Mostrando entradas con la etiqueta trabajo ¿qué es eso?. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta trabajo ¿qué es eso?. Mostrar todas las entradas

sábado, 28 de diciembre de 2024

El abismo futurible

 Cuando los ricos tienen una crisis existencial (o simplemente se aburren) se cogen un año sabático y se van a Ibiza a hacer el canelo con las guitarritas y la ropa de aspecto gastado que ha costado cientos de euros. Como yo soy pobre, estoy gestionando mi crisis existencial (puro burn out) cogiendo un mes soviético (sólo un mes, no da para más) y viendo Dirty Dancing en mi sofá cuando la echan por la tele. Las diferencias de clase, oiga.


El caso es que he tenido que pedir un mes de licencia en el trabajo y tomarme un mes selvático antes de que mi salud se fuera al garete definitivamente. Y la gente me pregunta si estoy descansando y desconectando. Les digo que sí, más que nada por no hacer el ridículo y ahorrarme explicaciones. Pero lo cierto es que paso días enteros pensando qué hacer con mi vida. Sopesando pros y contras de volver a mi actual trabajo. Echando currículum a ofertas que en realidad no me gustan y fingiendo que me disgusta que me descarten. O rechazándolas cuando me cogen porque sus condiciones no son compatibles con la vida misma. Paso días dándole vueltas a la cabeza pensando qué debería hacer. Y cómo y cuándo.

A estas alturas, sigo sin respuesta a nada.


Creo que uno de los problemas es que no soy buena visualizando el futuro y sus posibilidades. Odio hacer planes. Odio pensar con antelación. Me agobia organizar la semana. Yo qué sé lo que querré hacer mañana. Es como cuando alguien me dice que si quedamos el sábado ¿y qué quieres que te diga, si estamos a jueves? ¿yo qué sé si me va a apetecer verte dentro de dos días? Me resulta estresante. Así que imagínate cuando me planteo cosas como qué hacer este año o qué puedo querer hacer en cualquier aspecto de mi vida de aquí a verano.

Hace poco un compañero me preguntó cómo quería estar en cinco años. ¡¡Cinco años, nada menos!! Y yo qué carajo sé, señor mío. No tengo claro lo que voy a hacer en cinco horas. No tengo ni idea de lo que voy a hacer en cinco días. Cinco meses es todo un abismo para mí, pero ¿cinco años? ¡Si eso es una eternidad! Pero él insistía: ¿cómo quieres estar en cinco años? Así que tuve que contestar la verdad: VIVA. Dentro de cinco años quiero estar viva. Quiero tener a mis padres y a mis gatos. Quiero seguir casada con el señor dorniense. Y al poder ser, quiero seguir usando la misma talla. Pero no me planteo qué mierdas quiero hacer con mi vida laboral de aquí a entonces. Porque no me importa lo suficiente. El trabajo es sólo un medio para conseguir dinero que a su vez sirve para conseguir comida para mis gatos. No es más. No me realiza. No me hace feliz. No me llena. No me satisface. A mí me realizan mis aficiones. Me hacen feliz mis seres queridos. Me llenan mis recetas de cosas dulces y chocolatadas. Y me satisface un aparato con nombre apropiado para ello. El trabajo sólo me da dinero, y por lo general, no suficiente. Ni de lejos.


Así que aquí estoy. Terminando diciembre, terminando el año y a mitad de mi mes satánico y sigo sin ver claro hacia dónde me lleva esto. Sigo sin saber qué voy a hacer en nochevieja. Sigo sin saber qué voy a ponerme para cenar. Sigo sin saber qué regalar por Reyes al dorniense. Sigo sin tener claro si volver al trabajo o no. Sigo sin saber nada más que al Año Nuevo sólo le pido salud para mí y los míos y que ojalá en cinco años siga aquí, con mi marido, mis gatos, mis padres y mis dudas.


viernes, 19 de abril de 2024

Madrugar, el Cook del metro y el Titanic

 Hoy me he enamorado en el metro. Qué voy a decir. Aún no eran las 8 de la mañana y él se parecía tanto al Cook de Skins que dolía mirarlo. Tan guapo, tan joven. Joder. Si yo hubiera tenido 20 años menos quizás le hubiera pegado un post it en la mochila con mi número de teléfono. Ahora soy una señora cuarentona que no se tiñe las canas. Eso soy, aunque madrugar haga que me disocie y por un rato crea estar yendo a la facultad, como esos chavales que me rodean con sus carpetas y sus mochilas, con edad de poder ser mis hijos. Pero es que el traqueteo del metro a esas horas absurdas en las que todos parecemos más zombis que personas me confunden y me sacan de mi cuerpo y de mis canas, me dejan sólo con la sensación extraña de poder vivir otras vidas, probarme otros nombres y jugar a imaginar que soy quien hubiera soñado ser.

Así que ahí estaba yo, balanceándome con el suave runrún del metro cuando aún no ha amanecido del todo, soñando con mundo paralelos, con posibilidades que no son, con edades que no tengo. Soñando con el chaval del los hoyuelos y los ojos rasgados y el pelo cobrizo que iba respirando pausadamente a mi lado, ajeno a mis tribulaciones e inmerso en las suyas propias. Enamorándome por un rato de un chico sin nombre al que deseo desde un yo pasado. Preguntándome si hay una línea temporal en la que aún tengo 20 años y me cruzo con él en este vagón y me atrevo a darle mi número. Preguntándome si hay otro mundo en el que no me disocio por completo cuando madrugo y puedo ser una persona normal que lleva horarios normales, que puede tener trabajos por la mañana y madrugar y montar en metro sin sufrir problemas mentales.

A la vuelta he evitado el metro. Meterme bajo tierra me convierte en alguien extraño para mí misma y temo perder el hilo que me une aún con la realidad y conmigo misma, con mis canas y mis cuatro décadas de vida. Así que he cogido el autobús y he seguido pensando en lo de los universos paralelos en los que hay mil posibilidades y mil vidas a la vez. Como en ese libro (La biblioteca de la medianoche) que leí este invierno y que a pesar de tener cierto tufillo a autoayuda me hizo pensar un poco. Como esa serie que me gustó tanto hace unos años que se llamaba Being Erika. Pensando en las decisiones que me han llevado a un lugar o a otro. Pensando en los instantes que pudieron cambiar mi vida. Pensando en cada bifurcación en la que tuve que elegir camino. Preguntándome si en otro lugar y en otro mundo estoy viviendo un tórrido romance con mi Cook particular del metro.

Quizás pienso todas estas mierdas porque la vida que me está tocando vivir últimamente es la de la violinista del Titanic y no me gusta demasiado. Porque a mí me contrataron para tocar el violín en un barco la hostia de grande y la hostia de lujoso y la hostia de guay. Y bien, yo tocaba cada noche y cada mañana y era feliz haciéndolo. Hasta que un día vi que había mogollón de icebergs alrededor. Pero ni el capitán ni nadie al mando parecía preocupado por ello. Y total, yo sólo estaba ahí para tocar el violín. Así que nos dimos la hostia, el iceberg nos apuñaló, el barco empezó a hundirse y el capitán sigue haciendo como que no pasa nada. El director de orquesta saltó del barco y se piró en un bote salvavidas él solo. No le culpo. Ahora todo el que puede se escapa y yo, sigo tocando mientras el barco se hunde más y más cada día. Pero qué voy a hacer. Sigo tocando. Sólo puedo esperar a que me rescaten o me muera en las aguas heladas, porque sé que esto no puede reflotarse. Hay quien se trata de salvar. Hay quien está en pánico. Hay quien huye y quien hace como que no ocurre nada. Yo sigo tocando el violín porque total, es lo que sé hacer y es lo que me dijeron que debía hacer. Así que toco y toco mientras todo se sumerge en el océano sin posibilidad de salir a flote de nuevo. Toco el violín mientras imagino que hago otra cosa. Sigo con mi melodía inútil mientras me sueño con 20 años menos y mordiéndole el cuello a este pobre chaval del metro que va tan tranquilo sin saber que la señora cuarentona de al lado está fascinada por el color rojizo de su pelo. 


No sé qué se supone que debo hacer. Al parecer ni los achaques ni las canas le hacen a uno más sabio como me habían dicho. Sólo te hacen viejo. Sólo te cansan y hacen que el ketchup te dé ardor de estómago. Sólo hacen que Cook quede lejos de tu alcance. Sólo hacen que los problemas laborales te afecten un poco más que antes y que no haya fiestas los viernes donde olvidar las penas. Sólo hacen que sigas tocando el violín preguntándote para qué sirve en cualquier caso lo que tú hagas. Sólo hacen que seas un poco más consciente de tus limitaciones.

En mi caso, he llegado a asumir que madrugar y montar en metro es realmente peligroso para mi salud mental.

viernes, 16 de diciembre de 2022

El amigo invisible ataca de nuevo

 El otro día pensé que estaba muy reflexiva y cansina en el blog y que hacía mucho que no me pasaba algo lo bastante estúpido para hacer uno de esos post que me solían caracterizar. Pa qué dije ná. Y es que si hay algo estúpido y absurdo en estas fechas es el amigo invisible. Es algo que está mal planteado desde la base y es que regalar debe ser algo voluntario y casi espontáneo, no organizado y obligatorio. Y debes regalar a quien te dé la gana, no a quien te toca sacado de un bombo. Pero nada, oye, no hay año que no te veas envuelto en un amigo invisible con gente que posiblemente no te cae ni bien y a quien no regalarías ni un billete sólo de ida a la mierda.

A mí este año me pillaron en el del trabajo. Venga mujer, apúntate, si estamos todas las compañeras, que es divertido y blablablá. Y como ya tengo fama de rancia y de fría y de distante y de borde y de no sé cuántas cosas más, pues al final me vi obligada a apuntarme voluntariamente. Se hizo un sorteo con una aplicación de móvil que seguramente ahora esté vendiendo mis datos a algún niño rata ruso que se dedique a crear bots chungos en twitter. Y me tocó una compañera que me cae bastante bien. No tan bien como para regalarle algo así porque me apeteciera, pero sí lo bastante bien como para no regalarle una de las apestosas cacas de Ron metida en su bolsita de plástico negro. Y quería dedicarle un par de minutos a pensar qué podría comprarle. Pero luego ando atareada con mil cosas más interesantes, como meditar sobre el proceso de perlación de la ostra atlántica y se me fue el tiempo sin que se me ocurriera nada.

