miércoles, 29 de noviembre de 2017

Menores y mayores

Cuando trabajaba en el centro de menores había tres chavales que llegaron en una situación social bastante mala por diversas circunstancias. Uno era marroquí, venido en los bajos de un camión, sin familia, ni recursos, ni hablar ni patata de español. Otro era español, con inteligencia límite y una pequeña discapacidad física, que había sufrido un acoso brutal en el instituto. Otro era colombiano, con una familia desestructurada y ciertas carencias que no vienen al caso. Por alguna razón, los tres hicieron buenas migas. Era gracioso verles, teniendo conversaciones, cada uno en su idioma y con sus maneras, entendiéndose a pesar de los obstáculos. Se reunían en el rato de descanso, compartían sus almuerzos y hablaban y se reían. Siempre nos preguntamos de qué.
Ahora, en el centro de mayores, hay mucha gente que habla el mismo idioma (supuestamente) y que ni por esas se entiende. Hoy uno con alzheimer y otro con una degeneración cognitiva grave de origen semidesconocido se han peleado. Por suerte ninguno iba armado con bastón, sólo se han insultado, vociferado y poco más.
Durante los años que he estado en paro, ha habido muchos momentos en los que he renegado de mi carrera. Ojalá hubiera estudiado otra cosa. Ojalá hubiera hecho caso a mi padre y fuera economista o abogada y al menos podría ganarme la vida aunque fuera con un trabajo que no me gustara. Creí, porque de verdad lo creí, que no volvería a trabajar de lo mío. A veces hasta llegué a creer que no volvería a trabajar de nada. Ahora se me duplica el trabajo y cada día doy gracias por la oportunidad que me ha llovido del cielo. Porque me sigue gustando ser trabajadora social. Me sigue gustando lo que hago. Y lo sigo haciendo bien.
Trabajar con menores era adrenalina pura. Era ir cada día a ver qué te encontrabas. Era reírte a carcajadas el día que estaban de buenas y llevarte hostias el día que estaban de malas. Era verte en medio de pandilleros, de bandas, de peleas, de drogas y de amoríos. Era luchar por dar un futuro a gente sin apenas pasado y que no creía en el presente.
Trabajar con mayores es mantener la rutina, repetir las cosas veinte veces, luchar contigo mismo para no sentir pena. Es esforzarte por dar un buen presente a gente a quien no le queda apenas futuro y que a menudo, no se acuerda del pasado.
Y sin embargo, hay cosas que se parecen. Tienes que tener cuidado de que no se escapen. Conocer las debilidades y las manías de cada uno. Saber cómo tratarles, quién busca cariño y con quién hay que tener mano dura. Asegurarte de que hagan las cosas bien. Que no se descarrilen, que no se enfaden, que no se salten las normas y haga cada uno lo que le da la gana. Al fin y al cabo, la magia de este trabajo es tratar con personas, tratar de hacer su vida un poquito más fácil, más llevadera.


Tuve la suerte de elegir una carrera que me gusta. Tuve la suerte de emplear mis años jóvenes y llenos de energía en trabajar con menores. Ahora tengo la suerte de tener entre manos un proyecto estupendo y de haber recuperado la fe en mí misma.  

domingo, 19 de noviembre de 2017

Doble o nada.

