domingo, 29 de mayo de 2016

Harta de la maternidad

Últimamente todo el mundo habla de la youtuber esa que tiene más hijos que una coneja. Personalmente, creo que he visto un par de imágenes de ella cuando alguien le ha dado a “me gusta” y de rebote ha aparecido en mi facebook. Pero ni un sólo minuto de vídeo suyo.
Primero debo aclarar que youtube no es mi medio. A mí me da vergüenza que me enfoquen hasta con una cámara de juguete. Yo soy incapaz de hacerme un selfie porque me da corte. Así que no, no es lo mío ir por ahí con una cámara en la mano como si fuera gilipollas una extensión de mi propio brazo grabando todo lo que hago. Que además, será cosa mía, pero a mí no me resulta interesante la vida “normal” de los demás. El que se graba haciendo chistes o tutoriales o lo que sea, pues mira, a mí no me gusta, pero vale. Pero grabarte cociendo macarrones o poniendo la lavadora me parece absurdo. Y aún más absurdo el que lo ve desde el otro lado. En fin, yo qué sé, igual es que no soy moderna, me quedé en el paleolítico de las letras escritas y de tener un poco de arte para plasmar en una hoja plana una idea o una aventura.
Por otro lado, insisto en que no he visto ni un minuto de la pava esta en cuestión que todo el mundo sabe quien es y a la que no nombro porque no tengo ganas de pelear con descerebradas que vengan a defenderla de la nada, porque ni siquiera la voy a criticar. Igual sus vídeos son la pera limonera y la tía es divertida y guay y hala con el jijijaja. Ni lo sé ni me importa un carajo. Pero ni esa, ni ninguna. Lo único que veo a veces en youtube son tutoriales de maquillaje para cosas concretas y sólo de cuatro tías que me caen relativamente bien. Y la mitad de las veces lo veo sin sonido, con eso lo digo todo. Lo repito, soy una antigua.
Y ahora tengo que decirlo porque si no, reviento, pero estoy harta de la maternidad. Harrrrta. Haaaarrrrtaaaaa. Que me alegro de que tengáis hijos, de verdad. Que me parece estupendo. Pero estoy hasta el santísimo coño. Del programa de la Samanta esa preñada, de los grupos de facebook, de las sapientísimas de la crianza que lo saben todo y publican normas de conducta porque ellas y sólo ellas han inventado la maternidad, de los blog, los vídeos y los foros que me llegan a través de una u otra red social. Hasta el coño, oiga, hasta el coño.
Además mis amigas están en plena fiebre reproductora y en menos de una semana parió Reichel y la mujer de otro de mis amigos del mismo grupo. Eso significa wasap plagado de fotos, vídeos y anécdotas de bebés. Y yo me alegro, de verdad, pero basta. Llevo 15 días totalmente saturada del tema. Que todos los bebés hacen lo mismo, joder. Que todos tienen hipo, todos se hacen pis cuando les quitas el pañal y te mojan, todos se duermen mamando y todos son pequeños, rosados y feos. Porque es así, son feos. Luego mejoran, pero recién nacidos son feos. Joder.
Y no sé por qué, me siento la peor persona del mundo por decir estas cosas. Yo debería estar ovulando como loca cada vez que viera esas cabecitas calvas y esas manitas arrugadas, pero no es así, lo siento. Soy la mujer más desnaturalizada del mundo. Y lo admito, me da asco la lactancia, me da asco el piel con piel, me da asco que no se lave a los bebés nada más nacer, me da asco el olor a leche, me da asco el cordón umbilical, me da asco el parto, me da asco tooooodo. Soy un engendro. Tiradme piedras si queréis.
Voy a decir también que hay madres menos pesadas. A mi amiga Anita tengo que insistirle para que me mande fotos del peque, que ya es un hombrecillo. Y preguntarle para que me cuente. Y eso que reconozco que el nene es un poco mi ojito derecho por muchas razones. Pero ella no brasea a todo el personal con una cosa que han hecho todas las hembras durante toda la historia porque si no, nos habríamos extinguido.
En fin, yo qué sé. A veces me siento culpable por no ser una “mujer normal”. Y pongo comillas porque mujer soy y normal, pues bueno. Pero no sé expresarlo de otra manera. Me gustaría ser de las que sueñan con la boda, con tener un hijo y que eso me hiciera feliz, porque así sabría cómo ser feliz y mi camino estaría claro en vez de estar la hostia de perdida. Pero no es así. Hay una pieza que me falta o algo. Y no significa que no me alegre por mis amigas, repito. No significa que algunos blog aunque hablen de sus hijos (a veces) no me encanten y los siga con una sonrisa porque son anécdotas simpáticas y contadas con humor, no un dale que dale con la maternidad en sí. Y tampoco significa que no tenga unas ganas locas de ver a Reichel, abrazarla y que me cuente cómo está y de conocer al bebote y de cogerle en brazos, porque claro que estoy deseando, porque es mi amiga y la quiero con toda el alma.

