches pienso en dejar mi vida aquí tirada y pirarme a Escocia a ver si viajo en el tiempo y me encuentro a uno como él para casarme. Y sí, yo, la antibodas, digo casarme. Porque con el capítulo de la boda casi me deshidrato. Yo quiero casarme con Sam. Por favor, que se lo hagan de saber también. Que estoy aquí, que le amo y que quiero casarme con él. Y como es lo más de lo más, pongo dos fotos. Porque no he podido decidirme. Por favor, deleitaos con la belleza. Pero no mucho, que es mío. Y ya sé que es un poco más rubio de lo que sale en la serie, pero a quién le importa. 

sábado, 13 de enero de 2018

Me asomo a la ventana eres el recuerdo de ayer...

He estado a punto de llamarte. De decirte lo que acababa de pasar, porque era esa mezcla que me encanta de absurdo y gracioso. Luego me he acordado de que nosotros no hablamos. O sea, sí, podemos hablar, pero no solemos hacerlo. Nos vemos una vez al año, nos abrazamos muy fuerte, nos miramos un momento a los ojos, nos decimos muchas cosas con pocas palabras, nos hacemos un guiño entre la multitud, nos suspiramos al oído cuando nos despedimos. Y ya. Porque si hablamos, si hay comunicación, ponemos en riesgo nuestro orden dentro del caos. Y no queremos hacerlo. Ahora menos que nunca.
Pero lo he pensado, te lo juro. Porque si veo esa escena en una película, pienso que es un cliché que ya aburre de tan manido. Pero así ha sido. Yo iba conduciendo con mi amiga al lado. Habíamos cenado, nos habíamos reído a carcajadas. Como he ido por la M-30 y pasado por el túnel, en lugar de la radio llevaba un CD puesto. Y por casualidad, por pura casualidad, justo empezaba a sonar nuestra canción. Y ahí, justo ahí, cuando dice eso de “...y ahí voy, a romper las telarañas de tu corazón, verás como se escampa...” he parado en un semáforo y mirado a la derecha. Y estabas tú. Estabas tras las cristaleras de una cafetería. Sentado en una mesa, pegado a la ventana que daba a la calle. Como una puta película romántica de mierda.
Hacía meses que no pensaba en ti, pero hacía apenas diez minutos te había nombrado. Y de repente, pum, tú. Tú, ahí, tras la cristalera, con nuestra canción de fondo. No me jodas.
De hecho, recuerdo la última vez que pensé en ti antes de hoy. Hace meses tu recuerdo me fulminó como un rayo. Estaba en el trabajo. Y el director se llama como tú. No tiene nada de especial, es un nombre súper común. Mi padre se llama así, de hecho. Pero claro, para mí es “papá”, no le llamo por su nombre. Y curiosamente, no hay más gente en mi vida con ese nombre. Así que entró el director en mi despacho a dejarme unos papeles. Los cogí sin mirarle porque estaba liada y le dije “Gracias, nombre acortado”. Y boooooouuuum. Un puto trailer que me pasa por encima. Hasta ese momento no le había llamado así, siempre le había llamado por su nombre completo. Y no lo he vuelto a hacer. Porque por el nombre acortado sólo te he llamado a ti. Y si lo digo, me tiembla el pulso. Como ese día, que según lo dije, aunque creo que mantuve la compostura, el director me miró. Y el tío tiene una forma de mirar muy parecida a la tuya. Esa así que parece medio esquiva y que cuando se fija en ti te traspasa de lado a lado. Y me sonrió y me dijo algo de esos papeles que yo sujetaba en la mano mientras creo que ambos sabíamos que algo raro, una especie de viento helado y sofocante a la vez, acababa de pasar entre nosotros.
No le he dicho nada a mi amiga. He girado la cabeza un poco, según pasábamos para verte de nuevo por la cristalera del bar. En ese momento te has tocado la nuca, casi como en un gesto inconsciente. Quiero pensar, para rizar el rizo de la escena, que has sentido un cosquilleo. Era yo, mi yo del pasado susurrándote detrás de la oreja ese nombre acortado por el que sólo te he llamado a ti y por el que sólo yo te llamo. He seguido avanzando sin mirar atrás de nuevo. Y hemos seguido charlando mi amiga y yo mientras nuestros caminos se iban separando otra vez, tras un punto de tangencia casual.


¿Sabes? Todo va bien. Todo va muy, muy bien. Tanto, que no pienso tan a menudo en ti. Tengo todo lo que puedo desear. Y tú sólo eres un recuerdo. El mejor, pero un recuerdo. Y no quiero que eso cambie porque es mucho mejor así. Pero joder. He hablado de ti y te he visto por la ventana de la cafetería. Y tenía que decírtelo.  

sábado, 6 de enero de 2018

Mi padre es mi Rey Mago

Trabajar todo el día con gente que está enferma, que es muy mayor o que es joven pero está fatal te abre mucho los ojos. Porque algunos somos afortunados y nos creemos que eso es lo normal. Que levantarse y estar sano y vivo y que los tuyos estén ahí, sanos y vivos es lo normal. Y no. Es lo esperable, lo deseable, lo ideal. Pero no algo que dar por supuesto, que dar por seguro. Es una suerte y hay que agradecerlo todos los días.
El otro día estuvo el hijo de un usuario hablando conmigo en el trabajo. El hombre ha entrado hace poco, es bastante joven (se acaba de jubilar) y está bastante malito. No voy a dar explicaciones, obviamente, pero unas cosas se han complicado con otras y tiene un tumor en el cerebro. El hijo me decía entre lágrimas que sólo quería que su padre volviera a ser el mismo, el hombre inteligente, conversador, cariñoso y alegre que era hace unos meses. Las otras dos compañeras que estaban en el despacho y yo intercambiamos una mirada fugaz. Porque sabemos que eso seguramente no ocurra.
Anoche cuando vi a mi padre le abracé un poco más de lo normal. Le abrazo mucho y le intento ver casi todos los días y hablamos mucho y todo eso. Pero ay. Anoche le miraba y pensaba “qué joven y qué guapo está todavía mi papá.” Además a mi padre la noche de Reyes le gusta mucho, así que estaba especialmente contento. No es por los regalos, ni por que por fin se termine la locura navideña. A mi padre le gusta porque él cree en los Reyes Magos. Siempre cuenta que cuando era pequeño iba al banco donde trabajaba mi abuelo y los veía en sus tronos, le daban caramelos y un juguete. Luego en casa le dejaban más cosas, sobre todo calcetines, que mi padre siempre los rompe, un pijama, algún chocolate... Y aunque los otros niños de su barrio le decían que los reyes no existían, él no hacía caso ¿Cómo no iban a existir si él iba a la sede del banco y los veía en sus tronos, con sus capas de colores, sus coronas y le daban caramelos y juguetes? Y creo que aún, a los sesentaypocos, lo sigue pensando.
Muchos años más tarde, mi padre fue Rey Baltasar en la cabalgata de Pueblodelsur. Fue raro, porque mi padre era rubio (ahora tiene el pelo blanco) y tiene los ojos verdes muy claros, pero pocas veces le he visto más feliz y con una sonrisa más grande que aquella en la cara tiznada de negro. Iba subido a su pequeña y humilde carroza de pueblo, tirando caramelos y dando juguetes, pasando por las casas de los niños más pequeños del pueblo y devolviendo un poco de toda aquella ilusión que le dieron a él aquellos reyes que le cogían sobre las rodillas en la sede del banco.
Aquél día que mi padre fue Rey Baltasar yo recuperé la fe en ellos Reyes Magos. Era adolescente, había pasado la crisis de “me han mentido porque los reyes no existen” y mantenía que si alguna vez llegaba a tener hijos no les haría creer en esas cosas. Creía que lo sabía todo. Creía que siempre se es joven y guapo y sano. Tenía abuelos jóvenes, bisabuela en estupendo estado y padres de la edad que tengo yo ahora. Y pensaba que eso era lo normal y que sería así siempre. Ahora sé que no. ahora mi bisabuela no está, mis abuelos son muy mayores y la yaya ha pasado las navidades malita con un catarro fuerte. Yo no soy tan joven ni tan guapa ni creo que sepa nada. Y cada día voy a mi trabajo, que me encanta, pero en el que veo cosas muy duras. Veo gente con la cabeza totalmente perdida que no reconoce a sus propios hijos. Veo familias tristes porque su madre huye de ellos porque son desconocidos y la asustan. Veo hijos que lloran en mi despacho porque su padre no es el mismo y de repente está enfadado y no habla y se queja porque sufre dolores y no saben cómo ayudarle. Veo cosas que rompen el corazón. Así que vuelvo a casa y veo a mi padre y a mi madre aún jóvenes, sanos y guapos y quiero abrazarles y parar el tiempo, no dejar que envejezcan ni que enfermen ni que dejen de ser nunca mis papás.
Cada año en la noche de Reyes busco en mi memoria para acordarme de aquellos años en los que yo era pequeña y mi padre me supo trasmitir toda la ilusión que él tuvo de niño a pesar de mi escepticismo natural desde que era una mocosa. Sigo rebuscando y me acuerdo de mi padre vestido de Baltasar repartiendo caramelos y juguetes por Pueblodelsur tan feliz, tan lleno de ilusión, con sus ojos claros en la cara pintada de negro. Y entonces me doy cuenta de que los Reyes sí existen. Y son los padres. Y eso es maravilloso.


sábado, 14 de octubre de 2017

La triste historia feliz (¿o al revés?)

