viernes, 27 de diciembre de 2019

Estoy trabajando (guiño, guiño, codazo)


Como decíamos ayer...

Se me ha estropeado el móvil del trabajo. Y contando con que la mitad de mi trabajo es llamar por teléfono y la otra mitad el recibir llamadas, pues me diréis qué hago yo sin teléfono. A ver, que sí, que hago más cosas... pero no precisamente para ocupar toda la mañana. Así que estoy aburrida y desocupada pero no puedo irme de compras navideñas porque estoy pendiente del mail por si llega algo urgente que tenga que resolver. Y me he acordado de que el primer blog que abrí, allá por el dosmilypoco, fue precisamente porque tenía un trabajo en el que me aburría soberanamente y me sobraban horas a porrillo.
No sé el resto de la gente, pero en la mayoría de los trabajos que he tenido a lo largo de mi vida me he aburrido como una mona. A mí me sobra más de la mitad de la jornada siempre. Y diréis que soy una vaga y no hago nada, pero es más bien que como soy un nervio andante lo hago todo demasiado rápido y luego ya me quedo sin cosas que hacer. A ver, que hay días y días. Hay veces que no tengo tiempo ni para hacer pis en toda la mañana y eso es malísimo para el riñón, pero hay otros días que podría dedicarme a la vida contemplativa mientras sumo horas cotizadas a mi vida laboral.

En fin. Sé que tengo el blog abandonado, como casi todo el mundo. No voy a volver a decir lo de que los blog han muerto, pero sí, han muerto. Lo que me da coraje es que estoy haciendo lo que siempre odié, dejarlo ahí vagando por el espacio internauta sin rumbo ni misión. Que la gente (qué gente, mongola, qué gente si aquí ya no hay nadie) no sabe si me ha tocado el euromillón y he huido al Caribe o si he muerto en trágicas circunstancias.
El caso es que por las mañanas trabajo o hago como que tal y por las tardes no tengo ganas de ponerme delante de la pantalla otra vez. Y por las noches, que antes era mi momento cumbre del escribimiento, ahora estoy en la compañía del Dorniense, que me alegra la vida y ocupa mi tiempo aún no sé cómo.
La verdad es que estoy bien, bastante feliz y me siento afortunada. Hay cosas feas, como la enfermedad de la yaya y las preocupaciones del día a día, pero estoy mucho mejor que la primera vez que me senté en este mismo salón a escribir la primera entrada de este blog. Tampoco es difícil, estaba hecha mierda entonces. Pero ahora estoy mejor de lo que podría haber imaginado. Tengo a mis niños Ron y Maya, un trabajo que me agrada en lo posible y al Dorniense haciendo de mis días algo mucho más bonito. Tanto, que me voy a casar con él. Yo, la antibodas, me he liado la manta a la cabeza. Ya ves tú. Hay una parte de mí que lo hace por la yaya. Que lo vea, si Dios quiere, y que tenga tanta ilusión como tiene ahora me hace feliz. Y hay otra parte que es que he encontrado el mejor compañero de viaje. Y las cosas bonitas, queridos, hay que celebrarlas. Lo feo viene solo, así que el amor y la alegría hay que compartirla.
Sin embargo me planteo la idea de que la mayor parte de los escritores buenos han sido solteros, solitarios, amagados de varios tipos o simplemente han hecho la vida digamos “difícil” a sus parejas. Y lo entiendo. Yo era mejor escribidora (lo siento pero escritora se me queda muy grande y me parece muy engreído la gente que se denomina así a sí mismo) cuando estaba soltera y sola. Ahora invierto tiempo en el Dorniense, en nuestras familias y en nuestros planes de boda y me queda poco para venir a contar chorradas. Pero aún así, los astros se alinean, me dejan sin móvil de trabajo y aquí estoy, un viernes 27 de diciembre pensando que hace unos días mi blog cumplió años y ni me acordé.
Lo que sí recuerdo es que mañana mi Maya cumple tres años mañana. Y fue la mejor cosa que me ha pasado un mes de diciembre. Tan pequeñita, tan negra y tan adorable como sigue siendo, hecha una bolita en mis brazos y dispuesta a llenar la casa de maullidos, alegría y ternura. Feliz cumpleaños, muñeca.
Acabo de releer el post y es tan caótico y absurdo como yo. No sé si he perdido práctica y cada vez escribo peor o que antes simplemente estaba más acostumbrada a mis propias mierdas y no me daba tanta cuenta. En fin, tanto da, si ya no lo va a leer nadie.
Y bueno, dadas las fechas, a todos los que ya no me leéis, pero seguís en mi corazón de blogger, Feliz Navidad y que el 2020 se porte bien con todos nosotros, que nos dé salud y alegría y que no se acabe el mundo antes de que se cumpla el milagro de verme pasar por el altar.



sábado, 7 de septiembre de 2019

Ni tan mal


Casi siempre mi lema vital ha sido “y yo qué sé”. Me he pasado casi toda mi vida sin saber nada. Me parece lo lógico. Y desconfío profundamente de la gente que lo sabe todo y que se pasa la vida sentando cátedra. Sin embargo, últimamente mi lema ha mutado levemente a “ni tan mal”. Que sé que es una expresión medio moderna medio regulera, pero expresa bastante bien en pocas sílabas mi sensación constante de “no es la opción óptima, pero podría ser peor, así que vamos a conformarnos, a ver el lado bueno y a seguir tirando palante que no hay otra.”
Al final la aventura de Rata y Esponja no pudo ser. Maya es muy sociable pero tiene una vena macarra, Coco tiene un humor bastante malo y no es sociable con otros gatos. Y mi pobre Ron, que como de costumbre no había dicho ni hecho nada, se llevó la peor parte. Una de las veces que los juntamos Coco le pegó un revolcón sin venir a cuento y mi pobre gordo se quedó un par de días medio asustado, medio raro. Y no. Ya lo pasó mal cuando vino la niña y se puso malito y no voy a correr ese riesgo de nuevo. Así que tras bastantes lágrimas y hablarlo mucho, Coco el esponjoso-furioso se fue a vivir a Dorne con los abuelos, que le consienten más que a un nieto tonto. Y mis niños siguen felices en su casita tan tranquilos. Ni tan mal.
El Dorniense se mudó definitivamente a mi casa. Ahora es nuestra casa. Supuestamente. Yo sigo pensando que es mi casa invadida por un Dorniense con demasiados cachivaches frikis y una fijación por el orden que me aburre soberanamente. Él piensa que se ha mudado con una diógenes que guarda basura y espurrea todo a su paso, complicando en exceso su misión en el mundo que es meter las cosas en cajas perfectamente alineadas. Aún así, estamos felices, nos reímos mucho y no discutimos ni aunque pasemos el día en el IKEA. Pues ni tan mal.
La yaya sigue igual. Yo la miro y “veo” cosas. Cada vez está más delgada, le cuesta más comer, respira un poco peor y tiene un ruido raro cuando tose. Sé que se está consumiendo. Y creo que de algún modo extraño ella también lo sabe aunque no lo sepa. Pero está “bien”. Sigue con sus planes, su rutina y sus cosas. Escribe y lee todas las tardes, cose y me llama por teléfono. Salen por las mañanas a dar su paseo, a comprar, a por el periódico. Yo voy todas las semanas a verla y charlamos mucho, nos reímos y cuando salgo del portal me dicen adiós desde el balcón. Luego me monto en el coche y me harto a llorar hasta casa. Pero bueno, sigue ahí, con el yayo y con su vida. Aún la tengo y cada día doy gracias por haberla disfrutado un poco más sin que ella aún tenga dolores ni esté sufriendo. Así que ni tan mal.
El trabajo es una pesadilla en verano. No es que mi trabajo sea el colmo de la diversión, pero en verano con las vacaciones, los cuadrantes y las cosas aún pendientes del cambio de empresa hay días que me tiraría por la ventana. Pero me han hecho indefinida por primera vez en mi vida, trabajo desde casa la mayor parte de los días y no tengo jefe ni nadie que se pase la vida controlando lo que hago. Así que ni tan mal.

