domingo, 26 de agosto de 2018

A por la segunda


Hace un año estaba trabajando en teleasistencia en la misma empresa donde me han contratado ahora para otra cosa bastante más aburrida aunque más lucrativa. Había hecho buenas migas con unas compañeras y a veces nos quedábamos a la salida a tomar algo. No podía echarme la siesta, trabajaba de tarde, pero a cambio podía trasnochar y levantarme cuando me diera la gana. Ahora madrugo como una alondra y me tengo que acostar pronto. Lo odio. Me acababa de hacer el tatuaje de las costillas. Ahora estoy urdiendo el siguiente y puede que me agujeree de nuevo la oreja. Habían venido mis amigas de Granada y el Niño Chico a verme y habíamos pasado unos días en la sierra. Ahora no he podido salir más allá del barrio de los yayos. Fue un buen verano el del año pasado. No genial, no fantástico... pero bastante bueno. Algo mejor que este diría que sí.
Este año voy de boda en boda. Por un lado es un coñazo, un gasto enorme y una extraña sensación entre aburrimiento, pereza y un pellizco de emoción. Raro todo.
La primera fue en Sevilla, de unos amigos del Niño Chico. Boda más cutre y más aburrida, señor mío. Estrené un vestido verde muy bonito y me llené el pelo de orquídeas moradas.
La siguiente es la semana que viene, de una de esas amigas de teleasistencia. La primera con la que quedé a tomar algo. Y eso cuando la vi en la entrevista no me cayó muy bien. No sé por qué, no había razón ninguna. De hecho, la primera vez que hablé con ella me pareció encantadora. Qué tontas son a veces las primeras impresiones. Aquel viernes del verano pasado salimos a la puerta después del trabajo y me dijo “¿qué vas a hacer ahora?”. Y yo, “pues irme a casa”. Y me dijo que si me apetecía algo fresco. Y a mí me apetecía. Así que nos fuimos al Rodilla de enfrente de la oficina y pedimos un nestea y unos sandwiches. No sé bien cómo, nos aliamos con dos chicas más y formamos un grupito de cuatro muy bien avenido. Las demás nos miraban como si estuviéramos locas. Yo creo que se morían de envidia de ver el buen rollo que nos traíamos.
Un par de meses después, cuando éramos ya inseparables, nos dijo que se iba tres días a París con el novio. Le dije que le iba a pedir matrimonio. Nos mandó un whatsapp desde allí para decir que sí, que se lo había pedido y foto con el anillo. Dos días después nos abrazamos las cuatro en el patio del edificio de oficinas. Un año después hemos hecho una despedida de soltera, las cuatro también. En una semana vamos de boda. Tres invitadas y la novia. Me voy a poner un vestido precioso que estrené para otra boda hace ocho años. Y una diadema de piedrecitas.
Aún me queda la boda de Reichel, para la que iré de rojo y con pamela. Pero eso es otra historia y otro post.

domingo, 19 de agosto de 2018

Bajo los adoquines había arena de playa


El otro día me volvieron las ganas de escribir en el blog. Así, de repente.

A pesar de que ha mejorado desde el momento absurdo en el que me encontraba en el último post, sigue sin gustarme este verano.
Mi madre está bien, le hicieron la prueba y no sabemos nada de los médicos, lo que es buena señal porque si encuentran algo, te llaman rápido. Lo mejor que te puede pasar con los médicos es que te ignoren y no tengan interés en verte.
Yo encontré trabajo enseguida. Eso es... bueno. A ver, sí, es bueno. Pero joder. Dos años seguidos sin vacaciones. Sin una semanita de descanso, de relax, de playa, de montaña, de amigos, de lo que mierda sea. Dos años sin quedada completa con los blogger. En fin. Mal por ese lado. Pero bien por eso de comer y ganarme la vida y blablablá.

El caso es que el otro día iba conduciendo el coche de empresa entre dos pueblos de la zona del Corredor del Henares. Es una zona fea, industrial, gris y donde le puedes rascar la tripa a los aviones que despegan. No me gusta. Pero de repente, según iba conduciendo un coche que no es mío y en el que no termino de encontrar el punto al asiento, me dio la rayada de que parecía que iba a ver el mar en el horizonte. Como cuando vas de viaje a la playa y de pronto empiezas a sentir esa humedad cálida de las zonas de costa y casi hueles la sal. Que de pronto notas que el verano tiene sentido y que todos esos kilómetros en coche han valido para algo. Y sigues conduciendo y de pronto, al tomar un desvío o tras una curva, aparece. Y ves el mar, azul y brillante de fondo.
Pues algo así. En mitad del Corredor del Henares. Con los aviones zumbando sobre mi cabeza. Con el coche ese que se para en los semáforos y arranca por arte de magia cuando pisas de nuevo el embrague. Y sin llegar a ver nunca el mar de fondo, claro.
Pero de repente me apeteció contarlo. Me apeteció escribir y decir que casi pude oler el mar en mitad de Madrid, de la rutina y la contaminación.