Mostrando entradas con la etiqueta peligro al volante. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta peligro al volante. Mostrar todas las entradas

viernes, 5 de enero de 2024

La Niebla

 

Igual antes de proponerme volver al blog debería haberme propuesto conseguir un ordenador nuevo, que llevo media hora para conseguir que arranque. En fin.


Ayer fue la cena con los satánicos, que hacemos siempre por navidad pero resulta ser casi en Reyes. Es una de nuestras extrañas tradiciones. Fui aunque me encontraba fatal. De hecho lo estuve pensando durante mucho rato y llegué tarde y no cené. Pero les vi y me llené de abrazos, que es lo que cuenta. A la vuelta, pensaba como siempre disfrutar de mi rato en coche por la noche, rumiando el tsunami emocional y cantando a pleno pulmón. Pero había una niebla horrible, espesa y blanca como la muerte la misma. Ni en una película de terror se atreven a crear una niebla tan densa, tan impenetrable.

Me acordé de Lo que el Viento se Llevó, que este año volví a verla el día 1 como hacía cuando vivía sola. Me acordé de Escarlata, soñando que persigue algo entre la niebla sin conseguir alcanzarlo. Me acordé de cuando vestida de negro, tras perder a su hija y a su única amiga de verdad, persigue a Rhett por Atlanta para descubrir que va a dejarla.

Y lo que iba a ser un viaje agradable de vuelta a casa, terminó siendo un horror de ir super despacio y acojonada si ver más allá de mis narices y preguntándome si el padre Karras estaría a la vuelta de la esquina o si llegaría a casa y encontraría al Dorniense poniéndose el sombrero y diciéndome que todo ya le importa un bledo. Por suerte y como suele pasar, no ocurrió ninguna de las dos cosas, ni de las mil catástrofes que se me ocurren por minuto, y llegué a casa sana y salva, con el Dorniense plácidamente dormido y sin exorcista recortando su negra silueta en la noche.


Aún así, en medio de todo eso me dio tiempo a pensar cosas mínimamente lúcidas. Una de ellas es que la niebla nos da miedo porque no nos deja ver lo que hay más allá. Y el cerebro es un cabrón que se inventa cosas horribles todo el tiempo. Cosas que por lo general, no pasan. Cosas, que suelen ser más terribles en nuestra cabeza que fuera de ella. Cosas que multiplicamos, afeamos, llenamos de matices espantosos sacados de las peores pesadillas. Cosas con las que ni el diablo podría competir. Pero en general, cuando se aclara la niebla, cuando el sol o la luz la filtran, cuando el amanecer rompe por fin el manto helado de la noche, lo que sigue ahí es lo de siempre. Lo cotidiano que nos hace sentir seguros. La carretera por la que hemos ido mil veces y sabemos de memoria. La ciudad en la que habitamos. La calle en la que bailamos mil noches de borrachera. El bar que cerramos entre cantos y risas. El portal de nuestra casa, cálida y segura, donde nos esperan los seres a los que amamos.

Al final, debajo de la espesa capa de niebla que nos ha asustado, sólo está la vida de siempre. Que a veces también da miedo, pero al menos la vemos, la reconocemos y la podemos mirar a la cara.


Este blog ha sido siempre mi terapia, ya que no creo en otra. Ha sido donde me he atrevido a decirme a mí misma las cosas que si no, no digo nunca. Ha sido donde me he roto y me he reconstruído unas cuantas veces. Donde he admitido errores y he caído en la cuenta de mis propias equivocaciones. Donde he dado la bienvenida y he dicho adiós. Donde he despejado la niebla de mi cabeza para ver que debajo seguía estando yo.


Por eso, anoche, en mitad de la M30 una vez más, mientras la niebla me atería el alma, me di cuenta de que tenía que volver. Y no sólo de vez en cuando. Tenía que volver para ir despejando la mente, para irme enfrentando a miedos, para ir exorcizando demonios. Y a veces, quizás, para escribir cosas a quien dice leerme siempre con la esperanza de encontrase entre mis letras.


No espero que me siga tanta gente como antes. No espero muchos comentarios. No espero nada. Pero os recuerdo que en blogger te puedes suscribir para que te lleguen la entradas al correo. Y que suelo poner el enlace el twitter. Y que si no, aquí de momento las puertas siguen abiertas.


Feliz 2024. Que Dios nos dé salud para enfrentar el resto. Que no me falte nadie más. Que vaya deshaciendo nudos de mi mente. Que el sol al fin, venza los bancos de niebla.


miércoles, 23 de noviembre de 2022

Botón de autodestrucción

 Hay veces que me enfrasco tanto en mis propios pensamientos que dejo de escuchar todo lo que me rodea. Tengo una capacidad de abstracción que puede ser muy buena o muy mala, según el caso. Cuando tengo que estudiar o estoy concentrada en algo importante es fantástico porque no me molesta el ruido del ambiente. Cuando mi cerebro irse de vacaciones a un lugar que le resulta más interesante pero mi cuerpo debe estar atento a cosas como conducir o trabajar, pues ya no está tan bien.

Ayer por ejemplo volvía conduciendo de un lugar donde no debía haber aparcado. Y no puse la radio del coche porque mi cerebro estaba cantando a todo volumen “Poison” de Alice Cooper, tan alto que no fui consciente de que la música salía de mi cabeza y no de los altavoces. No sé cómo llegué a casa, no soy consciente en absoluto del camino, los semáforos o los cruces. Pero sé que en algún momento empezó a diluviar, tuve que poner los limpias y entonces, sólo entonces, me di cuenta de que no hacía falta subir el volumen de la radio porque estaba apagada. Sin embargo, la voz del señor Cooper seguía clarísima a mi alrededor repitiéndome que el veneno corre por mis venas. Y me pareció bien. Era mejor eso que procesar otras cosas.

Al menos no me dio por cantar al Puma. Aún recuerdo esa época en la que casi me realizo una lobotomía casera con el taladro. A esto me refiero con que mi cerebro puede hacer las cosas muy bien o muy mal, sin termino medio. Puede elegir mis canciones favoritas cuando más las necesito o puede martirizarme con la numeración día tras día sin motivo alguno. Puede darme rachas de felicidad absoluta, de paz, de tranquilidad y de sentirme llena y que un día me despierte y de pronto decida dinamitarlo todo porque sí. De verdad no sé qué afán tengo con pulsar el botón de autodestrucción absoluta cuando menos lo necesito.

En la última semana ha habido dos personas queme han dicho que no me va la vida sencilla, que me gusta complicarme y jugar con los limites. Que me gusta rozar el fuego y ver cuánto puedo acercarme sin llegar a quemarme o quemarme sólo un poquito pero sin terminar en el hospital. Y joder, es cierto. Llevo toda la vida tratando de encontrar el equilibrio. Buscando personas, lugares y cosas que me den estabilidad, seguridad y calma. Y lo busco sabiendo que un día voy a decidir que eso me aburre y que voy a hacerlo saltar por los aires. Soy imbécil, ya lo sé.


Obviamente estoy en una racha de mierda. La única constante real en mi vida es Ron. Y no puedo creer que tenga que despedirme de él más pronto que tarde. No sé cómo voy a llenar el vacío gigantesco que va a dejar en mi vida. No sé qué haré con todo el tiempo, la atención, el amor y el cuidado que le dedico a él. No lo sé. En otras épocas me habría dado a la fiesta, el sexo y el rock and roll. O hubiese hibernado en mi casa mirando al vacío hasta el amanecer, comiendo roñidonetes y cantando rancheras. O hubiese tratado de hacer algo estúpido. Me marco objetivos muy absurdos cuando estoy mal, así que podría haber sido cualquier puta cosa estrafalaria y posiblemente, dañina. Ahora supongo que sólo me queda lo de cantar mentalmente eligiendo cuidosamente canciones que no incluyan pavoreales porque soy más madura. O simplemente más vieja y estoy más cansada. O porque tengo menos tiempo. O porque tengo un dorniense que a veces me mira con infinita paciencia, como si estuviera harto de ver cómo me hostio contra absurdos, sin reprocharme nada nunca. Pero me cuesta. Y aunque por ahora Ron está bastante bien y cada día lo tomo como un auténtico regalo, no dejo de tener un dolor constante en el pecho que me impide respirar con normalidad. Y para acallar eso, para poder tener una vida “normal”, para poder seguir yendo a trabajar, salir, comprar, hablar con otras personas, y no pasar los días llorando en posición fetal, lo único que hago es una especie de huida hacia delante a la desesperada. No pienso, no siento y no padezco. No paro ni un momento a escucharme. Voy, como en épocas antiguas, arrasando con lo que se pone delante sin pensar en consecuencias y tratando de coger aire mientras siento como una mano cruel se cierra alrededor de mi pecho y me roba el aliento en cuanto bajo la guardia un instante.


Seguramente no esté haciendo nada por mejorar las cosas para conmigo misma. Seguramente lo esté empeorando todo. Seguramente. Pero al menos las canciones de mi cabeza me gustan.

sábado, 28 de agosto de 2021

Elegía al naarbólido

 

Como decíamos ayer...


El naarbólido se jubiló. Decidió que 20 años de servicio eran suficientes y que hasta aquí habíamos llegado. Qué pena me dio decirle adiós. Y sí, era un coche y a los coches no se les quiere. Pero era mi coche. Mi primer coche. El coche que siempre quise. Y yo qué sé, que no era sólo el coche. Es que fue el coche con el que nos perdimos por Almería. Con el que fui a recoger al Dorniense a la estación la primera vez que le conocí. Con el que nos fuimos de viaje de novios. Fue el coche donde besé por primera vez al chico aquél con el pelo largo. Donde metí todos mis trastos para hacer las mudanzas. Donde traje mis muebles del ikea. Es el coche con el que iba por Madrid en mis años locos, las noches de fiesta, las tardes de rugby. Con el que iba con la yaya a hacer la compra. El coche donde pasé la noche esa que fue un punto y final con el dueño de mis sábanas. Era una parte de mi vida, como un rasgo más de mi personalidad, como una extensión de mí misma.

Me tuve que comprar otro, claro. Porque lo necesito para ir a trabajar y porque reconozco que este culo gordo de vaga no se hace a base de andar. Y el nuevo es un coche majo. Se parece mucho al naarbólido, de hecho es el modelo siguiente pero misma marca y todo. Pero no es igual. El primer mes me lo pasé pensando “vale, muy bien este coche nuevo pero a ver si me devuelven el mío”. Ahora ya no lo pienso, pero cada día cuando voy a cogerlo me sigue pareciendo raro.

Además es negro. El naabólido era de un color de esos que las madres llaman “sufridito” y que se traduce en “se nota poco la mierda”. Al principio era un azul clarito metalizado que fue quedándose así como gris plata roñoso. Y bien, eh. Que no lo lavé nunca y aguantaba dignamente. Pero este cabrón no. Éste siempre está sucio. Pero sucio modo me da vergüenza decir que es mío. Tanto es así que lo llevé a lavar. Vaya cinco euros tirados a la basura. A la siguiente vez que se me ocurra me lo gasto en porros.

