Hoy me he enamorado en el metro. Qué voy a decir. Aún no eran las 8 de la mañana y él se parecía tanto al Cook de Skins que dolía mirarlo. Tan guapo, tan joven. Joder. Si yo hubiera tenido 20 años menos quizás le hubiera pegado un post it en la mochila con mi número de teléfono. Ahora soy una señora cuarentona que no se tiñe las canas. Eso soy, aunque madrugar haga que me disocie y por un rato crea estar yendo a la facultad, como esos chavales que me rodean con sus carpetas y sus mochilas, con edad de poder ser mis hijos. Pero es que el traqueteo del metro a esas horas absurdas en las que todos parecemos más zombis que personas me confunden y me sacan de mi cuerpo y de mis canas, me dejan sólo con la sensación extraña de poder vivir otras vidas, probarme otros nombres y jugar a imaginar que soy quien hubiera soñado ser.
Así que ahí estaba yo, balanceándome con el suave runrún del metro cuando aún no ha amanecido del todo, soñando con mundo paralelos, con posibilidades que no son, con edades que no tengo. Soñando con el chaval del los hoyuelos y los ojos rasgados y el pelo cobrizo que iba respirando pausadamente a mi lado, ajeno a mis tribulaciones e inmerso en las suyas propias. Enamorándome por un rato de un chico sin nombre al que deseo desde un yo pasado. Preguntándome si hay una línea temporal en la que aún tengo 20 años y me cruzo con él en este vagón y me atrevo a darle mi número. Preguntándome si hay otro mundo en el que no me disocio por completo cuando madrugo y puedo ser una persona normal que lleva horarios normales, que puede tener trabajos por la mañana y madrugar y montar en metro sin sufrir problemas mentales.
A la vuelta he evitado el metro. Meterme bajo tierra me convierte en alguien extraño para mí misma y temo perder el hilo que me une aún con la realidad y conmigo misma, con mis canas y mis cuatro décadas de vida. Así que he cogido el autobús y he seguido pensando en lo de los universos paralelos en los que hay mil posibilidades y mil vidas a la vez. Como en ese libro (La biblioteca de la medianoche) que leí este invierno y que a pesar de tener cierto tufillo a autoayuda me hizo pensar un poco. Como esa serie que me gustó tanto hace unos años que se llamaba Being Erika. Pensando en las decisiones que me han llevado a un lugar o a otro. Pensando en los instantes que pudieron cambiar mi vida. Pensando en cada bifurcación en la que tuve que elegir camino. Preguntándome si en otro lugar y en otro mundo estoy viviendo un tórrido romance con mi Cook particular del metro.
Quizás pienso todas estas mierdas porque la vida que me está tocando vivir últimamente es la de la violinista del Titanic y no me gusta demasiado. Porque a mí me contrataron para tocar el violín en un barco la hostia de grande y la hostia de lujoso y la hostia de guay. Y bien, yo tocaba cada noche y cada mañana y era feliz haciéndolo. Hasta que un día vi que había mogollón de icebergs alrededor. Pero ni el capitán ni nadie al mando parecía preocupado por ello. Y total, yo sólo estaba ahí para tocar el violín. Así que nos dimos la hostia, el iceberg nos apuñaló, el barco empezó a hundirse y el capitán sigue haciendo como que no pasa nada. El director de orquesta saltó del barco y se piró en un bote salvavidas él solo. No le culpo. Ahora todo el que puede se escapa y yo, sigo tocando mientras el barco se hunde más y más cada día. Pero qué voy a hacer. Sigo tocando. Sólo puedo esperar a que me rescaten o me muera en las aguas heladas, porque sé que esto no puede reflotarse. Hay quien se trata de salvar. Hay quien está en pánico. Hay quien huye y quien hace como que no ocurre nada. Yo sigo tocando el violín porque total, es lo que sé hacer y es lo que me dijeron que debía hacer. Así que toco y toco mientras todo se sumerge en el océano sin posibilidad de salir a flote de nuevo. Toco el violín mientras imagino que hago otra cosa. Sigo con mi melodía inútil mientras me sueño con 20 años menos y mordiéndole el cuello a este pobre chaval del metro que va tan tranquilo sin saber que la señora cuarentona de al lado está fascinada por el color rojizo de su pelo.
No sé qué se supone que debo hacer. Al parecer ni los achaques ni las canas le hacen a uno más sabio como me habían dicho. Sólo te hacen viejo. Sólo te cansan y hacen que el ketchup te dé ardor de estómago. Sólo hacen que Cook quede lejos de tu alcance. Sólo hacen que los problemas laborales te afecten un poco más que antes y que no haya fiestas los viernes donde olvidar las penas. Sólo hacen que sigas tocando el violín preguntándote para qué sirve en cualquier caso lo que tú hagas. Sólo hacen que seas un poco más consciente de tus limitaciones.
En mi caso, he llegado a asumir que madrugar y montar en metro es realmente peligroso para mi salud mental.