Hoy hace un año que apareció Maya en
mi vida, pequeñita y negra, con un maullido alegre a todas horas y
con muchas ganas de querernos a todos. Nos frotaba su diminuta
cabecita y desde la primera vez que la cogí en brazos, se hacía una
rosquita muy pequeña en mi regazo y ronroneaba fuerte. Tuve mucha
suerte de que una gata negra se cruzara en mi camino y doy gracias
por tenerla cada día. Aún me pregunto cómo siendo tan negra ha
podido llenar mi vida con tanta luz.
El 2017 ha sido un año... intenso. Me
recuerda mucho al 97, aquél que parece que pasó hace poco y cuyos
recuerdos han cumplido 20 años ya. Al parecer los años que terminan
en 7 son de los que no pasan desapercibidos en mi vida.
El caso es que este año empezó muy
mal. Justo después de Reyes, Ron se puso muy malito. Quizás en
parte por la venida de la peque, tuvo un brote de toxoplasmosis que
casi le cuesta la vida. Nunca agradeceré lo suficiente al equipo de
Gattos, lo que hizo para salvarle. Y con mucho esfuerzo, al final se
puso bien. Nunca olvidaré esas noches. La que él estuvo ingresado y
yo no pude dejar de llorar. Las que pasé en el sofá sin dormir
nada, bajándole la fiebre con pañitos húmedos, dándole de comer
con una jeringuilla, dándole antibóticos, acunándole en brazos.
Fue horrible. Sin embargo, Ron es fuerte y volvió a comer solo,
volvió a moverse, volvió a jugar. Volvió a pedir comida a las seis
de la mañana haciendo que madrugara feliz. Volvió a ser el mismo de
antes.
Después las cosas empezaron a torcerse
en otros sentidos. Mi relación con el Ross se fue deteriorando por
las mentiras, la dejadez, el tedio. Me sentí perdida, absurda, sola.
Me sentí traicionada, humillada, abandonada. Me sentí triste, rota
y... triste, sobre todo triste. Quise poner todo de mi parte, quise
luchar, quise intentarlo mil veces. Pero en una relación no puede
remar uno solo porque la barca da vueltas sobre sí misma y pareces
gilipollas. Así que en junio me harté y salté de la barca. A la
mierda. Mejor nadar solo que remar solo en una barca donde hay dos
personas.
Y entonces encontré trabajo. A la vez.
Él recogió sus cosas el día que yo empezaba a trabajar. Y me dio
igual. Intuía que venían tiempos mejores.
Y no me equivoqué. El verano, aunque
trabajando, fue bastante bueno. Hice unas amigas fantásticas en el
trabajo. Pasé muchos viernes tomando cañas con ellas a la salida y
riendo a carcajadas. Me visitaron las cabras (mis amigas blogger),
fuimos a la sierra, nos bañamos en el río. Me renovaron el
contrato, me felicitaron por mi trabajo. Volví a sentirme útil,
válida, buena profesional. Y entonces me llamaron de otro trabajo.
Uno de esos que sueñas, pero no crees que puedas conseguir. Uno con
responsabilidad, posibilidades de crecer, incentivos, objetivos,
cesta de Navidad. Confiaron en mí, me dieron todo lo que pedí,
invirtieron en mi proyecto a ciegas. Y entonces sí, sí me creció
el ego, la confianza, la seguridad que había tenido siempre en que
era una buena profesional y que los años en el paro habían mellado.
Y ahora termina el año. Y me da pena.
Porque todo está bien, todo está tan bien que tengo miedo. Cada día
tengo miedo de despertarme y que haya sido un sueño. Que no sea
verdad, que no tenga un trabajo tan bueno, que no tenga a mis niños
sanos, que no tenga a mi familia ahí, que no tenga a mis amigos, a
mis cabras, a mi Niño Chico. Que no tenga todo en su lugar como
ahora. Por eso trato de aprovechar el momento, de disfrutar cada
pequeña cosa. Me van a salir arrugas de sonreír, voy a desgastar a
mis gatos de abrazarles.
Y sólo puedo desear que el 2018 se
quede quietecito y deje todo como está. Que nos traiga salud para
seguir disfrutando, trabajando, haciendo cosas que me gustan. Es todo
lo que pido. El Virgencita, Virgencita, que me quede como estoy.
Y a vosotros os deseo lo mejor de lo
mejor. Que el 2018 sea un buen año para todos, que tengamos salud,
trabajo, seres queridos que nos alegren los días y un poco de dinero
para vivir sin apreturas. Muy, pero que muy feliz Año Nuevo a todos.