martes, 4 de julio de 2023

Los Juegos del Hambre

 

Nunca me he considerado una persona rencorosa. Tengo una larga lista de defectos pero ni el rencor ni la envidia están entre ellos. Y es que creo que son mezquindades en las que no quiero participar. Eso y que me la suda mucho lo que hagan los demás, eso también.

El caso es que sin rencor, pero cuando llega el momento en el que por lo que sea, decido echar a alguien de mi vida y bajar la persiana para él, no suele haber vuelta de hoja. Aunque a veces me duela. Y otras, de nuevo, me la sude.


Hace poco leí la saga de los Juegos del Hambre. ¿Y cómo es posible que yo, ávida lectora, no hubiera ni echado un ojo a tan conocida trilogía? Pues porque le gustaba al Ross y por eso yo la tenía un tanto atravesada. Vimos las películas juntos, eso sí, cuándo, dónde y cómo le salió a él de su ilustrísimo nardo, porque por más que le pedí ir al cine a ver la última, me dijo que no. Y se me había quedado esa especie de regusto, de algo que te recuerda a otro algo y que te desagrada de algún modo incomprensible.

Pero hace unas semanas me empezó a dar por las fantasías distópicas extrañas y me dije “Naar tía, pero qué coño”. Y me la descargué y me la leí engullendo los libros mañana, tarde y noche. Y me dí cuenta de varias cosas:


La primera, me reafirmé una vez más en que el Ross se creía muy listo, pero no lo era. Se perdió miles de sutilezas del libro que le pregunté directamente cuando ví las películas y no me supo responder.


La segunda, nunca le guardé rencor al Ross porque le quise mucho, le odié mucho más todavía y cuando lo nuestro se rompió definitivamente, no me quedaba nada para él. Nada. Ni asco. Sólo la nada absoluta, el vacío y el silencio.


La tercera, me alegro de que los dos hayamos encontrado nuestro camino, sin el horror de los últimos años “juntos” quizás nunca hubiera soltado el lastre y nunca le hubiera olvidado del todo. Lo dije una vez y lo reitero, mi relación con él fue el túnel de mierda por el que tuve que arrastrarme para llegar a Zihuatanejo. Y ojalá fuera lo mismo para él.


La cuarta, con Los Juegos del Hambre he cerrado una especie de capítulo pendiente. El de enfrentarme a la parte de mí misma que aún no quería tocar porque estaba pringada por su presencia. Sabía que no sentía nada por él, estaba claro, pero temía sentir algo por mi yo de entonces. Pena, quizás, por haberme humillado tanto. Rabia por haber sido tan tonta. Culpa por haberme dejado. Quizás sí sea rencorosa conmigo misma. Pero no. Me he liberado de hasta ese último resquicio.


El otro día leí en twitter que a los 7 años todas tus células se han renovado y ya nada en tu cuerpo es el que era. No sé qué mierda de científico tiene esto, pero está bien decir “ya no queda ni una célula en mi cuerpo que tú llegaras a tocar”. Queda poético, supongo. Es liberador hasta cierto punto. O algo, no sé explicarlo muy bien. Y no sé si hace ya 7 años que el Ross se fue por fin con su carrito de ruedas y se llevó las últimas cosas que quedaban en mi casa, incluido el anillo que me regaló a los 20, pero no siento que haya pasado jamás por aquí. No siento que jamás me haya tocado un pelo. No sé por qué, pero es el único hombre de mi vida al que sé que he querido, pero no recuerdo por qué, ni cómo, ni nada. En absoluto. Él mismo se desvaneció de mi vida de un día para otro. Y no entiendo cómo fue posible. Hasta a los “peores” de mis ex le eché de menos, a veces por razones equivocadas o negativas, pero estuvieron presentes durante un tiempo en mi vida cual sombra de ciprés, alargada y siniestra. El Ross no. El Ross desapareció y nunca jamás volví a pensar en él. Nunca le eché de menos. Nunca añoré nada de él. Y sólo me he tenido que volver a enfrentar a algo que me recordaba a él al pensar en leer estas novelas. Y todo para descubrir que eran mucho más y mucho mejor de lo que él supo apreciar y que por lo tanto me metí en la historia y me olvidé de todo lo demás en el capítulo 1 de la primera parte.

En fin, no sé, necesitaba desahogarme. Decir esto último sobre alguien en quien ya no pienso nunca. Necesitaba decirme a mí misma que ese tipo del que escribí tantos post, al que quise tanto, al que me unían tantas cosas, realmente existió. Que estuvo una vez en mi vida y fue una persona real. Y que hizo una cosa buena por mí: darme a Maya. Mi pequeño terremoto negro que anda ahora mismo montando el show nocturno de ruido, tirar cosas y maullar sin sentido para sacarme de quicio y a la vez llenar la casa de vida. Quizás sólo por ella, mereció la pena el resto.