Y así estamos. No puedo decir que bien del todo, pero no me puedo o no me quiero quejar. Porque dentro de mi caos habitual todo está en un equilibrio relativamente inestable que de momento se mantiene. Y ni tal mal, oye, ni tan mal.

domingo, 14 de julio de 2019


Apenas un par de semanas o tres antes de morir, mi bisabuela me mandó a casa a estudiar cuando fui a verla al hospital. Era junio y yo estaba en la carrera... y ella lo sabía porque estaba completamente lúcida. Así que entré en la habitación y me dijo “¿qué haces aquí? Vete a casa que estás de exámenes.” Y se quedó tan ancha. Lo último que le dije era que la quería mucho. Me sonrió por debajo de la goma del oxígeno y me dijo que ella a mí también. 97 años largos tenía. Yo acababa de cumplir 20. Y aunque me dolió su pérdida en el alma, era demasiado joven, demasiado egoísta, demasiado estúpida para entender de verdad y en profundidad cuánto se me iba con ella. Aún hoy, 16 años después la echo de menos.

La hermana de mi bisabuela murió con 106 años. Se durmió un día y no se despertó, sin más. Esa misma noche le dijo a su hija con la que vivía “hija de verdad... una tortilla francesa y un yogur, a cualquier cosa le llamas tú cenar”. Para colmo, un año antes había tenido un tataranieto. Cuando se lo enseñaron y lo cogió en brazos dijo “Yo lo que siento es que a este pequeño no le veré casar”. Tócate los cojones. No dijo el bautizo o la comunión si quiera. No. Casar. Que la buena señora pretendía vivir mil años, supongo.

En la familia de mi madre nadie quiere morirse nunca. ¿Sabéis eso que dicen a veces los viejos de “a ver si me muero ya” o “yo ya no tengo nada que hacer en el mundo” o cosas así? Bueno, pues por aquí no se estila. Aquí se vive hasta que se puede, dándolo todo hasta el último día, con planes y esperanzas hasta el último aliento. Con ganas de vivir siempre.

Por eso me entristece tanto, tantísimo, que mi yaya tenga cáncer. Un cáncer de ovarios avanzado contra el que ya no podemos hacer nada. Iría y daría de hostias a su doctora de cabecera, que lleva tres años, tres putos años, ignorando las infecciones de orina y molestias genitales constantes, recetando antibióticos todos los meses y diciendo que eso son cosas de la edad. Le daría de hostias hasta que retrocediera en el tiempo y mostrara un poco más de interés en sus pacientes. Que para ella es una más, quizás una pesada que va todos los meses con el mismo rollo, pero para mí es mi yaya. Y me han quitado diez años de vida más que esperaba pasar con ella.
De momento ella no lo sabe. Sabe que tiene un bulto y que le están haciendo algunas pruebas. Pero está bien, está normal. Está en su casa haciendo su vida con mi yayo. Está ojeando su periódico todos los días, viendo su fútbol, leyendo sus libros, cosiendo, haciendo punto, pasando a limpio sus apuntes de historia. Está como siempre. Más delgada, un poco desganada con la comida, quizás algo cansada. Pero con su ánimo, su sentido del humor, sus ganas de aprender, de saber más, de conocer cosas nuevas. Sigue, como al parecer está en la genética de mi familia, queriendo vivir. 87 años no han sido suficientes, ni de lejos. Sigue teniendo demasiado que hacer.

Y yo me muero de pena. Llevo tres días que no puedo dejar de llorar. Porque pierdo a mi yaya y no sé cuánto tiempo me queda de estar con ella. Porque la pierdo y me pregunto si sabré o podré decirle todas las cosas que tengo pendientes. Si sabrá cuánto me ha enseñado, cuánto me deja, cuánto voy a tener de ella toda la vida. Si podré hacerle saber cuánto la quiero y cuánto la voy a echar de menos. Si podré decirle lo afortunada que soy de haberla tenido tanto tiempo aunque no me parezca suficiente. Si entenderá que mi vida es mucho mejor por haberla tenido a ella como yaya. Y me pregunto qué haré cuando ya no esté. Nunca lo había tenido que pensar en serio. Y no sé. No sé qué haré las tardes si no puedo llamarla. No sé quién me hará tortillas de patata o croquetas. No sé quién me cogerá el bajo de los pantalones. Quién me enseñará a hacer tipos de punto nuevos para tejer en invierno. No sé quién me dará consejos y me escuchará las chorradas que le cuento a ella. No sé con quién hablaré de libros, de música, de museos y de cuadros. Quién me contará historias de Madrid o de la familia o de tantas cosas que ella sabe. No sé quién me preguntará por mis gatitos y me dirá que San Francisco los protege. No sé.