Fue hace dos años que empezó esta historia por enésima vez. Mi amiga Reichel estaba embarazada y los amigos fuimos a Alicante a darle una sorpresa. Y entre unas cosas y otras, el Ross y yo volvimos a empezar (“retomar” quizás sería más apropiado) una historia. Y como de costumbre, en lugar de ser algo bonito, algo tierno o algo simplemente “normal”, tuvimos una bronca provocada por su comportamiento, pero en la que la terminaba pegando un grito era yo. Porque toda la vida ha sido igual. Él hace las cosas por lo bajo, a la chita callando y la que termina arremetiendo como un miura soy yo. Y claro, eso viene genial. Porque así, frente a todo el mundo él es bueno y yo soy una loca desequilibrada que hace las cosas sin razón. Y claro, si yo soy una histérica, él ya tiene bula para hacer lo que sea, porque nunca es para tanto, siempre es que yo estoy pirada y me pongo fuera de sí por cualquier cosa. Y qué bien viene eso, oye. Ahora lo veo más claro que nunca.
Unos meses después, se vino a vivir a casa. Más o menos.
Pasaron los meses, uno tras otro con la misma tónica. Su desinterés por todo, la falta de ganas, la falta de comunicación. Navidades y cumpleaños sin un detalle, un regalito, un algo. No querer llevarme con sus amigos, enfadarse si, por una vez, ponía una foto o una palabra en facebook y le etiquetaba. Y yo me fui viniendo abajo. Se me fueron yendo la ilusión, la ternura, la alegría de estar juntos. Pero una vez más, si yo pegaba una voz, es que estoy loca.
Y un día llegó la mentira. Me engañó y le pillé. Y algo dentro de mí se rompió en mil pedazos y supe que ya nada volvería a ser igual. Porque la confianza es como un vaso de cristal. Una vez que le pegas un golpe y se rompe, por mucho que lo recompongas, no va a volver a estar igual. Aún así traté de arreglarlo. Porque de verdad yo quería que lo nuestro funcionara. Le quería a él y quería que me saliera algo bien. Estaba harta de fracasar en todo y separarme por segunda vez antes de los 35 me parecía el colmo. Ahora sé que no, que el fracaso era vivir así. Pero he tardado en entenderlo, soy un poco lenta para algunas cosas.
No hubo manera. Se fue un par de veces de casa. Y un poco antes del verano ya no hubo solución. Aún así yo me quedé pensando. Igual había una remota oportunidad aún. Al fin y al cabo seguíamos siendo amigos, nos llevábamos bien de forma superficial y son veinte años en la vida del otro. Así que aún tenía alguna duda, cuando hace un par de semanas me dijo que había quedado con otra chica. Qué buen momento para decidir ser sincero después de años ocultándome cosas y mintiendo si se le daba el caso.
Lo admito, cuando lo escuché tardé un par de minutos en reaccionar. Primero pensé que era una de sus bromas absurdas. Luego, creí que sólo quería hacerme daño.
Y entonces, de repente, se hizo la luz. Muchas veces había pensado que él no me quería. Que estaba conmigo por costumbre, porque era lo fácil, lo que menos problemas le daba, lo que al fin y al cabo todo el mundo esperaba que pasase. Pero que no me quería. Lo que pasa es que él me lo negaba. No me daba argumentos, no me daba ni una sola razón, no ponía mucho empeño, pero lo negaba. Y yo quería creerle. Quería pensar que sí, que me quería a su manera. Quería pensar, quería creer, quería tener fe. Y en ese momento lo tuve claro. No, no me quiere, ni me ha querido nunca. O al menos desde hace muchos, muchos años. Y no entraré en detalles para justificarlo, pero creedme que podría hacerlo.
Así que, en resumen, he invertido la mitad de mi vida en querer a alguien que no me quería. He perdido oportunidades, relaciones y toda clase de cosas por querer a alguien que no me quería.
Y me dio por reírme.
Ese pensamiento era lo más liberador que había tenido en los últimos diez años. Porque yo ya lo había intentado todo y obviamente no había conseguido nada más que pasarlo mal. Y ya era suficiente. Y he dicho más veces esto en el pasado, pero lo he dicho llena de dolor, de resentimiento, de pena, de esperanza silenciada. Lo he dicho sabiendo que al día siguiente iba a decir “no, una vez más”. Pero esta vez no. Esta vez lo decía riéndome. Esta vez era la definitiva de verdad. Porque me hacía feliz liberarme de todo lo que he arrastrado durante media vida y podría empezar de cero. De cero de verdad, de cero absoluto. Y eso me mola. Porque un mundo de posibilidades se abre ante mí. Un mundo de posibilidades sin él. Al fin.
Las últimas semanas he estado tranquila y feliz. Me he sentido mejor que en mucho, mucho tiempo. Porque ahora soy libre. He salido por fin de una relación absurda, sin futuro, sin amor, sin felicidad. Me he quitado unas cadenas que pesaban toneladas y no me dejaban caminar ligera. He soltado un lastre tremendo. Me ha costado, pero lo he hecho. Al fin. Uf.

Quiero añadir que cuento esto porque es mi blog y me lo follo cuando quiero digo lo que me parece. Pero no creo que el Ross sea mala persona. De hecho, seguiremos siendo amigos porque compartimos grupo. Y ni siquiera me arrepiento de lo que he vivido con él. Ni siquiera de lo malo. Yo he querido de verdad y uno no debe arrepentirse de haber querido. Que se arrepienta el que lo haya hecho mal. El que ha amado y se ha entregado no debe ser quien se arrepienta y se sienta avergonzado. Fue bonito en el pasado y estos dos últimos años eran necesarios para cerrar la historia de una vez por todas. Había que tocar fondo para salir adelante. Ahora sé que tenía que pasar esto. Tenía que arrastrarme durante kilómetros por el túnel de mierda para poder salir y ser libre, para poder llegar a Zihuatanejo. Y os lo digo desde ya: merece la pena. La libertad y lo que hay al otro lado lo compensan todo.  