Primero fui a una gasolinera un día de estos tórridos de hace unas semanas, cansada, sudada, después de hacer mil cosas y hasta el coño de todo. Y resulta que la máquina lava-coches con sus rodillos de colorinchis estaba estropeada. Vayapordiós. Vuelva usted mañana. Y yo dije, mira, será que el destino o el dios de los coches cochinos no quiere que lo lave. Pero a los pocos días estaba aún más sucio, las cacas de pájaro se estaban resecando y comiendo la pintura. Así que me armé de paciencia y me fui a otro sitio, otra vez acalorada, sudada y cansada. Eché una gasolina que en realidad no necesitaba para que me hicieran el descuento, pagué mis cinco euros para un lavado super premium y dejé el coche reluciente.

Mmmmñé. La alegría dura poco en casa del pobre. Lo aparqué lejos de los árboles para que no le cagaran los pájaros. Y quiso el destino o el dios de los coches cochinos, que ese mismo día por la tarde hicieran obra en la calle, con su picar de asfalto, su levantar baldosas y su descargar un camión de arena justo al lado de mi coche antes reluciente y ahora cubierto de una gruesa capa de polvo. Cuando lo cogí a la mañana siguiente para ir a trabajar casi me echo a llorar.

Así que me he dado por vencida. Nací para tener el coche sucio, así lo quiso el destino o el dios de los coches cochinos. Que le den por culo. Que me mire con toda la cara de pena que quiera, lleno de polvo y churretes. Que aprenda de su predecesor, que ahí estaba con sus mil bollos, su roña acumulada de casi dos décadas y sin decir ni mu.


Al menos el otro día mientras conducía volví a sentir la inspiración de la M30, que es esa que me ataca cuando voy por la circunvalación maldita y mi cabeza bulle de ideas que se disipan en cuanto llego a casa y me siento delante del ordenador. Y pensé que eso sólo me pasaba en el naarbólido, pero se ve que no, que vale cualquier coche, que igual hasta me servía una elegante calesa tirada por caballos.


He perdido el ritmo de escribir. Incluso la capacidad de escribir medio regular. He perdido muchas cosas en el último año. Desde que empezó el 2020 todo es... indescriptible. Y aún así, vuelvo aquí de vez en cuando, soplo un poco el polvo, esquivo los arbustos rodantes y me recuerdo a mí misma que pase lo que pase, aunque esté desierta, abandonada y mis vecinos se hayan ido, esta sigue siendo mi casa.

domingo, 19 de agosto de 2018

Bajo los adoquines había arena de playa


El otro día me volvieron las ganas de escribir en el blog. Así, de repente.

A pesar de que ha mejorado desde el momento absurdo en el que me encontraba en el último post, sigue sin gustarme este verano.
Mi madre está bien, le hicieron la prueba y no sabemos nada de los médicos, lo que es buena señal porque si encuentran algo, te llaman rápido. Lo mejor que te puede pasar con los médicos es que te ignoren y no tengan interés en verte.
Yo encontré trabajo enseguida. Eso es... bueno. A ver, sí, es bueno. Pero joder. Dos años seguidos sin vacaciones. Sin una semanita de descanso, de relax, de playa, de montaña, de amigos, de lo que mierda sea. Dos años sin quedada completa con los blogger. En fin. Mal por ese lado. Pero bien por eso de comer y ganarme la vida y blablablá.

El caso es que el otro día iba conduciendo el coche de empresa entre dos pueblos de la zona del Corredor del Henares. Es una zona fea, industrial, gris y donde le puedes rascar la tripa a los aviones que despegan. No me gusta. Pero de repente, según iba conduciendo un coche que no es mío y en el que no termino de encontrar el punto al asiento, me dio la rayada de que parecía que iba a ver el mar en el horizonte. Como cuando vas de viaje a la playa y de pronto empiezas a sentir esa humedad cálida de las zonas de costa y casi hueles la sal. Que de pronto notas que el verano tiene sentido y que todos esos kilómetros en coche han valido para algo. Y sigues conduciendo y de pronto, al tomar un desvío o tras una curva, aparece. Y ves el mar, azul y brillante de fondo.
Pues algo así. En mitad del Corredor del Henares. Con los aviones zumbando sobre mi cabeza. Con el coche ese que se para en los semáforos y arranca por arte de magia cuando pisas de nuevo el embrague. Y sin llegar a ver nunca el mar de fondo, claro.
Pero de repente me apeteció contarlo. Me apeteció escribir y decir que casi pude oler el mar en mitad de Madrid, de la rutina y la contaminación.

martes, 19 de junio de 2018

Araña y volante, peligro constante.


Me gusta el verano, el sol, el buen tiempo. Me gusta y este año lo echaba mucho de menos. Estaba hasta el gorro de frío, chaqueta, lluvia, botas y nubes grises. Estaba tan harta, que se me habían olvidado los contras del verano.
El primero y principal es que los gatos se ponen tontos. Comen menos, se tumban en el suelo como si estuvieran a medio derretir, no duermen la siesta conmigo y me miran con cara lastimera como si yo pudiera hacer que dejara de hacer calor pulsando un botón mágico pero no me diera la gana de hacerlo. Así que ahí estoy, tratando de tener la casa fresquita, persiguiéndoles para que coman, gastando un dineral el bolsitas húmedas para que tengan atún rico cuando les apetezca... en fin.
Otro de los contras es que el calor hace que ocurra algo que mi padre el hippy denomina que “aflore la vida”. Y por veinticinco pesetas, diga bichos que aparecen con el calor y le complican mucho la vida a Naar, como por ejemplo, mosquitos... un, dos, tres, responda otra vez. (Insertar aquí musiquita molesta tipo reloj de tic-tac)
Mosquitos que pican.
Mariquitas que Maya intenta comerse. (por cierto, no deben estar nada buenas)
Diminutos escarabajos que trepan por mis paredes.
Mosquitos que no pican, pero zumban en el oído.
Moscas.
Arañas.
Arañas que provocan accidentes de tráfico.
(Sonido de sirena)

Sí, una vez más, una araña ha intentado matarme. Y ésta encima ha intentado que pareciera un accidente. Cada vez perfeccionan más la técnica, las cabronas.
El caso es que hoy salía yo de trabajar a medio día con toda la solana. Me monto en el coche, bajo las ventanillas y me dispongo a callejear por medio Brónxtoles berreando cantando tan tranquila. Me enciendo un cigarro y saco la mano por la ventanilla porque soy así de chula. Y entonces la veo. La muy puta. Ahí en el retrovisor, a pocos centímetros de mi mano. Una araña blanca horrible que se había molestado en tejer su tela y todo como si no tuviera intención de irse. He pegado un respingo y dado un volantazo que por suerte no se ha llevado por delante a nadie. He subido la ventanilla sin dejar de mirarla y he empezado a ahumarme sola en el coche. La araña seguía ahí, tan pancha. Y yo conduciendo por las calles estrechas y horribles del centro del Bronx sin quitarle ojo y urdiendo un plan para echarla de ahí al poder ser sin morir en el intento por accidente ni por ahumamiento. Creedme, no es fácil.
Al pararme en un semáforo se me ha ocurrido quitarla con un papel... pero obviamente no iba a acercar mi mano a ese ser del averno. Así que me he puesto a tirarle bolitas de pañuelo. Además de poco efectivo, ha sido bastante ridículo, debo admitirlo. Así que me he armado de valor, he enrollado un pañuelo y la iba a quitar haciendo acopio de valor pero se ha movido y lo único que se me ha ocurrido ha sido dejar caer el pañuelo y gritar “¡¡tu puta madre!!”. El señor del coche de al lado me ha mirado con mala cara y a mí me ha dado la risa nerviosa, así que ha debido pensar que era una trastornada cualquiera y en cuanto se ha abierto el semáforo se ha alejado de mí todo lo posible.
Yo seguía conduciendo mirando a la araña y ella seguía ahí, a su bola. He pensado más formas de librarme de ella con las escasas armas a mi alcance. He localizado el mechero con el que me había encendido el cigarro. ¡Pues claro, fuego! No sé por qué, siempre que aparece una araña en escena, una de mis ideas es hacer fuego. Luego siempre me doy cuenta de que el fuego nunca es buena idea a no ser que sea para asar chuletas.
Así que si torpedear con bolitas de papel no funcionaba y el fuego no era una opción, sólo quedaba una salida: la velocidad. Si iba lo bastante deprisa, la araña se caería. En cuanto he salido a la carretera, he acelerado como fitipaldi. Pero la araña resistía. Y por un momento he hecho cálculos... ¿a qué velocidad hay que ir para que se despegue ese bicho asqueroso? ¿a qué velocidad multan? ¿hasta qué punto sonaría creíble si me para la policía por exceso de velocidad que voy muy rápido porque una araña quiere matarme?
Por suerte, cuando iba ya a meter quinta y que fuera lo que Dios quisiera, la araña se ha movido y fuuuu, ha salido volando.
Sólo me ha llevado el resto del camino a casa de ir rascándome y mirando a mi alrededor como una loca el convencerme de que se había ido para no volver.
De verdad, de verdad, que me gusta el verano. Y que si no fuera por lo mal que lo pasan los mininos, firmaría por 30 grados todo el año. Y que los bichos no me molestan siempre que tengan menos de seis patas. Pero las arañas no. Ellas se pueden ir al infierno sobre sus ocho patas y dejarme conducir tranquila.





martes, 29 de mayo de 2018

Un guiño con la lengua fuera, la jerga policial y el ictus.


Sabía que no debía hacerme amiga de un poli. Lo sabía. Porque claro, conoces a uno, es majo, te encariñas un poco y le das una oportunidad. Venga, vamos a ser amigos a pesar de que seas lo que eres. Y entonces los demás lo saben. Como las avispas, que si matas una vienen cincuenta a vengar su muerte y al final es peor. Se comunican con sus walkie-talkies esos de policía o lo que sea que usen. Y cuando los demás saben que eres una presa fácil, que estás debilitada, empiezan a acorralarte para ser también tus amigos y llenar tu vida de orden y ley y uniformes todas esas mierdas suyas.
Primero fue mi amigo el poli. Y bueno, me caía bien y cuando me enteré de que realmente era policía ya era muy tarde para ser antipática con él.
Luego el memo de mi excompañero de insti que pretendió ligar conmigo. Me ha escrito un par de veces más por whatsupp y me pone nerviosa porque usa un montón de emoticonos que no sé interpretar. Es algo tipo “Hola, qué tal?” *carita sonriente, guiño, guiño con lengua fuera, risa con un ojo más grande que otro, guiño y lengua.* Y yo pienso “pero ¿qué le pasa a este hombre? ¿a qué tanta mueca? ¿tendrá un tic? ¿síndrome de Tourette? ¿Le estará dando un ictus? ¿Hay un médico en la sala? Call nine-one-one!”
Total, que era todo muy complicado y decidí no ser su amiga, más que nada porque no lo hemos sido nunca y tanto emoticono por palabra me confunde.
Y entonces llegó otro policía. Otro que en dos miniconversaciones por whatsupp ya ha conseguido sacarme de quicio unas veinte veces.
El caso es que estaba yo trabajando y en el vado de la puerta para poner las furgonetas de la ruta y que los abuelos suban y bajen había aparcado algún gilipollas desaprensivo. Porque a ver, es gente en silla de ruedas, con muletas, enferma y en el mejor de los casos, muy mayor. ¿Para qué coño pones tu puto coche ahí durante horas? Total, que llamamos a la poli. Le multaron, se fueron y el coche seguía ahí. Volvimos a llamar, volvieron a multar, volvieron a irse. Obviamente, el coche seguía ahí. Llamamos OTRA VEZ ya más cabreados. Y por fin vino uno que llamó a la grúa.
Yo estaba a mis cosas cuando entró la directora y me dijo que estaba dando una información del centro al policía en cuestión y que iba a darle mi tarjeta por si necesitaba ayuda con servicios sociales o información o algo. Francamente, no le hice ni puñetero caso porque acababa de llegar del hospital de ver a mi usuario, iba a recoger unos papeles y me quería largar cuanto antes.
Unos diez minutos más tarde conseguí salir para irme a mi casa cuando un policía municipal, con su unirme y sus gafas de sol y todo se me pone delante y me llama por mi nombre.