Sé que aún tengo algún tiempo con ella. No mucho. Quizás unos meses. Demasiado poco. Y muy tristes aunque no se lo demuestre. Lo aprovecharé, pero sufriré cada día sabiendo que es uno menos. Y sólo le pido a Dios que siga así, que no sufra, que no tenga dolores. Y que cuando suba al cielo, porque le van a abrir las puertas de par en par, que le pongan un ordenador para leerme. Porque sé que lo hará, que va a seguir aprendiendo, investigando, siendo inteligente, curiosa y culta. Sé que seguirá queriendo estar al día y manejando internet y todo lo nuevo que salga. Así que podrá meterse en el blog que no le dejé leer desde la Tierra y se lo comerá entero. El mío y todo lo que pille. Aprovechará el resto de la eternidad para estudiar, lo tengo clarísimo.

Sé que va a estar conmigo siempre, de un modo o de otro. Pero de forma egoísta no puedo evitar pedir que se quede aquí, en su casa y en la vida todo el tiempo que sea posible. Porque sin ella el mundo va a ser un lugar un poco peor.


P.D. Cierro los comentarios para este post porque no soy capaz de gestionar lo que se me dice al respecto, aún no. Me ha costado una hora de llorera incontrolada escribir este post y no puedo hurgarme más en la herida. De hecho, me paso el día ocupada en otras cosas y tratando de distraerme para no volverme loca. Sé que me mandáis ánimos y abrazos y los agradezco de todo corazón.

domingo, 30 de junio de 2019

Rata y Esponja, el comienzo de una aventura


El Dorniense y yo hemos decidido vivir juntos. Hace ya un año que se vino a Madrid, nos hemos hecho pareja de ídem y como no somos ricos, mantener dos pisos es una pasta. Y que nos sale de ahí, eso como razón principal. El único inconveniente es que él tiene un gato y yo tengo dos. Todos adultos y con sus peculiaridades, así que el asunto no va a ser fácil.
Cuando Maya llegó a mi vida, la metí en casa sin posibilidad de transición ni adaptación ninguna. Y estuvo a punto de salirme muy caro porque Ron se puso muy malito entre la toxoplasmosis y el estrés y todo el rollo. Así que esta vez queremos introducir a Coco poco a poco.
Pensamos que una buena idea era juntarle primero con la niña porque Maya es muy sociable. Allá donde la lleve que haya un gato ella se cree que es su amigo. Lo primero que hizo al ver a Ron fue darle un cabezazo. Cuando vamos al veterinario, se acerca maullando contenta a cada gato que ve, sea grande, pequeño, parezca amigable o tenga cara de ir a sacar la zarpa a paseo. A ella todo le da igual, se acerca, diminuta y negra, con el rabo largo ese de rata que tiene y sus patitas enanas, dispuesta a crear una pandilla.
Coco, el gato del Dorniense es un poco otro rollo. Es muy manso con la gente, pero está muy acostumbrado a estar solo, muy consentido y tiene un pronto un poco imprevisible. En el veterinario por ejemplo se pone furiosísimo y hay que sedarle para todo porque es imposible hacerse con él. Luego en casa es bastante majo, pero no le habíamos visto nunca interactuar con otros bichos.
El caso es que cogí a la rata negra y la llevé a casa del Dorniense. Ella como siempre estaba tan tranquila, se olió con la esponja blanca que es Coco, le maulló contenta y se acercó como si tal cosa. El otro soltó un soplido. Un bfffff de esos que hacen los gatos, más asustado y sorprendido que otra cosa. Pero a ella eso no le gustó un pelo. A mi rata no la sopla nadie. Porque igual que digo que es muy simpática, digo que tiene la mecha muy corta y es muy macarra. Se le nota que es de Móstoles a la jodía. (Un saludo a mis queridos mostolienses).
Así que la esponja bufó y la rata se quedó así como medio mosqueada. Aguantó un rato y volvió a intentar acercarse. Y hubo un segundo soplido. Y ahí ya le salió el venazo chungo y empezó a gruñir. Maya no sopla en plan bffff, ella gruñe como un tigre en miniatura. La cogí en brazos para ver si se calmaba. Y sí, estaba tranquila. Pero con que el pobre y esponjoso Coco la mirara era suficiente para que empezara a gruñir.
Así que la traje de nuevo a casa. Llegó tan feliz, como si nada, le dio muchos besitos a Ron, comprobó que el agua y el plato seguían en su lugar y se fue a tumbar a su cojín. Tan pancha.
Lo siguiente que haremos será que el Dorniense traiga a Coco el esponjoso a casa en el transportín y que le huelan sin salir. Así varias veces. Hasta que al menos se acostumbren al olor. Y luego ya veremos. Poco a poco, no hay prisa de hoy para mañana.
Me preocupa un poco que no se lleven bien, pero confío en que al menos aprendan a convivir. Al fin y a cabo son tres gatos con buen carácter.

Y ya seguiré contando las aventuras de Rata y Esponja, que suena a pareja de quinquis de película.