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Coches y recuerdos

El otro día, por una conversación que no viene al caso, mi padre y yo terminamos hablando de coches. A los dos nos la pelan mucho los motores, los modelos y blablablá. Un coche es, aparentemente, una caja con ruedas que te lleva de aquí para allá y poco más. Sin embargo, reconozco que yo siento algo especial por el mío. Es tan mono, tan pequeño, tan abollado, tan viejo, tan sucio y tan fiable y tan potente que me hace sentir bien. Es mío, es la mejor cosa material que tengo. Y lo mola todo. Además, como casi todas las cosas buenas de mi vida, llegó en un momento jodido, cuando estaba a punto de tirar la toalla, cuando estaba ya hasta el moño de todo. Llegó, como un rayo de luz. Y me enamoré de él. Qué mono mi coche.
Mi padre, por su parte, de joven empezó a conducir un seat 600 la tira de viejo que tenía mi abuelo paterno y ya no usaba porque se había comprado otro mejor... un seat 127. Mi padre y Tíopaterno se turnaban el 600 hasta que el pobre coche dijo que ya bastaba y no sé muy bien qué fue de él. Entonces mi tío se compró un Chrysler rojo precioso y mi padre heredó el 127 porque por desgracia, mi abuelo cayó enfermo y ya no se recuperó.
El 127 duró años. Muchos años. Tantos que ya estaba un poco cascado y mis padres se compraron uno mejor, más grande y más cómodo. Se compraron un Fiat Tipo horrible, blanco y cuadrado como un panzer. Pero lo dejaron para las vacaciones, viajes largos y demás. Mi padre usaba el 127 a diario y su plan era que durase lo suficiente como para que yo aprendiese a conducir con él. Incluso se informó en especialistas para seguros de coches clásicos porque el pobre trasto contaba ya con sus 20 años cuando yo aún era una adolescente. La verdad es que el cochecillo iba tirando, pero a mí me daba un poco de corte cuando me iba a llevar al colegio con él. ¿Por qué tenía mi padre que ser tan cutre? Luego entendí, con los años y tal, que le tenía cariño porque era de las pocas cosas que le quedaban de un padre que se fue demasiado pronto.
El caso es que yo no llegué a conducir el 127 por poco tiempo. De hecho, justo se averió irreparablemente cuando yo tenía los 18. Creo que el pobre coche pensó en la idea de otra novata más a sus espaldas y se rindió. Total, que yo aprendí a conducir con el Fiat Tipo del demonio. Ese coche y yo nunca nos caímos bien. Era un coche pesado, enorme y muy poco práctico para alguien que está empezando. Además ya tenía sus doce o trece años y tenía varias taras que mi padre se empeñaba en no ver. Cosas como que no frenaba bien, que se iba a la derecha, que el aire acondicionado no funcionaba, que olía siempre a gasolina o que el tubo de escape se caía cada dos por tres. Yo lo iba reparando como podía, pero entre las chapuzas y lo muchísimo que gastaba en gasolina, me dejaba el sueldo del mes en el maldito coche que cada dos por tres me dejaba tirada.
Entonces, entre un poco que tenía ahorrado y otro poco que me pusieron mis padres pude comprar el mío. Y oh, qué gloria. Un coche pequeño que cabía en todas partes, que consumía poquísimo, que no se calaba cada dos por tres, que frenaba en seco si hacía falta y que no era blanco y cuadrado. Amor total.
Al final, el año que el Tipo cumplía los 20, se lo robaron. Como el carro de Manolo Escobar, pero en versión coche feo. Otra vez mi padre sin poder usar los seguros de coche clásico. Una lástima. Yo creo que el robo fue un acto divino porque aquello era más un peligro sobre ruedas que otra cosa, pero a mi padre le dio mucha pena. Y ahora, de nuevo con los años, le entiendo. A los coches se les coge cariño. Te acuerdas de las cosas que has vivido en ellos. Mi coche, a parte de llevarme de aquí para allá, es parte de mi juventud y de mi vida. Recuerdo las risas el día que nos metimos siete, cuando dos amigos se intercambiaron los pantalones en la parte de atrás, cuando hacíamos el tonto, cuando gritábamos por las ventanillas. Recuerdo los viajes que he hecho, la gente que lo ha conducido, las canciones a voz en grito agarrada al volante. Y no me gustaría que alguien me robara eso.

Los coches son como las casas, sólo son cubículos hasta que tú los llenas de recuerdos y los haces realmente tuyos.  

miércoles, 1 de junio de 2016

Al final...

En noviembre del 2010 me separé y me quedé sola. Bueno, sola-sola, no. Con Ron. Al principio me acojoné un poco, pero la verdad es que me hice en seguida. Me acostumbré a mis propias rutinas, mis propios momentos, mi propio sofá, mi propia casa. Todo era mío propio porque nadie me decía lo contrario. Y la verdad es que me gustaba. Me gustaba mucho.
En noviembre del año pasado se vino a vivir el Ross. Tras cinco años de estar sola con el gato, se me hizo raro que él anduviese por aquí todo el tiempo. Al principio de hecho, lo llevé fatal. Lo reconozco, pasé casi dos meses que pensé que no iba a aguantar. Yo quiero mucho al Ross, pero me molestaba su presencia en MI casa. Tenía la sensación de que estaba siempre por medio y de que no me dejaba en paz.
Luego, tras la locura de diciembre con sus navidades, sus quedadas y todo el coñazo, la vida volvió a una especie de normalidad. Y me acostumbré a su presencia. A pesar de sus cosas malas. A veces me enfada ir por ahí recogiendo ropa que deja desperdigada, tirar a la basura los envoltorios de las cosas que se come porque nunca los tira, los deja en cualquier sitio. A veces me enfada que esté toda la tarde jugando al ordenador, a veces me enfada que no quiera jugar y esté detrás de mí dando el coñazo.
Por eso, cuando me dijo que tenía que irse esta semana a Polonia por trabajo pensé “mira qué guay, unos días de tranquilidad como antes”. Luego se fue y... me quedé con la sensación de no saber qué hacer. Como si le estuviera esperando. Como si la casa estuviera más vacía. Como si no recordara bien qué hacía yo antes con tanto tiempo libre. Como si me faltara algo.
Y a ver, que estoy bien. Sigo mi rutina, mis cosas, mis planes, mis clases, mis movidas. A ratos estoy más a gusto que un gatico en brazos. Pero los días son extrañamente largos. La semana está durando muchísimo. Y es raro.

Igual es que a pesar de las botellas de cocacola vacías por el salón, de las camisetas encima de la mesa, del soniquete de su juego de tanques y de todo el sitio que ocupa, me gusta que esté aquí. Igual, al final me he acostumbrado a vivir con él.
Y al final le voy a echar de menos y todo. 

martes, 26 de abril de 2016

El nombre del Ross

El otro día dije que el Ross el único novio que he tenido al que llamo por su nombre de pila y se creó cierta curiosidad al respecto. Incluso mi querido Mr Roboto trató de adivinarlo. Me parece divertida la idea de que intentaseis adivinarlo, pero me temo que sería muy difícil, es ese tipo de nombre que casi nunca se te ocurren.
El caso es que no sé si os habrá pasado alguna vez, pero a mí cuando alguien me cae muy mal, pero muy mal muy mal, le cojo manía a todo lo que me recuerda esa persona. A veces es el nombre, otras un gesto o una expresión y otras simplemente un leve parecido físico lo que hacen que alguien me recuerde a otro alguien y me haga arrugar el hocico como Ron cuando huele algo que no le gusta. Que luego generalmente se me pasa, rompo esa primera impresión y no me dejo llevar por el impulso de coger manía a alguien por algo tonto y me termina cayendo hasta bien.
Un ejemplo claro es el Ross.
Hagamos historia. Cuando yo era una cría e iba al colegio de monjas del que he hablado en varias ocasiones, había un niño en mi clase con el que me unía una antipatía mutua. Él era el guay de turno, con su pelito de punta, su pendiente en la oreja y su pose de “miradme todos cuánto molo”. No le soportaba. Y como yo le odiaba en lugar de ir detrás de él con los pompones de animadora, él me odiaba a mí. Era una bonita enemistad que duró una década. Y se llamaba igual que el Ross.
Por eso, cuando conocí al Ross y me dijeron su nombre lo primero que pensé es que era imbécil. Así, de primeras. Se llama igual que un imbécil, ergo debe ser imbécil. La lógica aplastante de los 14 años.
Luego le conocí un poco más. Y le di una oportunidad porque francamente, no se parecía nada al otro niño mongolo aunque compartieran nombre. El otro era bajito, delgaducho, moreno y bizco. A día de hoy, aún me pregunto por qué era el guay, os lo juro. Mi Ross por el contrario era grandote, rubio y con los ojos verdes. Así que se me fue olvidando que se llamaba como mi archienemigo de la infancia. Y me ganó con ese humor absurdo, esa bondad y ese carácter tranquilo y apacible suyo. El resto ya lo sabéis, fuimos amigos, nos reencontramos en el bus y pum, amor al canto.
A día de hoy me he olvidado del tonto de turno que se llamaba con el Ross y me parece un nombre precioso.

Moraleja: un prejuicio es una barrera que ponemos nosotros mismos y que nos puede hacer perdernos cosas o personas maravillosas. Saltemos por encima de ellos.

lunes, 29 de febrero de 2016

El autobús

Éste fantástico post de Anusca me ha hecho pensar. Si aún no la conocéis, no sé qué hacéis aquí todavía. Y si ya la leéis, pues qué os puedo decir de ella. AnaCris es amor total, ella fue quien me regaló por el amigo invisible que montó Eva en Navidad y os digo una cosa, los regalos me gustaron, pero lo mejor de todo fue conocerla y empezar a seguirla.
Bueno, que me desvío. El caso es que su post me ha inspirado para contaros cosas.