  • Perdona, ¿eres Naar?
  • No... ¿Naar? ¿qué Naar? Yo soy... señora de incógnito.
  • Ah, es que me ha dado una compañera tuya una tarjeta y me ha dicho que la trabajadora social...
  • ¡¡Vale!! lo confieso, soy yo, soy Naar. ¡Deja de interrogarme!

El tipo parecía majo, pero yo ya conozco esa estrategia. A mí no me engañan más. Que huy, qué simpático y amable que soy... ¡que no me la das, que eres policía! Y mientras yo no dejaba de mirar mi coche aparcado en una zona de carga de y descarga (debo decir en mi defensa que eran las dos menos diez y la zona sólo es de carga y descarga hasta las dos), el tipo me contaba su vida. Que si su abuela, su tía y la madre que parió a panete. Y yo “ahá, ahá, comprendo (mirada de reojo a mi coche aparcado en descarga) claro que te escucho, ahá, ahá”. Pensé que me estaba librando cuando me dice:

  • ¿Este móvil de la tarjeta es el tuyo?
  • ¡No es mío, es de la empresa! ¡Lo juro, no lo he robado!
  • No, es por si puedo preguntarte alguna duda cuando vaya a servicios sociales.
  • Ah, sí, claro.
  • ¿Y tienes whatsupp?
  • Sí, pero sólo para cosas legales, lo prometo.
  • Bueno, ya te diré algo, no te entretengo que tendrás prisa.
  • No, es que tengo el coche aparcado en carga y descarga. - mierda, ya la he liado – Pero han sido cinco minutos, de verdad. Y ya me iba. Por favor, no me multes. Te puedo ayudar en las gestiones si no me multas. Lo he dejado ahí porque tenía prisa. - sólo hay una forma de salir de esto. - O sea, prisa... es que llevo un cadáver en el maletero y tengo miedo de que los perros lo huelan y descubran el alijo de drogas de los bajos.

El tipo se echó a reír. ¡Mira, un policía con sentido del humor, corre, pide un deseo!
Me dijo que ya me escribiría y me diría algo. Como tengo que ser buena empleada y tratar de conseguir nuevos usuarios le dije que vale y me fui a mi casa. Al rato me escribió para decirme que era el policía Fulánez. Que al parecer no tiene nombre, sólo apellido, como los policías de bien. Y que si me ponían una multa, se lo dijera, y que jaja, cara con guiño y lengua fuera. Vaya por dios, otro que sufre ictus y trata de comunicarlo con emoticonos. Eso, o es una jerga policial que yo no comprendo, porque empiezo a ver un patrón aquí.
Al día siguiente me escribe de nuevo y me dice que ya tiene la cita en servicios sociales. Bien, has sido capaz de marcar un número y pedir una cita. España está orgullosa de tu efectividad. Y que si al final me ponían una multa le avisara, guiño, guiño, lengua fuera. En serio, que alguien me lo explique.
Al otro día me volvió a escribir. Que tenía una duda con la ayuda al cuidador y el cheque servicios. Le dije que iba a dar una charla sobre esos temas en mi centro, que viniera a verla y a informarse. Y me dice que vale pero añade:

  • Aunque no sé, me das un poco de miedo, al fin y al cabo, eres una delincuente.
  • ????
  • Por lo del cadáver en el maletero y tal. - jajaja, guiño, risa con un ojo más grande que otro. - aunque te estoy encubriendo.
  • Ah, jeje, vale. No te preocupes, no soy peligrosa.

Y aquí viene lo bueno, me preguntó si llevaba armas. A ver, me lo dice un tipo que pasa sus días con una puta pistola, una puta porra y unas putas esposas en la cintura. Así que le dije “menos que tú, a ver quién es el que es más peligroso”. Según lo dije me arrepentí. El sentido del humor de los policías es delicado. Sin embargo el policía Fulánez volvió a reírse y a sacar la lengua. En serio, qué problema tiene esta gente con las muecas extrañas. Y me dice que a ver si me va a tener que cachear. ¿Perdona? ¡¡¿¿PERDONA??!! Que cacheo ni qué cadáver en el maletero. Oiga, que yo aparqué cinco minutos en una zona de carga y descarga, no creo que me merezca este suplicio. Y váyase a ligar con otra a la que le gusten los uniformes y las cosas raras. Déjeme señor policía, que crecí al grito de “agua, agua” y pasé mis años universitarios diciendo eso de “mucha policía, poca diversión”. Déjeme, que me pongo nerviosa y digo tonterías y cualquier día de estos me pongo a usar emoticonos sin sentido y la gente va a creer que estoy sufriendo un derrame cerebral.

Se lo he contado a la directora. Se ha reído y me ha dicho que sea amable para ver si conseguimos que traiga a su abuela. O sea que ahora soy una presunta delincuente y puta en potencia que no sabe descifrar los emoticonos de la policía. Mi vida mejora por momentos.

sábado, 13 de enero de 2018

Me asomo a la ventana eres el recuerdo de ayer...

He estado a punto de llamarte. De decirte lo que acababa de pasar, porque era esa mezcla que me encanta de absurdo y gracioso. Luego me he acordado de que nosotros no hablamos. O sea, sí, podemos hablar, pero no solemos hacerlo. Nos vemos una vez al año, nos abrazamos muy fuerte, nos miramos un momento a los ojos, nos decimos muchas cosas con pocas palabras, nos hacemos un guiño entre la multitud, nos suspiramos al oído cuando nos despedimos. Y ya. Porque si hablamos, si hay comunicación, ponemos en riesgo nuestro orden dentro del caos. Y no queremos hacerlo. Ahora menos que nunca.
Pero lo he pensado, te lo juro. Porque si veo esa escena en una película, pienso que es un cliché que ya aburre de tan manido. Pero así ha sido. Yo iba conduciendo con mi amiga al lado. Habíamos cenado, nos habíamos reído a carcajadas. Como he ido por la M-30 y pasado por el túnel, en lugar de la radio llevaba un CD puesto. Y por casualidad, por pura casualidad, justo empezaba a sonar nuestra canción. Y ahí, justo ahí, cuando dice eso de “...y ahí voy, a romper las telarañas de tu corazón, verás como se escampa...” he parado en un semáforo y mirado a la derecha. Y estabas tú. Estabas tras las cristaleras de una cafetería. Sentado en una mesa, pegado a la ventana que daba a la calle. Como una puta película romántica de mierda.
Hacía meses que no pensaba en ti, pero hacía apenas diez minutos te había nombrado. Y de repente, pum, tú. Tú, ahí, tras la cristalera, con nuestra canción de fondo. No me jodas.
De hecho, recuerdo la última vez que pensé en ti antes de hoy. Hace meses tu recuerdo me fulminó como un rayo. Estaba en el trabajo. Y el director se llama como tú. No tiene nada de especial, es un nombre súper común. Mi padre se llama así, de hecho. Pero claro, para mí es “papá”, no le llamo por su nombre. Y curiosamente, no hay más gente en mi vida con ese nombre. Así que entró el director en mi despacho a dejarme unos papeles. Los cogí sin mirarle porque estaba liada y le dije “Gracias, nombre acortado”. Y boooooouuuum. Un puto trailer que me pasa por encima. Hasta ese momento no le había llamado así, siempre le había llamado por su nombre completo. Y no lo he vuelto a hacer. Porque por el nombre acortado sólo te he llamado a ti. Y si lo digo, me tiembla el pulso. Como ese día, que según lo dije, aunque creo que mantuve la compostura, el director me miró. Y el tío tiene una forma de mirar muy parecida a la tuya. Esa así que parece medio esquiva y que cuando se fija en ti te traspasa de lado a lado. Y me sonrió y me dijo algo de esos papeles que yo sujetaba en la mano mientras creo que ambos sabíamos que algo raro, una especie de viento helado y sofocante a la vez, acababa de pasar entre nosotros.
No le he dicho nada a mi amiga. He girado la cabeza un poco, según pasábamos para verte de nuevo por la cristalera del bar. En ese momento te has tocado la nuca, casi como en un gesto inconsciente. Quiero pensar, para rizar el rizo de la escena, que has sentido un cosquilleo. Era yo, mi yo del pasado susurrándote detrás de la oreja ese nombre acortado por el que sólo te he llamado a ti y por el que sólo yo te llamo. He seguido avanzando sin mirar atrás de nuevo. Y hemos seguido charlando mi amiga y yo mientras nuestros caminos se iban separando otra vez, tras un punto de tangencia casual.


¿Sabes? Todo va bien. Todo va muy, muy bien. Tanto, que no pienso tan a menudo en ti. Tengo todo lo que puedo desear. Y tú sólo eres un recuerdo. El mejor, pero un recuerdo. Y no quiero que eso cambie porque es mucho mejor así. Pero joder. He hablado de ti y te he visto por la ventana de la cafetería. Y tenía que decírtelo.  

lunes, 6 de noviembre de 2017

Un reto de bigotes, un carro robado... y una mierda.

La semana pasada fue... larga. El miércoles salí de trabajar y me fui a tomar algo con Álter y unos cuantos amigos de los gatos para celebrar Halloween. Nos dieron unas máscaras muy chulas y colaboramos en un proyecto para recaudar comidita para gatos que lo necesitan. Aún estáis a tiempo de echar una pata, mirad el Blog de una madre desesperada que explica muy bien el #Retodebigotes.
El jueves fue fiesta y me fui a pasar el día con mi familia casa de los yayos, lo que está muy bien, pero es más cansado de lo que parece. El viernes fui por ahí arrastrándome como pude y el sábado me tocó trabajar.
Digamos que cuando por fin salí a las 8 de la tarde y me subí en el coche (los sábados me lo puedo llevar al trabajo) lo único que quería era llegar a casa, hacerme una sopa de sobre y dejarme morir en el sofá hasta el día siguiente.
Obviamente, no ocurrió así.
Primero, como hemos cambiado de oficina, que maldita la hora del cambio, salí por una calle que no conocía, hice mal un desvío y terminé en la carretera de Zaragoza. Que a ver, que igual es muy bonita Zaragoza, pero no me apetecía lo más mínimo irme allí a ver a la Pilarica y cantarme unas jotas. Que yo quería volver a mi casa. Di un par de vueltas, me metí por un polígono industrial que daba un poco de yuyu y al fin, conseguí ponerme en la dirección correcta de la M30.
Llegué a mi barrio más tarde y más cansada de lo que esperaba, pero me fui al mercamoñas porque mi frigorífico parecía haber sido asediado por Atila y los Hunos más hambrientos. Compré ante la mirada de los cajeros y reponedores, que te juzgan por llegar cuando están a punto de cerrar. Y no me gusta hacerlo, pero mira, he tenido que trabajar, me he ido a dar una vuelta por Zaragoza, que me pillaba de paso y no he podido llegar antes.
A todo esto, me intentaron robar el carro. Así, tal cual. Cogí mi carro, lo tenía al lado mientras cogía unas patatas y antes de que me diera tiempo a ir a pesarlas y ponerles la pegatina, veo una tía que coge mi carro y empieza a andar. Me quedé tan atónita que tardé unos segundos en decirle:

  • Perdona, ese carro es mío.