Además, qué más da. El amigo invisible es un absurdo. Nunca jamás a nadie le regalaron nada que le haya gustado. O al menos a mí no. Jamás me tocó algo que dijera “joder, qué guay”. Aún recuerdo el año que Bombita decidió que era buena idea regalarnos a todos colonias que un alumno suyo había robado conseguido por ahí y que me tocó una de Bisbal. Era tan horrible que empecé a usarla como ambientador para el baño, hasta que me dí cuenta de que el baño olía mucho mejor sin mezclarlo con eau de Bisbal. Ese fue el último año que hicimos el amigo invisible típico y cuando inventé el amigo invisible inverso, que es que cada uno lleva un regalo random, a poder ser ridículo y baratísimo, lo envuelve y se ponen en un montón. Y cada uno coge uno, a ciegas, pero sabiendo que va a ser una mierda. Nos reímos mucho más desde que lo hacemos así.

Volviendo a la oficina, cuando empezó a acercarse la fecha, todo el mundo comentaba que si ya tenían el regalo, que qué bien, que si no sé qué comprar. Y yo venga a dejar por ahí comentarios al azar, tipo prefiero que me regalen cosas que se puedan usar, que mi casa es muy pequeña. O que cualquier cosa que tenga gatos o mariposas me gusta. O que los saquitos de semillas que calientas en el microondas están entre el top five de mejores cosas que me han pasado en la vida. O que unos guantes en invierno siempre hacen el apaño. O que se me había roto el paraguas. O sea, mil ideas de cosas prácticas. Y la gente con evasivas. Y yo ya a la desesperada, que mira, que hasta una colonia me vale, que la usas y tiras el bote y no ocupa sitio. Y la lista de turno, “ya pero es que una colonia es algo muy personal.” Pues mira hija, mientras que no sea la de Bisbal, a mí me vale.

A todo esto, la fecha seguía acercándose y yo seguía sin comprar nada para mi afortunada porque encima claro, para no gastar mucho el límite eran 10 euros. Que ya sabemos que los regalos del amigo invisible son una mierda, pero si encima el límite es ese, no sé qué esperamos que ocurra. Y de pronto me acordé de una especie de foulard que me trajeron este verano de Ibiza, creo. Algodón orgánico de no sé qué con tintes naturales exprimidos a mano de las raíces de la pachamama. Y ahí estaba en su bolsita y con su etiqueta porque sería muy bueno, pero era a rayas azul mortecino y blanco feo que me recordaba demasiado a los uniformes de los presos de Auschwitz y me daba mal rollo. Así que mira, dos pájaros de un tiro, me quito un chisme del medio y quedo hasta bien. Y como me daba algo de apuro no gastar nada, pues añadí al regalo una cajita de bombones que siempre hace el apaño y una tarjeta navideña con unas palabritas monas. Y chimpún.

La gente empezó a recibir sus regalos ayer, que yo libraba. Y mandaban fotos al grupo de whatsapp. Y, coño, ni tan mal. Foulares, guantes, mantitas, packs de geles y cremas, agendas y cuadernos... que estaba hasta empezando a tener ilusión porque lo que me tocara no fuera una mierda absoluta.

Ah, qué ingenua, pero qué ingenua fui pensando que por una vez, mi regalo no iba a ser el peor de todos con una diferencia abismal.




viernes, 27 de diciembre de 2019

Estoy trabajando (guiño, guiño, codazo)


Como decíamos ayer...

Se me ha estropeado el móvil del trabajo. Y contando con que la mitad de mi trabajo es llamar por teléfono y la otra mitad el recibir llamadas, pues me diréis qué hago yo sin teléfono. A ver, que sí, que hago más cosas... pero no precisamente para ocupar toda la mañana. Así que estoy aburrida y desocupada pero no puedo irme de compras navideñas porque estoy pendiente del mail por si llega algo urgente que tenga que resolver. Y me he acordado de que el primer blog que abrí, allá por el dosmilypoco, fue precisamente porque tenía un trabajo en el que me aburría soberanamente y me sobraban horas a porrillo.
No sé el resto de la gente, pero en la mayoría de los trabajos que he tenido a lo largo de mi vida me he aburrido como una mona. A mí me sobra más de la mitad de la jornada siempre. Y diréis que soy una vaga y no hago nada, pero es más bien que como soy un nervio andante lo hago todo demasiado rápido y luego ya me quedo sin cosas que hacer. A ver, que hay días y días. Hay veces que no tengo tiempo ni para hacer pis en toda la mañana y eso es malísimo para el riñón, pero hay otros días que podría dedicarme a la vida contemplativa mientras sumo horas cotizadas a mi vida laboral.

En fin. Sé que tengo el blog abandonado, como casi todo el mundo. No voy a volver a decir lo de que los blog han muerto, pero sí, han muerto. Lo que me da coraje es que estoy haciendo lo que siempre odié, dejarlo ahí vagando por el espacio internauta sin rumbo ni misión. Que la gente (qué gente, mongola, qué gente si aquí ya no hay nadie) no sabe si me ha tocado el euromillón y he huido al Caribe o si he muerto en trágicas circunstancias.
El caso es que por las mañanas trabajo o hago como que tal y por las tardes no tengo ganas de ponerme delante de la pantalla otra vez. Y por las noches, que antes era mi momento cumbre del escribimiento, ahora estoy en la compañía del Dorniense, que me alegra la vida y ocupa mi tiempo aún no sé cómo.
La verdad es que estoy bien, bastante feliz y me siento afortunada. Hay cosas feas, como la enfermedad de la yaya y las preocupaciones del día a día, pero estoy mucho mejor que la primera vez que me senté en este mismo salón a escribir la primera entrada de este blog. Tampoco es difícil, estaba hecha mierda entonces. Pero ahora estoy mejor de lo que podría haber imaginado. Tengo a mis niños Ron y Maya, un trabajo que me agrada en lo posible y al Dorniense haciendo de mis días algo mucho más bonito. Tanto, que me voy a casar con él. Yo, la antibodas, me he liado la manta a la cabeza. Ya ves tú. Hay una parte de mí que lo hace por la yaya. Que lo vea, si Dios quiere, y que tenga tanta ilusión como tiene ahora me hace feliz. Y hay otra parte que es que he encontrado el mejor compañero de viaje. Y las cosas bonitas, queridos, hay que celebrarlas. Lo feo viene solo, así que el amor y la alegría hay que compartirla.
Sin embargo me planteo la idea de que la mayor parte de los escritores buenos han sido solteros, solitarios, amagados de varios tipos o simplemente han hecho la vida digamos “difícil” a sus parejas. Y lo entiendo. Yo era mejor escribidora (lo siento pero escritora se me queda muy grande y me parece muy engreído la gente que se denomina así a sí mismo) cuando estaba soltera y sola. Ahora invierto tiempo en el Dorniense, en nuestras familias y en nuestros planes de boda y me queda poco para venir a contar chorradas. Pero aún así, los astros se alinean, me dejan sin móvil de trabajo y aquí estoy, un viernes 27 de diciembre pensando que hace unos días mi blog cumplió años y ni me acordé.
Lo que sí recuerdo es que mañana mi Maya cumple tres años mañana. Y fue la mejor cosa que me ha pasado un mes de diciembre. Tan pequeñita, tan negra y tan adorable como sigue siendo, hecha una bolita en mis brazos y dispuesta a llenar la casa de maullidos, alegría y ternura. Feliz cumpleaños, muñeca.
Acabo de releer el post y es tan caótico y absurdo como yo. No sé si he perdido práctica y cada vez escribo peor o que antes simplemente estaba más acostumbrada a mis propias mierdas y no me daba tanta cuenta. En fin, tanto da, si ya no lo va a leer nadie.
Y bueno, dadas las fechas, a todos los que ya no me leéis, pero seguís en mi corazón de blogger, Feliz Navidad y que el 2020 se porte bien con todos nosotros, que nos dé salud y alegría y que no se acabe el mundo antes de que se cumpla el milagro de verme pasar por el altar.



sábado, 7 de septiembre de 2019

Ni tan mal


Casi siempre mi lema vital ha sido “y yo qué sé”. Me he pasado casi toda mi vida sin saber nada. Me parece lo lógico. Y desconfío profundamente de la gente que lo sabe todo y que se pasa la vida sentando cátedra. Sin embargo, últimamente mi lema ha mutado levemente a “ni tan mal”. Que sé que es una expresión medio moderna medio regulera, pero expresa bastante bien en pocas sílabas mi sensación constante de “no es la opción óptima, pero podría ser peor, así que vamos a conformarnos, a ver el lado bueno y a seguir tirando palante que no hay otra.”
Al final la aventura de Rata y Esponja no pudo ser. Maya es muy sociable pero tiene una vena macarra, Coco tiene un humor bastante malo y no es sociable con otros gatos. Y mi pobre Ron, que como de costumbre no había dicho ni hecho nada, se llevó la peor parte. Una de las veces que los juntamos Coco le pegó un revolcón sin venir a cuento y mi pobre gordo se quedó un par de días medio asustado, medio raro. Y no. Ya lo pasó mal cuando vino la niña y se puso malito y no voy a correr ese riesgo de nuevo. Así que tras bastantes lágrimas y hablarlo mucho, Coco el esponjoso-furioso se fue a vivir a Dorne con los abuelos, que le consienten más que a un nieto tonto. Y mis niños siguen felices en su casita tan tranquilos. Ni tan mal.
El Dorniense se mudó definitivamente a mi casa. Ahora es nuestra casa. Supuestamente. Yo sigo pensando que es mi casa invadida por un Dorniense con demasiados cachivaches frikis y una fijación por el orden que me aburre soberanamente. Él piensa que se ha mudado con una diógenes que guarda basura y espurrea todo a su paso, complicando en exceso su misión en el mundo que es meter las cosas en cajas perfectamente alineadas. Aún así, estamos felices, nos reímos mucho y no discutimos ni aunque pasemos el día en el IKEA. Pues ni tan mal.
La yaya sigue igual. Yo la miro y “veo” cosas. Cada vez está más delgada, le cuesta más comer, respira un poco peor y tiene un ruido raro cuando tose. Sé que se está consumiendo. Y creo que de algún modo extraño ella también lo sabe aunque no lo sepa. Pero está “bien”. Sigue con sus planes, su rutina y sus cosas. Escribe y lee todas las tardes, cose y me llama por teléfono. Salen por las mañanas a dar su paseo, a comprar, a por el periódico. Yo voy todas las semanas a verla y charlamos mucho, nos reímos y cuando salgo del portal me dicen adiós desde el balcón. Luego me monto en el coche y me harto a llorar hasta casa. Pero bueno, sigue ahí, con el yayo y con su vida. Aún la tengo y cada día doy gracias por haberla disfrutado un poco más sin que ella aún tenga dolores ni esté sufriendo. Así que ni tan mal.
El trabajo es una pesadilla en verano. No es que mi trabajo sea el colmo de la diversión, pero en verano con las vacaciones, los cuadrantes y las cosas aún pendientes del cambio de empresa hay días que me tiraría por la ventana. Pero me han hecho indefinida por primera vez en mi vida, trabajo desde casa la mayor parte de los días y no tengo jefe ni nadie que se pase la vida controlando lo que hago. Así que ni tan mal.