Mil veces he dicho que yo de pequeña era más rara que un perro verde. Y encima rancia. No me gustaban los besos, ni que me tocaran, ni que me hicieran preguntas, ni que me hablaran, ni que me tocaran los cojones en general. O sea, como ahora, pero sin protocolo social. Y es que a ver, yo soy cariñosa con mi gente, pero no modo lapa. Y con los desconocidos, nada. Y usted, señora con bigote amiga de mi abuela, es una desconocida. No me pida besos, no me toque la cara, no me diga cosas, no me toque las pelotas, haga el favor y vaya a dar el coñazo a sus propios nietos. Así, por ejemplo.
Y una de las cosas que más me enfadaba era que me dijeran “Bueno, bonita ¿y tienes novio? Siendo tan guapa tendrás muchos”. Que yo pensaba “a ver, señora, que tengo cinco años, ¿cómo que novio? Igual en diez años, pero ahora me dedico a colorear. Sea usted seria y haga preguntas con sentido”. No lo decía, porque algún manotazo en la boca me llevé y opté por la técnica de no decir ni mu y esperar a que los adultos me excusaran diciendo que era tímida. Mis cojones son tímidos, lo que pasa es que no hablo con idiotas. Qué mal llevé la infancia, de verdad os lo digo.
Luego crecí un poco y la verdad es que no recuerdo si me gustaban los niños o no hasta los 14 años o así. A ver, que sí, que bien, que ese es guapo, el otro también y aquél es gracioso. Pero que no se me acercaran mucho. Y que nadie me preguntase por el tema porque me cabreaba cosa mala. Curiosamente, siempre tuve más amigos chicos que chicas, era bruta, jugaba con ellos y me lo pasaba bomba con sus bromas y sus cosas. Es decir, que no era miedo ni vergüenza, ni nada de eso. Era que no iba conmigo lo de emparejarse, lo veía extraño, ajeno, de mayores, de otra gente. De hecho, una vez pegué a un chico por decir que era mi novio sin mi conocimiento al respecto porque me pareció machista que lo decidiera por su cuenta. En otra ocasión os lo cuento.
A los 14 me enamoré platónicamente de un tipo del pueblo sobre el que no me gusta hablar porque la historia terminó con malos tratos a los 19 y no viene al caso.
Casi con 15 me enrollé por primera vez con un chico moreno de ojos negros preciosos y una sonrisa socarrona que a día de hoy aún me trae buenos recuerdos. El tema es que era del pueblo y nunca tuvimos nada serio, aunque andamos tonteando durante años.
La parte un poco más romántica de la historia es que en esa etapa adolescente mía se llevaban los juegos y los test de revista para saber cómo conocerías a tu futuro marido y blablá. Recuerdo que durante una temporada me salió insistentemente que conocería a mi amor en el autobús. Salió tanto que ya parecía cachondeo. Como yo no creía en esas cosas y no he tenido nunca la más mínima intención de casarme, no hice caso y me olvidé del tema.
A los 16 empecé con mi primer novio y a partir de ahí tuve mis líos, mis amoríos, mis decepciones, mis historias. Y a los 21, volviendo un día de la facultad donde tenía un par de asignaturas de libre configuración, me encontré con el Ross en el autobús. Y BUM. Yo le conocía del instituto, habíamos sido amigos y mi idea de él es que era un tipo raro, con unas pintas extrañas y una mente enigmática que quería ser físico. Pero de repente era otro. Llevaba otras gafas, se había quitado su estúpido chaleco beige de pescador y se había cortado el pelo. Y me atravesó de lado a lado como un huracán. Le vi sonreírme y como en las películas, el mundo empezó a estar borroso a mi alrededor. Sólo le veía a él. Ese chico era para mí. De repente, en una décima de segundo, supe que era MI Ross. Nos pusimos a hablar, me olvidé por completo del chico que me acompañaba y todo mi mundo se llenó de Ross al instante. Empezamos a quedar, venía a buscarme, conocí a sus amigos, me llevó a una fiesta de rugby. Y un mes después conseguí que me besara por fin. Me enamoré hasta las trancas. Y me acordé de la profecía del autobús.
Luego pasaron cosas, quizás éramos demasiado jóvenes y rompimos dos años después. Yo pasé mi etapa golfa, tuve otras relaciones incluida la del desequilibrado con el que llegué a convivir poco más de un año y la del Niño Chico al que quise tanto, que llegué a pensar que funcionaría y me quedaría con él para siempre. Pero nunca, jamás, sentí ni por un segundo lo que había sentido en el bus al ver al Ross. Siempre le tuve ahí dentro, en contra de mi voluntad y aunque me jodiera en muchos momentos. El Ross era una constante en mi vida. Y salvo pequeñas temporadas, siempre seguimos teniendo contacto, seguimos siendo amigos, seguimos teniendo un vínculo especial. Y a temporadas, tuvimos acercamientos amorosos que no llegaron a nada por unas razones u otras. Muchas veces dije que tenía que parar, que tenía que acabarse, que ya era suficiente. Pero es que algo dentro de mí me decía que al final, saldría bien, que al final volveríamos a estar juntos, que al final, sería. Porque sí, porque tenía que ser, porque le había encontrado en el autobús. Lo sabía, no sé por qué, pero lo sabía. Y quizás por pura cabezonería, al final parece que tenía razón. Ahí está, roncando mientras escribo esto.
Anusca decía en su post que al final sólo había estado con su marido. Yo admiro a esa gente con amores de toda la vida, de verdad. Pero yo no soy así. Sabía que no iba a terminar con mi primer novio. Y no me arrepiento de los años separada del Ross (a pesar de que a veces ha sido horrible) porque he aprendido, he conocido otras cosas, he vivido, he disfrutado, he llorado y me he convertido en la persona que soy, totalmente segura de lo que quiero. Si no, me hubiera quedado siempre con dudas y con preguntas. Cada uno somos un mundo.


En cualquier caso, bendito autobús que me llevó a ti.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Un pedazo de mí en París

El pensamiento me atravesó como una relámpago. No había recordado su nombre desde hacía años. Ojalá esté bien. Espero que tenga un buen trabajo, familia, mujer, hijos, perro, gato. Yo qué sé. Espero que sea feliz. Y sobre todo, estos días, espero que esté bien.
Era tan guapo que la primera vez que le vi se me fueron los ojos detrás de él. Tan rubio, tan blanco, con las facciones tan perfectas. Pasó por delante, con una camiseta blanca. Parecía casi algo etéreo entre tanto colorido chillón, tanta piel achicharrada, tanta ropa hortera y tanto mal gusto.
Era el verano del 2003 y la zona de fiesta de Denia. Yo había ido con mi amiga M a pasar la semana tostándonos al sol y pasándolo bien. Teníamos 20 años recién cumplidos y muchas ganas de fiesta. Se nos acercaban muchos tíos, éramos jóvenes y guapas, pero casi siempre nos reíamos más que otra cosa porque la mayor parte eran locos, o chulos de playa o famosetes de medio pelo. Tíos que se acercaban con una ristra de frases absurdas, preguntando si estudiábamos o trabajábamos, si éramos de allí y si estábamos de vacaciones. Tíos que parecían estar haciendo una competición a ver con cuántas fulanas se enrollaban esa semana de playa. Nosotras bailábamos, nos reíamos un rato y volvíamos a casa con un puñado de anécdotas divertidas.
Cuando él pasó, las dos le miramos. Le dije a M que no se podía ser más guapo y ella, aunque me dio la razón se había quedado prendada de un tipo enorme con rasgos árabes que le acompañaba. Yo ni había reparado en el otro. Seguimos hablando, sentadas en la terraza. Aquel chico estaba fuera de mi alcance, era evidente. Nunca se fijaría en mí. Por eso cuando vino el camarero y nos dijo con una sonrisa burlona que nos invitaba a una ronda de parte de los chicos del fondo, nos temimos lo peor. Otro loco o otro chuloplaya. Pero señaló hacia el fondo. Y desde allí nos sonrió y nos saludó con la mano. Vino a nuestra mesa y se sentaron con nosotras.
El chico más guapo del mundo resultó ser francés, su madre era medio española y hablaba con un acento dulzón. Y por alguna razón desconocida, yo le había gustado. No me explico todavía por qué. Todas las chicas de todos los sitios de alrededor le miraban. Pero él decía que había sido un flechazo, que me había oído reírme y que le había gustado mi sonrisa. Yo descubrí con agrado que cuando le daba el sol era pelirrojo. Ya sí que no podía ser más perfecto.
Pasamos una semana juntos. Íbamos a la playa, a la piscina de su urbanización, a la de mi amiga M, a tomar algo por la zona del puerto. M estaba encantada porque los otros chicos franceses la trataban de maravilla y así practicaba inglés. Yo iba de su mano, mirándole, gastándonos bromas, disfrutando de cada palabra suya dicha así como él la decía. Besándonos en los rincones, tumbándonos en el césped y paseando por la arena. Besaba de maravilla. Y me susurraba cosas que entendía a medias. Todas las chicas de Denia me odiaron durante cuatro días.
Después nos despedimos. Los dos sabíamos que tenía que pasar, así que sólo fueron un par de lágrimas de final de verano. Nos abrazamos, nos dijimos cosas, nos besamos una vez más. Me acompañó al portal, le acompañé de nuevo al coche. Me besó otra vez. Qué mal que vivamos tan lejos. Él se rió, hay vuelos directos a París, no es para tanto. Si vas, te enseñaré la Torre Eiffel, aunque es difícil no verla. Si vienes a Madrid no sé dónde podría llevarte. Al Bernabeu, dijo con una sonrisa. O a donde tú quieras, lo más bonito de Madrid siempre serás tú. Le besé por enésima vez. Y me fui. Sabía que nunca le volvería a ver. Nos escribimos mensajes un tiempo. Nos mandamos un par de cartas. De algún modo me sentí un poco en París un tiempo y yo le llevé a él por Madrid en cada uno de mis pensamientos.
Luego llegó septiembre. El nuevo curso, la universidad, el “buenos días rutina” que me acompañaba cada día en la facultad. Mis amigos, los planes, las fiestas en la asociación cutre donde pasaba las horas. Y llegó el Ross. Y con él mi mundo empezó a girar a otro ritmo. Nuevos amigos, equipo de rugby, terceros tiempos, casa Paco, fiestas “satánicas”. Supongo que a él le pasaría igual. En navidades nos felicitamos el año. Y creo que con el 2004, él fue diluyéndose en los recuerdos de verano. Creo que la última vez que supe de él fue cuando los atentados del 11-M. Quiso saber si estaba viva y bien. Por suerte, no me tocó de cerca. Ni a mí, ni a los míos.

