Tengo un plan. Aún no sé cuál es,
pero lo tengo. Es como cuando no te sale una palabra. La conoces, la
sabes, está ahí, en tu cerebro. La sientes en la punta de la
lengua. Sólo que estás ofuscado y en ese momento, no das con ella.
Pues igual. Yo tengo un plan, lo sé, puedo sentirlo. Sólo que aún
no sé cuál es. Pero está ahí, a punto de salir.
Y con eso de momento estoy contenta. Lo
único que he necesitado siempre para hacer las cosas, era la
determinación de hacerlas. Cuando estudiaba, por ejemplo. Siempre
fui una estudiante de mierda. Nunca llevé agenda, no me enteraba de
las fechas, mis apuntes eran un desastre, no sabía cuándo ni dé
qué era cada examen. Y sin embargo siempre fui sorteando bastante
bien las notas. Ya no en el colegio, donde no hice el huevo. Ni en el
instituto, donde hice bastante poco. En la propia universidad, pasaba
de todo. Hubo asignaturas que descubrí que estaba matriculada una
semana antes del examen. Y entonces, cuando al fin sabía qué
asignatura era, cuándo era el examen y conseguía algo parecido a
apuntes y los organizaba, sabía que iba a aprobar. Aunque fueran dos
días antes. Yo sólo necesitaba el plan. Y nunca me falló.
Por eso ahora, sé que voy mejor.
Porque tengo un plan. El plan es hacer un plan. Y va a funcionar.
Mientras, entre unas cosas y otras,
estoy viendo Las Chicas Gilmore. Aún voy por la primera temporada,
empecé hace apenas una semana. No puedo evitar sentir algo raro al
verla. Recuerdo cuando veía capítulos sueltos en la tele, antes de
netflix, de internet, de las descargas y los discos duros que se
enchufan a la tele. Hace 17 años. Yo tenía la edad de Rory, la
hija. Y ahora podría ser Lorelai, la madre. Ha pasado el tiempo,
vaya que sí. Me hubiera dado tiempo a criar una hija que nunca quise
tener.
El caso es que la veo, con esa moda que
me encanta de principios de los 2000. El siglo XXI que dejaba atrás
al grunge y el rollo raro de los 90 y su perdida generación X. El
2000, antes de que las torres gemelas se vinieran abajo envueltas en
llamas, antes de tener miedo a los atentados islamistas, antes del
mundo en el que vivimos ahora. Los pantalones de campana, los
pañuelos en el pelo, los vestidos estampados, las camisetas
ajustadas con lazo al cuello. Yo llevaba esas cosas, obviamente. Y
las echo de menos. No me gustan los pantalones pitillo aunque los
use. No me gustan muchas cosas. No me gusta tener la edad de la
madre. Era más divertido ser la hija que siente cosquilleos ante su
primer amor y su primer beso y todas esas primeras cosas tan
fascinantes y que ahora son pura rutina.
Y pienso, joder, si volviera a aquel
entonces, la de cosas que haría. Estudiaría más, mejor, otras
cosas. Cogería aquel trabajo. Ahorraría más dinero. Viajaría más.
No perdería la amistad con tal o cual. Viviría fuera de Madrid, por
una temporada quizás.
Luego pienso otra vez. No lo hice
porque no quise. Porque tuve razones para no hacerlo, aunque ahora no
me parezcan buenas. Elegí una vida, un camino. Cada elección que
haces implica renunciar a todas las demás. Y yo fui haciendo las
mías, acertando y errando.
Quizás ahora, diecisiete años después
de tener diecisiete, pueda volver a hacerlo. Como dije en el anterior
post y como me dijo en un comentario Matt (gracias, eres un tesoro),
no es tan tarde. Siempre se está a tiempo, pero es que si Dios
quiere, no estoy ni a la mitad de mi vida. No sé por qué a veces
tiendo a pensar que está todo hecho y que ya no hay opciones. O sí
lo sé, porque soy un poco pesimista. Y bastante gilipollas.
Por eso tengo un plan. No sé cuál,
pero sé que me va a venir de un momento a otro. Y el plan, de
momento, es hacer un plan.