Y así estamos. No puedo decir que bien del todo, pero no me puedo o no me quiero quejar. Porque dentro de mi caos habitual todo está en un equilibrio relativamente inestable que de momento se mantiene. Y ni tal mal, oye, ni tan mal.

sábado, 24 de noviembre de 2018

Vacaciones... o algo parecido.


Estoy de vacaciones. Jo, qué bien suena. Aunque sea una puta mierda estar una semana de vacaciones a finales de noviembre y tras dos putos años trabajando sin parar. Pero fíjate con lo que nos conformamos los pobres.
El caso es que es así. Desde que empecé a trabajar en teleasistencia allá por la primavera del 2017 no he tenido vacaciones. Dos puñeteros veranos sin playa, sin mar, sin montaña, sin días libres ni noches de mojitos y vestidos de tirantes. Y encima, claro, como empalmé un trabajo con otro (recuerdo aquellos dos meses horribles de trabajar en dos sitios a la vez), el año pasado no tuve tampoco vacaciones de invierno. Luego me despidieron justo antes de cogerme las de verano en el otro trabajo. Aún se lo estoy agradeciendo, mira. Y sí, pasaron dos semanas y media hasta que encontré otro trabajo... pero aquello fue de todo menos vacaciones.
En esas dos semanas y media además del disgusto normal, tuve las pruebas médicas de mi madre con sus dos días de hospital, una boda en Sevilla a la que tuvimos que ir y volver a la carrera, varios días de citas burocráticas y semijudiciales para que me pagaran el finiquito (me pagaron de menos, como siempre) y dos entrevistas de trabajo. Eso está muy lejos de lo que yo considero tiempo libre.
Ahora por fin tengo una semana. Una cochina semana que me parece un mundo.
Primero me voy unos días fuera con el Niño. Ya era hora, llevamos sin un fin de semana sólo para nosotros desde... no sé desde cuándo, la verdad. Y luego imagino que aprovecharé a hacer unas cuantas cosas pendientes y a hacer el vago. Y a ver Juego de Tronos, que la estoy re-viendo otra vez. Supongo que en esos días también sacaré algo de tiempo para escribir algo por aquí más allá de una mera actualización mierder de estado como ahora. Porque echo de menos el blog, pero no me da la vida.

Total, que espero aprovechar mi escaso tiempo libre de la mejor manera posible.

viernes, 9 de noviembre de 2018

La vidente


Hoy he hablado con una vidente. O sensitiva. O yo qué sé. De esas que “saben” cosas de tu pasado y tu presente y tu futuro, se “comunican” y “ven cosas”. Y diréis a Naar se le ha ido definitivamente la pinza. Pero no, excepto las pinzas literales de esas que se me caen cuando tiendo y que con suerte le arrean en la cabeza a los vecinos, no se me ha ido ninguna más. No es que yo haya llamado a televidentedigamé. No es que haya decidido gastar mi escaso (tirando a nulo) dinero en llamar para que me digan que todo me va a ir chachi piruli. Es una usuaria de mi servicio, que ha llamado para otra cosas y ya que estaba, pues me ha contado su vida y de paso, la mía.
Mi trabajo es lo que tiene, que lo mismo tengo que discutir con viejas intransigentes, que tengo que dar órdenes a auxiliares que me doblan la edad, que tengo que ayudar a vestirse a un yonki o que tengo que hablar con la señora vidente. Y todo así, en la misma semana. Sin tregua. De verdad que si no escribo es porque no tengo tiempo, no porque no me pasen cosas absurdas.
Lo del yonki igual lo cuento otro día, da para post de sobra.
Lo de hoy me ha hecho gracia. Vaya por delante que yo no creo en las cartas, en el tarot, en el horóscopo, en las runas, en los designios del destino ni en lo que opine un señor de Murcia. Mi estado natural es el escepticismo. Ante todo. Mi postura en la vida es la ceja derecha levantada y media sonrisa-mueca que me marca el hoyuelo izquierdo. Para empezar, creo en el libre albedrío. No creo que todo esté escrito. Me parece aburridísimo pensar que estoy siguiendo un guión. Así que nadie puede saber mi futuro si no está en ningún lado y si lo mismo mañana lo mando todo al carajo y cambio de rumbo radicalmente.
Dicho esto, sí creo en las intuiciones, en las premoniciones puntuales, en las sensaciones más allá de lo visible... pero eso es otro tema más largo de explicar.
El caso es que he estado un buen rato hablando con la señora que trabajó en televisión y todo. Fíjate, consulta con vidente famosa gratis. Más que gratis, pagándome porque es dentro de mi jornada laboral. Y encima amenizándome la mañana, que estaba siendo aburrida que ni os cuento.
Y diréis, ¿pero acierta la señora o no? Pues ya me jode, pero tengo que decir que sí. A ver, hay mucha parte de lectura en frío, de decir cosas generales que le valen a cualquiera. De tantear y ver cómo reacciono para saber por dónde tirar. Pero también ha dado en el clavo de muchas cosas concretas difíciles de saber. Me ha dicho, sin información previa de ningún tipo, que no tengo hijos porque nunca he tenido ese instinto. Pero que me veía con dos seres muy queridos en brazos ahora mismo y me ha preguntado si tenía perros o gatos. Bueno, pues sí. Me ha dicho que pensé estudiar psicología pero que me eché para atrás y que hice bien porque no me hubiera gustado. Pues sí, oiga. Me ha dicho que era de una familia pequeña, pero unida y que veía mi círculo cercano de cuatro miembros. Ehhh... pues sí. Me ha dicho que mi padre ha sido siempre un tipo muy libre, que tuvo un puesto muy importante pero que el dinero no le merecía la pena y que lo dejó para trabajar por su cuenta. Joder, pues sí. Y me ha dicho también que últimamente no estaba muy conforme con mi imagen, que estaba dando prioridad a otras cosas y que no me gustaba mucho lo que veía en el espejo. Y la verdad es que sí.

La verdad es que no sé si me hubiera gustado ser psicóloga. Puede que no. Lo único que sé es que no me hubiera gustado nada ser diplomática como quería mi madre (ahí, apuntando bajo, a cosas normales, dí que sí, mamá) ni abogada o economista como quería mi padre. En realidad, pese a todo, me gusta mi trabajo. Sin estos momentos delirantes mi vida sería mucho más aburrida.

martes, 9 de octubre de 2018

catarro 1 - Naar 0


Al final el catarro ha hecho mella en mí y he tenido que coger la baja. No me gusta faltar al trabajo, pero de verdad que no estaba en condiciones de ir a ningún lado que no fuera el médico.
Tengo un doctor nuevo porque me he cambiado de nuevo al horario de tarde. Es un señor un poco amanerado, con el pelo blanco, los ojos muy azules y bastante amable para ser médico. Según me ha visto me ha sonreído y me ha dicho “huy, vaya catarro”. Y yo, maja por naturaleza, le he dicho “sí, para eso no hace falta ser médico.” El buen hombre se lo ha tomado como una broma y me mirado un poco, me ha dicho que era sólo de las vías altas (o sea, nariz como un pimiento morrón maduro) y que tomara paracetamol y descansara. Para eso, querido, tampoco hace falta una carrera. Pero no se lo he dicho. Se ha puesto a rellenar unos papeles y me ha dicho que me iba a dar la baja y que cuantos días quería. Mi yo vago y lleno de cosas más interesantes que hacer aparte de trabajar, ha pensado “una semana”. Mi yo pobre ha replicado “un día y vas que te matas, muerta de hambre”. Mi yo sensato ha sido el que ha salido de mi boca y ha dicho “hoy y mañana, el miércoles y creo que ya puedo ir”. La verdad es que no me apetece nada levantarme a las 6 y estar 9 horas fuera de casa, pero menos me apetece no tener para comer, así que no es mal acuerdo dos días de reposo y lego vuelta a la lucha.
Sigo haciendo cuentas y creo, espero, deseo, que para el sábado pueda estar en condiciones bodiles. Lo dudo un poco porque estoy bastante floja y no tengo ganas de ir por ahí tambaleándome en los tacones como bambi recién nacido, pero haré lo que pueda. Sólo espero que dejen de gotearme la nariz y de llorarme los ojos para poder maquillarme un mínimo y no ir hecha un zurrapastro. Pero no prometo nada. Lo que no me veo, francamente, es con mucho ánimo de bailar ni de montar juerga. Además siendo una boda de día, la cosa se pone en mi contra. Las noches me animan y me desatan, pero eso de bailar a las seis de la tarde, a plena luz del día y en estado totalmente consciente y sobrio, como que no.
Total, que haré lo que pueda. Cuando la situación empiece a superarme por la razón que sea, le daré al niño uno de esos toquecitos en la mano que él y yo entendemos y nos iremos. A veces creo que podríamos comunicarnos por morse con apretoncitos de manos.