Ojalá, tantos años después él pueda decir lo mismo. Ojalá mi precioso parisino esté bien, él y los suyos. Ojalá el horror no le haya pillado cerca. Ojalá esté casado, tenga hijos, perro, gato, lo que sea. Ojalá sea feliz. Ojalá ese pedacito minúsculo mío que hay en París esté intacto en medio de la locura, de la barbarie, del despropósito humano. Ojalá estés bien, querido mío. Ojalá la ciudad de la luz siga iluminando tus ojos verdes. Ojalá tu sonrisa siga haciendo frente al miedo.  

lunes, 1 de junio de 2015

Fin de semana intenso

Tengo la frustrante sensación de que haga lo que haga, no podré haceros llegar ni la mitad de la mitad de lo que ha sido este fin de semana. Y me temo que aunque fuera buena escritora, tampoco lo lograría. Hay cosas que están mucho más allá de donde llegan las palabras. ¿Acaso alguien puede describir explícitamente la sensación que ha tenido al soñar que volaba? ¿Acaso por mucho que lo hayan intentado todos los poetas de la historia alguien ha conseguido expresar con exactitud lo que se siente cuando se ama a alguien con todas las fuerzas del alma? No. Los sentimientos son demasiado libres para poder enjaularlos entre letras. Por suerte.
El caso es que ha sido en general una buena semana. Así de buen rollo y tal. Yo que me animo con dos de pipas. Así que llegué al jueves bastante cansada pero incluso más alegre de lo habitual. El viernes era el torneo de rugby que cada año enfrenta a los hombres de rosa de mi corazón contra sus enemigos de piedra. Novatos y veteranos dejándose la piel en el campo. Literalmente. Qué gran deporte, el rugby.
Mi Pelirroja y yo fuimos para allá a hacer una especie de viaje al pasado. Nos encontramos con la gente de la vieja guardia, con los que fueron nuestros compañeros de juergas y que ahora son papás más o menos responsables. También estuvieron por allí Gordito y Bombita, que incluso llegó a jugar. También vino A, con quien charlé un rato tirados en la hierba como hace doce años. Me dio una vuelta en su nuevo coche. Le propuse matrimonio con bienes gananciales, pero el tío rancio no quiso. Que soy una interesada, me dijo entre risas. Coño, pues yo no veo sentimiento más puro que el que tengo yo por su Scirocco.
Y luego la de siempre. Mi gente se empieza a retirar y yo siento que me debo ir. Que tengo una edad, unas responsabilidades. Pero el Dueño de mis Sábanas se interpuso en mi camino de la buena conducta. Esos ojos y esa risa son mi jodida perdición. Y mira que empezamos bien, como esa especie de amigos que intentamos ser aunque no nos salga nunca. Charlamos, nos reímos, nos contamos cosillas, divagamos un poco, bebimos cerveza a medias. Y la noche avanzaba y yo no me iba. Así que llegados a un punto, me puse una sudadera suya y a la mierda, aquí me quedo hasta que me echen. Volví a tener 20 años por una noche. Las risas, las anécdotas, la narración de las jugadas, las voces, el olor del campus, el sabor de la cerveza barata y medio tibia. Felicidad en estado puro. Viaje al pasado, digan lo que digan los físicos.
Después cogí el coche. El Dueño de mis sábanas y yo solos. Años sin un rato así de nuestro. Los dos, mano a mano con Whitesnake por Moncloa, charlando, canturreando, sacando el brazo por la ventanilla, el aire tibio, las risas tontas. Los dos, los abrazos, los pellizcos, los guiños de ojo, las miradas cómplices, los pantalones rotos, sus carcajadas que me fascinan, mis palabras que tanta gracia le hacen. Yo, con una cerveza, él con varias más y los dos con la lengua suelta. La tarde que no fue, los recuerdos que sí fueron, la sensación de que no fue suficiente. La convicción de que teníamos que habernos dado mucho más, de que hay una cuenta pendiente a nuestro nombre. El abrazo de despedida sin tocar el suelo, el olor de su cuello, el roce de mi pelo. Las miradas que no podemos mantenernos. Ains. Maldito.
Y llegué a casa de madrugada pero no acabó la historia. Porque nuestra historia nunca acaba del todo y siempre queda una palabra más que decir. Si me hubiera quedado un poco más, si aquella tarde hubiera dicho que sí. Si, si, si. Entre risas le dije que le odiaba porque me estaba haciendo rabiar. “Más quisieras”. No quiero odiarte, baby. Prefiero seguir sin quererte.
El sábado hablé con Pelirroja y nos descojonamos de las historias de la noche anterior. Como hacíamos hace diez años cada semana. Sé que la tengo más cerca ahora que ha vuelto a España y sin embargo la echo tanto de menos. Mi chica, mi adorada chica pelirroja. Luego me fui de cena familiar con el vértigo de que nadie me conoce, nadie sabe realmente quién soy, de que tengo una especie de vida oculta. Y me gusta esa parte sólo mía.
El domingo comimos todos mis amigos y yo en casa de Gordito y Señora de. Hice una tarta que voló en minutos. Una vez más la gente me animó a montar un negocio. Al parecer, es verdad que cocino bien. Pelirroja dijo la frase clave para cualquier triunfo “Logística minimizada, negociaco máximo.” Mi gente son genios. Y con tanta risa y tanta mongolada que hacemos, ni siquiera lo saben. Y a pesar del cansancio acumulado, de no haber pegado ojo en tres días y de tener aún un agujero muy raro en el estómago, estuve feliz con ellos. Me moría de ganas de ver a Flumi, de contarle algunas cosas del viernes al Ross, de abrazar a Reichel y de chapurrear inglés con Rulas. Les debo años de felicidad. Les debo una vida que me ha hecho mejor. Les quiero, les quiero mucho.
Ahora empieza una nueva semana. Una llena de rutina y de esas cosas aburridas que hacemos los adultos. De asumir de nuevo que tengo 32 añazos y que este viernes no volveré a ver rugby ni a tomar cervezas entre risas y canciones obscenas. De seguir el plan trazado y no quedarme hasta las mil vacilando. De hacer lo que se supone que hay que hacer. De, en parte, aburrirme soberanamente.


