sábado, 7 de septiembre de 2019

Ni tan mal


Casi siempre mi lema vital ha sido “y yo qué sé”. Me he pasado casi toda mi vida sin saber nada. Me parece lo lógico. Y desconfío profundamente de la gente que lo sabe todo y que se pasa la vida sentando cátedra. Sin embargo, últimamente mi lema ha mutado levemente a “ni tan mal”. Que sé que es una expresión medio moderna medio regulera, pero expresa bastante bien en pocas sílabas mi sensación constante de “no es la opción óptima, pero podría ser peor, así que vamos a conformarnos, a ver el lado bueno y a seguir tirando palante que no hay otra.”
Al final la aventura de Rata y Esponja no pudo ser. Maya es muy sociable pero tiene una vena macarra, Coco tiene un humor bastante malo y no es sociable con otros gatos. Y mi pobre Ron, que como de costumbre no había dicho ni hecho nada, se llevó la peor parte. Una de las veces que los juntamos Coco le pegó un revolcón sin venir a cuento y mi pobre gordo se quedó un par de días medio asustado, medio raro. Y no. Ya lo pasó mal cuando vino la niña y se puso malito y no voy a correr ese riesgo de nuevo. Así que tras bastantes lágrimas y hablarlo mucho, Coco el esponjoso-furioso se fue a vivir a Dorne con los abuelos, que le consienten más que a un nieto tonto. Y mis niños siguen felices en su casita tan tranquilos. Ni tan mal.
El Dorniense se mudó definitivamente a mi casa. Ahora es nuestra casa. Supuestamente. Yo sigo pensando que es mi casa invadida por un Dorniense con demasiados cachivaches frikis y una fijación por el orden que me aburre soberanamente. Él piensa que se ha mudado con una diógenes que guarda basura y espurrea todo a su paso, complicando en exceso su misión en el mundo que es meter las cosas en cajas perfectamente alineadas. Aún así, estamos felices, nos reímos mucho y no discutimos ni aunque pasemos el día en el IKEA. Pues ni tan mal.
La yaya sigue igual. Yo la miro y “veo” cosas. Cada vez está más delgada, le cuesta más comer, respira un poco peor y tiene un ruido raro cuando tose. Sé que se está consumiendo. Y creo que de algún modo extraño ella también lo sabe aunque no lo sepa. Pero está “bien”. Sigue con sus planes, su rutina y sus cosas. Escribe y lee todas las tardes, cose y me llama por teléfono. Salen por las mañanas a dar su paseo, a comprar, a por el periódico. Yo voy todas las semanas a verla y charlamos mucho, nos reímos y cuando salgo del portal me dicen adiós desde el balcón. Luego me monto en el coche y me harto a llorar hasta casa. Pero bueno, sigue ahí, con el yayo y con su vida. Aún la tengo y cada día doy gracias por haberla disfrutado un poco más sin que ella aún tenga dolores ni esté sufriendo. Así que ni tan mal.
El trabajo es una pesadilla en verano. No es que mi trabajo sea el colmo de la diversión, pero en verano con las vacaciones, los cuadrantes y las cosas aún pendientes del cambio de empresa hay días que me tiraría por la ventana. Pero me han hecho indefinida por primera vez en mi vida, trabajo desde casa la mayor parte de los días y no tengo jefe ni nadie que se pase la vida controlando lo que hago. Así que ni tan mal.

Y así estamos. No puedo decir que bien del todo, pero no me puedo o no me quiero quejar. Porque dentro de mi caos habitual todo está en un equilibrio relativamente inestable que de momento se mantiene. Y ni tal mal, oye, ni tan mal.