Por cierto, sé que siempre he dicho que me gusta el verano. Pero estoy cambiando de opinión. El otoño es deprimente con sus noches alargándose y comiendo terreno al día, pero mis gatos están súper contentos y felices con el fresquito. Corren y juegan como locos, se me suben mucho encima y comen de maravilla. La peque después de todo el verano dando por saco con la comida vuelve a engullir bolitas como si no hubiera un mañana y está otra vez gordita y lustrosa y no con ese culo diminuto y huesudo que lucía este verano. Ron está contento y juguetón y amoroso y gordo como un cebollo. Ahora mismo escribo esto con Maya en las piernas y Ron sobre mi regazo. Suena guay, pero no es fácil escribir con un gato de siete kilos aplastándome la escasa capacidad pulmonar que tengo estos días. En fin, que sigo siendo una chica proverano, pero mis niños me han hecho prootroño. Lo que hay que ver. Lo que se hace por amor.

domingo, 16 de septiembre de 2018

No conozco el secreto


Me gustaría escribir más en el blog. Mucho más. A veces me gustaría que fuera una especie de diario, pero ya ves qué cosas, tengo que dar gracias si consigo escribir una vez a la semana.
Me gustaría apuntarme al gimnasio. Echo de menos hacer pilates que me va estupendo para la espalda y hacer algo que me tonifique mínimamente las piernas fofas estas que tengo.
Me gustaría volver a las clases de inglés, me gusta mucho la sensación de haber alcanzado un nivel lo bastante bueno como para entender las letras de las canciones y seguir el hilo de conversaciones de guiris en el metro.
Me gustaría volver a cocinar cosas ricas, hacer lentejas cada dos semanas y lasaña de vez en cuando.
Me gustaría arreglar los tres sujetadores que tengo ahí para coserles bien el cierre. Y de paso, planchar los cuatro pantalones que tengo en el mismo cajón.
Me gustaría limpiar la casa bien, a fondo. Fregar los armarios de la cocina. El riel de la mampara de la ducha. Los cristales de las ventanas.
Me gustaría hacer muchas cosas, pero no me da la vida.
Soy una inútil. En serio, no hay nadie más tonto que yo. Trabajo de ocho a tres y no me luce el tiempo. Todo el mundo me dice que ese horario es una suerte, que tienes la tarde libre. Y yo que no acierto a hacer nada. Llego a casa a las cuatro o cuatro y pico, según se dé la cosa. Como, generalmente cualquier cosa que encuentro por ahí con aspecto comestible o algo que preparo el lunes y que repito cada día hasta el viernes. Y me duermo un rato. Porque me levanto a las putas seis de la mañana, mi trabajo es muy agotador mentalmente y estoy rota. Cuando me despierto apenas me da para más que para ducharme, cenar un poco de fruta y ver un capítulo de algo antes de irme a dormir de nuevo.
Así que ni inglés, ni pilates, ni culo firme, ni comida sana, ni casa limpia, ni sujetadores cosidos. Nada. Todo para mañana. Para el fin de semana. Para cuando tenga un rato. Para nunca, joder, para nunca.
Me pregunto cómo lo hacéis los demás. Cómo coño lo hacéis los adultos de verdad para hacer todo eso y muchas más cosas. Para a la vez que hacéis todas esas cosas, tener hijos y cuidarlos. Atender a la familia, quedar con los amigos, ir a la peluquería, hacer la compra. Cómo cojones lo conseguís sin que se os caigan los ojos de sueño. En serio, decidme el secreto, no es para una amiga, es para mí.


domingo, 26 de agosto de 2018

A por la segunda


Hace un año estaba trabajando en teleasistencia en la misma empresa donde me han contratado ahora para otra cosa bastante más aburrida aunque más lucrativa. Había hecho buenas migas con unas compañeras y a veces nos quedábamos a la salida a tomar algo. No podía echarme la siesta, trabajaba de tarde, pero a cambio podía trasnochar y levantarme cuando me diera la gana. Ahora madrugo como una alondra y me tengo que acostar pronto. Lo odio. Me acababa de hacer el tatuaje de las costillas. Ahora estoy urdiendo el siguiente y puede que me agujeree de nuevo la oreja. Habían venido mis amigas de Granada y el Niño Chico a verme y habíamos pasado unos días en la sierra. Ahora no he podido salir más allá del barrio de los yayos. Fue un buen verano el del año pasado. No genial, no fantástico... pero bastante bueno. Algo mejor que este diría que sí.
Este año voy de boda en boda. Por un lado es un coñazo, un gasto enorme y una extraña sensación entre aburrimiento, pereza y un pellizco de emoción. Raro todo.
La primera fue en Sevilla, de unos amigos del Niño Chico. Boda más cutre y más aburrida, señor mío. Estrené un vestido verde muy bonito y me llené el pelo de orquídeas moradas.
La siguiente es la semana que viene, de una de esas amigas de teleasistencia. La primera con la que quedé a tomar algo. Y eso cuando la vi en la entrevista no me cayó muy bien. No sé por qué, no había razón ninguna. De hecho, la primera vez que hablé con ella me pareció encantadora. Qué tontas son a veces las primeras impresiones. Aquel viernes del verano pasado salimos a la puerta después del trabajo y me dijo “¿qué vas a hacer ahora?”. Y yo, “pues irme a casa”. Y me dijo que si me apetecía algo fresco. Y a mí me apetecía. Así que nos fuimos al Rodilla de enfrente de la oficina y pedimos un nestea y unos sandwiches. No sé bien cómo, nos aliamos con dos chicas más y formamos un grupito de cuatro muy bien avenido. Las demás nos miraban como si estuviéramos locas. Yo creo que se morían de envidia de ver el buen rollo que nos traíamos.
Un par de meses después, cuando éramos ya inseparables, nos dijo que se iba tres días a París con el novio. Le dije que le iba a pedir matrimonio. Nos mandó un whatsapp desde allí para decir que sí, que se lo había pedido y foto con el anillo. Dos días después nos abrazamos las cuatro en el patio del edificio de oficinas. Un año después hemos hecho una despedida de soltera, las cuatro también. En una semana vamos de boda. Tres invitadas y la novia. Me voy a poner un vestido precioso que estrené para otra boda hace ocho años. Y una diadema de piedrecitas.
Aún me queda la boda de Reichel, para la que iré de rojo y con pamela. Pero eso es otra historia y otro post.

domingo, 19 de agosto de 2018

Bajo los adoquines había arena de playa


El otro día me volvieron las ganas de escribir en el blog. Así, de repente.

A pesar de que ha mejorado desde el momento absurdo en el que me encontraba en el último post, sigue sin gustarme este verano.
Mi madre está bien, le hicieron la prueba y no sabemos nada de los médicos, lo que es buena señal porque si encuentran algo, te llaman rápido. Lo mejor que te puede pasar con los médicos es que te ignoren y no tengan interés en verte.
Yo encontré trabajo enseguida. Eso es... bueno. A ver, sí, es bueno. Pero joder. Dos años seguidos sin vacaciones. Sin una semanita de descanso, de relax, de playa, de montaña, de amigos, de lo que mierda sea. Dos años sin quedada completa con los blogger. En fin. Mal por ese lado. Pero bien por eso de comer y ganarme la vida y blablablá.

El caso es que el otro día iba conduciendo el coche de empresa entre dos pueblos de la zona del Corredor del Henares. Es una zona fea, industrial, gris y donde le puedes rascar la tripa a los aviones que despegan. No me gusta. Pero de repente, según iba conduciendo un coche que no es mío y en el que no termino de encontrar el punto al asiento, me dio la rayada de que parecía que iba a ver el mar en el horizonte. Como cuando vas de viaje a la playa y de pronto empiezas a sentir esa humedad cálida de las zonas de costa y casi hueles la sal. Que de pronto notas que el verano tiene sentido y que todos esos kilómetros en coche han valido para algo. Y sigues conduciendo y de pronto, al tomar un desvío o tras una curva, aparece. Y ves el mar, azul y brillante de fondo.
Pues algo así. En mitad del Corredor del Henares. Con los aviones zumbando sobre mi cabeza. Con el coche ese que se para en los semáforos y arranca por arte de magia cuando pisas de nuevo el embrague. Y sin llegar a ver nunca el mar de fondo, claro.
Pero de repente me apeteció contarlo. Me apeteció escribir y decir que casi pude oler el mar en mitad de Madrid, de la rutina y la contaminación.

viernes, 8 de junio de 2018

Ojos pochos y ronquidos.