En fin, a la espera de otro golpe de viento, volvamos al mundo real. Es un asco, pero fingiré que es un impasse de espera hasta que llegue de nuevo la adrenalina que quema la piel. El remanso de la montaña rusa antes de la diversión. Sigamos viviendo. Buenos días, rutina.  

viernes, 10 de abril de 2015

El mangui y las familias políticas

La otra tarde tuve que sacar mis mocos a paseo. La verdad es que hacía bueno y como iba sola podía caminar con mi paso de tortuga anciana. Reconozco que los 32 me han sentado fatal con la gripe, los virus y su puta madre, ver si poco a poco el buen tiempo me rejuvenece o llego a los 33 hecha un churro.
El caso es que me metí callejeando por una de esas zonas de mi barrio que se suelen denominar “humildes”. O sea, cutre. O sea, tirando a barriobajera y punto. En una de las calles estrechas había un abuelo hablando con el nieto desde la ventana. Por suerte era una entreplanta y no quedaba tan raro como si le voceara desde un quinto. El nieto, en la calle, era un chaval de unos 18 o 20 años, con unos vaqueros anchos, una camiseta en plan nigga, barbita y el pelo un poco largo, pero no tenía mala pinta ni de lejos. El abuelo, con todo el cachondeito del mundo le estaba diciendo:

  • Si es que pareces un mangui con esas pintas.
  • ¿Mangui? ¿qué es eso? Abuelo, eso no se dice desde el siglo pasado.
  • Bah, lo que tú quieras, pero tengo razón. Que llevas una camiseta como los raperos esos. Y barbas de talibán y pelos largos de hippie. Me dirás tú a mí que con esas pintas podrías conocer a los padres de tu novia.
  • ¡¡Pero si no tengo novia!!
  • Ni la vas a encontrar con esas pintas, pasmao.

Tuve que acelerar el paso dentro de mis escasas posibilidades para no soltar una carcajada allí delante.
Luego pensé qué es lo que realmente nos lleva a caer bien o mal a los suegros así a primera vista. Porque está claro que si la pareja se lleva mal, los padres a veces se ponen en contra simplemente porque no ven a su hijo feliz. Pero dentro de relaciones digamos “normales”, ¿qué es eso que hace que la suegra tuerza el morro cada vez que te ve? Yo en general no he tenido problemas con las familias políticas. Excepto con la madre del desequilibrado, pero porque era una mujer sin educación ninguna y a mí el rollo de confundir sinceridad con impertinencia me termina tocando el moño más de la cuenta. Sin embargo, por ejemplo con la madre del Ross me unía un cariño y una complicidad mutua. Y la sigo queriendo y respetando porque es una señora fantástica que siempre me ha tratado genial. Y porque hace los mejores brownies, coño, que todo hay que decirlo.
Que hablando del Ross, al día siguiente fuimos a casa de mis padres a llevar la cama plegable en la que duerme Tomate cuando vienen a Madrid. Por el camino vimos a mi padre, que nos saludó con cierta desgana y siguió su camino. Mi padre en modo sieso on. Y conste que mi padre no tiene nada en contra del Ross. No lo tenía cuando éramos novios y no lo tiene ahora. Sólo es que no se entienden, ni se han entendido nunca. Son muy diferentes tirando a incompatibles, es sólo una cuestión de afinidad. Pero el Ross arrugó la nariz.

  • No le caigo bien a tu padre. Nunca le he caído bien.
  • ¿Y qué?
  • Igual si me gustara el fútbol le caería mejor.
  • No, no tiene que ver con el fútbol.
  • Entonces ¿por qué es?
  • Yo qué sé Ross, tendrás pintas de mangui.



jueves, 12 de marzo de 2015

Mi yayo el tecnológico

A mi yayo le gusta la tecnología. No sé muy bien por qué, pero le fascina apretar botoncitos y ver que aparecen cosas en la pantalla. Por eso tiene tres televisiones, dos vídeos de VHS (en el pasado fueron 3, pero uno se escacharró y aunque lo desmontó no hubo manera de hacerlo funcionar de nuevo), un DVD, el descodificador del plus, la radio programable, la radio normal, el despertador con radio y toda clase de aparatejos que caen en sus manos. Y tiene móvil, claro. Sólo que es el piedramóvil del pleistoceno. Que para lo que lo usa el yayo le vale de sobra, pero claro, es feo, es pequeño, tiene la pantalla en blanco y negro y no tiene esas cosas guays que tienen los móviles que tenemos los demás.
Y lleva tiempo con la perra de que quiere uno nuevo, pero yo me he ido haciendo la sueca porque claro, que al yayo le guste la tecnología no implica necesariamente que el yayo entienda bien la tecnología. Él sabe de sus cacharros y sus programas, pero no sé yo cómo se las puede apañar con un móvil de última generación con pantalla táctil y sus dedos artrósicos. Pero como buen aries que es (igual que yo) es inasequible al desánimo y muy aficionado a todo de lo que se le intenta disuadir. Así que ayer volvió a la carga.

  • Oye, niña, te estaba yo esperando. - me espeta cuando entro por su puerta antes de darme ni un beso. - Ven ahora mismo a ver esto.

Y me saca el periódico. Pensé que iba a enseñarme alguna noticia de esas que le preocupan, como que Podemos nos vaya a obligar a vivir en comunas hippies o que alguien drogara a una muchacha como yo en cualquier parte recóndita del mundo. Pero no. Me saca una hoja de publicidad de esas que si juntas unos cupones te dan un móvil por pocos euros.

  • Yo quiero esto. - me dice como un niño señalando el catálogo de reyes. - Mira, tiene de todo, vifí, ubesé, bluetoes... de todo.
  • Te veo familiarizado con la terminología, sí.
  • Yo lo que quiero saber es si puedo meter mi número aquí y no tengo que conectarme al internese ni cosas de esas.
  • Sí yayo, puedes poner aquí tu tarjeta, pero ¿tú crees que te vas a apañar con un smartphone?
  • No, no, si esto es un móvil...
  • Ah, claro, qué tonta.


Entonces me saqué el móvil del bolso, lo puse delante de él y le dije que hiciera una llamada. Que se buscara la vida y tocara lo que quisiera a ver si de verdad lo sabía usar. Y que si era capaz, le enseñaba a usar el nuevo. Pensé que la liaría parda, activaría la alarma del pentágono, se asustaría y lo dejaría, entendiendo que para lo que él quiere su patatófono le vale de sobra. Pero el condenado abuelo tras un par de intentos me miró triunfante mientras sonaba su móvil. Se estaba llamando. Le dió a cancelar la llamada y me sonrió. Punto para el yayo.

  • Vale, te lo regalamos por el día del padre. - acepté con resignación.
  • Estupendo, ahora enséñame lo que son los sélfir esos, que el móvil nuevo tiene dos cámaras y yo quiero hacer eso, los sélfir.


Cualquier día me dice que tiene Swag, se hace una cuenta el twitter y consigue más seguidores que yo. Y se lo merecería porque es fantástico. Porque la vejez es algo a lo que mi yayo no se ha resignado ni se resignará jamás.

