Lo he contado en twitter, en facebook y
ahora vengo aquí con el mismo cuento. Pero a ver qué hago si no.
Los últimos cuatro días los pasé en
el Pueblodelsur pintando, limpiando, maldiciendo y haciéndome polvo
física y psicológicamente. Aquello es agotador y desquiciante. He
tenido que matar montones de arañas y llamar al Niño innumerables
veces para que matara las que eran tan grandes que escapaban a mis
posibilidades. He ido a ver ami abuela adoptiva que si pasa de este
verano será de milagro. Y he fregado hasta quedarme sin piel y
pintado hasta quedarme sorda con el crujidos de mis propios hombros.
Total, que no ha sido precisamente un placer.
Cuando por fin llegó el lunes por la
mañana y habíamos terminado la noche anterior el trabajo, estuve a
punto de hacer la danza de la alegría. Pero por tal de no perder
tiempo, me puse a recoger los trastos y a dar una limpiada a la casa
para largarme de allí haciendo fús. El Niño Chico me iba ayudando
y cuando ya apenas me quedaba nada que hacer, él se fue a tirar la
basura. Volvió con mala cara y se plantó a mi lado con esa pose que
pone cuando no sabe muy bien cómo contarme algo. Yo seguía fregando
el suelo y contando los minutos para salir de allí, así que no le
hice mucho caso hasta que escuché:
- … así que creo que están dentro del contenedor.
- ¿Eh? ¿Quién?
- Los gatos.
- ¿Gatos? ¿Qué gatos?
- Los que están llorando. Les oigo en el contenedor, pero no les veo.
Palidecí. En mi cabeza se formó
rápidamente lo que realmente pasaba. No eran gatos. En esos
contenedores no pueden entrar y las gatas de pueblo no son tan tontas
para parir en ellos. Eran perros. Y no estaban allí por error o
casualidad. Alguien los había tirado.
Salí corriendo mientras trataba de
explicar esto al Niño, que me seguía sin saber muy bien qué hacer.
Llegué al cubo y efectivamente, aquellos llantos tan terribles que
se me clavaban por dentro desgarrándome las entrañas eran de
perros. No los podía ver y como soy bajita, no podía alcanzar las
bolsas. El Niño corrió a casa a por una silla que le pedí a gritos
mientras despelujada y agobiada rezaba para que mi idea funcionara.
Me subí a la silla, metí medio cuerpo
en el contenedor, rebusqué entre las bolsas, rompí algunas, me puse
perdida de mierda sin que me importara lo más mínimo. Estaba ya
desquiciada y a punto de meterme dentro del cubo por completo cuando
vi una bolsa pequeña atada con un nudo. El corazón me dió un
vuelco, la saqué y la rajé como pude con los dedos. Allí estaban.
Cinco cachorritos de apenas unos días. Con lágrimas en los ojos
comprobé mi temor y tres estaban ya muertos, había llegado tarde
para ellos. Los otros dos estaban vivos y parecían fuertes. Les cogí
y volví a casa. Estoy segura de que medio pueblo me estaba mirando
rebuscar en la basura a pleno sol y llevarme dos pequeños paquetitos
chillones. Incluso el malnacido que los había tirado. Y no sólo no
me importa, estoy orgullosa de ello.
En casa los limpiamos y les hicimos
unas friegas para que entran en calor. Estaban fríos y mojados, pero
en seguida empezaron a reaccionar. Llamé a mi veterinario para
preguntarle qué podía hacer y me dio un par de pistas, pero me
recomendó que buscara una veterinaria y consiguiera leche de perros.
En mi pueblo no hay nada. Nada, nada más que hijos de puta que tiran
cachorritos a la basura. Así que nos fuimos al pueblo de al lado y
en una clínica veterinaria que conozco de vista nos trataron genial.
Les expliqué el caso y les dije la verdad, que yo me iba a Madrid,
que tengo un gato, que no podía hacerme cargo de ellos, que estaba
desesperada, pero que me los iba a llevar si era necesario. La chica
que nos recibió me dijo que quizás hubiera una solución mejor y
llamó al otro veterinario que andaba por allí. Ese nos dijo que
tenía una perrita de yorkshire recién parida y que los adoptaría
sin problema porque sólo había tenido dos cachorros. El Niño tenía
a los perrines en el regazo y pude sentir el vacío que se le quedó
cuando la chica de la clínica se los cogió. Nos dijo que tenían
que ir un poquito a la incubadora para entrar en calor y que luego
los llevaría con la mamá adoptiva. Que les encontrarían familia.
Nos dieron las gracias. Y nosotros a ellos. Ni en sueños podría
haber imaginado un final mejor.
Además ayer me confirmó el marido de
una amiga que vive en ese pueblo que los vio cuando los llevaban con
la perrita adoptiva porque había pasado él por allí a comprar
pienso para su gata. Así que van a salir adelante y a ser perros
felices, sanos y grandes.
La historia tiene un final feliz, pero
duele. Duele a horrores. Porque esto pasa en cada ciudad, en cada
pueblo, en cada jodida esquina. La gente es una irresponsable de
mierda, tiene animales que no cuida, no se gasta un duro en
castrarlos pero luego no quiere cachorros. Y duermen por las noches
tan tranquilos. No sienten un ápice de dolor de meter a cinco
preciosos pequeñines en una bolsa de plástico y atarla y echarla a
un cubo de basura, para que agonicen durante horas muertos de frío,
de miedo, de sed, de hambre. No se les remueve el alma. No entienden
que son vidas, tan válidas y respetables como la suya. O más,
perdonadme que os diga. Porque diría que hay que ser animal para
hacer eso, pero sería muy injusto. Los animales no lo hacen. Nunca.
Ni de lejos. Sólo el ser humano es tan bárbaro, tan hijo de puta,
tan desgraciado como para hacer eso. Y me reitero en lo que he dicho
muchas veces desde que oí ese llanto por primera vez, que tiene que
haber un infierno para esa gente. Es mi consuelo, mi triste consuelo,
que creo que hay algo después de esta vida. Tiene que haberlo porque
si no todo sería demasiado injusto. Y esa gente, esos malditos
bastardos capaces de tirar cachorros a la basura pasarán parte de su
condena en esas mismas circunstancias, muertos de frío, de miedo, de
sed, separados de su madre que es lo único que conocen, ciegos y sin
aire apenas para respirar. Llorarán y gritarán pidiendo ayuda y no
la encontrarán porque el resto del mundo pensará que su vida no es
tan valiosa como para pringarse y sacarlos. Porque la verdadera basura son ellos.
Y yo... pues intento ver el lado
positivo y recordarme que al menos dos están vivos. Que si no
hubiera ido el Niño a tirar la basura y si yo no fuera una loca
inconsciente que no piensa dos veces, habrían muerto todos. Pero aún
así duele, repito, duele. Y me he vuelto del pueblo más asqueada
que nunca. Porque aquello cada vez me pone peor cuerpo. Que mucho
salir por la ventana a ver quién pasa, mucho preguntarme cómo es
que no tengo hijos con esta edad, mucho escandalizarse porque no me
haya casado y porque no siga con mi primer novio, pero nadie mueve un
dedo ante un grito desgarrador que sale de un cubo de basura.
Qué hijos de puta, qué hijos de la
grandísima puta.