Éste fantástico post de Anusca me ha
hecho pensar. Si aún no la conocéis, no sé qué hacéis aquí
todavía. Y si ya la leéis, pues qué os puedo decir de ella. AnaCris es amor total, ella fue quien me regaló por el amigo invisible
que montó Eva en Navidad y os digo una cosa, los regalos me
gustaron, pero lo mejor de todo fue conocerla y empezar a seguirla.
Bueno, que me desvío. El caso es que
su post me ha inspirado para contaros cosas.
Mil veces he dicho que yo de pequeña
era más rara que un perro verde. Y encima rancia. No me gustaban los
besos, ni que me tocaran, ni que me hicieran preguntas, ni que me
hablaran, ni que me tocaran los cojones en general. O sea, como
ahora, pero sin protocolo social. Y es que a ver, yo soy cariñosa
con mi gente, pero no modo lapa. Y con los desconocidos, nada. Y
usted, señora con bigote amiga de mi abuela, es una desconocida. No
me pida besos, no me toque la cara, no me diga cosas, no me toque las
pelotas, haga el favor y vaya a dar el coñazo a sus propios nietos.
Así, por ejemplo.
Y una de las cosas que más me enfadaba
era que me dijeran “Bueno, bonita ¿y tienes novio? Siendo tan
guapa tendrás muchos”. Que yo pensaba “a ver, señora, que tengo
cinco años, ¿cómo que novio? Igual en diez años, pero ahora me
dedico a colorear. Sea usted seria y haga preguntas con sentido”.
No lo decía, porque algún manotazo en la boca me llevé y opté por
la técnica de no decir ni mu y esperar a que los adultos me
excusaran diciendo que era tímida. Mis cojones son tímidos, lo que
pasa es que no hablo con idiotas. Qué mal llevé la infancia, de
verdad os lo digo.
Luego crecí un poco y la verdad es que
no recuerdo si me gustaban los niños o no hasta los 14 años o así.
A ver, que sí, que bien, que ese es guapo, el otro también y aquél
es gracioso. Pero que no se me acercaran mucho. Y que nadie me
preguntase por el tema porque me cabreaba cosa mala. Curiosamente,
siempre tuve más amigos chicos que chicas, era bruta, jugaba con
ellos y me lo pasaba bomba con sus bromas y sus cosas. Es decir, que
no era miedo ni vergüenza, ni nada de eso. Era que no iba conmigo lo
de emparejarse, lo veía extraño, ajeno, de mayores, de otra gente.
De hecho, una vez pegué a un chico por decir que era mi novio sin mi
conocimiento al respecto porque me pareció machista que lo decidiera
por su cuenta. En otra ocasión os lo cuento.
A los 14 me enamoré platónicamente de
un tipo del pueblo sobre el que no me gusta hablar porque la historia
terminó con malos tratos a los 19 y no viene al caso.
Casi con 15 me enrollé por primera vez
con un chico moreno de ojos negros preciosos y una sonrisa socarrona
que a día de hoy aún me trae buenos recuerdos. El tema es que era
del pueblo y nunca tuvimos nada serio, aunque andamos tonteando
durante años.
La parte un poco más romántica de la
historia es que en esa etapa adolescente mía se llevaban los juegos
y los test de revista para saber cómo conocerías a tu futuro marido
y blablá. Recuerdo que durante una temporada me salió
insistentemente que conocería a mi amor en el autobús. Salió tanto
que ya parecía cachondeo. Como yo no creía en esas cosas y no he
tenido nunca la más mínima intención de casarme, no hice caso y me
olvidé del tema.
A los 16 empecé con mi primer novio y
a partir de ahí tuve mis líos, mis amoríos, mis decepciones, mis
historias. Y a los 21, volviendo un día de la facultad donde tenía
un par de asignaturas de libre configuración, me encontré con el
Ross en el autobús. Y BUM. Yo le conocía del instituto, habíamos
sido amigos y mi idea de él es que era un tipo raro, con unas pintas
extrañas y una mente enigmática que quería ser físico. Pero de
repente era otro. Llevaba otras gafas, se había quitado su estúpido
chaleco beige de pescador y se había cortado el pelo. Y me atravesó
de lado a lado como un huracán. Le vi sonreírme y como en las
películas, el mundo empezó a estar borroso a mi alrededor. Sólo le
veía a él. Ese chico era para mí. De repente, en una décima de
segundo, supe que era MI Ross. Nos pusimos a hablar, me olvidé por
completo del chico que me acompañaba y todo mi mundo se llenó de
Ross al instante. Empezamos a quedar, venía a buscarme, conocí a
sus amigos, me llevó a una fiesta de rugby. Y un mes después
conseguí que me besara por fin. Me enamoré hasta las trancas. Y me
acordé de la profecía del autobús.
Luego pasaron cosas, quizás éramos
demasiado jóvenes y rompimos dos años después. Yo pasé mi etapa
golfa, tuve otras relaciones incluida la del desequilibrado con el
que llegué a convivir poco más de un año y la del Niño Chico al
que quise tanto, que llegué a pensar que funcionaría y me quedaría
con él para siempre. Pero nunca, jamás, sentí ni por un segundo lo
que había sentido en el bus al ver al Ross. Siempre le tuve ahí
dentro, en contra de mi voluntad y aunque me jodiera en muchos
momentos. El Ross era una constante en mi vida. Y salvo pequeñas
temporadas, siempre seguimos teniendo contacto, seguimos siendo
amigos, seguimos teniendo un vínculo especial. Y a temporadas,
tuvimos acercamientos amorosos que no llegaron a nada por unas
razones u otras. Muchas veces dije que tenía que parar, que tenía
que acabarse, que ya era suficiente. Pero es que algo dentro de mí
me decía que al final, saldría bien, que al final volveríamos a
estar juntos, que al final, sería. Porque sí, porque tenía que
ser, porque le había encontrado en el autobús. Lo sabía, no sé
por qué, pero lo sabía. Y quizás por pura cabezonería, al final
parece que tenía razón. Ahí está, roncando mientras escribo esto.
Anusca decía en su post que al final
sólo había estado con su marido. Yo admiro a esa gente con amores
de toda la vida, de verdad. Pero yo no soy así. Sabía que no iba a
terminar con mi primer novio. Y no me arrepiento de los años
separada del Ross (a pesar de que a veces ha sido horrible) porque he
aprendido, he conocido otras cosas, he vivido, he disfrutado, he
llorado y me he convertido en la persona que soy, totalmente segura
de lo que quiero. Si no, me hubiera quedado siempre con dudas y con
preguntas. Cada uno somos un mundo.
En cualquier caso, bendito autobús que
me llevó a ti.