La tía seguía andando con mi carro y la tuve que sujetar agarrando el carro de un lateral.

  • Te he dicho que el carro es mío.
  • ¿Ah, sí? Pues estaba ahí solo.
  • No, es mío, estaba cogiendo patatas justo al lado.
  • Pero es que estaba solo y vacío.
  • Ya, porque acabo de llegar, pero es mío.
  • Bueno, pero...
  • Mira, los carros vacíos están fuera y tienes que poner una moneda. Los de aquí dentro los ha cogido alguien CON SU PROPIA MONEDA.

Y me di la vuelta con mi carro y mis patatas. No sé si era despiste o sólo un poco de mala idea, pero a esas alturas estaba yo para pocas bromas. Así que terminé la compra, cargué el coche y me fui a casa. Sólo tuve que dar unas veinte vueltas para aparcar, haciendo una especie de rally con el vecino detrás en su propio coche, ya que éramos dos y en caso de haber sitio, iba a ser uno. Una competición muy absurda, calle arriba calle abajo con las patatas rodando por el maletero y mirándonos mal por el retrovisor. Al final gané yo y aparqué en una calle que se había quedado sólo con la mitad de las farolas. Cogí mis bolsas, las llaves, el megabolso del curro, las llaves del coche y me fui acelerando el paso y sin ver un carajo.
Cuando conseguí meterme en el ascensor e iba a pulsar el botón de mi planta, abre el portal el vecino. “Te he ganado por un cuerpo, chaval”, pensé un poco maliciosamente. Le di al botón de mantener la puerta abierta porque me han enseñado una cosa muy antigua y poco valorada hoy en día que se llama educación. Y entonces, el muy anormal, me dice “nonono... yo subo ya andando...” y echa a correr escaleras arriba. Mira, hay que ser gilipollas. Como estaba muy cansada, cargada de bolsas y harta del día, le dije “Pues tú mismo, chico”. Y cerré la puerta y pulsé mi piso.
Entonces empezó a ocurrir. Un olor raro, malo, horrible. Pensé que otra vez alguien habría bajado basura chorreando. O los niños del segundo, que son unos guarros. O... estaría debajo de mi puto pie porque había pisado la mierda más apestosa de la historia de las mierdas apestosas.
Por un momento me alegré de que mis vecinos huyan de mí. Luego lo pensé. Qué pena, con lo que hubiera disfrutado viendo su cara al olerlo.
Total, llegué a casa tardísimo, descalza, con las botas apestosas en la mano, las bolsas colgando del hombro que amenazaba con salirse del sitio, despelujada y a punto de echarme a llorar.
Menos mal que me estaban esperando mis gatos y una taza de sopa de sobre.

Espero que esta semana no se haga tan larga o que al menos no haya ninguna mierda. Literalmente.

miércoles, 25 de octubre de 2017

La falsa adulta

A veces creo que me he hecho adulta. Así en plan “vaya, qué mayor y qué madura soy”. Luego descubro que aún soy la Naar adolescente pero con la piel estropeada.
Esta mañana me levanté temprano aún no sé por qué. Estoy en una de esas fases de dormir poco. Otra vez. Y he pensado en ir al carrefour a por un teléfono inalámbrico nuevo, que el mío está para tirarlo a la basura. He llamado a mi madre, me he arreglado y he salido a la calle con las llaves del coche en la mano. En el portal he hecho mi propia versión del gif de Travolta en Pulp Fiction. ¿Dónde cojones estaba mi coche? ¿Eso no era el título de una película mala? ¿Por qué me pasan a mí estas cosas si no bebo ni fumo sustancias psicotrópicas?
He pensado un segundo y me he encaminado hacia un lado de la calle. 50% de posibilidades de acertar. Encuentro mi coche. Mira qué mono él. Me miro la mano. Llevo las llaves del coche de mi madre porque el mío tiene la itv sin pasar y aún estoy esperando para llevarlo al taller como expliqué en el post anterior. Vale, estoy buscando otro coche. Y de nuevo ¿dónde cojones está el puto coche?
He dado varias vueltas. He tratado de estrujarme el cerebro ese absurdo que tengo mientras, por cierto, tarareaba la última canción de moda en el show de Naar. Por suerte, el hit de hoy no era el pavo real del Puma. He llamado a mi madre, no sé con qué fin porque ella vive en la otra punta del barrio.

  • Mamá... no te lo vas a creer, pero no encuentro el coche.
  • Eso es que eres hija de tu padre. - suelta una risilla. - ¿Recuerdas aquella vez que creía que se lo habían robado y nos tuvimos que quedar a dormir en casa de P y T siendo tú pequeña?
  • Sí, recuerdo. - admito con cierta derrota genética.
  • ¿Y cuando de verdad nos lo robaron y tú no nos creías?
  • Mamá, va en serio, no encuentro el coche... ¿Tú no sabes dónde está, verdad?
  • No. Pero una vez tu padre se montó en un coche que no era el suyo y...
  • Te llamo en un rato.

He vuelto a casa, he cogido las llaves de mi coche. Yo iba a ir al carrefour a por mi teléfono como fuera, con o sin itv, con o sin coche abollado. Cuando he llegado a mi coche, lo he visto. El de mis padres ataba apenas veinte metros más arriba.
Me he ido al carrefour. Me he comprado unas botas monísimas. Un suavizante para la ropa que es gloria bendita. Lejía. Pan. Y una sandwichera-grill.
He vuelto a casa con el tiempo justo de comerme un bocadillo y salir como loca para el trabajo, donde me encuentro a una de mis compañeras que me dice “¿te creerás que he venido y hoy me tocaba librar? Jajaja, lo que no me pase a mí...” ¿Lo que no te pase a ti? Mira, yo no encuentro mi propio coche y no me hace gracia tu error porque cada día, cada puñetero día, miro veinte veces el calendario porque tengo miedo de ir y que me toque librar o, peor aún, no ir y que me tocara trabajar.
En la oficina la jefa nos dice que el viernes no podemos ir porque nos mudamos de oficina y que lo cambiemos con otro día libre que tengamos, el que sea. Vale, el 30 de noviembre, que queda mucho y sabe Dios lo que será de mí para entonces. Tendré que trabajar un montón de días seguidos... pero ya lo pensaré mañana, Scarlett dixit. De repente me doy cuenta. Si libro viernes... tengo tres días libres. Seguidos. Wiiiiii...
Así que cuando he llegado a casa he comprado los últimos billetes que quedaban y me voy a Granada a ver al Niño Chico. Al carajo todo. Fuck everything. Le iba a llamar para decírselo cuando me he dado cuenta que entre todas las cosas que he comprado en el carrefour no está un teléfono nuevo. Vale, creo que empiezo a merecer una medalla por sobrevivir a este día de mierda. Le he tenido que avisar por wasap.
Y entonces, justo cuando ya me iba a acostar he oído un ruido en el baño, me he asomado y veo a Maya salir con cara de culpable. Conozco a mis gatos como si los hubiera parido y Maya pone ojitos cuando ha hecho algo que no debe. Y no sé qué fijación tiene esta gata con mis pendientes que siempre que puede me los roba. Efectivamente, al lado del lavabo sólo había uno. Me he puesto a buscar el otro a la desesperada. Tengo pánico a que se lo trague, porque todo lo coge con la boca. Suele ser cuidadosa, PERO. Por más que he rebuscado no lo encontraba así que me ha empezado a entrar la temblequera. Ay, que se lo ha tragado, mi niña, mi niña pequeña, ay madre mía. Entonces me ha dado por pensar. Su cara de culpable era peor que por haberse comido algo.
Así que a las dos y media de la mañana, me he puesto a desmontar el sumidero para ver si lo había colado por ahí. Efectivamente, ahí estaba la mariposita verde, brillando entre un montón de roña. La he rescatado con unas pinzas de las cejas y me he puesto a fregar compulsivamente el sumidero por dentro. ¿Por qué no me había dado cuenta de que estaba tan sucio? ¿Por qué me pasan estas cosas de madrugada? ¿Por qué no estoy durmiendo como las personas de bien? ¿Por qué no soy una adulta normal, con todo controlado y sin sobresaltos absurdos a las tantas de la noche?

Pues aunque no lo creáis, tengo respuestas. Me pasan estas cosas porque soy una farsante. Parezco adulta, pero no lo soy. De verdad que no. No soy responsable, no estoy atenta de las cosas que se supone que debería estar, no me acuesto a horas razonables y no hago lo que hace la gente de mi edad. Y por eso también tengo un blog. Porque a quién carajo le podría contar yo esto. Mis amigos están muy ocupados con sus cosas de adultos de verdad, con sus embarazos, sus hijos, sus problemas bien feos en los que no me gustaría verme. Y yo ando por ahí, buscando mi propio coche, hablando con mis gatos, desmontando desagües a las dos y media de la mañana y escribiendo posts cuando no puedo dormir. Soy la peor adulta EVER. Y ahora que no me oye nadie, también os digo una cosa: menos mal. Menos mal que mis problemas son estos. Menos mal que mi cerebro canta el pavo real en bucle. Menos mal que no encuentro mi coche. Menos mal que mis amigas del trabajo también son un caos y nos reímos las unas de las otras de nuestra propia idiotez. Menos mal que Maya no se traga cosas y sólo se dedica a esconderlas. Menos mal que el sumidero ya está limpio por dentro. Y menos mal, menos mal, que tengo un blog para contarlo.


lunes, 23 de octubre de 2017

El coche limpio... y abollado.