El Niño Chico se ha venido a vivir a Madrid. No a mi casa, porque pasar de vivir a 600 kilómetros a vivir en 40 metros cuadrados es demasiado radical. De momento vamos a tentar a la suerte viviendo en la misma ciudad, que no es poco.
El caso es que he decidido celebrarlo con una especie de conjuntivitis o algo semejante. Siempre que me he ido a vivir con uno de los ex o que la relación se ha puesto más seria, mi cuerpo ha dado claros avisos de querer boicotearme. Al menos está vez ha sido poca cosa, sólo son ojos irritados inyectados en sangre y con un escozor brutal. Peor fue cuando empecé con el Ross y tuve unas hemorroides que me llevaron a urgencias (y que curiosamente luego desaparecieron como si nada). Mezclado con la dermatitis aquella de origen desconocido y con una caída de pelo que pensé que me iba a convertir en la señora bombilla.
En fin, lo que sea.
El caso es que llevo toda la semana con los ojos súper llorosos, rojos e hinchados. Y sí, he ido al médico, me mandó un colirio y me lo doy puntualmente porque me gusta echarme cosas en los ojos que no sirven para nada.
En el centro los abuelos me consuelan todo el rato. Creen que me pasa algo y me abrazan y me dicen que no me preocupe. Y yo ahí, aguantando el tirón mientras las auxiliares se parten de risa.
Y no sé si por lo de los ojos o por qué, pero estoy un poco... irritable. Sí, eso.
En parte porque con los ojos así no puedo trabajar bien y se me está acumulando el trabajo. El miércoles doy una charla en el centro y me temo que vaya a tener que improvisar las diapositivas el día de antes porque no he podido ponerme a hacerlas, por las mañanas tengo los ojos mucho peor y mirar la pantalla del ordenador es una tortura.
En parte también estoy de mal humor porque no duermo bien. A ratos tengo frío y a ratos calor, doy vueltas en la cama y tengo sueños rarísimos de esos que te despiertas aún con el cabreo. Ron ha decidido que las cuatro de la mañana es buena hora para un tentempié y viene a exigir bolitas a cabezazo limpio hasta que me rindo, me levanto y se las pongo. Y para colmo mi vecino ronca como un demonio. Lo he dicho más veces, ese hombre ronca a niveles no conocidos por el ser humano hasta ahora.
La otra noche por ejemplo, me acosté pacíficamente a las doce y media de la noche. Lo que para mí es prontíííísimo. Y según me meto en la cama, digo qué cojones es ese ruido. Levantaba la cabeza como los perros cuando enderezan las orejas. Nada. Volvía a apoyarme en la almohada. Ruido. WTF? Levantaba cabeza. Nada. Así un rato. Identifiqué por fin al gilipollas roncador a la vez que Maya, que sube siempre a dormir conmigo, daba vueltas por la habitación también buscando el ruido, ya que cada vez que el desgraciado roncaba ella hacía un ruidito de interrogación. Los que tenéis gato sabéis a qué ruidito me refiero. Te miran y hacen “prrrraw??”. Y a ver cómo le explico al mico negro que es el vecino y que se duerma.
Así que hice lo que haría cualquier persona irracional y absurda como yo: poner la melodía de Juego de Tronos a todo volumen en el móvil y pegarla a la pared colindante. ¿Y por qué esa música? Primero, para dejar claro que iba a declarar la guerra a medio mundo si seguía oyendo sonidos sólo conocidos más allá del Muro y segundo porque es lo que tengo en el móvil.
Curiosamente, no funcionó. El roncador siguió a lo suyo, es decir, roncando.
Así que me poseí por el espíritu de marujona que tengo en mi interior, me armé del palo de la escoba y le di unos cuantos mamporros a la pared a la vez que reprimía las ganas de gritar “callaos, gamberros, que no son horas”. Y no lo hice, porque francamente, ante unos ronquidos esa frase no procede. Pero los golpes sí hicieron efecto. Al menos durante suficiente tiempo como para que yo pudiera dormirme y dejar de oírle.
Y este es mi resumen de la semana. Estoy cansada, medio ciega, con cara de zombi y una presentación sin hacer. Todo funciona a las mil maravillas. Puro Naar style.

P.D. No os habéis dejado ningún capítulo sin leer, el Niño Chico y yo retomamos lo nuestro y somos muy, muy felices, pero no quiero hablar demasiado de él en el blog por razones que no me da la gana de explicar. Pero estamos muy bien y me alegro mucho de que vivamos a menos de 500 kilómetros por primera vez en la vida.

martes, 29 de mayo de 2018

Un guiño con la lengua fuera, la jerga policial y el ictus.


Sabía que no debía hacerme amiga de un poli. Lo sabía. Porque claro, conoces a uno, es majo, te encariñas un poco y le das una oportunidad. Venga, vamos a ser amigos a pesar de que seas lo que eres. Y entonces los demás lo saben. Como las avispas, que si matas una vienen cincuenta a vengar su muerte y al final es peor. Se comunican con sus walkie-talkies esos de policía o lo que sea que usen. Y cuando los demás saben que eres una presa fácil, que estás debilitada, empiezan a acorralarte para ser también tus amigos y llenar tu vida de orden y ley y uniformes todas esas mierdas suyas.
Primero fue mi amigo el poli. Y bueno, me caía bien y cuando me enteré de que realmente era policía ya era muy tarde para ser antipática con él.
Luego el memo de mi excompañero de insti que pretendió ligar conmigo. Me ha escrito un par de veces más por whatsupp y me pone nerviosa porque usa un montón de emoticonos que no sé interpretar. Es algo tipo “Hola, qué tal?” *carita sonriente, guiño, guiño con lengua fuera, risa con un ojo más grande que otro, guiño y lengua.* Y yo pienso “pero ¿qué le pasa a este hombre? ¿a qué tanta mueca? ¿tendrá un tic? ¿síndrome de Tourette? ¿Le estará dando un ictus? ¿Hay un médico en la sala? Call nine-one-one!”
Total, que era todo muy complicado y decidí no ser su amiga, más que nada porque no lo hemos sido nunca y tanto emoticono por palabra me confunde.
Y entonces llegó otro policía. Otro que en dos miniconversaciones por whatsupp ya ha conseguido sacarme de quicio unas veinte veces.
El caso es que estaba yo trabajando y en el vado de la puerta para poner las furgonetas de la ruta y que los abuelos suban y bajen había aparcado algún gilipollas desaprensivo. Porque a ver, es gente en silla de ruedas, con muletas, enferma y en el mejor de los casos, muy mayor. ¿Para qué coño pones tu puto coche ahí durante horas? Total, que llamamos a la poli. Le multaron, se fueron y el coche seguía ahí. Volvimos a llamar, volvieron a multar, volvieron a irse. Obviamente, el coche seguía ahí. Llamamos OTRA VEZ ya más cabreados. Y por fin vino uno que llamó a la grúa.
Yo estaba a mis cosas cuando entró la directora y me dijo que estaba dando una información del centro al policía en cuestión y que iba a darle mi tarjeta por si necesitaba ayuda con servicios sociales o información o algo. Francamente, no le hice ni puñetero caso porque acababa de llegar del hospital de ver a mi usuario, iba a recoger unos papeles y me quería largar cuanto antes.
Unos diez minutos más tarde conseguí salir para irme a mi casa cuando un policía municipal, con su unirme y sus gafas de sol y todo se me pone delante y me llama por mi nombre.

  • Perdona, ¿eres Naar?
  • No... ¿Naar? ¿qué Naar? Yo soy... señora de incógnito.
  • Ah, es que me ha dado una compañera tuya una tarjeta y me ha dicho que la trabajadora social...
  • ¡¡Vale!! lo confieso, soy yo, soy Naar. ¡Deja de interrogarme!

El tipo parecía majo, pero yo ya conozco esa estrategia. A mí no me engañan más. Que huy, qué simpático y amable que soy... ¡que no me la das, que eres policía! Y mientras yo no dejaba de mirar mi coche aparcado en una zona de carga de y descarga (debo decir en mi defensa que eran las dos menos diez y la zona sólo es de carga y descarga hasta las dos), el tipo me contaba su vida. Que si su abuela, su tía y la madre que parió a panete. Y yo “ahá, ahá, comprendo (mirada de reojo a mi coche aparcado en descarga) claro que te escucho, ahá, ahá”. Pensé que me estaba librando cuando me dice:

  • ¿Este móvil de la tarjeta es el tuyo?
  • ¡No es mío, es de la empresa! ¡Lo juro, no lo he robado!
  • No, es por si puedo preguntarte alguna duda cuando vaya a servicios sociales.
  • Ah, sí, claro.
  • ¿Y tienes whatsupp?
  • Sí, pero sólo para cosas legales, lo prometo.
  • Bueno, ya te diré algo, no te entretengo que tendrás prisa.
  • No, es que tengo el coche aparcado en carga y descarga. - mierda, ya la he liado – Pero han sido cinco minutos, de verdad. Y ya me iba. Por favor, no me multes. Te puedo ayudar en las gestiones si no me multas. Lo he dejado ahí porque tenía prisa. - sólo hay una forma de salir de esto. - O sea, prisa... es que llevo un cadáver en el maletero y tengo miedo de que los perros lo huelan y descubran el alijo de drogas de los bajos.

El tipo se echó a reír. ¡Mira, un policía con sentido del humor, corre, pide un deseo!
Me dijo que ya me escribiría y me diría algo. Como tengo que ser buena empleada y tratar de conseguir nuevos usuarios le dije que vale y me fui a mi casa. Al rato me escribió para decirme que era el policía Fulánez. Que al parecer no tiene nombre, sólo apellido, como los policías de bien. Y que si me ponían una multa, se lo dijera, y que jaja, cara con guiño y lengua fuera. Vaya por dios, otro que sufre ictus y trata de comunicarlo con emoticonos. Eso, o es una jerga policial que yo no comprendo, porque empiezo a ver un patrón aquí.
Al día siguiente me escribe de nuevo y me dice que ya tiene la cita en servicios sociales. Bien, has sido capaz de marcar un número y pedir una cita. España está orgullosa de tu efectividad. Y que si al final me ponían una multa le avisara, guiño, guiño, lengua fuera. En serio, que alguien me lo explique.
Al otro día me volvió a escribir. Que tenía una duda con la ayuda al cuidador y el cheque servicios. Le dije que iba a dar una charla sobre esos temas en mi centro, que viniera a verla y a informarse. Y me dice que vale pero añade:

  • Aunque no sé, me das un poco de miedo, al fin y al cabo, eres una delincuente.
  • ????
  • Por lo del cadáver en el maletero y tal. - jajaja, guiño, risa con un ojo más grande que otro. - aunque te estoy encubriendo.
  • Ah, jeje, vale. No te preocupes, no soy peligrosa.

Y aquí viene lo bueno, me preguntó si llevaba armas. A ver, me lo dice un tipo que pasa sus días con una puta pistola, una puta porra y unas putas esposas en la cintura. Así que le dije “menos que tú, a ver quién es el que es más peligroso”. Según lo dije me arrepentí. El sentido del humor de los policías es delicado. Sin embargo el policía Fulánez volvió a reírse y a sacar la lengua. En serio, qué problema tiene esta gente con las muecas extrañas. Y me dice que a ver si me va a tener que cachear. ¿Perdona? ¡¡¿¿PERDONA??!! Que cacheo ni qué cadáver en el maletero. Oiga, que yo aparqué cinco minutos en una zona de carga y descarga, no creo que me merezca este suplicio. Y váyase a ligar con otra a la que le gusten los uniformes y las cosas raras. Déjeme señor policía, que crecí al grito de “agua, agua” y pasé mis años universitarios diciendo eso de “mucha policía, poca diversión”. Déjeme, que me pongo nerviosa y digo tonterías y cualquier día de estos me pongo a usar emoticonos sin sentido y la gente va a creer que estoy sufriendo un derrame cerebral.

