La serie “Cómo conocí a vuestra madre” me genera sentimientos enfrentados. Tiene capítulos con los que me he reído muchísimo y alguno con el que me he cabreado bastante, creo que las primeras temporadas son una delicia y creo que el final es terrible. Pero sobre todo, hay un capítulo que me ha hecho llorar del dolor más profundo y desgarrador del mundo, el que viene de tu peor temor, de las heridas que te causa ese demonio interno que te repite detrás de la oreja que lo que tú eres no está bien.
Todos tenemos uno de esos. Un demonio pequeño (o grande, según el día) que te dice cosas horribles sobre ti misma. Y como lleva ahí toda la vida, como te conoce perfectamente porque es parte de ti, le crees. A veces, demasiado.
A mí, entre otras cosas, mi demonio me susurra que mi carácter espantará a todo el mundo, que nadie llegará a conocerme, a quererme y a saber que tengo un lado tierno, que me lo mereceré por ser como soy. Me lo dice mientras sus garras diminutas se me clavan en la nuca y me hacen dudar.
El capítulo de Cómo conocí a la madre que te parió es uno en el que Ted sale con una chica tonta y aniñada, absurda y dependiente. Y Robin se lamenta y él le dice que cuando estaba con ella, nunca se sentía necesitado. Que siempre se defendía sola y que ante cualquier cosa se ponía por delante sin dudar y decía “deja, yo me encargo”. Y ella se tambalea. Joder, igual es verdad. Igual soy demasiado dura, demasiado independiente. Demasiado bruta. Igual por eso no me quieren. Y llorando va a buscar a Barney. Le pregunta si cuando estaban juntos alguna vez sintió que ella no le necesitaba. Y él le dice algo como “no, claro que no. No me necesitabas porque eres una mujer fuerte e independiente y eso es lo que te hacía maravillosa”. Y ella se echa a llorar y yo me siento rota en mil pedazos afilados que me desagarran las entrañas. Porque yo soy Robin. Yo soy fuerte e independiente, yo soy el “aparta que yo me encargo”. Yo soy la que no llora. La que contesta con cabreo cuando a lo mejor solamente está asustada. La que dice siempre, bajo cualquier circunstancia, que está bien. Y otro día que tenga más fuerzas nos metemos en el barro de por qué las mujeres tenemos siempre las de perder, si somos demasiado fuertes o demasiado blanditas. Porque hagamos lo que hagamos, recibimos hostias hasta en cielo de la boca. Pero mira, hoy no me siento con ánimos de escribir una perorata sobre por qué deberíamos abolir el patriarcado. Que lo aboliría igualmente, pero no hay ganas de abrir ese melón ahora.
Y claro, volviendo a lo mínimo y cotidiano, a mí misma y mis circunstancias, entiendo que la gente no es adivina. Que si yo no digo lo que quiero o lo que siento, no pueden saberlo. Pero también hay que rascar un poquito más la superficie. Hay que leer un poquito entre líneas. Hay que saber que la portada no describe el libro. Que la fachada recién pintada puede tapar un edificio en ruinas. Que las espinas pueden proteger un cuerpecito débil. Hay que dar, al menos, el margen de duda por si hay algo más que la primera impresión.
Desde que encontré al Dorniense el demonio cabrón de detrás de mi oreja se hizo más pequeño. Porque por primera vez en mi vida un hombre me quiso de verdad por quien soy. No se ha quejado jamás de mi mal carácter, no me ha acusado jamás de ser demasiado libre, demasiado fuerte, demasiado decidida. Al contrario. Siempre me ha dado alas, me ha animado, me ha dejado crecer, me ha apoyado con su silenciosa firmeza. Siempre ha visto en mí una dulzura que yo sigo sin ser capaz de encontrar en mí misma. Siempre ha encontrado cosas buenas en mí aun cuando nadie más las ha visto nunca. Por eso sólo con él puedo permitirme ser quien soy, con las espinas y con la piel en carne viva. Con las dos caras de ese erizo extraño que soy.
Pero no todo el mundo lo ve. Y hay días, en lo que me llueven palos porque total, a Naar no le duelen. Naar no llora, Naar no se lamenta, Naar no monta el numerito, Naar no se rinde. A Naar se le puede dar caña que total, ella va a seguir bien. Y mantengo el tipo, claro. Una vez más. Pero luego llego a casa. Y estoy agotada, magullada y harta. Y sólo me queda refugiarme en mis gatos, en mi dorniense, ponerme mi medio huevo calimero en la cabeza y venir a quejarme. Creo recordar, que para estos casos se tenía un blog.