domingo, 19 de mayo de 2019

La sonrisa del Diablo


Siempre he dicho que me podría enamorar del mismo diablo si tuviera una sonrisa bonita. Creo que es en lo que más me fijo de las personas en general y de los hombres en particular. Un chico que no sea muy guapo pero tenga una sonrisa bonita, tiene mucho ganado. Si lo acompaña de sentido del humor y de ser capaz de reírse de su sombra, media polla dentro. Si por el contrario un tío es muy guapo pero tiene una sonrisa de esas que no encajan con la cara o que le hacen una mueca rara, hasta luego Lucas. Y ya ni te digo si no se sabe si tiene la sonrisa bonita o no porque es un sieso y/o intensito de los cojones y se pasa la vida con cara de oler a culo.
Total, que las sonrisas a mí me importan. Y no necesito que sean perfectas, ni en plan profidén. Necesito que sean bonitas, que trasmitan algo guay, que iluminen la cara.
Y sí, por una sonrisa me enamoré del Diablo. Del mismísimo Lucifer.
En mi ansia diaria por ver series en mi escaso tiempo libre, me topé con esta serie y dije “po güeno”. Desde el primer capítulo me enganché y así sigo. Entre otras cosas, me encanta porque el personaje de Lucifer es el mejor elegido que he visto nunca. El actor es guapo a rabiar, pero sobre todo es que tiene una mirada y una sonrisa que te hacen dudar de si será el demonio de verdad y en caso de que lo sea, que venga y me lo dé con todo el fuego del infierno en las mismas entrañas.
Además no es exactamente una comedia, pero tiene capítulos muy divertidos, puntos que me han hecho soltar una carcajada y un ambiente bastante despreocupado en general. Cosa que agradezco. Estoy hasta las narices de personajes y series circunspectos, serios y estreñidos en general. La vida es un rollo muchas veces, pero por poner cara de mierda no se arregla nada y te amargas cantidad a lo tonto. Sin embargo, Lucifer es fantástico porque se toma todo a broma. Se ríe constantemente, hace bromas con todo, sonríe toooodo el tiempo y le hace gracia casi todo lo que le rodea. Y se enfada, claro. Y es inteligente, que a veces tomamos el humor como sinónimo de ser un simple y nada más lejos. Pero él se ríe, se ríe mucho. Y me enamora muy fuerte esa sonrisa y esa pose burlona frente al mundo. Puede que en el medievo tuvieran razón y la risa sea el arma del diablo para llevarnos a su terreno (¿habéis visto/leído El Nombre de la Rosa? Deberíais. Sobre todo leerlo. En serio, leedlo), pero si es así, anda y que le den a todo. No pienso aburrirme toda la vida, me reiría aunque de verdad fuera pecado.
Hablando de series de gente estreñida, por ejemplo, Outlander. Sabéis que me encanta esa serie. Sabéis que el pelirrojo es el hombre de mis sueños. Y lo que no sabéis es que la última temporada me ha aburrido soberanamente. Además, me leí los libros y una de las cosas que siempre se dice de él es que tiene mucho sentido del humor, que se ríe mucho, que hace bromas, que canta aunque lo haga mal, que tiene un carácter súper agradable. Bueno, pues no. Constante cara de culo durante toda la temporada. Eso añadido a dos (sólo dos) escenas de sexo aburrido y soso y a no verle en pelotas en ningún momento. No siquiera con el kilt. Así no, tío, así no.
De todas formas, tengo la sensación de que siempre se critica a los personajes que dan el contrapunto cómico, a las escenas más relajadas de ambiente, a las bromas. Siempre se infravalora a las comedias y se da mucho bombo a los dramas. Por qué, es algo que desconozco.
Por ejemplo, anda que no le ha caído caña a Tormund (Juego de Tronos) por tener siempre el punto más risueño y más bromista de de serie. Y es un personaje fantástico y de una consistencia monumental. Pero oh, no, mejor cualquiera de los otros que no sonríen ni por asomo. Qué cansancio, de verdad.
Otro ejemplo son las modelos. Te miras una fotos del catálogo de cualquier marca de ropa y te dan ganas de cortarte las venas. Todas lánguidas, sosas, con cara de asco, en posturas absurdas y con gesto de oler a pedo. No sé qué estrategia de márketing es esa, pero desconfío de ella.

Y todo este rollo para dos conclusiones: ved Lucifer (está en Netflix) y enamoraos del diablo. Y sonreíd más, coño, que es gratis.



jueves, 2 de mayo de 2019

Mötley Crüe


Tengo una personalidad levemente compulsiva. Me obsesiono por cosas y me paso el día pensando en ellas... hasta que pierdo el interés y me obsesiono por la siguiente. Por eso no soy constante en casi nada, porque casi nada consigue mantener interés una vez se me pasa el subidón de los primeros días. Luego empiezo a aburrirme y a interesarme por algo nuevo. Me pasa hasta con la comida. Me dio hace poco por las croquetas congeladas de una marca que son sin leche y las engullía como si no hubiera un mañana. Hasta me iba a comprarlas a castroculo de abajo porque en mi barrio no las hay. Ahora tengo dos bolsas en el congelador y ahí están, aburridas. Así con todo.
No es algo que me guste precisamente de mí misma, pero he aprendido a vivir con ello.

Mi última fijación, que seguramente se me pasará dentro de poco, son los Mötley Crüe. Y diréis, a ver chalada, ahora te da por pensar en un grupo de los 80. Ahora que son viejos y están casi extintos. Pues mira. Qué le voy a hacer si en lo que a música se refiere nací demasiado tarde para todo lo que me gusta. No me va a dar por obsesionarme con lo que sea que esté de moda ahora, que ni lo sé, o con la Rosalía esa de la que habla todo el mundo y que me parece una choni barata que hace algo que daña mis oídos.

El caso es que hace unas semanas me puse a ver la peli The Dirt en Netflix. La puse con el plan que pongo las películas los sábados a medio día: dormirme la siesta con lo que sea de fondo. Pero fue un error. No dormí siesta y me pasé la hora y media con los ojos pegados a la pantalla. No es que sea una gran película, pero es muy, muy entretenida y la música me gusta. Siempre me ha gustado la música de los Mötley, pero igual que digo que soy un poco obsesivo-compulsiva-volátil, también digo que soy una fan horrible, pasota e infiel. Tengo montones de discos de canciones sueltas que me gustan y apenas sé de qué grupo son. No me intereso lo más mínimo por la vida o los miembros de las bandas que me molan y paso mil del rollo de la idolatría. Así que tenía canciones suyas por ahí, sabía quienes era... y me daba totalmente igual. Pero la película me gustó y me dio por curiosear un poco más. Ví que en 2001 sacaron un libro sobre sus memorias en el que se habían basado para saltar a la pantalla y me dio curiosidad. Así que busqué un poco y me lo compré por wallapop a un tío con el que apenas crucé tres palabras y 17 euros. Lo de wallapop es otra historia. La compra me trajo un rato infame perdida por el metro de Nuevos Ministerios después del trabajo con más hambre que un perro y me ha acarreado un par de pesadillas con estaciones laberínticas e infernales desde entonces. Lo mismo da.
El caso es que me compré el libro y me dije que lo leería en el metro de camino al trabajo y de vuelta a casa y como es un poco gordo, me duraría hasta mediados de mayo que cambiaré de oficina. Ese era el plan. Ja. Mis cojones 33. Me lo he cepillado en menos de una semana. Y con frecuencia me despierto escuchando en mi cerebro el “Girls, girls, girls” o “Same ol' situation”, lo que al menos, ya que vivo condenada a los gusanos musicales, me libra del Puma y la numeración infame. A veces incluso llego al trabajo cuando aún no son las 8 de la mañana y me pongo a repasar cuadrantes mientras tarareo “Shout at the Devil”. La gente debe pensar que soy una pirada, pero tampoco es que haya tratado de ocultarlo nunca.
El libro en sí no es literatura excelsa, pero está bien escrito, bien hilado y tiene puntos delirantes, en los que te saca más de una sonrisa. También te agarra del corazón más de una vez y te revuelve el estómago con frecuencia. Es sólo la historia de 3 degenerados que llevaron demasiado lejos lo de “sexo, drogas y rock and roll”... y su adorable y sufrido guitarrista. Me gusta porque es una historia sincera, donde no es oro todo lo que reluce y la vida no es terciopelo rosa sino cuero negro. Me parece digno de ser leído.