Los que me llevan leyendo desde hace tiempo saben que he pasado unos años en el paro. Lo he pasado mal, he tenido que pedir ayuda a mis padres, dar clases particulares y demás artimañas para intentar sobrevivir sin tener nunca ni un duro.
De repente, sin que yo hiciera nada diferente, este verano me empezaron a llover ofertas de trabajo. Yo estaba buscando, sí. Pero exactamente igual que hace tres años, así que no sé qué es lo que cambió. El caso es que me permití el lujo de rechazar algunos. Incluso de decir que no antes de la entrevista cuando lo que me ofrecían no me interesaba en absoluto.
Hice una entrevista para un trabajo que desde el primer momento me hizo una ilusión enorme. Digamos que es de lo mejorcito a lo que puedes acceder teniendo mi carrera y sin hacer oposiciones. El único problema es que en principio, no me llamaron. No me importó más de lo normal porque estaba en mi otro trabajo, yendo por las tardes y tan a gusto.
Y así he pasado los últimos seis meses. Trabajando por las tardes, con unas compañeras más que estupendas, con un trabajo agradable, un horario relativamente cómodo, un sueldo muy pequeño pero que me daba para cubrir gastos haciendo algún sacrificio y unas condiciones en general buenas. Incluso nos renovaron contrato por mucho más tiempo del que esperábamos.
Y entonces, cuando estaba casi conforme con tener este trabajo por mucho tiempo y con la única esperanza de algún día aumentar horas o ascender un poco, me llamaron de ese trabajo que yo quería. Ese de la entrevista en junio que no me llamaron. Me explicaron que la puesta en marcha del servicio se había retrasado por el verano, pero que ya se iba a empezar y que me querían a mí.
La verdad, fui a la entrevista con la idea de exigir tantas cosas que me mandaran a la mierda. Yo tenía mi trabajo y mi comodidad. Pero me dijeron que sí a todo. Y me ofrecieron más cosas. Me dijeron que me querían a mí y que qué tenían que hacer para conseguirme.
Y me vendí. Como una mercenaria. Y a mucha honra, oiga.
El caso es que entre mis condiciones, una de ellas fue que no iba a dejar mi otro trabajo de por las tardes hasta diciembre, así que empezaría trabajando pocas horas. Me dijeron que sí. Y con horario flexible. Sí. Y a veces desde casa. Sí. Y además me darían un ordenador. Sí. Y un móvil. Sí. Y una funda para el ordenador. Sí. Y un mono. Y un amiguito para el mono. Bueno, no, eso ya no.
Total, que después de años de mendigar por un trabajo de lo que fuera, ahora tengo dos de lo mío y lo que mendigo son horas de sueño, de descanso, de poder comer sentada, de poder ducharme sin mirar el reloj, de poder ver mis series y escribir mis mierdas. Por eso apenas paso por vuestros blog, ni comento, ni hago nada. Apenas escribo aquí. Porque literalmente, no tengo tiempo. Y lo siento, pero estoy contenta. Necesitaba este chute de emoción, de empezar de cero, de sentirme útil y valorada. De acordarme que soy una buena profesional, que soy resolutiva y decidida y que aprendo rápido y que lo hago bien. Necesitaba sentirme algo más que la que friega y cocina.


Total, que no dejo el blog, ni siquiera digo que me tomo un tiempo, porque trataré de publicar de vez en cuando y desde luego, el resumen del año y tal, que va a dar para bastante. Pero perdonadme las ausencias. Volveré. Como Terminator. O como lo que sea. Pero volveré a tener vida y tiempo y el blog volverá a ser una de las cosas en las que gastaré mi tiempo libre tan feliz. De verdad.

lunes, 6 de noviembre de 2017

Un reto de bigotes, un carro robado... y una mierda.

