lunes, 28 de noviembre de 2022

Apaleada

 La serie “Cómo conocí a vuestra madre” me genera sentimientos enfrentados. Tiene capítulos con los que me he reído muchísimo y alguno con el que me he cabreado bastante, creo que las primeras temporadas son una delicia y creo que el final es terrible. Pero sobre todo, hay un capítulo que me ha hecho llorar del dolor más profundo y desgarrador del mundo, el que viene de tu peor temor, de las heridas que te causa ese demonio interno que te repite detrás de la oreja que lo que tú eres no está bien.

Todos tenemos uno de esos. Un demonio pequeño (o grande, según el día) que te dice cosas horribles sobre ti misma. Y como lleva ahí toda la vida, como te conoce perfectamente porque es parte de ti, le crees. A veces, demasiado.

A mí, entre otras cosas, mi demonio me susurra que mi carácter espantará a todo el mundo, que nadie llegará a conocerme, a quererme y a saber que tengo un lado tierno, que me lo mereceré por ser como soy. Me lo dice mientras sus garras diminutas se me clavan en la nuca y me hacen dudar.


El capítulo de Cómo conocí a la madre que te parió es uno en el que Ted sale con una chica tonta y aniñada, absurda y dependiente. Y Robin se lamenta y él le dice que cuando estaba con ella, nunca se sentía necesitado. Que siempre se defendía sola y que ante cualquier cosa se ponía por delante sin dudar y decía “deja, yo me encargo”. Y ella se tambalea. Joder, igual es verdad. Igual soy demasiado dura, demasiado independiente. Demasiado bruta. Igual por eso no me quieren. Y llorando va a buscar a Barney. Le pregunta si cuando estaban juntos alguna vez sintió que ella no le necesitaba. Y él le dice algo como “no, claro que no. No me necesitabas porque eres una mujer fuerte e independiente y eso es lo que te hacía maravillosa”. Y ella se echa a llorar y yo me siento rota en mil pedazos afilados que me desagarran las entrañas. Porque yo soy Robin. Yo soy fuerte e independiente, yo soy el “aparta que yo me encargo”. Yo soy la que no llora. La que contesta con cabreo cuando a lo mejor solamente está asustada. La que dice siempre, bajo cualquier circunstancia, que está bien. Y otro día que tenga más fuerzas nos metemos en el barro de por qué las mujeres tenemos siempre las de perder, si somos demasiado fuertes o demasiado blanditas. Porque hagamos lo que hagamos, recibimos hostias hasta en cielo de la boca. Pero mira, hoy no me siento con ánimos de escribir una perorata sobre por qué deberíamos abolir el patriarcado. Que lo aboliría igualmente, pero no hay ganas de abrir ese melón ahora.

Y claro, volviendo a lo mínimo y cotidiano, a mí misma y mis circunstancias, entiendo que la gente no es adivina. Que si yo no digo lo que quiero o lo que siento, no pueden saberlo. Pero también hay que rascar un poquito más la superficie. Hay que leer un poquito entre líneas. Hay que saber que la portada no describe el libro. Que la fachada recién pintada puede tapar un edificio en ruinas. Que las espinas pueden proteger un cuerpecito débil. Hay que dar, al menos, el margen de duda por si hay algo más que la primera impresión.


Desde que encontré al Dorniense el demonio cabrón de detrás de mi oreja se hizo más pequeño. Porque por primera vez en mi vida un hombre me quiso de verdad por quien soy. No se ha quejado jamás de mi mal carácter, no me ha acusado jamás de ser demasiado libre, demasiado fuerte, demasiado decidida. Al contrario. Siempre me ha dado alas, me ha animado, me ha dejado crecer, me ha apoyado con su silenciosa firmeza. Siempre ha visto en mí una dulzura que yo sigo sin ser capaz de encontrar en mí misma. Siempre ha encontrado cosas buenas en mí aun cuando nadie más las ha visto nunca. Por eso sólo con él puedo permitirme ser quien soy, con las espinas y con la piel en carne viva. Con las dos caras de ese erizo extraño que soy.

Pero no todo el mundo lo ve. Y hay días, en lo que me llueven palos porque total, a Naar no le duelen. Naar no llora, Naar no se lamenta, Naar no monta el numerito, Naar no se rinde. A Naar se le puede dar caña que total, ella va a seguir bien. Y mantengo el tipo, claro. Una vez más. Pero luego llego a casa. Y estoy agotada, magullada y harta. Y sólo me queda refugiarme en mis gatos, en mi dorniense, ponerme mi medio huevo calimero en la cabeza y venir a quejarme. Creo recordar, que para estos casos se tenía un blog.

miércoles, 23 de noviembre de 2022

Botón de autodestrucción

 Hay veces que me enfrasco tanto en mis propios pensamientos que dejo de escuchar todo lo que me rodea. Tengo una capacidad de abstracción que puede ser muy buena o muy mala, según el caso. Cuando tengo que estudiar o estoy concentrada en algo importante es fantástico porque no me molesta el ruido del ambiente. Cuando mi cerebro irse de vacaciones a un lugar que le resulta más interesante pero mi cuerpo debe estar atento a cosas como conducir o trabajar, pues ya no está tan bien.