Dicho esto, también estoy bastante a tope con Juego de Tronos y la última temporada. Espero hacer algún post cuando termine por completo.

¿Y en qué futura obsesión se embarcará nuestra loca protagonista? ¿Recrear Invernalia con bloques de lego? ¿El macramé? ¿La pintura abstracta a base de kétchup y mostaza? ¿Fabricar bigotes postizos con los pelos que sueltan sus gatos? Quién sabe. Más obsesiones e idas de olla en próximos capítulos.

sábado, 13 de abril de 2019

36-25=11


Soy un desastre en matemáticas. Nunca aprendí a hacer raíces cuadradas, ni entendí lo que era un límite o una integral o una derivada. Y la verdad es que no me importa o más mínimo. No creo que sean cosas útiles para mi vida. Francamente, nunca he necesitado nada de eso para mi día a día.
Sin embargo os aseguro que sé sumar y restar. Lo juro. Aunque en el post anterior la liara (me lo hicieron ver en un comentario con toda la razón) al unir mi cumpleaños y la muerte de Cobain. Si cumplí 36 el día que era el 25 aniversario de su muerte, no puede ser que decidiera pegarse el tiro cuando cumplí 14, si no 11.
La explicación a esa cagada matemática es simple y en mi cabeza cuadraba a la perfección por algo tan sencillo como que yo me enteré de toda la movida a los 14 y en mi cabeza se quedó grabado así. Así que escribí el post y me quedé tan ancha, sin hacer la cuenta más sencilla del mundo. Qué queréis que os diga, soy así de tonta.
La historia es que cuando cumplí los 11 y los sesos del cantante de Nirvana volaron por los aires era el 94. Ese fue el cumpleaños que se murió el tío de mi padre del pueblucho de la Castilla profunda y en lugar de soplar velas me pasé mi día rodeada de cirios mientras el pobre muerto estaba en el ataúd en mitad del salón y todas las viejas de la comarca venían vestidas de negro a toquetearle, darle besos y comer pastas. Y yo allí, cumpliendo 11 años en el cementerio más macabro del mundo, con la pila de huesos de gente a la que ya habían sacado del hoyo al fondo y el cierzo azotándonos las narices. Así que digamos que cualquier otra muerte pasó desapercibida ese día para mí. Y eso contando con que no había internet y la televisión no se podía ver porque era poco respetuoso ponerla de fondo con el ataúd en medio y el muerto allí plantado.
Más tarde, en el 97 mi prima mayor me regaló el casette del Nevermind porque a ella se lo habían regalado dos veces. Me encantó y cuando se lo dije, su respuesta fue “el cantante está muerto, ya no habrá más discos, se suicidó el día de tu cumpleaños.” Pues qué bien. Gracias prima por ser tan amable y considerada siempre. So zorra.
Por eso en mi cabeza se quedó esa fecha. Por eso mis recuerdos son más poderosos que la evidencia numérica y escribí el post sin plantearme acaso que pudiera estar equivocada. Pero no os preocupéis, después de esta vergüenza tan horrible de demostrar al mundo que soy una lerda total y no sé sumar ni contando con los dedos, ya no se me olvidará.

sábado, 6 de abril de 2019

36


Ayer cumplí 36 años. Sigo teniendo que pensarlo dos veces. Igual que cuando hago cuentas de cuándo pasó no sé qué cosa. Porque ayer también hizo 25 años que Kurt Cobain se descerrajó un tiro en la cabeza y de algún modo el grunge y la generación X murió con él.
Me acuerdo bien. Yo tenía 14 años (cumplía 14 de hecho), estaba en el último año del colegio (8º de EGB, abueeeeela!) y estaba empezando a descubrir la música más allá de la que ponían mis padres. El rock, el heavy, el grunge me estaban llamando fuerte y en medio de mi apogeo de hormonas, del florecer de mi adolescencia y de empezar a abrir los ojos a mi propia vida y mis propios gustos, va ese tipo tan guapo, de ojos azules y greñas rubias y se suicida. El día de mi cumpleaños. Pues qué bien, oiga.
Kurt tenía 27 años y entró en la lista maldita. En aquel 1997 a mí tener 27 años me parecía algo muy lejano. Me parecía casi imposible salir al fin de ese colegio de mierda donde llevaba encerrada desde que tenía uso de razón y estaba rodeada de idiotas. Aún quedaban por delante los 4 años de instituto, la universidad... cosas que sonaban a muy mayor y a muy a largo plazo. Cosas que luego se pasaron en un suspiro. Cosas de las que ya hace un pila de años también.
Cuando yo cumplí los 27 me planteé entrar en el club también. El problema de los club en los que te exigen morirte para entrar es que es dificilísimo salir. Siempre bromeo con ello y por mi extraña conexión con él, digo que estuve a punto de hacer un Kurt Cobain. No es que fuera tan dramático, pero me gusta tomarme la vida (y la muerte) a broma. Es verdad que lo pasé muy, muy mal. Por suerte para mí, yo no le pegaba a la heroína ni tenía una escopeta en casa. Y en lugar de una nota de suicidio, abrí un blog. Sí es verdad que hubo días, noches y semanas enteras en las que pensé que la muerte sería una solución a todo lo que me rodeaba. Y me jode admitir que miraba a mi alrededor y creía que excepto a mis padres y a mis abuelos, a nadie le importaría lo que me pasara. Y eso es muy doloroso. Quizás no es cierto, o quizás sí, pero tu cabeza lo ve así, tu corazón lo siente así y duele en cada milímetro de tu ser. Todos necesitamos amar y ser amados, de un modo o de otro. Por amigos, familiares, compañeros, pareja, lo que sea. Pero lo necesitamos.
Ahí jugó un papel muy importante a mi favor Ron. Él sí me quería, sí me necesitaba y desde luego, no estaba dispuesto a quedarse sin comer por el mero hecho de que yo me quisiera morir y no me levantara de la cama. Así que venía, insistente como es él y me obligaba a salir de la cama a cabezazo limpio. Y ya que le ponía el desayuno a él, pues lo ponía para mí. También me obligaba a dormir cuando el insomnio me hacía la vida imposible. Y me acompañaba y me consolaba. Ron me quería ahí y me quería viva. Y bueno, por él lo haría todo.
Mientras tanto iba escribiendo en el blog. Muy triste al principio, muy jodida. Pero me fui dando cuenta de que cuando le daba la vuelta a una situación. Me la tomaba con humor y era capaz de contarla con gracia, me sentía mucho mejor. A la gente también le gustaba más, pero eso era lo de menos. Lo importante es que yo me sentía muchísimo mejor contándolo así que recreándome en la mierda.
Y el blog me trajo cosas buenas. Buenísimas. Me trajo al Dorniense cuando sólo era el Niño Chico. Me trajo amigos, conocidos, abrazos y mensajes. Me trajo, en un momento de recaída, la mejor de las oportunidades con la primera quedada en Granada. Esa vez, cuando gente que no me conocía en persona me pidió que fuera, que me apuntara y me hizo sentir en casa, supe que había una esperanza. Que podría volver a hacer amigos, a querer, a confiar y a ser parte de algo. Empecé a pensar eso de que al final las cosas salen bien y que si no están bien, es que no es el final. Empecé a confiar en que las películas tuvieran razón y después de las crisis todo empieza a mejorar y poco a poco, se llega a un buen lugar. El detalle es que en las pelis esas crisis duran unos minutos con banda sonora de fondo y luego enseguida la prota encuentra trabajo, pareja y amigos y el piso de sus sueños y los tacones no le hacen daño ni se le notan las canas o las raíces en el pelo. En mi caso no fue un ratito de imágenes con música, si no años de lucha y pelos encrespados que aún mantengo muchas veces.
Pero el grupo de las cabras me dio la vida. Las quedadas de verano, los fines de semana aquí o allá, los colchones por el suelo, las canciones horteras, los bambos y las alpargatas. No sé si lo saben, porque somos más de reírnos los unos de los otros que de ponernos moñas, pero son uno de los puntales que sostienen mi vida cuando todo lo demás se derrumba.
Hace unas semanas, cuando el Dorniense y yo celebramos nuestra unión de hecho y me vi rodeada de casi toda mi gente, de mis satánicos, a los que recuperé cuando me recompuse, de mis blogger, de mis compañeras de trabajo a las que adoro y sobre todo de las cabras, pensé que no se podía ser más feliz. Porque ahora sé que sí le importo a alguien. Les importo tanto que hacen una kilometrada desde la otra punta de España para venir a compartir la felicidad. Vienen, con regalos y bromas, con fotos y canciones, con un bambo y unos calzoncillos grandes, con un paquete de roñidonetes y unas cervezas y unas aceitunas. Vienen por mí, por el Dorniense, por nuestro grupo, nuestra alegría y nuestros momentos compartidos. Vienen y mientras me río y me divierto y canto a grito pelado en el coche, lo que pienso es que me salvaron del abismo. Que no lo saben, pero que sentirme arropada y querida es lo único que necesitaba para sacar toda mi fuerza y seguir adelante. Que no lo saben, pero me alegra mucho más cumplir 36 de lo que me alegró cumplir 27. Que no lo saben, pero quizás ahora tenga canas, melasma y el culo más caído, pero me da igual. Porque ahora soy feliz y las tengo a ellas. Y tengo a los demás. Y tengo al Dorniense, y tengo a Ron y tengo a Maya y tengo tantas cosas que no puedo contarlas. Y me tengo a mí misma, viva y con ganas de vivir.