Se lo he contado a la directora. Se ha reído y me ha dicho que sea amable para ver si conseguimos que traiga a su abuela. O sea que ahora soy una presunta delincuente y puta en potencia que no sabe descifrar los emoticonos de la policía. Mi vida mejora por momentos.

viernes, 25 de mayo de 2018

No le voy a dejar


Ayer fui al hospital a ver al usuario que os contaba en el post anterior y salí hecha polvo. Estaba cansado, apagado, le costaba abrir los ojos. Me conoció, sí, pero seguía sin saber bien dónde estaba ni por qué. Le tuve que dar el desayuno porque no tenía fuerzas para levantar la cuchara. Por un momento, estuve a punto de rendirme. Mira, que se lo lleven a una residencia. Que aguante lo que pueda y luego... que sea lo que tenga que ser.
Pero luego, le estaba dando vaselina en las piernas para que no le salgan escaras y me pasé la mano por una cicatriz que tiene en la pierna. Creo que fue en enero que se cayó y se hizo una herida muy fea. Durante meses se la tuvimos que curar a diario porque aquello se infectaba y con el adiro que toma le sangraba cada dos por tres y... una odisea. Pero se le curó. A fuerza de insistir, ganamos la batalla a la herida.
Le seguí dando vaselina mientras la cabeza empezaba a echarme humo de tanto pensar. Y cada vez que pasaba la mano por la cicatriz, algo saltaba en mi interior. Hasta que como soy yo, decidí intentarlo una vez más. Luchar un poco más. Un poco más, venga, otra vez.
Así que me acerqué, le incorporé la cama y le obligué a mirarme.

- Escúchame, - le dije. - Yo no te voy a dejar. Pero tienes que poner de tu parte y espabilarte porque si no, te van a llevar a una residencia. Si tú no quieres, me dejo la piel para que no vayas, pero dame algo por lo que luchar.

Abrió un ojillo grisáceo.

- Al asilo no.

- Vale, al asilo no, pero entonces te tienes que poner mejor, ¿lo entiendes?

Asintió un poco y volvió a quedarse traspuesto. Por un momento pensé que pasaba de mí. La doctora me había dicho que no estaba “tan” mal, pero que estaba bastante apático y que eso no ayudaba. Así que creí que se estaba rindiendo. Pero le zarandeé un poco y se lo repetí, porque entender, entiende bien.

- No te voy a dejar, Usuario. De verdad que no. No vas a estar solo. Te lo prometo. Tú ponte bueno y yo peleo por ti.

Esbozó una sonrisa debajo de su bigote blanco y me dio las gracias. Salí del hospital a punto de echarme a llorar. Pensando qué iba a hacer al día siguiente cuando me llamara la trabajadora social del hospital, qué le iba a decir. Cómo le iba a explicar a todo el mundo del trabajo que me insisten en que le incapacite y le lleve a una residencia que no, que no es como entiendo mi trabajo, que creo en la libertad hasta las últimas consecuencias y que si una persona prefiere morirse en su casa que estar “bien” en una residencia está en su derecho. Y que yo lucharé por ese derecho todo lo que pueda y un poco más. Pensaba en que a veces me miran como si estuviera loca y me siento sola e incomprendida porque obviamente, lo fácil es gestionar una resi y hala, que se coma otro el marrón.

Pero hoy cuando he llegado estaba sentado, con sus gafas puestas y las mejillas rosaditas. En cuanto me ha visto me ha sonreído y me ha llamado por mi nombre. Le he acompañado mientras comía. Él solo. Se lo ha comido todo. Se ha quejado porque no le gusta el puré y estaba soso. Hemos charlado y gastado bromas mientras comía y se reía. Me ha preguntado por la gente del centro y le he dicho que todos le echamos de menos y que tiene que volver. Se ha encogido de hombros.

- Pues claro, en cuanto me suelten de aquí.

Le he vuelto a dar vaselina en las piernas, en los hombros, en las zonas de roce y me he acercado a su oreja:

- Te has echado un vecino gitano. - el compañero de habitación.
- Bueno, pues que me cante algo de Camarón.

He soltado una carcajada. Es un hombre con un sentido del humor, a pesar de todo, que me sorprende.
He pasado con él la mitad de mi jornada laboral, haciéndome salir más tarde y más cansada. Pero me da igual. Que le jodan a los informes, al papeleo que se amontona y a las reuniones pospuestas. Que le jodan al gerente y a su cara de mierda cuando lo sepa. Que le jodan a todo. Yo creo que mi trabajo en parte es esto. Es luchar mientras queda una oportunidad. Así que antes de irme se lo he vuelto a decir:

- Que no estás solo. Que yo no te voy a dejar. Te lo prometí ayer y te lo repito, no te voy a dejar solo. Tú sigue poniéndote fuerte y yo no te dejo.

- Cuando te canses, pues me llevas a un asilo. - me ha dicho en modo calimero.

- Yo no me canso. Si tú no quieres, yo no te llevo a ningún sitio. Yo soy muy de pelear, así que por eso no te preocupes.

- Se agradece.

Le he llenado de besos y me he ido, después de pedirle a la enfermera que le pongan dieta normal y le den algo más que purés. Y me he ido contenta. Si él quiere luchar, luchamos. Si él quiere vivir, me encargaré de que sea a su manera. Si a él le quedan fuerzas, a mí me sobran. He luchado incansablemente por cosas que merecían menos la pena, imagínate por mis usuarios. Así que no, no le voy a dejar.

miércoles, 23 de mayo de 2018

¿No podría hacerlo otro?


Sabéis que me gusta mi trabajo. Lo digo muchas veces, no me importa reconocerlo. Me gusta lo que hago, me gusta ser trabajadora social. No gano mucho, no tengo mucho “prestigio”, no llevo ropa elegante y desde luego, nunca me haré rica con esto. Pero oye, me gusta.
O casi siempre me gusta. A veces no. A veces me pasa como a Homer y me pregunto si eso no puede hacerlo otro.
Y esas veces que no me gusta no es cuando discuto con el jefe. Ni cuando un abuelo se pone pesado o enfadado o me cae algún insulto por no dejarles hacer lo que quieren (generalmente, escaparse). No es cuando la familia se pone pesada o cuando me llaman a deshora. No es cuando me equivoco y me cae bronca. Ni siquiera es cuando tengo que hacer papeleos interminables y darme de bruces una y otra vez contra los muros administrativos. No, no es eso. Eso me da igual.
Es cuando le coges cariño a alguien y llega el punto en que no puedes hacer más. Es cuando me siento impotente. Es cuando veo que un caso se me escapa de entre los dedos sin remedio. Es cuando, como hoy, me doy cuenta de que no depende de mí lo que pase con ese usuario que es más que un “usuario” y es alguien con nombre, apellidos, una historia, un pasado y una sonrisa que se me hace familiar. Es cuando ese “usuario” me mira a los ojos y sólo puedo encogerme de hombros y tratar de calmarle con palabras que yo misma no me creo.
Cuando empecé en este mundo, quería trabajar con adolescentes y lo hice durante unos años. El día a día es muy duro, los adolescentes son pura vida y te agotan. Tienen más energía que tú, son más rápidos, más fuertes y más inconscientes que tú. Y luchas y luchas y luchas y sólo a veces ves resultados. Pero crees ilusamente que estás trabajando por darles un futuro. Que te estás dejando la piel por mejorar a su personita del mañana. Y cuando ocurre, se te despegan los pies del suelo. Cuando te llaman y te dicen que tienen un trabajo, que han salido de la mierda. Cuando te dicen que les diste una oportunidad, cuando te dan las gracias por creer en ellos. Cuando te dicen que ahora son mejores gracias a lo que hiciste por ellos. Ese día, la vida merece la pena con tanta fuerza que casi te da igual lo que pase.
Y no quería trabajar con ancianos porque no puedes ofrecerles eso. El día a día es más fácil. Son menos conflictivos, más cariñosos, más agradecidos a primera vista. Les ayudas a vivir lo poco que les queda un poco mejor, pero sabiendo que sólo tratas de darles un final más digno. Que quizás, tu misión es que mueran cómo o dónde quieran. Que sólo puedes ayudar, paliar, poner parches. Pero que no hay un futuro mejor porque básicamente no hay un futuro. Y eso duele. Escuece. Y a diario tratas de no verlo, de quedarte con lo bueno, con sus sonrisas, sus besos y sus carantoñas y no ver que quizás mañana no estén ahí. Pero hay días, días como hoy, que nada vale contra el dolor y la impotencia.
Hoy no he hecho nada de lo que tenía planeado. No he podido hacer mis informes, ni mis visitas, ni preparar mis contratos ni nada de nada. Un “usuario” al que tengo un cariño especial no contestaba al teléfono, ni ha bajado a la ruta. Como tengo llaves, me he ido a su casa con la enfermera, dejando a medias todo el trabajo de la mañana. Y ahí estaba, pobre mío, tirado en el suelo, en un charco de pis, sin ropa, temblando y con el cuello retorcido entre la pared y la cómoda. Estaba vivo, sí, pero podría no haberlo estado. Llevaba así horas. Y no, no tiene a nadie en el mundo. Y si yo hubiera seguido haciendo mi trabajo y no hubiera ido a su casa, seguiría así, en el suelo tirado, sin nadie a quien le preocupara. Hemos llamado a la ambulancia y se le han llevado al hospital. Me miraba mientras le vestía y le lavaba con una toalla húmeda, con los ojillos medio despistados y me decía que a dónde íbamos ahora. “Pues al médico, ¿dónde vamos a ir, a la verbena?”, le digo. Y me sonreía. Cuando se le llevaban en la ambulancia, le he repetido otra vez que a quién tenía que llamar si necesitaba algo o si los médicos le preguntaban. Y con los ojos grises de cataratas, el golpe de la cabeza y el pantalón de chándal que le hemos puesto de milagro, me miraba y me decía “que sí, a ti, que te llamen a ti, que no se me olvida”. A ver si es verdad.
Y ahí estoy, como una gilipollas, con el corazón encogido, hablando con la trabajadora social suya de generales, con la del hospital y con todo el que puedo. Diciéndole a mi jefe que mi ética profesional está por encima de los intereses de la empresa y me la pela lo que el opine. Recogiendo un charco de pis con la fregona mientras intento no echarme a llorar y gastando bromas a un “usuario” sabiendo que sólo yo iré a verle al hospital y que seré quien reciba las malas noticias que tengan los médicos. Y tendré que lidiar con ello. Y con la cara de mierda del gerente cuando sepa que he “perdido” dos días de trabajo por estar con un usuario que se va a ir del centro porque ya necesita otros cuidados. Y en ese momento, en ese momento en el que mi “usuario” me mira pidiendo ayuda en silencio y sabiendo que sólo confía en mí, me pregunto si no podría hacerlo otro. Si no podría yo estar en una fábrica de hacer tornillos que cuando cumpliera mis horas me fuera a mi casa con la cabeza despejada y el corazón tranquilo.
Sé que lo que yo hago es necesario. Sé que tiene que hacerlo alguien. Sólo es que hay momentos en los que duele, escuece tanto, que me pregunto si no podría ser otro alguien. Si no podría hacerlo otro y no yo.