Pero sigo estando hasta el coño de la maternidad, de los vídeos, los blog, la crianza con apego y las gilipolleces que parecen acosarme a todas horas. He dicho. Coño ya.  

miércoles, 25 de mayo de 2016

El altavoz del apocalipsis

La otra tarde estábamos echando la siesta los tres en el sofá. Montamos una especie de tetris entre el Ross, mis trescientos cojines, el gato y yo y curiosamente estamos cómodos y caemos en los brazos de morfeo en cuanto termina el telediario. De todas maneras, mi pobre sofá que es el más barato del ikea, debe tener algo porque a todo el mundo le encanta.
Decía que la otra tarde estábamos los tres fritos cuando de pronto se empieza a escuchar un ruido estridente que parecía venir del baño. El Ross fue a mirar y me dijo que era el grifo. Yo, que tardo un poco en poner el cerebro en marcha, le dije que igual habían cortado el agua. El ruido se parecía remotamente a cuando las tuberías cogen aire. Pero no. El Ross en plan Homer Simpson empezó “grifo abierto, grifo cerrado, grifo abierto, grifo cerrado...” como eso no parecía arreglarlo, hizo una de esas cosas típicas suyas y decidió que era buen momento para irse al otro baño porque sintió la llamada de la naturaleza. O sea, que me dejó sola ante el peligro.
Y el ruido ese cada vez era peor. Yo empecé a acojonarme porque de verdad parecía que fuese a explotar algo y tenemos malas experiencias con tuberías de las que sale agua a presión. Me levanté y cerré la puerta. Mira, si explota que sea ahí dentro y luego ya si eso lo pensamos.
Pero no, el ruido subía y subía de intensidad y estridencia, Ron estaba empezando a ponerse nervioso y yo veía la explosión inminente. Estaba a punto de meter al gato en el transportín y echarme a la calle en pijama cuando el Ross volvió y entró de nuevo en busca del ruido maldito. De repente, suelta una risita y me dice:

  • Nena, no es el grifo, es el altavoz.
  • WTF??
  • Tu altavoz pequeñito, que lo dejaste aquí.

Y aparece con esto en la mano. Esta simpleza que tiene una pinta tan inocente emitiendo el sonido del infierno.



Curiosamente, estaba apagado. Lo cojo, lo enciendo, y se calla. Lo apago y vuelve a sonar. Lo enciendo y suena. Lo apago y se calla. Miré al Ross en busca de respuesta, el señor físico sabelotodo siempre tiene respuestas a este tipo de cosas. Y por suerte había sido testigo de todo el proceso, porque si se lo cuento sin haberlo visto, no me hubiera creído y me hubiera dicho que seguro que yo había tocado algo. Él se encogió de hombros y se fue a jugar al ordenador. Pues vaya con el obseso del empirismo, oye.
Total, que viendo que el asunto era un misterio, me puse a merendar un donuts. Y de repente, el Ross se gira hacia mí y me dice todo serio:

  • He estado pensando sobre lo del altavoz. Podría ser una especie de campo magnético. Una bomba atómica sonaría así.
  • … - el donuts se me quedó a mitad de a garganta. Dios mío, íbamos a morir todos y yo con estos pelos y los cacharros sin fregar.
  • Sí, o una tormenta solar de alta intensidad.
  • Ah, pues ya me quedo más tranquila, oye.
Y es que así es el Ross. El que lo reduce todo a la lógica y a los datos, el que pretende explicarlo todo desde el plano de lo racional, el que ve más factible que un altavoz de cinco euros suene por culpa del campo magnético de una tormenta solar que por un cable pelado. Y mira, puestos a dar explicaciones absurdas, casi hubiera preferido que fueran los alien tratando de comunicarse.
Por si os sirve de algo, no era una bomba atómica ni una tormenta solar. O sí y hemos muerto y el más allá se parece al más acá y menuda mierda de otra dimensión que es igual que la primera. Y si eran los alien no les entendí una mierda. ¿Qué era? Pues yo qué sé. Un cable pelado, una conexión extraña, una de esas cosas que pasan porque sí.