Feliz cumpleaños, yo. Cómo me alegro de haber salido a delante. Y Kurt, querido, cómo lamento tu unión al club de los 27. La tuya y la de todos los demás. Os habéis perdido lo mejor.


sábado, 30 de marzo de 2019

Sería un buen final....


Alguna vez he pensado en cuál podría ser el final de este blog. Me cuestan los finales, se me atragantan. Por eso nunca termino mis escritos, por eso me duele despedirme de la gente aunque se lo merezca, por eso me jode cambiar de trabajo aunque sea para mejor. Porque los finales, aunque sean “felices”, siguen siendo finales.
El otro día sin embargo pensé que si contaba lo que había pasado en los últimos días de la forma adecuada sería un final maravilloso, de esos de película. Y luego lo pensé otra vez y me dije “pues vaya pena, aunque sea en el momento feliz, qué pena terminarlo.” y además me dio un poco el siroco de pensar que después de haber pasado todo o chungo estaba feo irse cuando todo iba bien. Total, que no, no es el final. Sólo es un punto y a parte, un final de una etapa y el comienzo de otra. Como si esto fuera una saga mierder crepusculera o algo así y pasáramos de un libro a otro.

El caso es que ya os conté que el Dorniense y yo nos hacíamos pareja de hecho. Al principio pensamos en hacerlo como el que renueva el DNI, ir, firmar y volver a casa con las mismas. Pero luego le dimos una vuelta. Mi yayo siempre dice que hay que celebrarlo todo porque es lo bueno que te llevas de la vida, porque las oportunidades de hacer cosas buenas se van y a lo mejor no vuelven. Y las mierdas y los malos rollos vienen solos. Así que nos liamos la manta a a cabeza y primero fuimos a firmar con nuestros padre y de ahí les invitamos a un brunch. Todo fue fantástico. El sitio es precioso, el brunch estaba buenísimo, hizo un día increíble y nos hicimos unas fotos muy bonitas. Así que feliz.
A la siguiente semana lo celebramos con amigos. Vinieron nuestras amigas blogger las cabras, mis amigos los satánicos, Chema, Alter, mi amiga Pa, mis niñas del trabajo... un montón de gente maravillosa se quiso reunir por nosotros. Nos hicieron regalitos de esos que llegan al corazón porque has dicho que no quieres nada, pero ellos quieren alegrarse contigo y demostrarlo. Así que cantamos, bailamos, bebimos, nos reímos y fuimos muy, muy felices.

Escribiré un poco más detenidamente de toda esta historia, pero necesitaba hacer un resumen y dar las gracias a la gente, al blog, que gracias a él he llegado hasta aquí, a mis cabras, a mis satánicos, al resto de mis blogger, a mis compis... a todos mil gracias. Y sobre todo a mi Dorniense por haberme cambiado la vida. Por quererme y aguantarme. Por ser lo mejor (junto con Ron y Maya) que me ha pasado en la vida. Gracias simplemente por existir. El mundo es mejor porque él está aquí.


