Me gusta el verano, el sol, el buen
tiempo. Me gusta y este año lo echaba mucho de menos. Estaba hasta
el gorro de frío, chaqueta, lluvia, botas y nubes grises. Estaba tan
harta, que se me habían olvidado los contras del verano.
El primero y principal es que los gatos
se ponen tontos. Comen menos, se tumban en el suelo como si
estuvieran a medio derretir, no duermen la siesta conmigo y me miran
con cara lastimera como si yo pudiera hacer que dejara de hacer calor
pulsando un botón mágico pero no me diera la gana de hacerlo. Así
que ahí estoy, tratando de tener la casa fresquita, persiguiéndoles
para que coman, gastando un dineral el bolsitas húmedas para que
tengan atún rico cuando les apetezca... en fin.
Otro de los contras es que el calor
hace que ocurra algo que mi padre el hippy denomina que “aflore la
vida”. Y por veinticinco pesetas, diga bichos que aparecen con el
calor y le complican mucho la vida a Naar, como por ejemplo,
mosquitos... un, dos, tres, responda otra vez. (Insertar aquí
musiquita molesta tipo reloj de tic-tac)
Mosquitos que pican.
Mariquitas que Maya intenta comerse.
(por cierto, no deben estar nada buenas)
Diminutos escarabajos que trepan por
mis paredes.
Mosquitos que no pican, pero zumban en
el oído.
Moscas.
Arañas.
Arañas que provocan accidentes de
tráfico.
(Sonido de sirena)
Sí, una vez más, una araña ha
intentado matarme. Y ésta encima ha intentado que pareciera un
accidente. Cada vez perfeccionan más la técnica, las cabronas.
El caso es que hoy salía yo de
trabajar a medio día con toda la solana. Me monto en el coche, bajo
las ventanillas y me dispongo a callejear por medio Brónxtoles
berreando cantando tan tranquila. Me enciendo un cigarro y saco la
mano por la ventanilla porque soy así de chula. Y entonces la veo.
La muy puta. Ahí en el retrovisor, a pocos centímetros de mi mano.
Una araña blanca horrible que se había molestado en tejer su tela y
todo como si no tuviera intención de irse. He pegado un respingo y
dado un volantazo que por suerte no se ha llevado por delante a
nadie. He subido la ventanilla sin dejar de mirarla y he empezado a
ahumarme sola en el coche. La araña seguía ahí, tan pancha. Y yo
conduciendo por las calles estrechas y horribles del centro del Bronx
sin quitarle ojo y urdiendo un plan para echarla de ahí al poder ser
sin morir en el intento por accidente ni por ahumamiento. Creedme, no
es fácil.
Al pararme en un semáforo se me ha
ocurrido quitarla con un papel... pero obviamente no iba a acercar mi
mano a ese ser del averno. Así que me he puesto a tirarle bolitas de
pañuelo. Además de poco efectivo, ha sido bastante ridículo, debo
admitirlo. Así que me he armado de valor, he enrollado un pañuelo y
la iba a quitar haciendo acopio de valor pero se ha movido y lo único
que se me ha ocurrido ha sido dejar caer el pañuelo y gritar “¡¡tu
puta madre!!”. El señor del coche de al lado me ha mirado con mala
cara y a mí me ha dado la risa nerviosa, así que ha debido pensar
que era una trastornada cualquiera y en cuanto se ha abierto el
semáforo se ha alejado de mí todo lo posible.
Yo seguía conduciendo mirando a la
araña y ella seguía ahí, a su bola. He pensado más formas de
librarme de ella con las escasas armas a mi alcance. He localizado el
mechero con el que me había encendido el cigarro. ¡Pues claro,
fuego! No sé por qué, siempre que aparece una araña en escena, una
de mis ideas es hacer fuego. Luego siempre me doy cuenta de que el
fuego nunca es buena idea a no ser que sea para asar chuletas.
Así que si torpedear con bolitas de
papel no funcionaba y el fuego no era una opción, sólo quedaba una
salida: la velocidad. Si iba lo bastante deprisa, la araña se
caería. En cuanto he salido a la carretera, he acelerado como
fitipaldi. Pero la araña resistía. Y por un momento he hecho
cálculos... ¿a qué velocidad hay que ir para que se despegue ese
bicho asqueroso? ¿a qué velocidad multan? ¿hasta qué punto
sonaría creíble si me para la policía por exceso de velocidad que
voy muy rápido porque una araña quiere matarme?
Por suerte, cuando iba ya a meter
quinta y que fuera lo que Dios quisiera, la araña se ha movido y
fuuuu, ha salido volando.
Sólo me ha llevado el resto del camino
a casa de ir rascándome y mirando a mi alrededor como una loca el
convencerme de que se había ido para no volver.
De verdad, de verdad, que me gusta el
verano. Y que si no fuera por lo mal que lo pasan los mininos,
firmaría por 30 grados todo el año. Y que los bichos no me molestan
siempre que tengan menos de seis patas. Pero las arañas no. Ellas se
pueden ir al infierno sobre sus ocho patas y dejarme conducir
tranquila.