El jueves pasado fue un día de esos que te planteas si te estarán grabando con cámara oculta o si tu vida es el show de Naar o qué puñetas pasa. Me tocaba librar en el trabajo, así que pensaba tomarme el día con relativa calma. Ay, qué ingenua.
Tuve que ir temprano a hacer una cosa muy importante que os contaré cuando llegue el momento. Y obviamente, como era muy importante, me quedé dormida. Así que me levanté con el tiempo justo de ducharme mientras me cepillaba los dientes, vestirme mientras me tomaba una infusión y salir corriendo mientras me terminaba de maquillar en el ascensor. Todo bien.
A todo esto, me había llevado el coche de mis padres porque el mío estaba en el taller para ponerle a punto para pasar la itv. Dejé el Ibiza de mi madre en el despacho y me fui al taller a por el naar-bólido. Al final resulta que había que hacerle más cosas de las que esperaba y fue una clavada, pero el hombre se había apiadado de mí y me lo había limpiado. Limpiado de verdad, de por fuera y por dentro y los asientos y el salpicadero y todo. O sea, limpio. Limpio como cuando lo saqué del concesionario hace doce años. Y lo remarco tanto porque en esos 12 años no se había limpiado nunca, así que el impacto era enorme. También me había arreglado el faro roto, el guardabarros descolgado y blablablá. Que parecía otro puto coche, os lo juro.
Me fui tan contenta con él y con mi madre de copiloto a echar gasolina. Qué bien olía, oye. Y qué limpio, de verdad, qué limpio. Yo sólo lo sentía por la cosecha de patatas del suelo y los puerros que estaban ya creciendo entre los asientos, pero bueno. En esto que según estoy llegando a la gasolinera, en la calle de mi antiguo instituto, toda llena de madres en doble fila y atasco de adolescentes saliendo, veo que el coche de delante de mí pone la marcha atrás. Vale, quiere aparcar. Miro por el retrovisor, tengo otro coche pegado a mi culo. Pongo marcha atrás para que vea que quiero retroceder y dejar al de delante. El de delante sigue dando marcha atrás. Le pito. Le pito. Le pito más. Y efectivamente, me da un golpe.
Y de repente, encima de que me ha dado, se abre la puerta del conductor y sale un tipo enfurecido y gesticulando. Bajo la ventanilla y antes de poder decir nada me suelta:

-  ¿Eres tonta? ¿No ves que estoy dando marcha atrás? ¡¡Manda huevos!
- Sí, los tuyos que te impiden hacer dos cosas a la vez, anormal.

Total, me fui tres metros adelante, aparqué y salí del coche como una furia mientras mi madre me decía cosas que no escuché.

- A ver, - me dice el memo con toda su condescendencia. - Si ves que estoy echando marcha atrás...
- Pues me volatilizo
- ¿Qué?
- Has puesto marcha atrás, he intentado retroceder pero tenía otro coche detrás, ¿qué quieres que haga? Te he pitado y no has escuchado. - le explico, porque no parece muy listo.
- Es que si ves que el de delante tiene marcha atrás...
- Y si tú miras por el retrovisor y oyes que están pitando...
- Pero es que la marcha atrás... - y dale perico al torno.
- A ver, te lo voy a explicar otra vez. Poner marcha atrás no te da derecho absoluto sobre el universo. La pones y miras a ver si puedes hacer la maniobra. Y no sé en qué estabas pensando o qué estabas haciendo para no verme y no oírme cuando te he pitado como loca. Yo no podía echarme hacia atrás porque había otro coche. ¿Lo entiendes?

De repente el tío me mira con esa expresión que se te queda cuando ibas cargado de razón y te desmontan. Cuando encima es una tía la que te está dejando en evidencia. Cuando crees que vas a pegar tres gritos y a decir que manda huevos y vas a asustar a alguien pero te está plantando cara. Así que vuelve a levantar la voz y me dice:

- Mira niña, que a mí me da igual el coche, que es de renting.
- Mira tío, a mí sí que me da igual tu puto coche, pero no el mío que encima lo acabo de sacar del taller.
- El mío es de renting y...
- Que no me cuentes tu vida, si tienes algún problema llamamos a la policía.
- …y que si quieres que te haga un parte, te lo hago, que no tengo problema.
- Y si tienes problema también lo vas a hacer, así que tú mismo.

Llamé a la mutua y dimos los datos. Así que ahora estoy esperando a que me llamen del taller y me cambien la aleta lateral y el parachoques. Cosas, que por cierto, estaban algo abolladas de antes. De verdad que me va a quedar el coche que no voy a reconocerlo. Pero vamos, para una vez que lo limpio me lo limpian y mira lo que pasa. Nota mental: no volver a limpiarlo nunca.

El problema y/o moraleja de esta historia es que creo que el tío era un gilipollas y que me hubiera hablado en mal tono aunque yo me llamara Manolo y calzara un rabo de 20 centímetros. No le estoy acusando de machismo de forma aleatoria. Pero me jode esa condescendencia y ese “mira niña” que obviamente se hubiera ahorrado en caso de yo ser Manolo el del rabo gordo. Y me jode que en vez de estar a lo que hay que estar cuando se conduce estuviera a por uvas totalmente (aún no me explico cómo pudo no verme y no oírme). Y me jode tener que echarle ovarios y enfrentarme a esa situación absurda de dar voces y plantar cara a un desconocido porque en lugar de tener civismo y decir “oye, lo siento, te he dado y es mi culpa” me intenta echar el marrón.

Cuando volví al coche mi madre me miraba como si fuera una heroína de comic. Mi pobre madre, siempre tan correcta, tan educada. Creo que a veces se pregunta cómo ha podido tener una hija que esté tan loca y no tenga miedo a nada con menos de ocho patas.

martes, 25 de abril de 2017

Marcha atrás y sin luces

La otra noche estuve un rato hablando por wasap con mi amigo el poli. Cuando paso un rato así, charlando de gilipolleces y haciendo bromas, se me olvida que ese tío va de uniforme y lleva pistola. Casi me parece que es una persona normal.
Ahora en serio, sé que los policías son personas. O eso dicen ellos. El caso es que mis encuentros con la pasma siempre son tan surrealistas (aquí, aquí y aquí) que me hacen dudar. Uno de estos encuentros me ocurrió las pasadas Navidades.
No recuerdo exactamente qué día era, pero estaba en pleno meollo de las fiestas porque fui a hacer algo a casa de mi madre, luego tenía que ir a casa de mi prima Amai a dar de comer a los gatos y la jerba porque ella estaba de viaje con la familia y luego tenía cena-compromiso con no sé quién. Total, que toda mona yo, empecé mi periplo de quehaceres y aparqué en una calle estrecha de un solo sentido. Hice lo que fuera que tenía que hacer y al salir, me encuentro un coche de bomberos atravesado un poco más adelante y dos coches de policía en mitad de la calle aparcados al lado del mío, por lo que no me dejaban salir. Gruñí un poco y me asomé al epicentro de aquella molestia.
Al parecer una abuelilla que vive en un bajo no está muy bien de la cabeza y se había dejado un grifo abierto o algo parecido, por lo que había montado una piscina en pleno diciembre. La situación parecía más que controlada, así que me arriesgué a acercarme y pedir que me dejaran salir. Había un policía cuarentón con bigote y pinta de pocos amigos y otro jovencito y con cara de aburrido, que inmediatamente se convirtió en mi objetivo. Puse mi mejor cara de inocente y le sonreí.

  • Hola... Oye, ¿esto va para mucho rato? Es que tengo ahí mi coche y me quiero ir, tengo un poco de prisa.
  • Pues no sé.
  • Ya, es que vuestro coche está tapando el mío.

El poli joven se fue a preguntar al poli bigotudo. Hasta aquí bien. No había dicho nada incoherente, no había preguntado por los pantalones de velcro, no le había pedido que se sacara la porra. Lo estaba haciendo BIEN. Así que me confié.

  • Mira, que dice mi compañero que va aún para rato, que uno de los coches no se puede mover y los bomberos tampoco, pero si quieres saco el otro y damos marcha atrás para que salgas por el otro lado de la calle.
  • Vale.
  • ¿Te atreves a ir marcha atrás?
  • Yo me atrevo con todo.
  • ¿No te da miedo?
  • La única marcha atrás que me asusta es la que te puede dejar preñada.

Vale, ya la hemos liado. La tercera frase y ya la había cagado, a pesar de que sigo pensando que fue culpa suya por provocarme. Por eso no me gusta hablar con la policía. Por suerte el chaval se echó a reír y me dijo, que venga, que salía él antes y yo le seguía marcha atrás. Íbamos caminando hacia el coche y entonces me di cuenta de la trampa:

  • Oye, no me vas a multar por ir marcha atrás toda la calle, ¿verdad? Que los policías sois muy... - me di cuenta que por muy majo que fuera igual no era apropiado lo que estaba pensando. - muy... muy ya sabes. Muy como sois.
  • ¿Ah sí? ¿Y cómo somos?

Intenté pensar algo, pero el chaval tenía veintipocos, era guapo, tenía un cuerpazo y me estaba mirando con media sonrisa cabrona.

  • Pues ya sabes... policías.
  • Te prometo que no te multo.

Decidí no decir nada más a pesar de la de cosas que se me estaban ocurriendo porque yo otra cosa no, pero ocurrente en estas situaciones soy un rato.
Me monté en el coche, puse las luches porque al ser diciembre ya estaba oscuro, saqué el coche cuando él hubo echado hacia atrás el suyo, metí la marcha atrás y entonces me di cuenta. No me iba a multar por ir marcha atrás... me iba a multar por tener un faro trasero fundido. Valoré la posibilidad de darme cabezazos contra el volante, pero ya había demostrado mi desequilibrio mental suficiente por esa noche, así que salí de la calle rezando para que no se diera cuenta o para que siguiera pensando que era lo bastante simpática como para pasarlo por alto. Y en caso de duda, me haría la tonta. Por suerte, fuera por la razón que fuera, no me dijo nada. Cuando llegamos al principio de la calle, desde donde podía salir ya, paró, me dijo adiós con la manita y me guiñó un ojo. Pues bueno, mira, lo que sea. El caso es que me fui de rositas y por supuesto, aún no he cambiado el faro.


En fin, que sí, lo admito, hay policías majos. Los menos, pero los hay.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Coches y recuerdos

El otro día, por una conversación que no viene al caso, mi padre y yo terminamos hablando de coches. A los dos nos la pelan mucho los motores, los modelos y blablablá. Un coche es, aparentemente, una caja con ruedas que te lleva de aquí para allá y poco más. Sin embargo, reconozco que yo siento algo especial por el mío. Es tan mono, tan pequeño, tan abollado, tan viejo, tan sucio y tan fiable y tan potente que me hace sentir bien. Es mío, es la mejor cosa material que tengo. Y lo mola todo. Además, como casi todas las cosas buenas de mi vida, llegó en un momento jodido, cuando estaba a punto de tirar la toalla, cuando estaba ya hasta el moño de todo. Llegó, como un rayo de luz. Y me enamoré de él. Qué mono mi coche.
Mi padre, por su parte, de joven empezó a conducir un seat 600 la tira de viejo que tenía mi abuelo paterno y ya no usaba porque se había comprado otro mejor... un seat 127. Mi padre y Tíopaterno se turnaban el 600 hasta que el pobre coche dijo que ya bastaba y no sé muy bien qué fue de él. Entonces mi tío se compró un Chrysler rojo precioso y mi padre heredó el 127 porque por desgracia, mi abuelo cayó enfermo y ya no se recuperó.
El 127 duró años. Muchos años. Tantos que ya estaba un poco cascado y mis padres se compraron uno mejor, más grande y más cómodo. Se compraron un Fiat Tipo horrible, blanco y cuadrado como un panzer. Pero lo dejaron para las vacaciones, viajes largos y demás. Mi padre usaba el 127 a diario y su plan era que durase lo suficiente como para que yo aprendiese a conducir con él. Incluso se informó en especialistas para seguros de coches clásicos porque el pobre trasto contaba ya con sus 20 años cuando yo aún era una adolescente. La verdad es que el cochecillo iba tirando, pero a mí me daba un poco de corte cuando me iba a llevar al colegio con él. ¿Por qué tenía mi padre que ser tan cutre? Luego entendí, con los años y tal, que le tenía cariño porque era de las pocas cosas que le quedaban de un padre que se fue demasiado pronto.
El caso es que yo no llegué a conducir el 127 por poco tiempo. De hecho, justo se averió irreparablemente cuando yo tenía los 18. Creo que el pobre coche pensó en la idea de otra novata más a sus espaldas y se rindió. Total, que yo aprendí a conducir con el Fiat Tipo del demonio. Ese coche y yo nunca nos caímos bien. Era un coche pesado, enorme y muy poco práctico para alguien que está empezando. Además ya tenía sus doce o trece años y tenía varias taras que mi padre se empeñaba en no ver. Cosas como que no frenaba bien, que se iba a la derecha, que el aire acondicionado no funcionaba, que olía siempre a gasolina o que el tubo de escape se caía cada dos por tres. Yo lo iba reparando como podía, pero entre las chapuzas y lo muchísimo que gastaba en gasolina, me dejaba el sueldo del mes en el maldito coche que cada dos por tres me dejaba tirada.
Entonces, entre un poco que tenía ahorrado y otro poco que me pusieron mis padres pude comprar el mío. Y oh, qué gloria. Un coche pequeño que cabía en todas partes, que consumía poquísimo, que no se calaba cada dos por tres, que frenaba en seco si hacía falta y que no era blanco y cuadrado. Amor total.
Al final, el año que el Tipo cumplía los 20, se lo robaron. Como el carro de Manolo Escobar, pero en versión coche feo. Otra vez mi padre sin poder usar los seguros de coche clásico. Una lástima. Yo creo que el robo fue un acto divino porque aquello era más un peligro sobre ruedas que otra cosa, pero a mi padre le dio mucha pena. Y ahora, de nuevo con los años, le entiendo. A los coches se les coge cariño. Te acuerdas de las cosas que has vivido en ellos. Mi coche, a parte de llevarme de aquí para allá, es parte de mi juventud y de mi vida. Recuerdo las risas el día que nos metimos siete, cuando dos amigos se intercambiaron los pantalones en la parte de atrás, cuando hacíamos el tonto, cuando gritábamos por las ventanillas. Recuerdo los viajes que he hecho, la gente que lo ha conducido, las canciones a voz en grito agarrada al volante. Y no me gustaría que alguien me robara eso.