domingo, 22 de mayo de 2016

Más abajo, más arriba, la historia del que no encontraba su casa

Últimamente he leído un par de post de blogueros a los que sigo hablando de su falta de orientación y/o despistes. Reconozco que yo no soy demasiado despistada, cuando cojo el coche me poseo por el espíritu del gps que nunca tuve y es raro que me pierda. Eso sí, cuando lo hago, es a lo grande, como ese año por Almería. Ahora bien, os contaré una anécdota que he repetido mil veces para que todo el mundo vea que siempre puede ser peor.

Hace ya unos años, a la vuelta de una fiesta de rugby, un amigo del Ross me pidió que le llevara a casa. No me pillaba especialmente cerca pero tampoco lejísimos y bueno, accedí. El amigo, al que llamaremos Nitrix, iba un poco “tocado” esa noche. Tampoco es que fuera borracho como una cuba, pero le dio el punto gracioso. De hecho, se pasó media noche haciendo sonidos guturales por la ventanilla utilizando el parasol a modo de altavoz y alegando que era la época de la berrea. Luego trató de pegar a los viandantes con el mismo parasol enrollado. Y luego increpó a un conductor vecino en un semáforo por estar mordiéndose las uñas. El caso es que al fin llegamos a la calle en la que me había dicho que vivía. Tenía la esperanza de soltarle cuanto antes y que se fuera a su puñetera casa de una vez.

  • Nitrix, ya estamos en tu calle, ¿en qué número vives?
  • Más abajo.
  • Nitrix, estamos a mitad de la calle.
  • Más abajo.
  • Nitrix, la calle se termina aquí.
  • Ahhhh... puesss viviré más arriba.

Media vuelta y de nuevo calle arriba bien despacito para que se fijara.

  • Nitrix, ¿vives por aquí?
  • No, más arriba.
  • Nitrix, ya hemos pasado por aquí antes y...
  • No sé, viviré más arriba.
  • Nitrix, volvemos a estar en el principio de la calle.
  • Ahhhh... pues viviré más abajo.


Su puta madre. Así recorrimos la calle tres veces en cada sentido. Cuando ya desesperada le pregunté en qué cojones de número vivía, alegó que se acababa de mudar y no lo sabía. Vivía solo. Nadie conocía su casa. El tipo no se acordaba ni de qué color era el portal o si estaba cerca de alguna tienda. Ni siquiera parecía sonarle su propia calle.
Estaba a punto de echarle del coche a patadas y abandonarle a su suerte cuando, de repente, con el coche en marcha, abrió y la puerta y gritó “esa, esa es mi casa”. Y se tiró a la calle como si saltara de un helicóptero en una película de la guerra del Vietnam.


Total, si sois capaces de encontrar vuestra casa o de al menos recordar el número de vuestro portal, no es para tanto.