miércoles, 18 de febrero de 2015

Tu nombre en un corazón

Grabé tu nombre en mi mesa. Y lo rodeé de un corazón y todo. Mi madre gruñó un poco, pero luego entendió que era un escritorio con el doble de años que yo y que tampoco era para tanto. Siempre fui buena chica, no rompía ni destrozaba, sólo me gustaba mucho escribir en la mesa. Y claro, ahí sigue. Ahí está tu nombre, el corazón y algún que otro dibujillo más. La verdad que es tampoco puse el escritorio como una pared de grafitis. Pero tu nombre sí. Mucha gente que lo ha visto me ha preguntado quién era el chico del corazón. No he tenido ningún novio que se llamara como tú. Pero yo siempre sonrío y contesto vagamente. Un viejo amor. Platónico, pero amor al fin y al cabo. Y a ver si no son los mejores.
El otro día sin embargo te tuve en mi sofá. Ahí sentado, en mi casa de verdad, la de adulta. No en la que escribí tu nombre en el viejo escritorio. Recostado en mi sofá, con esos ojos tan azules que escarchan el aire y esa sonrisa esquiva. Contándome que estás roto, decepcionado, frustrado, cabreado. Tus manos inquietas, tu pelo rubio tan corto ahora. Tu voz, más grave de lo que la recordaba. Tú tan roto y yo tan tranquila a tu lado. Cómo cambia la vida.
Hace muchos años, media vida, hubiera temblado con tanta cercanía. Hace unos cuantos menos, hubiera saltado sobre ti para arrancarte los besos que nunca tuviste intención de darme. Ahora no, ahora nada. Ahora te escucho, sonrío, te hablo y te pregunto. Me hablas, trato de recomponerte algún pedacito aunque sea pequeño. Ahora estoy atada de pies y manos, pero aunque estuviera libre tampoco haría nada. Ahora sé que son más bonitos los besos que no me diste que los mordiscos que pueda robarte. Para qué, si ya no somos aquellos. Tú te has hecho un hombre aunque yo recuerde un chiquillo. Yo no sé qué coño soy, pero desde luego disto mucho de aquella adolescente de la que apenas queda el flequillo ahora que me lo he vuelto a cortar.
Hace años, una tarde de piscina te conté entre bromas que me habías gustado mucho. Y tú te reíste. No me quisiste creer, no era posible que tú me gustaras, dijiste. Yo me reí también, entonces era la novia de uno de tus amigos. Del que menos hubiera pensado que pudiera serlo. Pero le amaba con la fuerza de todo mi ser, que con veinte años era mucha. Así que lo tomamos a broma. El destino a veces cuenta esos chistes que no tienen gracia pero que te hacen reír de puro absurdos.
La otra noche te escuchaba, derrotado pero sin ganas de rendirte del todo. Trataba de animarte con palabras, pero se me quedaban cortas. Ojalá pudiera abrazarte, pudiera acariciar tu rubísima e inteligente cabecita y decirte que todo saldrá bien porque las personas como tú se merecen un final feliz. Ojalá pudiera decirte que todavía Dover me habla de ti, que aún recuerdo haber intercambiado cintas de música grabadas de la radio y aquellos cascos que más de una vez compartimos. Ojalá pudiera decirte que te miro y aún veo al chaval de cara angelical que las cicatrices han surcado, que ignoro tu cojera y la cantidad de grapas, tornillos y puntos que hay por tu cuerpo, que para mí tienes catorce años, corres por el patio y se te cae el flequillo largo sobre los ojos cuando te duermes en clase de historia. Ojalá pudiera darte la mano y asegurarte que no hay supernova que no me recuerde a ti, que no hay matemáticas que no piense que tú podrías resolver antes de que yo no siquiera sepa qué son, que no hay dibujo o plano que no piense que tú harías mejor a mano alzada. Ojalá pudiera decirte que estoy orgullosa de la persona en la que te has convertido a pesar de haberlo hecho por los caminos más complicados. Ojalá pudiera decirte que extrañamente, te quise. Ojalá, ojalá pudiera explicarte que grabé tu nombre en mi escritorio de estudiante y que nunca me arrepentí de haberlo hecho.

P.D. Feliz 32 cumpleaños. Ojalá por fin el viento empiece a soplar a tu favor y tú te dejes llevar sin empeñarte en ir a la contra.


viernes, 13 de junio de 2014

Mi padre y los kiwis

Mi padre es un ser raro. Y como Fito, no digo diferente, digo raro. Mi padre era un hippy que paseaba en zuecos y vaqueros rotos por Ibiza en los años 70. Y claro, eso marca. Así que mi padre no cree en casi nada y todo lo pone en duda. No cree en la medicina, no cree en las enfermedades, no cree en los remedios, no cree en los fármacos, no cree en los remedios naturales, no cree en los herbolarios ni en la homeopatía… Mi padre simplemente cree que todo tiene un origen místico y extraño y que según viene se va por razones desconocidas. Porque según él, la mayor parte de las cosas se arreglan solas. Os lo digo, es raro. Luego yo pretendo ser normal… y claro, no hay modo.
El  caso es que desde que vivo sola y me tengo que cuidar y tal, me acuerdo mucho de cuando era pequeña y mis padres se empeñaban en que comiera cosas buenas para la salud. Esto que tiene hierro, esto que tiene vitaminas, esto que tiene no sé qué. Lo normal de los padres. Y yo, lo normal de los niños, trataba de pasar de comerme las cosas. Y mi padre es raro y es un místico y un escéptico… pero también es un padre cojonudo que además de tratarme y cuidarme a las mil maravillas ha tratado de darme ejemplo. Incluso es casos extremos y absurdos como el siguiente.
Entre las muchas cosas buenas para la salud que yo tenía que comer, estaban los kiwis. Se supone que tienen mucha vitamina C y fibra y no sé qué diablos. Así que en invierno mi madre me endiñaba kiwis casi todas las noches para la merienda, que me solía traer mi padre a la habitación mientras yo hacía los deberes o estudiaba o lo que fuera. Y cada dos por tres la misma conversación estúpida.

-         Papá, no quiero kiwis, no me gustan, me pica mucho la boca cuando me los como.
-         Bah, hija, eso nos pasa a todos. Cómetelo.
-         Papá, en serio, me pica la boca y se me hincha la lengua con el kiwi.  
-         Te digo que nos pasa a todos. No pongas excusas y cómetelo, que es bueno y tiene vitamina C.

Y yo, claro, me lo comía pasándolas putas. Además que soy mala para comer, pero la fruta me encanta y no soy de mentir. Si no quiero algo digo que no me gusta, no pongo excusas. Y si mi padre decía que eso era normal… pues lo sería.

-         Papá, en cedio, mida como ce me ha puezto da dengua… ce me hinza con ed kiwi…
-         Bah, hija, eso nos pasa a todos.

Mi padre tampoco cree en las alergias, así que pasé media infancia a punto de morir ahogada con mi propia lengua hasta que muchos años después me hicieron las pruebas de alergia. Todo empezó por una reacción a los antibióticos, pero también quise comprobar la del látex. La tía me hizo muchas preguntas y una de ellas fue si me daba alergia algún alimento.

-         Pues creo que a parte de los lácteos… no.
-         ¿No, seguro? Es raro, porque la alergia al látex suele ir relacionada con alergia a algunas frutas, sobre todo a las que tienen pelo como los melocotones o paraguayas o…
-         Pues no sé…
-         ¿nunca te ha picado la boca o se te ha hinchado la lengua al comer alguna fruta?

Mi mundo empezó a tomar un nuevo color. Qué te juegas a que no a todo el mundo se me hincha la lengua al comer kiwis…
Efectivamente en cuanto me hicieron la prueba de los pinchazos en el brazo di súper positivo en alergia a los kiwis. Bastante más que al látex, por cierto.
Y volví a casa como un toro de mihura que sale de toriles, claro

-         Papá, soy alérgica a los kiwis, por eso me picaba tanto la boca y se me hinchaba la lengua.
-         Bah, eso nos pasa a todos.
-         No papá, eso llevas haciéndome creer 20 años, pero no es cierto. Es que soy alérgica.
-         Qué vas a ser alérgica. A todo el mundo nos pica la boca con los kiwis, a mí me pasa, a tu madre le pasa…
-         ¡¡Porque también sois alérgicos!! Me lo ha explicado la doctora y es un tema hereditario.

Mi padre se quedó pensando un poco. Es un tipo raro y un poco loco, pero también es altamente razonable. Yo pensaba hacer sangre del asunto y recrearme en su error, pero…

-         Bueno, hija, una de las cosas buenas de que te hayas hecho mayor es que ya no tengo que darte ejemplo en algunas cosas porque usas tu propio criterio. Puedes dejar de comer kiwis si no te gustan. Total, a mí no me gustan nada, son muy desagradables, tienen granilla y me pica mucho la lengua cuando los como…


Manda huevos. 