La semana pasada fue... larga. El miércoles salí de trabajar y me fui a tomar algo con Álter y unos cuantos amigos de los gatos para celebrar Halloween. Nos dieron unas máscaras muy chulas y colaboramos en un proyecto para recaudar comidita para gatos que lo necesitan. Aún estáis a tiempo de echar una pata, mirad el Blog de una madre desesperada que explica muy bien el #Retodebigotes.
El jueves fue fiesta y me fui a pasar el día con mi familia casa de los yayos, lo que está muy bien, pero es más cansado de lo que parece. El viernes fui por ahí arrastrándome como pude y el sábado me tocó trabajar.
Digamos que cuando por fin salí a las 8 de la tarde y me subí en el coche (los sábados me lo puedo llevar al trabajo) lo único que quería era llegar a casa, hacerme una sopa de sobre y dejarme morir en el sofá hasta el día siguiente.
Obviamente, no ocurrió así.
Primero, como hemos cambiado de oficina, que maldita la hora del cambio, salí por una calle que no conocía, hice mal un desvío y terminé en la carretera de Zaragoza. Que a ver, que igual es muy bonita Zaragoza, pero no me apetecía lo más mínimo irme allí a ver a la Pilarica y cantarme unas jotas. Que yo quería volver a mi casa. Di un par de vueltas, me metí por un polígono industrial que daba un poco de yuyu y al fin, conseguí ponerme en la dirección correcta de la M30.
Llegué a mi barrio más tarde y más cansada de lo que esperaba, pero me fui al mercamoñas porque mi frigorífico parecía haber sido asediado por Atila y los Hunos más hambrientos. Compré ante la mirada de los cajeros y reponedores, que te juzgan por llegar cuando están a punto de cerrar. Y no me gusta hacerlo, pero mira, he tenido que trabajar, me he ido a dar una vuelta por Zaragoza, que me pillaba de paso y no he podido llegar antes.
A todo esto, me intentaron robar el carro. Así, tal cual. Cogí mi carro, lo tenía al lado mientras cogía unas patatas y antes de que me diera tiempo a ir a pesarlas y ponerles la pegatina, veo una tía que coge mi carro y empieza a andar. Me quedé tan atónita que tardé unos segundos en decirle:

  • Perdona, ese carro es mío.

La tía seguía andando con mi carro y la tuve que sujetar agarrando el carro de un lateral.

  • Te he dicho que el carro es mío.
  • ¿Ah, sí? Pues estaba ahí solo.
  • No, es mío, estaba cogiendo patatas justo al lado.
  • Pero es que estaba solo y vacío.
  • Ya, porque acabo de llegar, pero es mío.
  • Bueno, pero...
  • Mira, los carros vacíos están fuera y tienes que poner una moneda. Los de aquí dentro los ha cogido alguien CON SU PROPIA MONEDA.

Y me di la vuelta con mi carro y mis patatas. No sé si era despiste o sólo un poco de mala idea, pero a esas alturas estaba yo para pocas bromas. Así que terminé la compra, cargué el coche y me fui a casa. Sólo tuve que dar unas veinte vueltas para aparcar, haciendo una especie de rally con el vecino detrás en su propio coche, ya que éramos dos y en caso de haber sitio, iba a ser uno. Una competición muy absurda, calle arriba calle abajo con las patatas rodando por el maletero y mirándonos mal por el retrovisor. Al final gané yo y aparqué en una calle que se había quedado sólo con la mitad de las farolas. Cogí mis bolsas, las llaves, el megabolso del curro, las llaves del coche y me fui acelerando el paso y sin ver un carajo.
Cuando conseguí meterme en el ascensor e iba a pulsar el botón de mi planta, abre el portal el vecino. “Te he ganado por un cuerpo, chaval”, pensé un poco maliciosamente. Le di al botón de mantener la puerta abierta porque me han enseñado una cosa muy antigua y poco valorada hoy en día que se llama educación. Y entonces, el muy anormal, me dice “nonono... yo subo ya andando...” y echa a correr escaleras arriba. Mira, hay que ser gilipollas. Como estaba muy cansada, cargada de bolsas y harta del día, le dije “Pues tú mismo, chico”. Y cerré la puerta y pulsé mi piso.
Entonces empezó a ocurrir. Un olor raro, malo, horrible. Pensé que otra vez alguien habría bajado basura chorreando. O los niños del segundo, que son unos guarros. O... estaría debajo de mi puto pie porque había pisado la mierda más apestosa de la historia de las mierdas apestosas.
Por un momento me alegré de que mis vecinos huyan de mí. Luego lo pensé. Qué pena, con lo que hubiera disfrutado viendo su cara al olerlo.
Total, llegué a casa tardísimo, descalza, con las botas apestosas en la mano, las bolsas colgando del hombro que amenazaba con salirse del sitio, despelujada y a punto de echarme a llorar.
Menos mal que me estaban esperando mis gatos y una taza de sopa de sobre.

Espero que esta semana no se haga tan larga o que al menos no haya ninguna mierda. Literalmente.