domingo, 6 de mayo de 2018

Prioridades


Soy un poco desastre. Siempre lo he sido. Me gustaría decir que soy organizada y ordenada y que llevo siempre las cosas al día, pero no es verdad. En el trabajo me esfuerzo muchísimo por luchar contra mi propia inercia y sobrecompenso mis carencias con una excesiva meticulosidad, pero en el resto de mi vida, todo se inclina hacia el caos.
A veces me pregunto cómo lo hace la gente para trabajar, tener la casa organizada, cocinar cosas buenísimas, tener hijos, marido, familia, amigos, vida social, ir al gimnasio, arreglarse las uñas y comer cinco piezas de fruta al día. Yo no doy pie con bola y me siento francamente orgullosa de levantarme todos los días y salir por la puerta para ir a trabajar a mi hora sin dormirme. Ese es mi gran logro diario. Obviamente, suelo tener la casa tirando a desordenada, como lo primero que me encuentro por la nevera y paso días enteros sin hacer caso a nadie, ni familia, ni amigos, ni al Niño Chico.
El otro día me di cuenta de que en parte, el truco de la gente para hacer todo esto es dormir poco y no pasar horas muertas viendo series.
Valoré la idea.
La seguí valorando.
Le di una vuelta más por si acaso.
….
Y llegué a la conclusión de que no merece la pena.
Soy una adulta de mierda, lo he dicho más veces. Pero es que no me compensa tener la casa como los chorros del oro y no ver series. No me compensa llevar la manicura bien hecha y el pelo perfecto y quedarme sin siesta. No me compensa tener toda la ropa planchada y no poder leer un rato todas las noches. Simplemente no. No soy yo. No es mi rollo, nenes.

Así que ahora estoy viendo Lost, entre otras series. Y sigo leyendo. Y escribiendo a ratos. Y jugando con mis gatos. Y me echo la siesta y voy a pilates y a inglés. Y, ojo, me levanto todos los días a mi hora, que es mi súper triunfo diario. Y al resto, le pueden dar bastante por saco.

jueves, 29 de marzo de 2018

El lado moñas y el culo del pelirrojo


Hoy he venido a descubriros que en realidad soy una moñas. Mucho rollo de chica dura, mucha mala leche, mucho blablá y al final, una moñas. Para que veas. Quién me lo iba a decir. Y he llegado a esta profunda conclusión gracias a Outlander. Y diréis “¿ya viene la pesada esta a hablarnos otra vez de series y del pelirrojo de sus amores?”. Evidentemente SÍ. Y supongo que habrá algú spoiler, así que si sois de los susceptibles que se quejan porque se desvela en final de la Segunda Guerra Mundial, no leais más.
A ver, ya he dicho mil veces que las series son mi pasión. Y descubrí Outlander casi por casualidad. Me la recomendaron, la ví anunciada y al final me animé a verla. Pero vamos, que al principio sin mucha ilusión puesta en el tema. Luego me enamoré mucho. Del pelirrojo, de la trama, de los vestidos antiguos, del pelirrojo, de los kilt, del acento escocés, del pelirrojo, de Escocia, del culo del pelirrojo, de los hombros del pelirrojo, de los pectorales del pelirrojo, de los abdominales y los oblicuos del pelirrojo... en fin. Os hacéis una idea.
El final no me gustó mucho. Pero aún así, me descargué la novela y me la leí un poco en diagonal. No tengo mucha paciencia para ciertas lecturas, pero devoré el tocho buscando las cosas que no salen en la serie o que son diferentes. Y bueno, no es un buen libro, pero yo visualizaba al pelirrojo y me valía todo.
Entonces llegué a la segunda temporada. Y tengo que decir que no me gustó nada. Hay un montón de problemas, intrigas palaciegas que no interesan a nadie, una batalla absurda contra el destino y cuando al fin vuelven a Escocia, es para pasar penurias. Y a todo esto, ni una escena de sexo decente. Capítulos enteros sin verle el culo al pelirrojo. Oiga, yo no he venido aquí para esto.
Porque a ver, es algo que quiero comentar de esta serie y de paso, del libro. No es que yo vaya buscando porno. Si quisiera porno, vería o leería porno. Es cuestión de que si empiezas una escena, dame un poco más que un fundido en negro. Digo yo, vamos. En la primera temporada hay capítulos que piensas “¿Pero cuánto folla esta gente? ¿No se cansan? ¿Pero otra vez? Madre mía, qué virilidades las del pelirrojo...” Y venga a verle el cuerpo ese que Dios y el gimnasio le han dado. Pero en la segunda temporada, entre que la historia es otra, que entre los personajes hay problemas y que el director debía ser más recatado, no hay nada. Y en una ocasión que parece que por fin va a haber algo de carnaza, pum, fundido en negro. No me jodas.
En el libro pasa algo parecido. Hay veces que la tía se explaya un poco más, veces que lo deja muy en el aire y veces que te pone los dientes largos para nada porque cuando está realmente entrando en materia, cambia de escena y ya ha pasado todo. A mí eso me parece un coitus interrumptus literario en toda regla. Y no me gusta excesivamente la narrativa erótica, pero coño, una escena bien llevada no tiene por qué caer en groserías ni en vulgaridades y ser sensual y darle un toque a la historia.
Bueno, resumiendo, que la segunda temporada no me ha gustado nada y he visto demasiado poco el culo del pelirrojo. Y que como decía al principio me he dado cuenta de que soy una moñas. Porque la gente se queja de que la primera temporada roza lo empalagoso con tanto amor y a mí precisamente es lo que me gustó. Quizás busco en las series una especie de sobrecompensación, pero estoy harta de problemas, de gente que se muere, de enfermedad, de soledad, de pérdidas, de echar de menos, de tensiones. Vivo a diario con esos malos rollos en el trabajo, porque es lo que tiene trabajar con ancianos. Les adoro y soy feliz en mi trabajo, pero la realidad es esa: enfermedad, muerte, problemas, soledad, enfrentamientos. Y cuando salgo y me repanchingo en el sofá, lo que quiero es gente feliz, mucho amor, risas y culos bien formados de pelirrojos fornidos. Así que ahora veo series que me hagan feliz o que me cuenten una historia que me interese, pero nada que me torture el alma.
Ahora he empezado la tercera temporada. No sé qué pasará con la trama pero de momento me está gustando un poco más. Y la media de culos de pelirrojo por capítulo no es óptima, pero no está mal del todo. Así que por ahora, me quedo.

Por cierto, he vuelto a mis clases de inglés que tuve que abandonar cuando tuve los dos trabajos a la vez. Y diréis, ah, qué bien, para saber más, conocer otro idioma, viajar, tener mejores oportunidades laborales en el futuro. Pues no. Es por si un día me encuentro con Sam Heughan, para poder hacerle ofrecimientos obscenos que no pueda rechazar. O por si un día me da un siroco y me voy a Escocia en busca de culos pelirrojos. Lo que ocurra antes.


sábado, 17 de febrero de 2018

El prepucio incómodo

¿Recordáis cuando dije que estaba pensando cerrar el blog por temas de trabajo pero que mientras no hablara de trabajo no pasaría nada? Bueno, pues he venido a pasármelo por el forro de las bragas porque yo soy así.
El caso es que en dos días han pasado tantas cosas graciosas que me cuesta resistirme a contarlas. Y no son motivo de despido. Creo. Espero. Madre mía, si me despiden será vuestra culpa y entre todos pondréis un euro al mes para que pueda seguir comiendo.
Además pregunté en twitter, ¿qué hago, lo cuento y corro el riesgo de volver al paro, os hablo de inocentes anécdotas de mis gatos o abro un blog porno? No puedo decir que me sorprendiera que ganara la opción del blog porno, pero ya he comprobado que no valgo para gestionar más de un blog ni más de una cuenta en twitter. Apenas valgo para dos páginas de facebook y eso que apenas las uso.
Y eso me recuerda que hace años el dueño de mis sábanas me animó fervientemente a que escribiera una novela subida de tono. Me decía que yo tengo un don para narrar escenas eróticas y que si metía algo fuerte y a la vez algo romántico, triunfaría. Pero pensé “¿a quién coño le interesaría leer esa bazofia? ¿cuantas marujas insatisfechas puede haber por el mundo?” No mucho tiempo después, el pelotazo de las 50 sombras de su puta madre en bicicleta. Qué poca visión de negocio, Naar. Yo que podría estar retirada en las Bahamas viviendo del cuento y mira, aquí estoy, yendo a trabajar todos los días.
Pro suerte me lo paso bien en mi trabajo. Hay días que no, obviamente, pero casi siempre me divierto. Me gusta trabajar con personas, me caen bien los compañeros, me encanta mi jefe y adoro a los abuelos. Así que me sólo me arrepiento en parte de no ser la autora de una novela pseudo porno de cuestionable calidad.
Como ejemplo de mi diversión en el trabajo, el otro día estaba en mi despacho peleando con el programa informático que quiero poner en marcha para mi servicio. Estaba concentrada en los cuadrantes, cuando entra una compañera a la que llamaremos Vera. No me llevo mal con ella, pero tampoco tenemos un feeling especialmente bueno. El caso es que entra y me espeta:

  • Voy a llamar a mi madre, estoy preocupada porque hoy operaban a mi hermano.
  • Ah, ¿Y está bien? - pregunto por cortesía.
  • Sí, si es una operación del frenillo.

