Cuando trabajaba en el centro de
menores había tres chavales que llegaron en una situación social
bastante mala por diversas circunstancias. Uno era marroquí, venido
en los bajos de un camión, sin familia, ni recursos, ni hablar ni
patata de español. Otro era español, con inteligencia límite y una
pequeña discapacidad física, que había sufrido un acoso brutal en
el instituto. Otro era colombiano, con una familia desestructurada y
ciertas carencias que no vienen al caso. Por alguna razón, los tres
hicieron buenas migas. Era gracioso verles, teniendo conversaciones,
cada uno en su idioma y con sus maneras, entendiéndose a pesar de
los obstáculos. Se reunían en el rato de descanso, compartían sus
almuerzos y hablaban y se reían. Siempre nos preguntamos de qué.
Ahora, en el centro de mayores, hay
mucha gente que habla el mismo idioma (supuestamente) y que ni por
esas se entiende. Hoy uno con alzheimer y otro con una degeneración
cognitiva grave de origen semidesconocido se han peleado. Por suerte
ninguno iba armado con bastón, sólo se han insultado, vociferado y
poco más.
Durante los años que he estado en
paro, ha habido muchos momentos en los que he renegado de mi carrera.
Ojalá hubiera estudiado otra cosa. Ojalá hubiera hecho caso a mi
padre y fuera economista o abogada y al menos podría ganarme la vida
aunque fuera con un trabajo que no me gustara. Creí, porque de
verdad lo creí, que no volvería a trabajar de lo mío. A veces
hasta llegué a creer que no volvería a trabajar de nada. Ahora se
me duplica el trabajo y cada día doy gracias por la oportunidad que
me ha llovido del cielo. Porque me sigue gustando ser trabajadora
social. Me sigue gustando lo que hago. Y lo sigo haciendo bien.
Trabajar con menores era adrenalina
pura. Era ir cada día a ver qué te encontrabas. Era reírte a
carcajadas el día que estaban de buenas y llevarte hostias el día
que estaban de malas. Era verte en medio de pandilleros, de bandas,
de peleas, de drogas y de amoríos. Era luchar por dar un futuro a
gente sin apenas pasado y que no creía en el presente.
Trabajar con mayores es mantener la
rutina, repetir las cosas veinte veces, luchar contigo mismo para no
sentir pena. Es esforzarte por dar un buen presente a gente a quien
no le queda apenas futuro y que a menudo, no se acuerda del pasado.
Y sin embargo, hay cosas que se
parecen. Tienes que tener cuidado de que no se escapen. Conocer las
debilidades y las manías de cada uno. Saber cómo tratarles, quién
busca cariño y con quién hay que tener mano dura. Asegurarte de que
hagan las cosas bien. Que no se descarrilen, que no se enfaden, que
no se salten las normas y haga cada uno lo que le da la gana. Al fin
y al cabo, la magia de este trabajo es tratar con personas, tratar de
hacer su vida un poquito más fácil, más llevadera.
Tuve la suerte de elegir una carrera
que me gusta. Tuve la suerte de emplear mis años jóvenes y llenos
de energía en trabajar con menores. Ahora tengo la suerte de tener
entre manos un proyecto estupendo y de haber recuperado la fe en mí
misma.