Los coches son como las casas, sólo son cubículos hasta que tú los llenas de recuerdos y los haces realmente tuyos.  

jueves, 1 de diciembre de 2016

Me echo de menos en ti

El caso es que ya casi nunca pienso en ti. Estoy muy ocupada, tengo la cabeza llena de gente, de fechas, de datos, de números casi siempre rojos. Estoy ocupada, tirando cada día de las cuerdas del corsé que me sostiene, que sujeta los pedazos en los que estoy rota para que parezca que no, que sigo de una pieza. Estoy ocupada con una vida que no me convence del todo, pero que efectivamente, me ocupa.
Pero hoy, en medio de la lluvia y el frío que sumen esta ciudad en el caos, has aparecido de la nada, con todo tu descaro, echándome a patadas de mi presente para hacerme rodar hasta el pasado. Ese pasado en el que era verano, en el que hacía más sol, en el que hacía calor, en el que no estaba tan ocupada ni tan rota.
Y es que a veces, me echo de menos en ti. Porque hoy me he dado cuenta, mientras casi podía oír tu risa en el asiento del copiloto. No te echo de menos a ti. Tú ya no eres el que yo recuerdo, pero me da igual. Lo que me escuece un poco es que yo ya no soy la que tú recuerdas. Ya no soy tan joven, ni tan guapa, ni tan despreocupada. Y echo de menos aquella que era antes de romperme y reconstruirme mil veces, aquella que no estaba tan ocupada. Aquella que era. Echo de menos mi pelo largo, mis pantalones rotos, mis aros en las orejas y mis uñas pintadas de negro. Echo de menos la que era en ti.
En todo caso, he seguido conduciendo. No me iba a quedar parada en mitad de esas calles por mucho que me hablen de ti, de mí, del verano y del sol. Por muchos recuerdos que traigan, a nadie le importa eso. No puedo quedarme quieta a mirar la esquina donde me abrazaste levantándome del suelo. Bastantes problemas tiene Madrid cuando llueve como para añadirles la nostalgia. Y a veces me pregunto si podría vivir en otro sitio. Si sería más fácil una ciudad más pequeña, menos hostil, menos llena de recuerdos y de fotografías pasadas. Luego acelero de nuevo, cuando se abre el semáforo, y supongo que no. Ya me he fundido con el paisaje, soy parte del anonimato, de la indiferencia, de la ansiedad y el caos que reina. Y ella es parte de mí, con mis recuerdos pegados a las esquinas, a los bares, a los edificios y los rincones donde no llegaba la luz de las farolas. Madrid ya es sólo uno más de los pedazos que aprieto dentro de mi corsé para que no se desparramen por el suelo mojado del otoño.

El caso es que ya casi nunca pienso en ti. Entre otras cosas, porque eso implica pensar en mí. Pensar en el verano no tiene mucho sentido cuando los otoños se siguen sucediendo, cuando siguen llegando los inviernos uno tras otro. Para qué recrearse en el pasado si el futuro viene a cogernos por el cuello. Y sin embargo, a veces añoro el sol en mitad de los días lluviosos. A veces, sólo a veces, me echo de menos en ti.  

domingo, 22 de mayo de 2016

Más abajo, más arriba, la historia del que no encontraba su casa

Últimamente he leído un par de post de blogueros a los que sigo hablando de su falta de orientación y/o despistes. Reconozco que yo no soy demasiado despistada, cuando cojo el coche me poseo por el espíritu del gps que nunca tuve y es raro que me pierda. Eso sí, cuando lo hago, es a lo grande, como ese año por Almería. Ahora bien, os contaré una anécdota que he repetido mil veces para que todo el mundo vea que siempre puede ser peor.

Hace ya unos años, a la vuelta de una fiesta de rugby, un amigo del Ross me pidió que le llevara a casa. No me pillaba especialmente cerca pero tampoco lejísimos y bueno, accedí. El amigo, al que llamaremos Nitrix, iba un poco “tocado” esa noche. Tampoco es que fuera borracho como una cuba, pero le dio el punto gracioso. De hecho, se pasó media noche haciendo sonidos guturales por la ventanilla utilizando el parasol a modo de altavoz y alegando que era la época de la berrea. Luego trató de pegar a los viandantes con el mismo parasol enrollado. Y luego increpó a un conductor vecino en un semáforo por estar mordiéndose las uñas. El caso es que al fin llegamos a la calle en la que me había dicho que vivía. Tenía la esperanza de soltarle cuanto antes y que se fuera a su puñetera casa de una vez.

  • Nitrix, ya estamos en tu calle, ¿en qué número vives?
  • Más abajo.
  • Nitrix, estamos a mitad de la calle.
  • Más abajo.
  • Nitrix, la calle se termina aquí.
  • Ahhhh... puesss viviré más arriba.

Media vuelta y de nuevo calle arriba bien despacito para que se fijara.

  • Nitrix, ¿vives por aquí?
  • No, más arriba.
  • Nitrix, ya hemos pasado por aquí antes y...
  • No sé, viviré más arriba.
  • Nitrix, volvemos a estar en el principio de la calle.
  • Ahhhh... pues viviré más abajo.


Su puta madre. Así recorrimos la calle tres veces en cada sentido. Cuando ya desesperada le pregunté en qué cojones de número vivía, alegó que se acababa de mudar y no lo sabía. Vivía solo. Nadie conocía su casa. El tipo no se acordaba ni de qué color era el portal o si estaba cerca de alguna tienda. Ni siquiera parecía sonarle su propia calle.
Estaba a punto de echarle del coche a patadas y abandonarle a su suerte cuando, de repente, con el coche en marcha, abrió y la puerta y gritó “esa, esa es mi casa”. Y se tiró a la calle como si saltara de un helicóptero en una película de la guerra del Vietnam.


Total, si sois capaces de encontrar vuestra casa o de al menos recordar el número de vuestro portal, no es para tanto.

viernes, 13 de mayo de 2016

Aquellos universitarios años

Hoy volvía de la academia de mi clase de inglés escuchando la radio. Que por cierto, he mejorado tanto que me han cambiado de clase para subir el nivel. Lo cierto es que lo agradezco porque en mi horario habitual se habían apuntado un señor muy mayor que huele a varon dandy y una pseudohippy con la cuarta parte de neuronas de lo normal. Así que entre el tufo a colonia de garrafón y lo que me desespera la tía que se soba la rasta mientras piensa durante tres minutos cada jodida respuesta, he salido disparada en el Naar-bólido sin mirar atrás.
Y ahí iba yo, con mi coche, mis pintas de haber estado antes estirando las patas en diferentes direcciones en pilates y mis ovarios y mi endometriosis bailando la conga, cuando ha empezado a sonar esto.
He subido el volumen. Mucho. Muchísimo. Hasta que me he teletransportado a aquellos años en los que era poco menos que la banda sonora de mis días de facultad. A veces me parece que fue ayer, pero supongo que para los universitarios de ahora yo soy como el señor que huele a varon dandy. Sólo que yo era universitaria de verdad y los de hoy en día son una primos. Cada vez que hablo con un veinteañero y me dice que la facultad es una mierda me dan ganas de abofetearle con un puñado de calcetines llenos de piedras.
La universidad era buen rollo, fiestas, porros, horas al sol tirada en el césped, tercios a media mañana, risas, conversaciones de política y desprecoupación. No trabajos a todas horas, exámenes hasta finales de julio, clases obligatorias y competitividad. La universidad eran los mejores años de la vida. No el asco del que estás deseando salir para entrar en el mundo real y laboral aún más asqueroso.
Y no sé si la culpa es de las reformas contra las que me manifesté, de los cambios de leyes, de los gobiernos y su reputísima madre. O de los propios alumnos, que han cedido y aceptado. O de la sociedad en sí, donde se priman cosas absurdas, donde el modelo americano de la competitividad más sangrante cada vez se ve mejor. No lo sé, pero lo estáis haciendo todo mal. Lo estás estropeando todo. Lo habéis fastidiado, malditos, lo habéis fastidiado.
Yo fui feliz en el universidad. De hecho, si lo llego a saber, me había quedado unos cuantos años más. Fui una pringada sacándome cada curso en su año. Así que fue breve pero intenso. Tres o cuatro años, pero joder, qué tres o cuatro años.
Yo no iba a clase. Excepto por gusto. Había asignaturas que me fascinaban, profesores que me encandilaron y fui cada día, aunque fuera a horas incómodas. Hubo otras a las que fui el primer día y nunca más. Hubo otras de las que me enteré que estaba matriculada el día antes del examen (curiosamente, me presenté para probar suerte y aprobé). Y lo hacía porque era libre, cosa que no había sentido nunca antes, con tanta presión y control en el colegio y el instituto donde llamaban a casa si faltabas. Así que iba, venía, me saltaba clases, me levantaba al alba para escuchar a los profesores que merecían la pena y me salía dando un portazo de la clase de los que eran unos capullos.
Pasé muchas horas al sol. Y a la sombra. Viendo las fiestas de timbales, a mis amigos jugando al diábolo o con las pelotas de lana llenas de arena. En invierno metida en la moqueta, cogiendo unos colocones importantes del humo de porro. Pasé horas y horas en el cuchitril donde alguien montó una asociación, tirada en los sillones que robamos de un despacho, leyendo las poesías, recortes e historias que colgábamos por las paredes. Bebiendo tercios a medias, comiendo palmeras de chocolate y mirando con recelo el microondas que jamás se limpió. Hablando de política, de música, de humanidades y divinidades con gente de todas clases.
Pasé muchas más horas aún en la facultad del Ross. Viendo el rugby, cantando canciones obscenas, enseñando el sujetador a coro de “quítate la camiseta”. Perdí la vista más allá de cantarranas mientras ellos entrenaban. Me tumbé en el césped de ciencias y en el de paraninfo, puse mi culo en todos los parques y casi todas las cafeterías de todas las facultades. Me reí a carcajada limpia en todos los rincones de ciudad universitaria. Y quizás lloré en algunos. Me besé en varias esquinas. Con el chico de las naranjas, con el soñador de la guitarra, con el Ross, con el dueño de mis sábanas. Eché un polvo furtivo en los baños del decanato.
Quizás no era sólo la facultad, era la edad. Eran los jueves por Moncloa, eran las noches del Dolce, eran las fiestas en casa de la gente, eran mis amigos, era la inocencia, las ganas de vivir, el no haberme pasado aún la vida por encima como una apisonadora. Era Platero y Extremo y Loquillo y Marea y el rock de los 70 y los 80. Igual era que yo era más joven.