Ayer por ejemplo volvía conduciendo de un lugar donde no debía haber aparcado. Y no puse la radio del coche porque mi cerebro estaba cantando a todo volumen “Poison” de Alice Cooper, tan alto que no fui consciente de que la música salía de mi cabeza y no de los altavoces. No sé cómo llegué a casa, no soy consciente en absoluto del camino, los semáforos o los cruces. Pero sé que en algún momento empezó a diluviar, tuve que poner los limpias y entonces, sólo entonces, me di cuenta de que no hacía falta subir el volumen de la radio porque estaba apagada. Sin embargo, la voz del señor Cooper seguía clarísima a mi alrededor repitiéndome que el veneno corre por mis venas. Y me pareció bien. Era mejor eso que procesar otras cosas.

Al menos no me dio por cantar al Puma. Aún recuerdo esa época en la que casi me realizo una lobotomía casera con el taladro. A esto me refiero con que mi cerebro puede hacer las cosas muy bien o muy mal, sin termino medio. Puede elegir mis canciones favoritas cuando más las necesito o puede martirizarme con la numeración día tras día sin motivo alguno. Puede darme rachas de felicidad absoluta, de paz, de tranquilidad y de sentirme llena y que un día me despierte y de pronto decida dinamitarlo todo porque sí. De verdad no sé qué afán tengo con pulsar el botón de autodestrucción absoluta cuando menos lo necesito.

En la última semana ha habido dos personas queme han dicho que no me va la vida sencilla, que me gusta complicarme y jugar con los limites. Que me gusta rozar el fuego y ver cuánto puedo acercarme sin llegar a quemarme o quemarme sólo un poquito pero sin terminar en el hospital. Y joder, es cierto. Llevo toda la vida tratando de encontrar el equilibrio. Buscando personas, lugares y cosas que me den estabilidad, seguridad y calma. Y lo busco sabiendo que un día voy a decidir que eso me aburre y que voy a hacerlo saltar por los aires. Soy imbécil, ya lo sé.


Obviamente estoy en una racha de mierda. La única constante real en mi vida es Ron. Y no puedo creer que tenga que despedirme de él más pronto que tarde. No sé cómo voy a llenar el vacío gigantesco que va a dejar en mi vida. No sé qué haré con todo el tiempo, la atención, el amor y el cuidado que le dedico a él. No lo sé. En otras épocas me habría dado a la fiesta, el sexo y el rock and roll. O hubiese hibernado en mi casa mirando al vacío hasta el amanecer, comiendo roñidonetes y cantando rancheras. O hubiese tratado de hacer algo estúpido. Me marco objetivos muy absurdos cuando estoy mal, así que podría haber sido cualquier puta cosa estrafalaria y posiblemente, dañina. Ahora supongo que sólo me queda lo de cantar mentalmente eligiendo cuidosamente canciones que no incluyan pavoreales porque soy más madura. O simplemente más vieja y estoy más cansada. O porque tengo menos tiempo. O porque tengo un dorniense que a veces me mira con infinita paciencia, como si estuviera harto de ver cómo me hostio contra absurdos, sin reprocharme nada nunca. Pero me cuesta. Y aunque por ahora Ron está bastante bien y cada día lo tomo como un auténtico regalo, no dejo de tener un dolor constante en el pecho que me impide respirar con normalidad. Y para acallar eso, para poder tener una vida “normal”, para poder seguir yendo a trabajar, salir, comprar, hablar con otras personas, y no pasar los días llorando en posición fetal, lo único que hago es una especie de huida hacia delante a la desesperada. No pienso, no siento y no padezco. No paro ni un momento a escucharme. Voy, como en épocas antiguas, arrasando con lo que se pone delante sin pensar en consecuencias y tratando de coger aire mientras siento como una mano cruel se cierra alrededor de mi pecho y me roba el aliento en cuanto bajo la guardia un instante.