jueves, 19 de mayo de 2016

Te lo estás perdiendo

Querida Mery,
hace casi dos años que dejaste de hablarnos. No sé aún muy bien por qué. O sí lo sé, pero no me lo quiero creer. Hay algo dentro de mí que me impide creer que por culpa de un novio idiota y manipulador nos hayas querido dejar de lado. Que no le caigamos bien porque se siente inferior no es una buena razón. Que te quiera tener bajo su mando y que sea un controlador no justifica esto. Porque ya nos hemos acostumbrado a estar sin ti, a juntarnos y no llamarte, a vernos y que no estés. Pero me duele. Los demás dicen que les da igual, que ya no les importa. Yo te echo de menos. Echo de menos tu risa y tu dulzura, echo de menos tus historias, tu voz y tus abrazos. Echo de menos a mi amiga.
Y me da pena, porque sé que nos querías y te estás perdiendo un montón de cosas.
Bombita se casa en un mes y no conoces apenas a su novia, que es de esas personas que valen la pena. Es adorable y simpática, cercana y cariñosa. Es buena conversadora, es inteligente y tranquila. Da gusto pasar el tiempo con ella. Bombi la quiere un montón y está como loco con la boda. Están ilusionados y felices, nos hacen partícipes de sus planes y nos reímos un montón juntos. Y te lo estás perdiendo.
Reichel acaba de tener un bebé. Ha tenido un embarazo fantástico, los primeros meses estuvo molesta pero luego lo ha disfrutado. Ya sabes cómo es la jodía, de todo se ríe. Nos dejaba tocarle la barriga y nos la enseñaba a todas horas. La hemos sobado a base de bien para notar las patadas y hemos pegado la oreja a su ombligo para ver si nos decía algo desde ahí dentro. Y ahora ha nacido. Era un bichito feo y arrugado, aunque después de un par de días está muy bonito y sonrosado. Dice Reich que se porta muy bien, que come mucho y duerme y que ella está feliz. Rulas la ayuda mucho, es un padrazo y no sabes cómo la cuida. Tú no le has llegado ni a conocer, pero el holandés es un tío grande. Es simpático, gracioso, trata de comunicarse por todos los medios, es entrañable y afectuoso, es un tío estupendo. Y se quieren mucho. Están desbordantes de felicidad y no sé cómo, te la contagian. Y te lo estás perdiendo.
Gordito y su señora están buscando también un niño, pero la cosa no está fácil. Gordi nos lo cuenta a veces, medio por desahogarse, medio por quitarle importancia. Ella es más reservada, pero cada día va cogiendo más confianza y hay días que quedamos y vamos descubriendo cosas de ella, como que tiene más sentido del humor del que parece. Nos invitaron a su nueva casa, el Gordi hizo un arroz estupendo y nos lo pasamos genial, nos hicieron sentir parte de su hogar. Y te lo estás perdiendo.
Flumi sigue como siempre, está trabajando mucho porque es un tío más que válido. Y a la vez investiga, hace sus progresos y maneja su mente con proyectos y resultados brillantes. Y sigue siendo un golfo y teniendo rolletes con chicas jóvenes, no sé si algún día le veremos sentar la cabeza. Pero qué risas nos echamos con sus historias. Y te lo estás perdiendo.
La Pelirroja está en el mar, con su trabajo soñado y haciendo una vida que le hace sonreír aún más de lo normal. Está preciosa, morena y llena de vitalidad. Hace un montón de deporte, baja a la playa a diario, come montones de paellas y se mete en el agua y se reboza en la arena. A veces creo que todo lo que ha hecho en la vida ha sido para llegar aquí, porque está radiante. Y te lo estás perdiendo.
El Ross y yo estamos juntos de nuevo, como muchas veces vaticinaste. Vivimos juntos y nos llevamos muy bien, tenemos planes y futuro para llevarlos a cabo. Estamos contentos y creo que se nos nota. Y te lo estás perdiendo.

Y no sé, nena. No sé si te merecerá la pena. Si una sola persona podrá darte tanto como para que renuncies al resto. Si será bastante como para quedarte sin amigos, como para perderte los progresos en nuestras vidas. Si compensará como para no compartir tanta felicidad y tantos buenos ratos que echamos. No sé. Espero que tú lo sepas. Y siento que nos bloquearas de facebook y no pueda mandarte esto. Siento tener que escribirlo en el blog para desahogarme. Siento no poderte decir que te echamos de menos aún. Y siento, de verdad que siento, que te lo estés perdiendo.  