Viví los años de universidad. Fueron pocos, pero fueron intensos. Y no sé por qué ya no lo vivís así, estúpidos. Lo habéis fastidiado, malditos, lo habéis fastidiado.

miércoles, 2 de marzo de 2016

el olor de las mimosas

Siempre me ha encantado el olor de las mimosas. Desde que era muy pequeña y había un árbol al fondo del patio del colegio donde yo buscaba al demonio. Las mimosas son el inicio de lo bueno. Las hueles y piensas, “ya viene la primavera”. Huelen a dulce, a sol, a días más largos, a aire más tibio y a vida que se renueva.
En mi barrio hay muchas. Por la zona de mi casa, en el parque de al lado, incluso en la guardería de la esquina. A veces abro la ventana y llega el olor. Y en cuanto paseas, te vas encontrando con ellas. Ha habido muchos momentos en los que ese olor me ha mecido el alma y me ha calmado de los huracanes internos. Me ha consolado de alguna manera.

El viernes me hostié con el coche. No fue nada grave, obviamente, estoy aquí y estoy bien. Pasé el fin de semana con mucho dolor de cuello y de espalda pero nada más. Lo que más me duele es el bolsillo, francamente. Fue un golpe tonto, en un atasco. El de delante frenó muy brusco, yo iba un poco más pegada de la cuenta y pum. Golpe. Le di mis datos del seguro y yo tengo que pagar la reparación de mi coche porque lo tengo a terceros. 600 pavos del ala, oye. Eso se traduce en TODOS mis ahorros. Y creo que de paso, se traduce en otro año sin vacaciones.
Y dentro del disgusto, me dije, bueno, tengo el coche de mis padres que ellos no lo usan apenas. Pero el domingo cuando lo cogí para ir a casa de Prima Amai a cuidar a sus gatos mientras ella está de viaje, ví que se encendía el testigo del motor y hacía un ruido raro. Bien. Pues nada, no hay coche entonces. Dos coches y los dos en el taller. Eso, francamente, complica mucho mi vida.
Lo admito, yo sin coche no soy nadie. Los martes y los jueves voy a pilates y después a inglés. Sin coche no me da tiempo a ir a las dos cosas. Así que tengo que ir en autobús a la academia y prescindir de mis estiramientos que tanto bien me hacen. Y los lunes y/o miércoles voy a dar terapia a la niña con la que gano unas perrillas, pero vive en el quinto coño y sin coche se me hace muy complicado llegar allí, así que de momento el lunes no he podido ir y el miércoles no sé si podré o tendré que cancelarlo.
Todo esto me tenía muy cabreada y jodida, pasé el fin de semana muy triste y contrariada con la situación. El dinero, las complicaciones, el no tener mi querido coche. Ni siquiera escuchaba al Ross cuando me decía que lo bueno es que no me había pasado nada y que con el dinero ya nos apañaríamos, ni a mi madre cuando me decía que había que dar gracias por, al fin y al cabo, estar sana. Y es que yo me obceco y me pongo gruñona y negativa, lo reconozco.
Pero hoy me he enterado de que una de las mejores amigas de mi madre tiene un cáncer de estómago muy agresivo. Fui el otro día a verla al hospital, le estaban haciendo pruebas y no sabían bien lo que era, pero se ha confirmado. Le tienen que dar radio y quimio antes ni de operar porque si no se reduce, no se puede hacer nada. Le tienen que poner una sonda gástrica para alimentarla. Y los médicos no parecen muy optimistas. Mi madre y mi yaya están muy preocupadas, la otra amiga de mi madre y de esta mujer, hecha polvo.
Y entonces yo me paro y pienso, pues joder. Que le den por culo al coche, al dinero, al transporte público y a los problemas de mierda. Ojalá todo fuera tan fácil como gastarse los ahorros. Ojalá la solución a todo fuera tener que coger el autobús. Ojalá una incomodidad sea lo peor que te pase. Y me siento gilipollas por haberle dado tanta importancia a algo que siendo un fastidio, no pasa de ahí.


Hoy iba a la academia de inglés y en la avenida por la que va el bus hay una larguísima fila de árboles de mimosas. El olor entraba por las ventanillas. Me he bajado y he cruzado el parque. Olía de maravilla. El aire estaba tibio, nada del viento gélido de estos días atrás. Eran las siete de la tarde y era de día. La primavera despuntaba entre las bolitas esponjosas y amarillas de los árboles. Dicen que la vida es fácil y que somos nosotros los que la complicamos. No lo sé, es posible. Ojalá respirar y oler a mimosa consolase de todos los males. Que algo ayuda, pero joder, qué feo se pone todo a veces. Y sin embargo, la vida sigue. Y mientras se pueda, hay que respirar hondo, sacar fuerzas, sonreír y saber que no es el momento de venirse abajo. Plantar cara, poner resistencia a lo malo, luchar y ver la luz y la esperanza. Hay que confiar en la primavera, en la vida, en el sol para sacar positivismo. Y seguir oliendo las mimosas.

sábado, 19 de diciembre de 2015

La odisea del coche en Madrid en Navidad

Por los comentarios que me han llegado al blog (y eso que últimamente estáis vagos para comentar, coñe) y los de twitter, he llegado a la conclusión de que no soy la única monguer que no distingue su coche de otro que se le parezca. Debo añadir en mi descarga de culpabilidad que mi madre se intenta subir en cualquier coche que se parezca al mío porque se orienta fatal y cuando voy a recogerla a algún sitio siempre temo que se haya montado con otra persona. Y de mi padre mejor ni hablamos. Mi padre sí que robó un coche pensando que era el suyo hace la torta de años. Se subió a un seiscientos del mismo color, lo abrió, lo arrancó y sólo cuando había avanzado ya unos metros se dio cuenta de que no era suyo. De verdad que la tara viene de familia.
La verdad es que últimamente en Madrid el tema del coche se está poniendo complicado y no sólo por la posibilidad de que la policía te pille intentando abrir uno que no es el tuyo. Los alarmantes niveles de contaminación nos han llevado a la prohibición de aparcar en el centro los días en los que el aire está irrespirable. Yo por suerte lo uso más para ir hacia las afueras, pero cuando vuelvo a casa y veo la boina negra sobre el centro me dan escalofríos. Y para colmo, las navidades, que convierten esta ciudad en un caos mayor del habitual.
El problema es que el transporte público no es tan efectivo como podría desearse. Los autobuses pasan cada muchos minutos y cargados en modo lata de sardinas. El metro va a su bola, con retrasos, averías y problemas varios. Y por la noche ni os cuento. Los búhos o autobuses nocturnos tardan una media hora en pasar, no siempre pillan cerca y por supuesto la enorme cantidad de gente que va dentro es de todo menos recomendable. El metro cierra pronto, o al menos no lo bastante tarde como para salir a cenar y poder a volver a casa en él. Y los taxis, a parte de caros, no siempre son fáciles de encontrar. Total, que te ves obligado a llevar el coche y luego a tener que comértelo porque no hay manera de dejarlo en ningún sitio. A veces, ante la desesperación, terminas aparcando en cualquier sitio y luego lo que te comes es la multa. Una odisea todo.
La verdad es que me gustan las navidades, me gustan las comidas con mis amigos, las reuniones festivas y las celebraciones. Pero todos estos inconvenientes se me hacen cuesta arriba. Y eso que mi coche es una pelotilla pequeña y que yo suelo tener suerte... pero en esta época es un horror. Al final, desde hace unos años opté por meterlo en párking. Te evitas el riesgo de la multa y no permites que el estrés de dar vueltas te empañe una noche de diversión y acabe con tu buen rollo. El problema es que hasta esa opción hay veces que se complica, porque están todos llenos y vuelves a la idea de comerte tu coche así, sin guarnición ni nada.

Lo bueno es que ahora han creado Parking Kong, que sirve para reservar la plaza de párking con antelación. Me parece esa típica idea genial que cuando la ves piensas “pero esto por qué no se me ha ocurrido a mí antes, si lo he tenido delante de la narices toda la vida”. Dentro de poco van a sacar una app para el móvil y yo estoy deseando tenerla porque me parece la solución al asunto engullimiento de motor y piezas tóxicas. De momento tienen página web y ya se puede reservar la plaza en tres sencillos pasos que te hacen los problemas de salir por la noche o de ir al centro en horas críticas mucho más llevadero.  

lunes, 14 de diciembre de 2015

El intento de robo

Creo que la máxima expresión del lujo es tener cosas que exclusivas que no tiene nadie más. Para darse importancia o para que tu cuñao no pueda decirte que lo suyo es mejor, no lo sé. Yo es que soy una persona de gustos y cosas sencillas, soy la típica gilipollas que cuando ve un chalet enorme lo primero que piensa es en lo mucho que tendría que limpiar. No tengo espíritu de rica como para pensar que tendría empleados. Soy más la que coge la mopa y se pasa la mañana sacando pelusas de debajo de los muebles. Que nací pringada, oye. Qué se le va a hacer.
Sin embargo, admito que lo de las cosas exclusivas tiene sus efectos prácticos. Como por ejemplo, no confundirse de coche. Porque un día de estos me detienen, me llevan al talego y encima con razón.
Este verano, en medio de mi crisis personal y de todo tipo, un día casi robo un coche. Y diréis, ¿Uno bonito? ¿caro? ¿un ferrari? No, no y no. Uno andrajoso, abollado y hecho mierda como el mío. Tan como el mío, que de hecho pensé que era el mío. El caso es que yo iba con prisa y me acerqué a “mi coche” cargada de bolsas. Metí la llave en la cerradura porque el mando a distancia se rompió hace años ya no se estila y no giraba bien. Le dí un poco pacá-pallá, pero no iba. Como ya me lo han intentado robar varias veces, pensé que igual estaba un poco forzada. Di la vuelta y traté de abrir por la del copiloto. Y tampoco. Volví a mi puerta. Ñacañaca con la llave a ver si giraba al fin. Y nada. Así que en medio de mi frustración, le arreé una patada a la puerta. Estúpido coche del demonio. Dejé las bolsas en el suelo para ver si podía hacer que se abriera y entonces me pareció que las ruedas eran raras. Me asomé al morro y... ¡tachán! La matrícula no era la mía. Miré a mi alrededor. Detrás del coche que estaba intentado abrir había uno negro y después... oh, sorpresa, el mío de verdad. Recogí las bolsas, dejé la dignidad en el suelo mugriento y me fui a mi pobre y roñoso coche cuya cerradura abrió a la primera.
Y es que claro, tengo un 206. De un color azul grisáceo que en su día fue metalizado muy mono. Ahora es color mierda-contaminación y caca de paloma acumulado en diferentes estratos desde el 2005. Encima está lleno de abollones, rayajos, desconchones y tal. Es un coche muy vulgar y corriente, vaya. Y la dejadez no es exclusiva, por lo que la mierda, los bollos y los rayones no le hacen especial. En mi barrio hay al menos cuatro coches que coinciden totalmente con la descripción del mío. Los distingo porque hay uno que es de tres puertas y otro que tiene los faros distintos. El otro, el que casi robo, es idéntico. Hasta lleva un adorno parecido al mío en el retrovisor y la misma caja de pañuelos en el salpicadero.
Por eso hace un par de días intenté robarlo de nuevo. Sólo que esta vez, al ver que la llave no giraba bien y que estaba el viejo pesao (un día os hablo de este personaje) mirándome, me fijé en la matrícula antes de soltarle una coz. Y menos mal, porque no, no era mi coche.

