Apenas un par de semanas o tres antes
de morir, mi bisabuela me mandó a casa a estudiar cuando fui a verla
al hospital. Era junio y yo estaba en la carrera... y ella lo sabía
porque estaba completamente lúcida. Así que entré en la habitación
y me dijo “¿qué haces aquí? Vete a casa que estás de exámenes.”
Y se quedó tan ancha. Lo último que le dije era que la quería
mucho. Me sonrió por debajo de la goma del oxígeno y me dijo que
ella a mí también. 97 años largos tenía. Yo acababa de cumplir
20. Y aunque me dolió su pérdida en el alma, era demasiado joven,
demasiado egoísta, demasiado estúpida para entender de verdad y en
profundidad cuánto se me iba con ella. Aún hoy, 16 años después
la echo de menos.
La hermana de mi bisabuela murió con
106 años. Se durmió un día y no se despertó, sin más. Esa misma
noche le dijo a su hija con la que vivía “hija de verdad... una
tortilla francesa y un yogur, a cualquier cosa le llamas tú cenar”.
Para colmo, un año antes había tenido un tataranieto. Cuando se lo
enseñaron y lo cogió en brazos dijo “Yo lo que siento es que a
este pequeño no le veré casar”. Tócate los cojones. No dijo el
bautizo o la comunión si quiera. No. Casar. Que la buena señora
pretendía vivir mil años, supongo.
En la familia de mi madre nadie quiere
morirse nunca. ¿Sabéis eso que dicen a veces los viejos de “a ver
si me muero ya” o “yo ya no tengo nada que hacer en el mundo” o
cosas así? Bueno, pues por aquí no se estila. Aquí se vive hasta
que se puede, dándolo todo hasta el último día, con planes y
esperanzas hasta el último aliento. Con ganas de vivir siempre.
Por eso me entristece tanto, tantísimo,
que mi yaya tenga cáncer. Un cáncer de ovarios avanzado contra el
que ya no podemos hacer nada. Iría y daría de hostias a su doctora
de cabecera, que lleva tres años, tres putos años, ignorando las
infecciones de orina y molestias genitales constantes, recetando
antibióticos todos los meses y diciendo que eso son cosas de la
edad. Le daría de hostias hasta que retrocediera en el tiempo y
mostrara un poco más de interés en sus pacientes. Que para ella es
una más, quizás una pesada que va todos los meses con el mismo
rollo, pero para mí es mi yaya. Y me han quitado diez años de vida
más que esperaba pasar con ella.
De momento ella no lo sabe. Sabe que
tiene un bulto y que le están haciendo algunas pruebas. Pero está
bien, está normal. Está en su casa haciendo su vida con mi yayo.
Está ojeando su periódico todos los días, viendo su fútbol,
leyendo sus libros, cosiendo, haciendo punto, pasando a limpio sus
apuntes de historia. Está como siempre. Más delgada, un poco
desganada con la comida, quizás algo cansada. Pero con su ánimo, su
sentido del humor, sus ganas de aprender, de saber más, de conocer
cosas nuevas. Sigue, como al parecer está en la genética de mi
familia, queriendo vivir. 87 años no han sido suficientes, ni de
lejos. Sigue teniendo demasiado que hacer.
Y yo me muero de pena. Llevo tres días
que no puedo dejar de llorar. Porque pierdo a mi yaya y no sé cuánto
tiempo me queda de estar con ella. Porque la pierdo y me pregunto si
sabré o podré decirle todas las cosas que tengo pendientes. Si
sabrá cuánto me ha enseñado, cuánto me deja, cuánto voy a tener
de ella toda la vida. Si podré hacerle saber cuánto la quiero y
cuánto la voy a echar de menos. Si podré decirle lo afortunada que
soy de haberla tenido tanto tiempo aunque no me parezca suficiente.
Si entenderá que mi vida es mucho mejor por haberla tenido a ella
como yaya. Y me pregunto qué haré cuando ya no esté. Nunca lo
había tenido que pensar en serio. Y no sé. No sé qué haré las
tardes si no puedo llamarla. No sé quién me hará tortillas de
patata o croquetas. No sé quién me cogerá el bajo de los
pantalones. Quién me enseñará a hacer tipos de punto nuevos para
tejer en invierno. No sé quién me dará consejos y me escuchará
las chorradas que le cuento a ella. No sé con quién hablaré de
libros, de música, de museos y de cuadros. Quién me contará
historias de Madrid o de la familia o de tantas cosas que ella sabe.
No sé quién me preguntará por mis gatitos y me dirá que San
Francisco los protege. No sé.
Sé que aún tengo algún tiempo con
ella. No mucho. Quizás unos meses. Demasiado poco. Y muy tristes
aunque no se lo demuestre. Lo aprovecharé, pero sufriré cada día
sabiendo que es uno menos. Y sólo le pido a Dios que siga así, que
no sufra, que no tenga dolores. Y que cuando suba al cielo, porque le
van a abrir las puertas de par en par, que le pongan un ordenador
para leerme. Porque sé que lo hará, que va a seguir aprendiendo,
investigando, siendo inteligente, curiosa y culta. Sé que seguirá
queriendo estar al día y manejando internet y todo lo nuevo que
salga. Así que podrá meterse en el blog que no le dejé leer desde
la Tierra y se lo comerá entero. El mío y todo lo que pille.
Aprovechará el resto de la eternidad para estudiar, lo tengo
clarísimo.
Sé que va a estar conmigo siempre, de
un modo o de otro. Pero de forma egoísta no puedo evitar pedir que
se quede aquí, en su casa y en la vida todo el tiempo que sea
posible. Porque sin ella el mundo va a ser un lugar un poco peor.
P.D. Cierro los comentarios para este
post porque no soy capaz de gestionar lo que se me dice al respecto,
aún no. Me ha costado una hora de llorera incontrolada escribir este
post y no puedo hurgarme más en la herida. De hecho, me paso el día
ocupada en otras cosas y tratando de distraerme para no volverme
loca. Sé que me mandáis ánimos y abrazos y los agradezco de todo
corazón.