Y esto podría ser un buen final de esta historia. Abrí el blog hecha una mierda, viví aventuras y desventuras, conocí al Dorniense cuando sólo era el Niño Chico, hice amigos, encontré trabajo, mi vida fue mejorando y voilà, final feliz con medio boda incluida. Qué más se puede pedir a un blog.
Pero la vida sigue. No hay fundido en negro. No cae el telón y sale “The End”. Así que seguimos para bingo.

domingo, 10 de marzo de 2019

De hecho


Debería estar limpiando. Depilándome. Haciéndome las uñas. Cociendo patatas para hacer un perolo grande de ensaladilla rusa.
Debería estar haciendo un montón de cosas, pero sin embargo, he decidido sentarme a escribir. Después de ¿un mes? ¿dos? Ni sé el tiempo que hace. Que diréis, si es que queda alguien que aún lea blogs y llegue aquí, pues para qué te pones justo hoy después de tanto tiempo, si ya da igual. So mongola.
Pues ya lo sé, pero mira. Es lo que hay. Es el tipo de cosas totalmente Naar-stile.
También puede que alguno de esos hipotéticos lectores diga que las cosas que tengo que hacer no son tan importantes. Hacerse las uñas es algo que siempre he considerado una pérdida de tiempo. Y no voy a entrar en el debate de la depilación, pero tampoco es algo a lo que me guste dedicar mi tiempo. Lo de limpiar ya es una cuestión de sanidad y lo de las patatas tiene su aquél, que la ensaladilla rusa es algo que nunca sobra. Pero es verdad que podrían parecer banalidades...
Si no fuera porque el martes me medio caso y necesito ir depilada, tener unas manos decentes y mis futuros medio suegros vienen a conocer mi casa y la ensaladilla es lo que van a cenar cuando lleguen de su viaje desde Dorne.
Lo de que medio me caso es extraño. En realidad sólo me hago pareja de hecho. Que me causa risa el nombre. Pareja de hecho. De hecho, somos pareja. Supongo que sin este papel eres pareja, pero de hecho, no. En fin, lo que sea. El hecho (jejeje) es que contando con mis antecedentes de novia a la fuga, es un paso bastante grande. Y me siento rara, porque no estoy tan nerviosa como podría esperarse de alguien como yo, ni tan emocionada como podría esperarse de alguien normal, pero me estresa un poco. Sólo vamos a ir el Dorniense (a.k.a el Niño Chico), mis padres y mis dornienses suegros, pero ay. Ay. Que tengo un montón de cosas que hacer y sigo aquí tecleando con furia con mis dedos pellejosos y mis uñas desiguales mientras Ron duerme en mis piernas peludas y las pelusas campan a sus anchas por el salón.
Supongo que por eso no cierro el blog del todo. Porque a veces, por la razón que sea, necesito volver aquí. Necesito venir a contar algo, a refugiarme, a encontrarme en viejos post. Necesito aún este espacio mío, sólo mío, donde llevo tantos años vaciándome el cerebro y el alma a borbotones. Necesito perder un rato de limpiar, cocinar y depilarme para escribir y ordenar ideas, relajarme y ser yo misma.
No sé lo que tardaré en volver a escribir. Igual dos días, dos semanas o dos meses. Pero volveré. Creo que siempre volveré.

martes, 22 de enero de 2019

El churro dorniense


Salir con un dorniense (a.k.a andalú), tiene sus ventajas. Puede enseñarte a bailar sevillanas. A no ser que sea sieso como el mío. Puede prepararte rebujito y pescaito frito. A no ser que sea sieso como el mío. Puede llevarte a la feria. A no ser que sea sieso como el mío. Puede tener casa en la playa o en sitios de veranero guay. A no ser que sea del mismo Dorne donde los pájaros caen fritos de los árboles desde mayo hasta noviembre, como el mío.
¿Y por qué entonces sigo enamorada hasta las trancas de mi dorniense particular? Pues porque tiene el torso como un puto dios griego y cada vez que le veo quitarse la camiseta pienso “joder, a este me lo foll***...”
Ejem.
Decía que los dornienses tienen sus ventajas aunque ahora mismo no recuerde así concretamente cuáles. El problema es que también tienen sus “cosillas”. Entre esas “cosillas”, destaca el hecho de que a veces se hace casi imposible entenderse. Y sí, hablamos todos lengua común, pero se ve que hay cosas que se pierden por el camino. Hace siete años que conozco al Niño y aún a veces dice cosas que no logro descifrar.
El otro día por ejemplo tuvimos por enésima vez una conversación absurda sobre los churros. Siete años y aún no nos entendemos con algo como un puto churro. Fue algo así:

  • Nene, han abierto una churrería en el barrio, donde estaba el restaurante de wok ese que siempre estaba vacío y...
  • Pero es una churrería o no es una churrería. Que aquí cualquier cosa creéis que es una churrería y no.
  • Pues... pues... eh... pone “churrería” en la puerta. Y venden churros. - no sé si esto es suficiente.
  • ¿Pero churros de verdad o de lo que aquí llamáis churros?

Ya empezamos con los tecnicismos. A ver, yo hace ya más de 25 años que tengo una casa en Pueblodelsur y que sé que los churros andaluces son un poco diferentes. Allí se hacen en roscas grandes, son mucho más baratos que aquí y la masa es parecida a nuestras porras, pero no exactamente igual, es más fina y un poco más compacta. Y lo que nosotros llamamos churros, ellos los llaman de lazo o de patata (y puede que de más formas, no lo sé) según la zona. Así que claro, es todo un poco confuso. Pero yo estaba decidida a hacerme entender para conseguir que una mañana de domingo me comprara churros porque me encantan. Y me gustan todos, los andaluces, los churros de lazo y las porras. Lo que sea.

  • A ver, cariño, hacen churros... sólo que en Madrid no existen lo que tú llamas churros.
  • O sea, que no hay churros.
  • Sí, sí hay, pero de los de aquí. Hay churros y porras.
  • ¿Las porras no son mis churros?
  • No, las porras son más gordas y más huecas que tus churros.
  • ¿Y tus churros?
  • Esos son lo de forma de lacito.
  • Los de patata, vaya.
  • Sí. - no voy a volver a discutir lo absurdo de llamar a algo “de patata” si no llevan patata, ni están hechos con patata, ni saben a patata, ni se acompañan de una ración de patatas.
  • Vale, pero entonces es una churrería. Con su señor churrero y eso, que los hacen en el momento.
  • Que sí....
  • Pero no hacen churros.
  • Sí hacen, pero diferentes.
  • Entonces no son churros.
  • Nene, son churros y porras, sólo que es diferente que en Dorne, coño. Aquí hay churros con forma de lazo y porras. Lo que no hay es lo que tú llamas churros, que aquí directamente no existen.
  • Bueno, vale. ¿Y tú qué quieres que traiga un día?
  • Pues no sé, unos churros...
  • ¡¡Pero si dices que no hay churros!!
  • Mira, ¿sabes qué? Que mejor hacemos tostadas.