Como me toque la lotería me compro un coche de algún color estridente que pueda distinguir con facilidad. Y contrato un abogado por si las moscas, que aún soy capaz de intentar llevarme el que no es.  

domingo, 23 de agosto de 2015

Por favor, basta de gafe

No me suele gustar el mes de agosto, mis padres se van, todo el mundo está de vacaciones y yo me quedo aquí como una pringada subiendo y bajando persianas y con demasiado tiempo libre para pensar. Por suerte está Ron, que está de lo más contento con las noches algo más frescas y con la idea de que vivo por y para él sin apenas distracciones.
Y bueno, todo eso no está tan mal si las cosas se mantienen más o menos en su sitio. El problema es que este año todo es un caos. Parece que me ha mirado un tuerto o he roto quince espejos, porque estoy de un gafe que da gusto. Y al principio eran cosillas tontas, como que se me rompió la correa de mi reloj favorito o me cagó un pájaro en la cabeza. Pero el tema ha ido subiendo de tono.Ya tengo hasta miedo de moverme, la verdad.
La cosa empezó con la luz trasera del coche. Que estaba oxidada y no sé qué y había que cambiarla. Por tratar de ahorrarme dos duros porque estoy tiesa, me compré el foco para cambiarlo yo. Problema: comprarlo barato no fue tarea fácil. Tuve que buscar en mil sitios y terminar yendo a Orcasitas unas veinte veces. Me perdí en Orcasur y mira que he trabajado en los barrios más chungos de Madrid, pero nunca he visto cosa igual. Era como una capítulo de callejeros en directo. Ese “paseo” hizo que el sitio de los repuestos estuviera cerrado porque llegué tarde y tuve que volver al día siguiente. Luego me habían traído sólo la mitad de mi pieza y tuve que volver de nuevo por tercer día consecutivo.
Mientras tanto, el disco duro externo donde tengo TODO se me dio un golpecillo y dejó de funcionar. Me dio un infartito y le tengo puestas velas a todos los santos y les rezo a los Siete para que al final pueda sacar la información porque si no, estoy jodida. Pero bien jodida.
A todo esto, no sé si como consecuencia de los soponcios o sólo por diversión, mis ovarios y mis hormonas se están haciendo fuertes en mi contra. Hace años me diagnosticaron una leve endometriosis, pero me temo que ya no sea tan leve. Esto ha provocado que en menos de tres semanas tenga varias hemorragias y en dos ocasiones el asunto se ponga feo y termine con el baño al estilo del ascensor del hotel de El Resplandor. Lo divertido es que como estoy sola, pues en lugar de irme a urgencias o algo, pues cojo estropajo y bayeta y me paso la siguiente hora limpiando sangre de mi estúpido baño de impolutos azulejos blancos. Creo que a estas alturas tengo destreza suficiente para matar a alguien y no dejar rastro. Yo sólo lo digo.
Lo más gracioso es que uno de los días, después de haberlo limpiado de arriba a abajo, me di un golpe con la repisa de cristal donde tengo mis potingues y dejando de lado el dolor y la pequeña brecha, se me cayó todo por ahí rodando y puse el lavabo, el espejo y la mampara de la ducha perdidos de sombra de ojos de diversos colores, cremas y demás cosas pringosas. Por supuesto, los soportes de la repisa están deformados porque son una mierda y no la puedo volver a colocar, así que ahora tengo mil trastos por ahí desperdigados y dos bonitos agujeros en la pared.
Y para colmo, no sé qué coño le ha pasado a la radio del coche que ha dejado de funcionar. No sé si es la radio en sí, un problema eléctrico o qué, pero de un día para otro, nada. Y claro, para mí un coche sin música no tiene ningún sentido. Mañana trataré de ir al taller o de prostituirme con un mecánico o de invocar a algún espíritu ancestral que repare cosas.

Mientras tanto, creo que hoy voy a quedarme muy quietecita. Hoy, mañana, pasado y hasta que la mala racha se vaya porque empiezo a estar hasta las narices. Y porque creo que me estoy resfriando. 

lunes, 1 de junio de 2015

Fin de semana intenso

Tengo la frustrante sensación de que haga lo que haga, no podré haceros llegar ni la mitad de la mitad de lo que ha sido este fin de semana. Y me temo que aunque fuera buena escritora, tampoco lo lograría. Hay cosas que están mucho más allá de donde llegan las palabras. ¿Acaso alguien puede describir explícitamente la sensación que ha tenido al soñar que volaba? ¿Acaso por mucho que lo hayan intentado todos los poetas de la historia alguien ha conseguido expresar con exactitud lo que se siente cuando se ama a alguien con todas las fuerzas del alma? No. Los sentimientos son demasiado libres para poder enjaularlos entre letras. Por suerte.
El caso es que ha sido en general una buena semana. Así de buen rollo y tal. Yo que me animo con dos de pipas. Así que llegué al jueves bastante cansada pero incluso más alegre de lo habitual. El viernes era el torneo de rugby que cada año enfrenta a los hombres de rosa de mi corazón contra sus enemigos de piedra. Novatos y veteranos dejándose la piel en el campo. Literalmente. Qué gran deporte, el rugby.
Mi Pelirroja y yo fuimos para allá a hacer una especie de viaje al pasado. Nos encontramos con la gente de la vieja guardia, con los que fueron nuestros compañeros de juergas y que ahora son papás más o menos responsables. También estuvieron por allí Gordito y Bombita, que incluso llegó a jugar. También vino A, con quien charlé un rato tirados en la hierba como hace doce años. Me dio una vuelta en su nuevo coche. Le propuse matrimonio con bienes gananciales, pero el tío rancio no quiso. Que soy una interesada, me dijo entre risas. Coño, pues yo no veo sentimiento más puro que el que tengo yo por su Scirocco.
Y luego la de siempre. Mi gente se empieza a retirar y yo siento que me debo ir. Que tengo una edad, unas responsabilidades. Pero el Dueño de mis Sábanas se interpuso en mi camino de la buena conducta. Esos ojos y esa risa son mi jodida perdición. Y mira que empezamos bien, como esa especie de amigos que intentamos ser aunque no nos salga nunca. Charlamos, nos reímos, nos contamos cosillas, divagamos un poco, bebimos cerveza a medias. Y la noche avanzaba y yo no me iba. Así que llegados a un punto, me puse una sudadera suya y a la mierda, aquí me quedo hasta que me echen. Volví a tener 20 años por una noche. Las risas, las anécdotas, la narración de las jugadas, las voces, el olor del campus, el sabor de la cerveza barata y medio tibia. Felicidad en estado puro. Viaje al pasado, digan lo que digan los físicos.
Después cogí el coche. El Dueño de mis sábanas y yo solos. Años sin un rato así de nuestro. Los dos, mano a mano con Whitesnake por Moncloa, charlando, canturreando, sacando el brazo por la ventanilla, el aire tibio, las risas tontas. Los dos, los abrazos, los pellizcos, los guiños de ojo, las miradas cómplices, los pantalones rotos, sus carcajadas que me fascinan, mis palabras que tanta gracia le hacen. Yo, con una cerveza, él con varias más y los dos con la lengua suelta. La tarde que no fue, los recuerdos que sí fueron, la sensación de que no fue suficiente. La convicción de que teníamos que habernos dado mucho más, de que hay una cuenta pendiente a nuestro nombre. El abrazo de despedida sin tocar el suelo, el olor de su cuello, el roce de mi pelo. Las miradas que no podemos mantenernos. Ains. Maldito.
Y llegué a casa de madrugada pero no acabó la historia. Porque nuestra historia nunca acaba del todo y siempre queda una palabra más que decir. Si me hubiera quedado un poco más, si aquella tarde hubiera dicho que sí. Si, si, si. Entre risas le dije que le odiaba porque me estaba haciendo rabiar. “Más quisieras”. No quiero odiarte, baby. Prefiero seguir sin quererte.
El sábado hablé con Pelirroja y nos descojonamos de las historias de la noche anterior. Como hacíamos hace diez años cada semana. Sé que la tengo más cerca ahora que ha vuelto a España y sin embargo la echo tanto de menos. Mi chica, mi adorada chica pelirroja. Luego me fui de cena familiar con el vértigo de que nadie me conoce, nadie sabe realmente quién soy, de que tengo una especie de vida oculta. Y me gusta esa parte sólo mía.
El domingo comimos todos mis amigos y yo en casa de Gordito y Señora de. Hice una tarta que voló en minutos. Una vez más la gente me animó a montar un negocio. Al parecer, es verdad que cocino bien. Pelirroja dijo la frase clave para cualquier triunfo “Logística minimizada, negociaco máximo.” Mi gente son genios. Y con tanta risa y tanta mongolada que hacemos, ni siquiera lo saben. Y a pesar del cansancio acumulado, de no haber pegado ojo en tres días y de tener aún un agujero muy raro en el estómago, estuve feliz con ellos. Me moría de ganas de ver a Flumi, de contarle algunas cosas del viernes al Ross, de abrazar a Reichel y de chapurrear inglés con Rulas. Les debo años de felicidad. Les debo una vida que me ha hecho mejor. Les quiero, les quiero mucho.
Ahora empieza una nueva semana. Una llena de rutina y de esas cosas aburridas que hacemos los adultos. De asumir de nuevo que tengo 32 añazos y que este viernes no volveré a ver rugby ni a tomar cervezas entre risas y canciones obscenas. De seguir el plan trazado y no quedarme hasta las mil vacilando. De hacer lo que se supone que hay que hacer. De, en parte, aburrirme soberanamente.


En fin, a la espera de otro golpe de viento, volvamos al mundo real. Es un asco, pero fingiré que es un impasse de espera hasta que llegue de nuevo la adrenalina que quema la piel. El remanso de la montaña rusa antes de la diversión. Sigamos viviendo. Buenos días, rutina.