El día de la marmota es (o era) una
bonita tradición americana, que a falta de historia y de raíces de
verdad, se las sacan del mangote. El caso es que era una cosa que se
hacía para ver cuánto iba a durar el invierno, o algo así. Como
las cabañuelas o esas mierdas que también se hacen aquí. ¿Queréis
saber de verdad lo que dura el invierno? Medidme los pelos de las
piernas.
Sin embargo, ahora decir “día de la
marmota” se asocia inevitablemente con la película, con el
despertador y su insistente “I got you, babe”, con levantarse una
y otra vez en el mismo día de mierda. Una extraña alegoría de la
rutina con nombre de animal regordete y peludo. Como aquella pintada
enorme sobre la puerta de mi facultad que se me tatuó en la memoria
“buenos días, rutina” a ritmo de Cher y Sonny.
Un agujero de gusano es una cosa muy
inteligente, complicada, culta y científica que sólo Stephen
Hawkins y el Ross comprenden. Bueno, y supongo que algún físico
más, pero que yo conozca, esos dos. Y que conozca
bíblicamente hablando, sólo el Ross. Podría decirse, a modo de
reflexión empírica, que bajo mis circunstancias, la única persona
que comprende los agujeros de gusano es el Ross.
Sin embargo, un gusano musical es esa
cosa tonta que a todos nos pasa más o menos frecuentemente cuando
una canción de mierda que ni siquiera nos gusta, que ni siquiera nos
sabemos, se cuela en nuestro estúpido cerebro y se repite en bucle
hasta volvernos locos. Esa cosa horrible que hace que nos levantemos
y nos acostemos durante todo un aciago día escuchando
“viva la numeración, quién ha visto matrimonio...” del Puma. El puto Puma
en mi cerebro. Yo poniendo Rock Fm muy alto, tratando de que Iron
Maiden me deje sorda, de que Extremoduro, Loquillo o Fito me
transporten a otro lugar más feliz, pero no. En cuanto me bajo del
coche, ahí está el Puma, con su melenón y su despropósito musical
otra vez detrás de mi oreja.
Absurdamente, cada vez que oigo
“agujero de gusano” yo pienso en el gusano musical que está
horadando agujeros en mi masa encefálica a ritmo de la numeración y
el matrimonio y no sé qué más, porque odio esa canción y no sé
más que esas dos frases sin sentido que se repiten como un disco
rayado. Como la marmota, como la rutina, como esas cosas que odias
pero haces cada día casi sin darte cuenta.
Y más o menos, así se sucede la vida.
Entre asociaciones de ideas, canciones que odias pero escuchas en
bucle y una extraña rutina a la que te acostumbras y sin la que no
sabes vivir. Como las drogas. A nadie le gustan, pero dependemos de
ellas. De drogas legales, ilegales, reconocidas o disfrazadas de otra
cosa. Tabaco, alcohol, convencionalismos sociales, compromiso, sexo,
chocolate, rutina. Drogas, cosas que al principio no nos gustan pero
que aceptamos. Que vamos viviendo con ellas hasta que les cogemos
tolerancia. Hasta que nos acostumbramos. Hasta que nos gustan. Hasta
que dependemos. Hasta que su carencia nos confunde, nos trastorna,
nos hace sentir vulnerables.
Es una reflexión como cualquier otra,
pero ¿qué es un año? Una sucesión de fechas, de eventos, de
etapas que nos hacen sentir seguros, porque nos colocan en el lugar
correspondiente. Navidades, Reyes, san Valentín, carnavales, semana
santa, (mi cumpleaños), feria de abril, san Isidro, verano, vuelta
al cole, el Pilar, los Santos, la Constitución, Navidades de nuevo.
Saltamos de fecha en fecha, creyéndonos a salvo de la Marmota. Pero
no. Es sólo que la marmota se ha hecho grande, oronda y ocupa todo
el año.
Y a veces, buscas como loco el botón
que detenga el mundo para bajarse de él. Te planteas saltar en
marcha. Pero no puedes. Porque viva la numeración, quién ha visto
matrimonio. Y paras un segundo. Joder, me estoy volviendo loca. No,
espera eso ya lo dije ayer. ¿O fue hace dos días? ¿O ha sido hoy?
La marmota, que ataca de nuevo llevando el pelo cardado como el Puma.
Y a pesar de todo, de la confusión, el
caos, las drogas, la rutina, las marmotas, los gusanos y el Puma,
sigue mereciendo la pena vivir. Porque hay instantes que pareces
poder mantenerte a salvo de la locura. Cuando el gato se te duerme en
brazos y parece sonreír. Cuando te dan una buena noticia que parecía
que no iba a serlo. Cuando te acurrucas en la cama al lado de esa
persona y jurarías que todo está en paz. Cuando las cosas que dabas
por imposibles se hacen realidad cada día y no puedes dejar de
mirarlas con asombro. Cuando tus amigos de la juventud tienen hijos y
les ves, pequeños y parecidos remotamente a ellos, continuando el
ciclo. Cuando tus padres te abrazan y sientes que de repente, eres
más alto y más fuerte que ellos. Cuando te pones a trabajar con una
cría descarriada y unos meses después te abraza y te da las
gracias. Cuando escribes un post así, sin sentido ninguno más que
para tu maltrecha cabeza y sin embargo viene gente que te lee, que no
te conoce quizás o que sí, pero que te lee, que te da las gracias,
que sonríe.
Hay mil razones para sonreír, para ser
feliz, para disfrutar. Más que nada porque la vida es efímera y más
te vale disfrutarla mientras puedas o se hará demasiado tarde. Os lo
digo yo, que pasado mañana es martes y cumplo 33 años. Y empiezan a ser muchos,
pero tengo muchas razones para dar las gracias, para sonreír y para
ser feliz.
Pues que viva la numeración, oye.