martes, 19 de junio de 2018

Araña y volante, peligro constante.


Me gusta el verano, el sol, el buen tiempo. Me gusta y este año lo echaba mucho de menos. Estaba hasta el gorro de frío, chaqueta, lluvia, botas y nubes grises. Estaba tan harta, que se me habían olvidado los contras del verano.
El primero y principal es que los gatos se ponen tontos. Comen menos, se tumban en el suelo como si estuvieran a medio derretir, no duermen la siesta conmigo y me miran con cara lastimera como si yo pudiera hacer que dejara de hacer calor pulsando un botón mágico pero no me diera la gana de hacerlo. Así que ahí estoy, tratando de tener la casa fresquita, persiguiéndoles para que coman, gastando un dineral el bolsitas húmedas para que tengan atún rico cuando les apetezca... en fin.
Otro de los contras es que el calor hace que ocurra algo que mi padre el hippy denomina que “aflore la vida”. Y por veinticinco pesetas, diga bichos que aparecen con el calor y le complican mucho la vida a Naar, como por ejemplo, mosquitos... un, dos, tres, responda otra vez. (Insertar aquí musiquita molesta tipo reloj de tic-tac)
Mosquitos que pican.
Mariquitas que Maya intenta comerse. (por cierto, no deben estar nada buenas)
Diminutos escarabajos que trepan por mis paredes.
Mosquitos que no pican, pero zumban en el oído.
Moscas.
Arañas.
Arañas que provocan accidentes de tráfico.
(Sonido de sirena)

Sí, una vez más, una araña ha intentado matarme. Y ésta encima ha intentado que pareciera un accidente. Cada vez perfeccionan más la técnica, las cabronas.
El caso es que hoy salía yo de trabajar a medio día con toda la solana. Me monto en el coche, bajo las ventanillas y me dispongo a callejear por medio Brónxtoles berreando cantando tan tranquila. Me enciendo un cigarro y saco la mano por la ventanilla porque soy así de chula. Y entonces la veo. La muy puta. Ahí en el retrovisor, a pocos centímetros de mi mano. Una araña blanca horrible que se había molestado en tejer su tela y todo como si no tuviera intención de irse. He pegado un respingo y dado un volantazo que por suerte no se ha llevado por delante a nadie. He subido la ventanilla sin dejar de mirarla y he empezado a ahumarme sola en el coche. La araña seguía ahí, tan pancha. Y yo conduciendo por las calles estrechas y horribles del centro del Bronx sin quitarle ojo y urdiendo un plan para echarla de ahí al poder ser sin morir en el intento por accidente ni por ahumamiento. Creedme, no es fácil.
Al pararme en un semáforo se me ha ocurrido quitarla con un papel... pero obviamente no iba a acercar mi mano a ese ser del averno. Así que me he puesto a tirarle bolitas de pañuelo. Además de poco efectivo, ha sido bastante ridículo, debo admitirlo. Así que me he armado de valor, he enrollado un pañuelo y la iba a quitar haciendo acopio de valor pero se ha movido y lo único que se me ha ocurrido ha sido dejar caer el pañuelo y gritar “¡¡tu puta madre!!”. El señor del coche de al lado me ha mirado con mala cara y a mí me ha dado la risa nerviosa, así que ha debido pensar que era una trastornada cualquiera y en cuanto se ha abierto el semáforo se ha alejado de mí todo lo posible.
Yo seguía conduciendo mirando a la araña y ella seguía ahí, a su bola. He pensado más formas de librarme de ella con las escasas armas a mi alcance. He localizado el mechero con el que me había encendido el cigarro. ¡Pues claro, fuego! No sé por qué, siempre que aparece una araña en escena, una de mis ideas es hacer fuego. Luego siempre me doy cuenta de que el fuego nunca es buena idea a no ser que sea para asar chuletas.
Así que si torpedear con bolitas de papel no funcionaba y el fuego no era una opción, sólo quedaba una salida: la velocidad. Si iba lo bastante deprisa, la araña se caería. En cuanto he salido a la carretera, he acelerado como fitipaldi. Pero la araña resistía. Y por un momento he hecho cálculos... ¿a qué velocidad hay que ir para que se despegue ese bicho asqueroso? ¿a qué velocidad multan? ¿hasta qué punto sonaría creíble si me para la policía por exceso de velocidad que voy muy rápido porque una araña quiere matarme?
Por suerte, cuando iba ya a meter quinta y que fuera lo que Dios quisiera, la araña se ha movido y fuuuu, ha salido volando.
Sólo me ha llevado el resto del camino a casa de ir rascándome y mirando a mi alrededor como una loca el convencerme de que se había ido para no volver.
De verdad, de verdad, que me gusta el verano. Y que si no fuera por lo mal que lo pasan los mininos, firmaría por 30 grados todo el año. Y que los bichos no me molestan siempre que tengan menos de seis patas. Pero las arañas no. Ellas se pueden ir al infierno sobre sus ocho patas y dejarme conducir tranquila.





viernes, 8 de junio de 2018

Ojos pochos y ronquidos.