¿Frenillo? ¿El de la lengua? ¿Ceceaba el muchacho? ¿El del labio? ¿O el otro frenillo? No, no puede ser “ese” frenillo. No. No, ¿verdad?

  • Es que últimamente le dolía mucho al hacerlo.- pero por qué me está contando esto. Trato de asentir. - Ya sabes, al hacerlo. - repite ante mi cara de pasmo.
  • Ajá. - no te rías, Naar, no te rías.
  • Que hace tiempo ya le miraron para operarle del prepucio también.

¿Prepucio? ¿Ha dicho prepucio? No pienses en prepucios, no hagas imágenes mentales, por lo que más quieras. Y no te rías. Te estás riendo, Naar, te estás riendo. Disimula. Dí algo ingenioso... o algo no ingenioso. Di algo, lo que sea. O finge que se te ha caído algo y métete debajo del escritorio y huye haciendo la croqueta. Finge una emergencia. Finge tu propia muerte. Haz lo que quieras pero deja de reírte. Madre mía, ¿por qué me está haciendo esto? ¿Qué querrá esta loca del prepucio de mí?

  • Eh... hummm... ah.
  • Y claro, ahora A LOS 30 AÑOS al final le han tenido que operar porque últimamente por lo visto estaba peor.

¿Peor? ¿Peor? ¿Peor de qué? ¿Del frenillo, del prepucio? Lo único peor que se me ocurre es una compañera de trabajo que te hable del pene defectuoso de su hermano DE 30 PUTOS AÑOS que al parecer no ha frungido en condiciones en su vida, porque si lo hubiera hecho le hubiera pasado como a un par de ellos que yo me sé que se les rompió por las buenas. Genial, ahora estoy pensando en más penes. ¿Por qué no viene nadie? ¿Por qué este despacho siempre parece el camarote de los hermanos Marx y ahora no interrumpe nadie este momento tan incómodo?

  • Ya... es lo que tiene. - digo tratando por todos los medios de ponerme seria, pero la risa nerviosa se ha apoderado de mí.
  • Y por lo visto lo que más le ha dolido de todo es el pinchazo de la anestesia.
  • Hombre, piensa que un pinchazo en la punta del... - Dios mío, ¿estoy diciendo lo que creo que estoy diciendo? ¿Y sigo pensando en penes? Por qué, zeñó, por qué.

A todo esto, no sé cómo, me había puesto de pie, me estaba balanceando, tratando de aguantarme la risa histérica y había abandonado mi ordenador y mi programa a medio instalar a su suerte. Estaba valorando seriamente salir corriendo, ir al despacho del director y presentar en ese mismo momento mi renuncia, cuando a Vera le sonó el móvil. Aproveché ese momento para huir vilmente y no volver hasta asegurarme de que hubiera más gente en el despacho.

Por si alguien se lo pregunta, no sé cómo terminó la historia. En cuanto pude recogí mis bártulos y me marché. Y a no ser que sea estrictamente necesario, no pienso volver a hablar de frenillos ni de prepucios en el trabajo, que llevo tres días intentando borrar la imagen mental de mi cerebro.

miércoles, 14 de febrero de 2018

Paranoia

Alguna vez he contado que tenía un tío paranoico. Y no en plan chiste, jaja, qué paranoico el tío. No, en serio, en plan paranoico de enfermedad mental. Lo que pasa es que yo, que soy muy políticamente incorrecta, me gusta reírme de todo. Y me río de esto, porque creo que la risa nos hace libres y nos pone alas, como dijo Miguel Hernández. Y uno de los problemas de hoy en día es que nos reímos muy poco.
Total, que mi tío el paranoico creía que los políticos le tenían manían. Especialmente Alfonso Guerra, que le odiaba a muerte. También creía que la canción de Perales de “y quién es él y a qué dedica el tiempo libre” se la cantaba a él, y cuando sonaba en la radio era porque los políticos le estaban mandado un mensaje para que supiera que estaban tratando de encontrarle. Por eso salía con gafas de sol a la calle, para que nadie le reconociera.
Yo obviamente no llego a esos niveles. No estoy enferma. No soy una paranoica real. Pero a veces me da un poco la neura. Por eso he tenido unos días el blog privado. Porque antes no tenía trabajo y mis historias no podían acarrearme mayores consecuencias. Pero ahora la situación es diferente. Ahora tengo un puesto relativamente importante, tengo compañeros, tengo usuarios, familias y contactos. Y me da por pensar que si conocieran el blog estaría más expuesta de lo normal. Sería más vulnerable ante ellos. Sabrían demasiado de mí.
En realidad la paranoia empezó porque gente del trabajo me empezó a agregar a facebook. Y me “insinuaron” que pusiera el trabajo en mi perfil, ya que se está lanzando una campaña en las redes de nuestro centro y nuestros servicios. Y entonces me di cuenta de que la mitad de la gente de mi facebook personal es gente relacionada con el blog. Y me empezaron a subir los calores y al final puse el blog privado mientras le daba vueltas.
Luego lo estuve releyendo un poco y me di cuenta de que no hay nada malo en él. No critico ni doy datos relevantes de usuarios, obviamente. No es que me vayan a despedir por escribir mis mierdas aquí. Es, simplemente, que sabrán si frunjo o si salgo o si opino sobre cualquier tema. Y no es que eso importe demasiado. Al fin y al cabo, empiezan a intuir que estoy loca de todas formas.

Toooootal, que de momento lo vuelvo a abrir, pero no garantizo nada porque estoy un poco sensible con el tema y quizás me de un perrenque de nuevo. Quizás, si oigo una canción de Perales o si sale en la tele Alfonso Guerra (¿sigue vivo ese hombre?). Y en el peor de los casos, me pondré gafas de sol y arreglado.

sábado, 13 de enero de 2018

Me asomo a la ventana eres el recuerdo de ayer...

He estado a punto de llamarte. De decirte lo que acababa de pasar, porque era esa mezcla que me encanta de absurdo y gracioso. Luego me he acordado de que nosotros no hablamos. O sea, sí, podemos hablar, pero no solemos hacerlo. Nos vemos una vez al año, nos abrazamos muy fuerte, nos miramos un momento a los ojos, nos decimos muchas cosas con pocas palabras, nos hacemos un guiño entre la multitud, nos suspiramos al oído cuando nos despedimos. Y ya. Porque si hablamos, si hay comunicación, ponemos en riesgo nuestro orden dentro del caos. Y no queremos hacerlo. Ahora menos que nunca.
Pero lo he pensado, te lo juro. Porque si veo esa escena en una película, pienso que es un cliché que ya aburre de tan manido. Pero así ha sido. Yo iba conduciendo con mi amiga al lado. Habíamos cenado, nos habíamos reído a carcajadas. Como he ido por la M-30 y pasado por el túnel, en lugar de la radio llevaba un CD puesto. Y por casualidad, por pura casualidad, justo empezaba a sonar nuestra canción. Y ahí, justo ahí, cuando dice eso de “...y ahí voy, a romper las telarañas de tu corazón, verás como se escampa...” he parado en un semáforo y mirado a la derecha. Y estabas tú. Estabas tras las cristaleras de una cafetería. Sentado en una mesa, pegado a la ventana que daba a la calle. Como una puta película romántica de mierda.
Hacía meses que no pensaba en ti, pero hacía apenas diez minutos te había nombrado. Y de repente, pum, tú. Tú, ahí, tras la cristalera, con nuestra canción de fondo. No me jodas.
De hecho, recuerdo la última vez que pensé en ti antes de hoy. Hace meses tu recuerdo me fulminó como un rayo. Estaba en el trabajo. Y el director se llama como tú. No tiene nada de especial, es un nombre súper común. Mi padre se llama así, de hecho. Pero claro, para mí es “papá”, no le llamo por su nombre. Y curiosamente, no hay más gente en mi vida con ese nombre. Así que entró el director en mi despacho a dejarme unos papeles. Los cogí sin mirarle porque estaba liada y le dije “Gracias, nombre acortado”. Y boooooouuuum. Un puto trailer que me pasa por encima. Hasta ese momento no le había llamado así, siempre le había llamado por su nombre completo. Y no lo he vuelto a hacer. Porque por el nombre acortado sólo te he llamado a ti. Y si lo digo, me tiembla el pulso. Como ese día, que según lo dije, aunque creo que mantuve la compostura, el director me miró. Y el tío tiene una forma de mirar muy parecida a la tuya. Esa así que parece medio esquiva y que cuando se fija en ti te traspasa de lado a lado. Y me sonrió y me dijo algo de esos papeles que yo sujetaba en la mano mientras creo que ambos sabíamos que algo raro, una especie de viento helado y sofocante a la vez, acababa de pasar entre nosotros.
No le he dicho nada a mi amiga. He girado la cabeza un poco, según pasábamos para verte de nuevo por la cristalera del bar. En ese momento te has tocado la nuca, casi como en un gesto inconsciente. Quiero pensar, para rizar el rizo de la escena, que has sentido un cosquilleo. Era yo, mi yo del pasado susurrándote detrás de la oreja ese nombre acortado por el que sólo te he llamado a ti y por el que sólo yo te llamo. He seguido avanzando sin mirar atrás de nuevo. Y hemos seguido charlando mi amiga y yo mientras nuestros caminos se iban separando otra vez, tras un punto de tangencia casual.


¿Sabes? Todo va bien. Todo va muy, muy bien. Tanto, que no pienso tan a menudo en ti. Tengo todo lo que puedo desear. Y tú sólo eres un recuerdo. El mejor, pero un recuerdo. Y no quiero que eso cambie porque es mucho mejor así. Pero joder. He hablado de ti y te he visto por la ventana de la cafetería. Y tenía que decírtelo.