martes, 3 de junio de 2014

Son mis amigos

Mis amigos son de esos que aparecen en tu casa sin avisar y aporrean el timbre hasta que les abres. Y de los que cuando contestas al telefonillo les puedes decir “iros a la mierda, no sois bienvenidos”. Y aún así suben y se comen tu comida y se beben tus cervezas.
Mi amigos son de los que te piden que les lleves a su casa en coche aunque te pille en el quinto coño. Y de los que cuando se hace tarde en tu casa se tapan con una manta y te dicen “me quedo aquí a sobar, despiértame cuando te levantes”. Pero tú puedes hacer lo mismo y siempre hay un hueco disponible en sus casas.
Mis amigos son de los que te llaman a las dos de la mañana para contarte una chorrada o para ponerte una canción o para decirte que se lo están pasando en grande y que si te apuntas a acercarte a Valencia o a San Petesburgo. Y les llames cuando les llames, estarán al otro lado.
Mis amigos son de los que se olvidan de tu cumpleaños  y no te regalan nunca nada, pero corren a tu lado si tienes alguien en el hospital, si fallece un familiar o si les da el aire de tomar cañas un martes en pleno invierno. Y aunque vivan a tu lado quizás no se pasen a verte en meses, pero si les dices “ven”, les salen alas y vuelan a tu lado.
Mis amigos son de los que se tiran semanas o hasta meses sin dar señales de vida, pero un día te llaman y se tiran una hora contándote cosas.
Mis amigos son de los que no se fijan si te has cortado el pelo, en si has cambiado de color o en si te has pintado una palabra en la frente. Pero sabrán ver una mirada triste detrás del maquillaje y se dejarán la piel porque sonrías.  Son de los que te incordian a todas horas, pero se pondrían delante de ti si te fuera a atropellar un camión.
Mis amigos son de los que se ríen de ti y te hacen reírte de tus desgracias. De los que lloran contigo, de los que te abrazan sin cesar aunque no quieras y de los que te dicen que te quieren sin ponerse ni colorados.
Mis amigos son de los que a veces dan ganas de odiar, pero no puedes dejar de quererlos. Son un engorro a veces, pero mi vida no sería la misma sin ellos.
Porque joder, me pasé 20 años buscándoos sin saberlo.
Porque aunque nos peleemos mucho porque los dos tenemos un carácter complicado, mi vida no sería la misma sin las risas de Bombita, sin su humor, sin su finísima ironía, sin esos ojos grises con los que me comprendo sin palabras.
Porque aunque a veces le regañe por ser un sieso y no dar explicaciones nunca, mi vida no sería la misma sin el apoyo de Flumi, sin su calor, su seguridad, su aplomo y su lealtad inquebrantable. Porque es el típico amigo que si te ve peleando con otro no viene a separarte, entra en medio con una patada voladora y te saca en volandas del peligro como supermán. Porque él sabe, yo sé y nadie más nos entiende, pero nosotros sabemos.
Porque aunque esté lejos, Reichel siempre está al lado. Y mi vida no sería la misma sin sus anécdotas, su capacidad de reirse de sí misma, su fuerza, sus ganas de reponerse, sus besos sonoros, sus expresiones de las que siempre nos reímos y su capacidad de cohesionar al grupo.
Porque aunque ahora esté en otras cosas, Mery es siempre el punto de dulzura y de paz. Y mi vida no sería la misma sin su sonrisa eterna, sin su inocencia, sin sus equivocaciones, sin su empeño y sin su ternura que nos empuja a protegerla siempre.
Porque aunque se haya casado y encima con su señora, Gordito es una de las mejores y más grandes (literalmente) personas que he conocido. Y mi vida no sería la misma sin sus sonoras risotadas, sin sus bailes, sus ganas de cachondeo, su juerga y su sonrisa socarrona. Porque siempre está ahí, porque vuela si le llamas, porque confía en mí a ciegas, porque él inventó “el colmillo retorcido” y porque siempre te mira y te dice “las cosas van a salir bien” y lo dice tan seguro, que tienes que creerle.
Porque aunque estuvimos años separadas por mil circunstancias, Pelirroja y yo tenemos un lazo morado entre las dos que no se rompe ni de España a Holanda, ni de Madrid a Alicante, ni de ninguna de las maneras. Y mi vida no sería la misma sin ella porque es preciosa y divertida, llena de buen rollo y ganas de vivir. Porque es pura y transparente, porque siempre se acuerda de mi cumpleaños, porque me llama “neni” como sólo ella sabe y porque me manda miles de berenjenas por wasap.
Porque aunque lo nuestro sea lo más raro del mundo, el Ross y yo somos el Ross y yo. Y no hay nada ni nadie en el mundo para mí como él. Porque sí, me hace enfadar, me decepciona, me cabrea, me sulfura… pero le quiero. Es la persona más inteligente, sensible y honrada que conozco. Y allá donde esté él, yo estoy bien porque estoy con él. Y es raro, pero le sigo queriendo igualmente dentro de la rareza.


Os quiero mucho, niños. Os quiero cuando lo pasamos bien y reímos hasta el dolor, pero más os quiero cuando las cosas duelen y reímos hasta que lo pasamos bien. 

domingo, 1 de junio de 2014

Reflexiones de la M-30

Anoche volvía a casa conduciendo por la M-30. Por la parte que queda descubierta, en la que se puede ir a 90 y no tienes la asfixiante sensación de que sólo hay humo negro a tu alrededor.
Había un montón de nubarrones grises sobre Madrid con un resplandor rojizo que presagiaban lo inevitable. De lejos ya se veía a veces el resplandor intermitente de los rayos.
Yo cantaba a pleno pulmón “vivir, a la deriva, sentir que todo marcha bien, volar siempre hacia arriba y sentir que no puedo perder”. Lo cantaba fuerte, porque no, nada marcha bien estos días. “Vivir, qué cuesta arriba, sentir que no sé qué hago aquí, andar siempre arrastrado y perder, que no puedo pensar.” Pero no, no quemaría recuerdos. Aunque pudiera no echaría al fuego ni uno sólo de aquellos minutos.  
Volvía del hospital. El viernes el Ross se rompió un tobillo en el torneo de rugby en el que habíamos planeado pasarlo bien. Le operan el lunes para ponerle un tornillo. Igual es el que le falta, qué sé yo. Estuve con él hasta la madrugada, hasta que sus padres volvieron del pueblo. Pero qué más daba, el otro plan era estar en el tanatorio con Bombita, que acababa de fallecer su padre. Nos hacemos mayores, eso empieza a ser asquerosamente obvio. Hacemos planes para divertirnos, pero a veces la vida nos pega de hostias y nos devuelve a la realidad más fea.
Conducía, de nuevo de punta a punta, media M-30 del hospital a mi casa. Por suerte por la mañana había tenido un rato de luz. Sólo un poco, pero joder, una bocanada de aire cuando el mundo te ahoga. Un soplo de aire fresco, un respiro, un destello de lo que fue la vida antes de esto. Un rastro de aquello de que si hace sol, se tira dela cama y por el ascensor, las nubes se levantan y ahí voy, a romper las telarañas de tu corazón, verás como se escampa. Un poco de charla, de risas, de pies descalzos, de paredes desconchadas y olores familiares y lejanos en el tiempo. Un rato, sólo un rato de esconderme del mundo, de huir, de traspasar de nuevo la línea de lo prohibido. Un paseo, sólo un paseo pequeñito por el lado salvaje. Unas horas apenas de las que son mías, sólo mías, de las que no cuento para que no salgan de mí, de las que guardo bajo siente llaves para que no se escapen envueltas en palabras que no le hacen justicia.
Así que conducía, bajo el pronóstico de tormenta y en medio de mi propia borrasca. Conducía y cantaba alto. Cantaba muy alto, para asustar a las lágrimas con la canción que me empujó media juventud “quisiera que mi voz fuera tan fuerte, que a veces retumbara en las montañas y escucharais las mentes social-adormecidas, las palabras de amor de mi garganta.” Y joder, qué cuestarriba otra vez.
Me secaba las lágrimas antes de salir para que no se me corriera el rímel. Me pinto más cuando tengo miedo. Es mi forma de impedirme llorar en público, de no permitirme temblar. El Ross me necesita fuerte, Bombita nos necesita sonriendo por él. Ron me necesita a todas horas. Mis padres me necesitan. Los yayos me necesitan, aunque sea por teléfono para charlar. Y yo sólo puedo esconderme a ratos. Y a veces, hasta mis escondites me necesitan. Así que cantaba otra vez “de pequeño me impusieron las costumbres, me educaron para hombre adinerado… pero ahora prefiero ser un indio, que un importante abogado.” De esas letras mil veces repartidas saqué fuerzas muchas veces para hacerme trabajadora social, educadora de calle. Aunque ahora no me sirva de nada, no me arrepiento. Tampoco eso lo echaría al fuego. El espíritu de ayuda y de entrega sigue vivo en mí. Aunque no me paguen. Nunca quise ser un hombre adinerado. Yo sólo quería amar. Ama, ama y ensancha el alma.
Y así sigo, claro. Amando a diestro y siniestro. Dando sin esperar, sin querer recibir. Dando ánimos, dando fuerzas, dando apoyo, dando seguridad, dando empujones pa´lante. Dando, aun lo que a veces me falta. Dando cuando flaqueo. Dando cuando tiemblo. Dando, porque es parte de mí. Dando, porque es lo que soy.
Empezó a llover cuando llegaba a casa, pero la suerte me sonrió y aparqué en la puerta. Aún así, me quedé un segundo apoyada en el respaldo del asiento del coche. Cogiendo fuerzas para subir a casa con buen ánimo. No me gusta llevarme el mal rollo a mi salón tan mono pintado de verde con sus adornos y sus muebles nuevos. Doce o catorce horas fuera de casa, ni lo sé. Y eso, tras haber dormido apenas seis. No sé si hacer un tambor con mi escroto o dejar que llegue la primavera, y así de paso, la vida entera.