Seguramente no esté haciendo nada por mejorar las cosas para conmigo misma. Seguramente lo esté empeorando todo. Seguramente. Pero al menos las canciones de mi cabeza me gustan.

miércoles, 16 de noviembre de 2022

Tiro bajo

 Hace poco leí un artículo que decía que volvía la moda de los pantalones de tiro bajo. Apenas seguí leyendo porque no me interesaba saber si los gurús de la moda estaban de acuerdo o no. Salí corriendo a bajar del altillo del armario la caja de la ropa que ya no me pongo pero tengo esperanza de volver a ponerme. Y ahí estaban mis amados pantalones del dosmilypoco. Ah, qué años aquellos.

La verdad es que tiré algunos. Los que tenían los bajos tan corroídos de arrastrarlos por el suelo que daban pena. Porque eso es cierto, muy higiénico no era el asunto. Ni muy cómodo cuando llovía, que ibas recogiendo agua hasta que te llegaba a la rodilla y cada pata pesaba un quintal. Sin contar con lo de enseñar la raja del culo a la mínima, tener que llevar bragas minúsculas, coger frío en los riñones y tener que depilarte el pubis porque, queridas, los pantalones de tiro bajo REAL, son los que te tapan lo justo o incluso menos. Que ahora ves en la tienda el cartelito de tiro bajo y sólo significa que se abrochan debajo del ombligo. Y no. Vale que es un avance tras años de pantalones a que llegan a los sobacos, pero no es eso lo que estoy buscando. Yo quiero volver de nuevo al 2003, cumplir 20, ponerme mis pantalones que apenas me tapan los pelos del coño y dedicarme a zanganear en ciudad universitaria. Cualquier otra cosa no me vale.

Y es que empiezo a pensar que hay algo en la moda que es una cuestión de nostalgia. Nos gustan cosas que nos traen buenos recuerdos. Y la ropa que te pusiste a los 20 y con la que te divertiste tanto parece más bonita cuando la recuerdas de lo que era en realidad. Creo que la memoria nos traiciona y nos hace recordar las cosas como le da la gana a ella. Quizás, sólo quizás, aquel garito no molaba tanto, aquellos pantalones no te quedaban tan bien, aquella música no era mejor y aquel chico no era tan guapo.

Pero qué más da. Hace un par de días alguien me dijo que importaba más el relato que la historia en sí. Y creo que para este caso se aplica que vale más el sentimiento que guardas que la realidad objetiva del asunto. Tener las cosas idealizadas es bueno siempre que no pierdas la perspectiva. Decirse a uno mismo, sé que lo tengo idealizado y aun así me encanta. Porque esos veranos de cuando éramos niños seguramente no fueran más cálidos, más luminosos y más largos. Esos programas de televisión no fueran mejores que los de ahora. Ese amor loco no fuera tan intenso. Y puede que esos pantalones de campana y de tiro bajo no te sentaran tan bien. Pero oye, qué bonito el recuerdo. Y qué sonrisa nos ofrece acordarnos cuando las nubes grises se ciernen sobre nuestras cabezas adultas. Quizás con eso ya valga la pena.

Llevo unos días con el cerebro pegajoso. Como si se me hubiera mezclado con cemento y las ideas tuvieran que luchar por salir, haciendo un gran esfuerzo por moverse. Saber que me tengo que despedir de Ron, el trabajo, el día a día y los recuerdos inoportunos no me lo ponen fácil cuando se mezclan con mis hormonas, mis desajustes y mi habitual falta de sueño. Y en estos momentos raros, en los que ni los pantalones de tiro bajo consiguen que me sienta mejor, los recuerdos felices son algo a lo que agarrarme. Me refugio mucho en los recuerdos de la yaya. En anécdotas tontas de cuando Ron era cachorro. En historias bobas de mis amigos los satánicos. En instantes a escondidas que son sólo míos porque quizás nunca se los he contado a nadie. Y me ayuda. Me devuelve la perspectiva. La idea que llevo tatuada y aun así a veces se me olvida: que esto también pasará. Que las cosas buenas hay que aprovecharlas y llenarse las manos y el corazón con ellas porque no serán eternas. Que las malas hay que aguantarlas como un chaparrón inoportuno porque nunca choveu que non escapara. Y que a veces, las buenas nos sirven de paraguas para afrontar un poco mejor la tormenta.

Tengo muchas cosas buenas en mi vida. Muchas. Y lo sé, soy consciente de ellas. Por eso, a pesar de todo, soy capaz de encararme con los momentos feos. El apoyo del dorniense, su estar a mi lado, su amor incondicional, su mera existencia. Ron y Maya y todo lo que me han dado y me dan cada día. Mis padres. Mis amigos. Mis recuerdos, las cosas que yo misma he construido. Todo me sirve para encontrar fuerzas y seguir adelante.

 Y que aún puedo ponerme los pantalones de hace veinte años y que me la sople muchísimo si realmente se llevan o no, eso también hace.