El Niño Chico se ha venido a vivir a Madrid. No a mi casa, porque pasar de vivir a 600 kilómetros a vivir en 40 metros cuadrados es demasiado radical. De momento vamos a tentar a la suerte viviendo en la misma ciudad, que no es poco.
El caso es que he decidido celebrarlo con una especie de conjuntivitis o algo semejante. Siempre que me he ido a vivir con uno de los ex o que la relación se ha puesto más seria, mi cuerpo ha dado claros avisos de querer boicotearme. Al menos está vez ha sido poca cosa, sólo son ojos irritados inyectados en sangre y con un escozor brutal. Peor fue cuando empecé con el Ross y tuve unas hemorroides que me llevaron a urgencias (y que curiosamente luego desaparecieron como si nada). Mezclado con la dermatitis aquella de origen desconocido y con una caída de pelo que pensé que me iba a convertir en la señora bombilla.
En fin, lo que sea.
El caso es que llevo toda la semana con los ojos súper llorosos, rojos e hinchados. Y sí, he ido al médico, me mandó un colirio y me lo doy puntualmente porque me gusta echarme cosas en los ojos que no sirven para nada.
En el centro los abuelos me consuelan todo el rato. Creen que me pasa algo y me abrazan y me dicen que no me preocupe. Y yo ahí, aguantando el tirón mientras las auxiliares se parten de risa.
Y no sé si por lo de los ojos o por qué, pero estoy un poco... irritable. Sí, eso.
En parte porque con los ojos así no puedo trabajar bien y se me está acumulando el trabajo. El miércoles doy una charla en el centro y me temo que vaya a tener que improvisar las diapositivas el día de antes porque no he podido ponerme a hacerlas, por las mañanas tengo los ojos mucho peor y mirar la pantalla del ordenador es una tortura.
En parte también estoy de mal humor porque no duermo bien. A ratos tengo frío y a ratos calor, doy vueltas en la cama y tengo sueños rarísimos de esos que te despiertas aún con el cabreo. Ron ha decidido que las cuatro de la mañana es buena hora para un tentempié y viene a exigir bolitas a cabezazo limpio hasta que me rindo, me levanto y se las pongo. Y para colmo mi vecino ronca como un demonio. Lo he dicho más veces, ese hombre ronca a niveles no conocidos por el ser humano hasta ahora.
La otra noche por ejemplo, me acosté pacíficamente a las doce y media de la noche. Lo que para mí es prontíííísimo. Y según me meto en la cama, digo qué cojones es ese ruido. Levantaba la cabeza como los perros cuando enderezan las orejas. Nada. Volvía a apoyarme en la almohada. Ruido. WTF? Levantaba cabeza. Nada. Así un rato. Identifiqué por fin al gilipollas roncador a la vez que Maya, que sube siempre a dormir conmigo, daba vueltas por la habitación también buscando el ruido, ya que cada vez que el desgraciado roncaba ella hacía un ruidito de interrogación. Los que tenéis gato sabéis a qué ruidito me refiero. Te miran y hacen “prrrraw??”. Y a ver cómo le explico al mico negro que es el vecino y que se duerma.
Así que hice lo que haría cualquier persona irracional y absurda como yo: poner la melodía de Juego de Tronos a todo volumen en el móvil y pegarla a la pared colindante. ¿Y por qué esa música? Primero, para dejar claro que iba a declarar la guerra a medio mundo si seguía oyendo sonidos sólo conocidos más allá del Muro y segundo porque es lo que tengo en el móvil.
Curiosamente, no funcionó. El roncador siguió a lo suyo, es decir, roncando.
Así que me poseí por el espíritu de marujona que tengo en mi interior, me armé del palo de la escoba y le di unos cuantos mamporros a la pared a la vez que reprimía las ganas de gritar “callaos, gamberros, que no son horas”. Y no lo hice, porque francamente, ante unos ronquidos esa frase no procede. Pero los golpes sí hicieron efecto. Al menos durante suficiente tiempo como para que yo pudiera dormirme y dejar de oírle.
Y este es mi resumen de la semana. Estoy cansada, medio ciega, con cara de zombi y una presentación sin hacer. Todo funciona a las mil maravillas. Puro Naar style.

P.D. No os habéis dejado ningún capítulo sin leer, el Niño Chico y yo retomamos lo nuestro y somos muy, muy felices, pero no quiero hablar demasiado de él en el blog por razones que no me da la gana de explicar. Pero estamos muy bien y me alegro mucho de que vivamos a menos de 500 kilómetros por primera vez en la vida.