sábado, 12 de enero de 2019

Oda al desorden


Sabéis que adoro a Netflix y que contratarlo está en el top five de mis mejores decisiones en la vida. Pero en este caso son los culpables de mi cabreo. Bueno, los intermediarios de mi cabreo.
Han estrenado una “serie” de una japonesa que se llama Marie Kondo y que ordena cosas. Y a la gente le ha dado la fiebre del orden. Ahora resulta que si lo dice la marikondo pues bien, pero si lo decía tu madre, pues pasando. De verdad que la gente descubre la Luna todos los días.
El fundamento de mi cabreo es que a mí no me gusta el orden. Así como suena. Me gusta vivir en cierto caos. Me gusta mi mierda, me gusta mi desorden, me gustan mis cosas por medio. Me gusta la pequeña diógenes que tengo en el interior. No me gustan las casas minimalistas, las paredes vacías, las estanterías con apenas dos cosas, las librerías son una sola colección de libros iguales para decorar. No me gusta, no es mi rollo. Yo soy muy de vida real, de día a día, de casas con cosas, de fotos en las paredes, de recuerdos de viajes, de libros amontonados en las estanterías, de mantas en el sofá, de vivir con animales que obviamente ensucian y desordenan. A mí me importa una mierda que mi gata esconda cosas bajo el sofá, que espurreé juguetes por el suelo, que haya ropa en la silla o que se acumulen cuadernos en el escritorio. Me da igual. De hecho, me gusta. Si está todo recogido, tengo la sensación de que la casa no está viva y además, no encuentro nada.
Para colmo, la marikondo tiene unas normas que me tocan mucho el coño. A ver, las normas por lo general no me gustan y siento el deseo irrefrenable de incumplirlas según las oigo, pero estas me llevan los demonios. Dice que no se deberían tener más de 30 libros. Mira, payasa, te daba yo 30 librazos en tu cabeza oriental. Y que sólo debes tener la ropa que te haga feliz. Vale, pues me quedo con los pijamas y las camisetas de juego de tronos. Mis jefes iban a ser super felices viéndome llegar cada día con el pantalón de franela y la camiseta de “you know nothing, Jon Snow”. Porque además eso, yo no tengo pijamas de esos que ahora la gente lleva a la calle o a los premios de no se qué, de seda, monísimos y todo glamurosos. Mis pijamas son de pelotillas, con dibujos absurdos, con la goma de la cintura un poco pasada y llenos de pelos de gato. Y diréis, ¿el resto de tu ropa no te hace feliz? Pues a ver, no me desagrada, obviamente, pero me la pela un poco. Lo considero algo de uso, algo que me tengo que poner para salir a la calle. Pero no es una cosa que me “haga feliz”.
Y a ver, que de vez en cuando me da el perrenque de limpieza y me deshago de mierda acumulada, sí. Pero que tenga que pasarme media vida colocando, ordenando y pensando si este jersey beige me hace feliz o no, pues como que me mosquea. Yo tengo muchas cosas que hacer. Cosas que me gustan. Y no me da tiempo a la mayoría. Yo con trabajar y dormir lo tengo casi todo hecho a diario. Lo siento, soy así de inútil. Yo de lunes a jueves duermo, trabajo, como, duermo otra vez, me ducho y vuelta a empezar. No tengo tiempo para más. Apenas veo un capítulo de una serie mientras ceno o leo un ratín antes de dormir. Mis compañeras de trabajo dicen que hacen más cosas porque le quitan horas al sueño. Pues mira, allá tú. Yo necesito dormir. No le veo ningún sentido a restarme salud y a estar cansada y malhumorada siempre para invertir esas dos horas que “ganaría” en ordenar cajones de bragas y hacer la colada de forma concienzuda. Me pegaría un tiro y dejaría mi piso minimalista, ordenado y cuadriculado hecho unos zorros. Prefiero mi caos en el que soy razonablemente feliz.
Como decía Roxanne en la mítica serie de los 90, “perdona el desorden, pero es que vivimos aquí”.

martes, 1 de enero de 2019

Al 2019 le pido...


Querido 2019:

como no soy de hacer propósitos porque luego se me olvidan y no los cumplo, voy a hacer una lista de deseos. Te dejo aquí las cosas que quiero y a ver si la magia de los Reyes Magos, las campanadas o quien se encargue este año de repartir, se estira y me los cumple. Ya verás que no son muy complicados. Al menos no todos.

  • Salud, porque es algo que no depende totalmente de nosotros y que hay que desear siempre, es lo más importante y sin ella estamos perdidos.
  • Tener a mis niños sanos y fuertes. Oír sus maullidos alegres, ver sus trotes y sus juegos. Toquetear sus patitas.
  • Tener a mis yayos, a mis padres, a mi Niño Chico. Que no me falte nadie.
  • Acurrucarme en el costado del Niño y olisquear su cuello. Que él siga oliendo siempre tan bien. Poder mirarle a sus ojos y encontrar en ellos la fuerza para seguir adelante cuando la cuesta sea empinada. Seguir caminando de su mano.
  • Seguir trabajando, protestando por madrugar, quejándome los domingos y saliendo los viernes en estampida de la oficina.
  • Tener algo de dinerillo para cuando se me antoja algún potingue.
  • Algún día de sol radiante en invierno y algún día de lluvia en verano.
  • Soñar un par de veces al año con el Dueño de mis sábanas y despertarme con esa sensación de felicidad y nostalgia, de recuerdo de haber sido joven y de cómo se abrieron mis alas entre sus brazos.
  • Dormir la siesta con Ron y las noches con Maya.
  • Salvar algún otro gatito de la calle y encontrarle hogar.
  • Quedar a veces con mis amigas, reírnos de todo, tomar algo, contarnos cosas.
  • Quedadas blogueras con mis cabras.
  • Bailar a veces, aunque sea sola en casa. Cantar (desafinando por desgracia) en el coche a pleno pulmón.
  • Poder huir a ratos de Madrid y otros ratos hundirme en su ombligo de asfalto.
  • Abrir el grifo y que salga agua limpia, pulsar un botón y tener calor o fresquito.
  • Que siga existiendo el mar, el verde, el cielo y los animales. Que no se extinga ninguna especie. Que ninguna disminuya su número. Que no de reduzca la selva. Que no se descongelen los polos.
  • Leer a veces, escribir otras, ver series antes de acostarme.
  • Hacer planes que salgan bien.