viernes, 13 de mayo de 2016

Aquellos universitarios años

Hoy volvía de la academia de mi clase de inglés escuchando la radio. Que por cierto, he mejorado tanto que me han cambiado de clase para subir el nivel. Lo cierto es que lo agradezco porque en mi horario habitual se habían apuntado un señor muy mayor que huele a varon dandy y una pseudohippy con la cuarta parte de neuronas de lo normal. Así que entre el tufo a colonia de garrafón y lo que me desespera la tía que se soba la rasta mientras piensa durante tres minutos cada jodida respuesta, he salido disparada en el Naar-bólido sin mirar atrás.
Y ahí iba yo, con mi coche, mis pintas de haber estado antes estirando las patas en diferentes direcciones en pilates y mis ovarios y mi endometriosis bailando la conga, cuando ha empezado a sonar esto.
He subido el volumen. Mucho. Muchísimo. Hasta que me he teletransportado a aquellos años en los que era poco menos que la banda sonora de mis días de facultad. A veces me parece que fue ayer, pero supongo que para los universitarios de ahora yo soy como el señor que huele a varon dandy. Sólo que yo era universitaria de verdad y los de hoy en día son una primos. Cada vez que hablo con un veinteañero y me dice que la facultad es una mierda me dan ganas de abofetearle con un puñado de calcetines llenos de piedras.
La universidad era buen rollo, fiestas, porros, horas al sol tirada en el césped, tercios a media mañana, risas, conversaciones de política y desprecoupación. No trabajos a todas horas, exámenes hasta finales de julio, clases obligatorias y competitividad. La universidad eran los mejores años de la vida. No el asco del que estás deseando salir para entrar en el mundo real y laboral aún más asqueroso.
Y no sé si la culpa es de las reformas contra las que me manifesté, de los cambios de leyes, de los gobiernos y su reputísima madre. O de los propios alumnos, que han cedido y aceptado. O de la sociedad en sí, donde se priman cosas absurdas, donde el modelo americano de la competitividad más sangrante cada vez se ve mejor. No lo sé, pero lo estáis haciendo todo mal. Lo estás estropeando todo. Lo habéis fastidiado, malditos, lo habéis fastidiado.
Yo fui feliz en el universidad. De hecho, si lo llego a saber, me había quedado unos cuantos años más. Fui una pringada sacándome cada curso en su año. Así que fue breve pero intenso. Tres o cuatro años, pero joder, qué tres o cuatro años.
Yo no iba a clase. Excepto por gusto. Había asignaturas que me fascinaban, profesores que me encandilaron y fui cada día, aunque fuera a horas incómodas. Hubo otras a las que fui el primer día y nunca más. Hubo otras de las que me enteré que estaba matriculada el día antes del examen (curiosamente, me presenté para probar suerte y aprobé). Y lo hacía porque era libre, cosa que no había sentido nunca antes, con tanta presión y control en el colegio y el instituto donde llamaban a casa si faltabas. Así que iba, venía, me saltaba clases, me levantaba al alba para escuchar a los profesores que merecían la pena y me salía dando un portazo de la clase de los que eran unos capullos.
Pasé muchas horas al sol. Y a la sombra. Viendo las fiestas de timbales, a mis amigos jugando al diábolo o con las pelotas de lana llenas de arena. En invierno metida en la moqueta, cogiendo unos colocones importantes del humo de porro. Pasé horas y horas en el cuchitril donde alguien montó una asociación, tirada en los sillones que robamos de un despacho, leyendo las poesías, recortes e historias que colgábamos por las paredes. Bebiendo tercios a medias, comiendo palmeras de chocolate y mirando con recelo el microondas que jamás se limpió. Hablando de política, de música, de humanidades y divinidades con gente de todas clases.
Pasé muchas más horas aún en la facultad del Ross. Viendo el rugby, cantando canciones obscenas, enseñando el sujetador a coro de “quítate la camiseta”. Perdí la vista más allá de cantarranas mientras ellos entrenaban. Me tumbé en el césped de ciencias y en el de paraninfo, puse mi culo en todos los parques y casi todas las cafeterías de todas las facultades. Me reí a carcajada limpia en todos los rincones de ciudad universitaria. Y quizás lloré en algunos. Me besé en varias esquinas. Con el chico de las naranjas, con el soñador de la guitarra, con el Ross, con el dueño de mis sábanas. Eché un polvo furtivo en los baños del decanato.
Quizás no era sólo la facultad, era la edad. Eran los jueves por Moncloa, eran las noches del Dolce, eran las fiestas en casa de la gente, eran mis amigos, era la inocencia, las ganas de vivir, el no haberme pasado aún la vida por encima como una apisonadora. Era Platero y Extremo y Loquillo y Marea y el rock de los 70 y los 80. Igual era que yo era más joven.

Viví los años de universidad. Fueron pocos, pero fueron intensos. Y no sé por qué ya no lo vivís así, estúpidos. Lo habéis fastidiado, malditos, lo habéis fastidiado.

