Alguna vez os he dicho que fui una niña
rara. Por eso, seguramente me he convertido en una adulta un poco
rara también. Creo que es un problema genético, así que no tiene
solución. Mis padres son raros, yo soy rara, los hijos que no voy a
tener serían raros… Total, que cuando iba a preescolar ya era un
bicho raro diminuto. Quizás por eso no tenía muchos amigos y me
buscaba la vida sola para entretenerme.
En los recreos las niñas jugaban a ser
mamás de sus chaquetas enrolladas. Tal y como lo cuento. Cogían sus
chaquetas azul marino del uniforme, las enrollaban de una extraña
manera que nunca supe y las usaban como bebés. Absurdo, ridículo y
estúpido hasta la nausea. Obviamente yo NO jugaba a eso. Y los
niños jugaban al fútbol en una pista de cemento rojo que había en
el patio de los pequeños. Dicho así, parece que estudié en los
años cuarenta, coño, con las niñas ensayando para marujas y los
niños en pantalón corto correteando detrás de un balón de cuero.
Da igual.
El caso es que como en todos los sitios
y los colegios del mundo, en el mío había varias leyendas de que si
se aparece un fantasma, que si murió una niña o que si no sé qué
cosa pasó en no sé qué pasillo. Yo soy rara, ya lo he dicho, pero
nunca tuve miedo. Siempre fui un tanto escéptica y ni de niña tuve
miedo de fantasmas, brujas y monstruos. Pero un día me tocaron en el
punto débil. Me contaron algo que parecía igual de absurdo que las
otras historias… PERO. Tenía un punto que algo en lo que yo sí
creía. Y es que al lado de la pista de fútbol y baloncesto de
cemento rojo, había una zona de arena dura y unos bancos donde se
solían sentar las profesoras y las monjas. Ahí si escarbabas un
poco, salía tierra roja. Lo que pasa es que las profesoras no nos
dejaban hacer hoyos en esa zona, para eso estaba el resto del
puñetero patio y no justo la zona de suelo duro donde por cierto,
estaban los bancos y paseaba la gente sin ganas de meter el pie y
romperse un tobillo en el agujero que hubiera hecho un mocoso. O no.
Porque alguien extendió el rumor de que si escarbabas lo suficiente,
aparecía el diablo. Y por eso, obviamente, no dejaban hacer
prospecciones ahí.
Así que sabía que no podía ser, que
era una más de las patrañas que se contaban entre mis infantiles
compañeros… PERO. ¿Y si no? ¿Y si era verdad? ¿Y si esa
remotísima posibilidad era verdad y yo me iba a quedar sin
descubrirlo?
Y un día decidí comprobarlo. Y me
puse a hacer un hoyo. Un hoyo estupendo y muy hondo. O lo que a mis
diminutas manos les parecía muy hondo. Hasta que una monja vieja me
descubrió en mi empeño y se acercó.
- Niña, no escarbes ahí.
- Sí, tengo que hacerlo.
- Pero vete a otro sitio, por aquí pasa la gente y se pueden caer.
- Ya, pero es importante.
- Niña, deja de cavar.
- No.
- ¡¡Pero bueno!! ¿Se puede saber qué buscas?
- Al demonio.
Lo debí decir tan convencida, que la
monja se fue a buscar a mi profesora, que vino a hacerme desistir.
Como los argumentos dialécticos no me sacaron de mi empeño,
finalmente me cogieron de la mano y me llevaron a rastras mientras yo
repetía obstinadamente que tenía que seguir cavando a ver si se
aparecía el demonio o no. pero nadie comprendía mi drama de querer
saber y/o demostrar a mis compañeros que eran estúpidos de forma
empírica.
Lo intenté varias veces más ante el
asombro de mis profesoras, pero nunca me dejaron llegar o bastante
profundo para ver si satanás se aparecía de aquella tierra roja o
no. Así que aún tengo la duda, qué queréis que os diga.