jueves, 5 de mayo de 2016

Lágrimas y albóndigas

Hoy he llorado haciendo albóndigas. Igual es que me va a bajar la regla o yo qué sé, pero de repente, me he mirado las manos llenas de harina y me he acordado de ti. No es que mis manos se parezcan mucho a las tuyas, yo las tengo más parecidas a mi padre y bueno, más jóvenes de lo que eran las tuyas cuando yo las recuerdo. Pero aún así me he acordado de ti, como siempre que paso un rato cocinando. Porque no llegaba a la mesa y me subías a una silla para que te ayudase. Y yo miraba tus manos tan hábiles, tantos años cocinando que te salían las croquetas perfectas, todas iguales. Y las albóndigas las hacías tan rápido que yo no terminaba de saber cuál era esa técnica secreta. Pero me gustaba pringarme contigo, hacer chapuzas de carne picada mientras tú te reías.
Había pensado escribirte un post, lo pienso muchas veces. Pero me cuesta la vida hablar de ti porque siempre lloro y me temo que te enfadas cuando me ves hacerlo. Y siempre lo pienso por tu cumpleaños, que este año hubieran sido 110. Y lo pienso en la fecha de tu marcha, pero ahí sí que no soy capaz. Aunque haga trece años. Pero yo noto tu ausencia y el hueco que dejaste cada día, hoy también aunque no sea una fecha señalada. Quizás más que entonces. Porque en el 2003 era una cría agilipollada y no supe afrontarlo de otra manera que mirando para otro lado. Además, sé que no lo justifica, pero sabes que tenía mis propios problemas que tratar de arreglar.
Ahora soy una mujer más madura. O eso intento. No me sale bien siempre, lo admito. Pero me acuerdo del consejo que me diste mil veces cuando me decías que tratara de saber hacer de todo y de no tener miedo de intentar las cosas para no depender de nadie para comer bien, ni para ir limpia ni para llevar mi casa y trabajar. Y me decías ante mi obstinación, al contrario que casi todos los demás, que no hacía falta casarse ni tener hijos si no quería. Que tú, ya ves, lo habías hecho, pero que estabas segura de que hubieras sido feliz de otra forma también. Lo decías orgullosa, porque era verdad. La familia recayó siempre en tus hombros porque eras trabajadora, fuerte y luchadora. Y nada se te ponía por delante. Más o menos lo he conseguido. Lo de ir limpia y comer bien, digo. He vivido bastantes años sola y ya ves, aquí estoy. Sentía tu fuerza muy intensamente entonces. Como cada vez que hay alguna situación realmente difícil.
Cuando hace unos años operaron a la yaya, nos contó a mamá y a mí que te había visto mientras la operaban. Que recordaba haberte visto apoyada en la cocina y que le decías, de esa forma tan castiza tuya “aguanta hija, sé valiente y con dos cojones.” Seguro que hay alguna explicación médica, científica, lo que sea. Pero esos días tan duros todos te sentimos muy cerca. Yo, mucho. Sin ti, aunque fuera desde el cielo, no hubiera soportado el peso. Pero lo hice. Por ti. Gracias a ti.
Hoy he llorado mientras hacía albóndigas. Porque sé que es ley de vida que te fueras. Tuviste una vida larga, viste crecer a tus hijos, tus nietos, tus bisnietos. Yo tuve la suerte de vivirte 20 años. Pero me gustaría que aún estuvieras aquí. Te echo de menos siempre, en las navidades, en los cumpleaños, en las reuniones familiares. Siempre, cada día. Y a veces te hablo, como hoy, mientras lloraba y hacía bolitas de carne. Me gustaría que probases mis empanadas, te gustarían mucho. Y disfrutarías con mis hojaldres dulces y mis tartas de manzana y de fresas. Cada vez que los hago daría lo que fuera por subirte un pedacito a casa y que te lo comieras para merendar mientras me dijeras eso de “niña, hazme tú la infusión que te salen más buenas que a tu yaya.” Porque yo también le echo tres cucharadas de azúcar, como tú. Sé que estarías orgullosa de mí. Quizás serías la única, pero verías todo eso tuyo que hay en mí y sonreirías.
Y bueno, bisyaya, no me enrollo más que me vas a terminar echando la bronca. Por llorar y por echarte tanto de menos. Pero quería que lo supieras. Que a todo el mundo le gusta venir a comer a mi casa, que doy de comer a toda la familia y que me siento orgullosa de ello porque sé que lo he sacado de ti. Que en los momentos de crisis todo el mundo me mira con la cara que te miraba a ti, como si fuera yo la que mantengo el ánimo y la fuerza. Que cuido de mamá y de la yaya y de los hombres de la familia que tú siempre decías que eran los más débiles. Que sigo aprendiendo de ti. Que sigo queriendo parecerme a ti. 
Y que te sigo queriendo tanto que hoy he llorado haciendo albóndigas.