jueves, 18 de mayo de 2023

Vacaciones en Villa Ansiedad

 Hoy se han acabado mis primeras vacaciones del año y tengo la sensación de no haberme movido apenas del sofá. No me he encontrado con ánimo ni con fuerzas ni con nada. Yo qué sé. De vez en cuando vienen los demonios a cobrar sus cuentas y yo soy pésima pagadora porque me paso la vida en huida hacia delante.

Ron sigue aquí conmigo, apoyado en mi cadera mientras escribo, gordo y feliz. Es lo bueno de ser gato, te importa una mierda el futuro, te atormenta una mierda el pasado y la mayor parte de las palabras significan una mierda para ti. Así que mientras su enfermedad me pasa factura a mí, a él se la viene sudando bastante. Sé que estamos en una cuenta atrás, pero mientras él se encuentre bien, pues seguiremos adelante y le diremos a la muerte “not today”. Y esperaremos un día más de regalo.

Pero el caso es que yo no estoy muy bien. Las hormonas empiezan a pasarme factura también y eso sumado a los nervios, el estrés, la ansiedad por lo de Ron y por más cosillas que no vienen al caso, pues... mal. Y hoy mientras conducía dando una vuelta bastante tonta para ir a comprar comida a Ron, lo pensaba. La gente “normal” (si es que existe eso) se suele dar cuenta de que está mal porque se siente triste o irritable o algo. Yo no. Yo me doy cuenta porque lo primero que hago es empezar a pensar demasiado mucho bastante con frecuencia a veces en el dueño de mis sábanas. Maldita la hora que le puse ese nombre. Debería explicar también la teoría de mi querida Antoña y admitir que el nombre es parte de su atractivo sexy porque la palabra sábanas es como muy sensual y erótica, se desliza por la lengua y se enreda sola en los pensamientos. Quizás debería evolucionar al dueño de mis tapetes de ganchillo y así la cosa bajaría de grados. En cualquier caso, decía que me da por pensar en él. ¿Y por qué? Pues porque es como una válvula de escape. Él no tiene nada que ver con nadie más de mi vida. No está relacionado con mi día a día, con mi rutina, con mi mundo real. Estar con él un rato es... desconectar de todo. A veces hasta de mí misma. Sobre todo de mí misma.

Por eso cuando estoy mal, incluso antes de darme cuenta, me da por pensar en él. Como un mecanismo de autodefensa. Como una alarma de “tía, desconecta un rato que se te está sobrecargando el sistema”. El problema es que luego no es tan buena solución ni es tan inocuo el asunto, pero eso es tema para otro día.

Esta mañana mientras conducía, como decía dando un rodeo bastante tonto por culpa de la verbena de San Isidro, he intentado pensar en las otras formas que tengo de encender la luz de alarma de que no estoy bien además de querer llamar al innombrable de la ropa de cama. Una de ellas es mirar páginas de potingues y maquillajes que no me compro, pero curioseo. Otra es leer de forma obsesiva como si el libro fuera un escudo ante el mundo y mientras estoy en en Prythian o en Mundodisco o en Atlantia no pudiera pasar nada malo en el estúpido Madrid porque já, yo estoy lejos y nadie puede verme. Es una reacción muy madura, lo sé. Quizás un dato interesante sea que en dos semanas de vacaciones me he releído por completo la saga de ACOTAR, además de cinco libros de Mundodisco, el último de Sarah MacLean y dos de Jennifer Armentrout que tenía por ahí.

También he llorado un poco a lo tonto, me he quedado en casa sin hacer nada, me he pasado las mañanas durmiendo y las horas enteras abrazada a Ron diciéndole cosas mientras él ronronea encantado de la vida de recibir montones de mimos y de comer todo lo que quiere.

Y he pensado muchas veces en una conversación que tuve hace un par de meses o tres con el dueño de mis fundas para los cojines en la que me dijo que podía ofrecerme “comprensión, empatía, inteligencia emocional y algo de experiencia” (sic). Luego añadió cosas que nos llevarían de nuevo a lo de las sábanas, así que nos vamos a quedar con lo primero. Y he pensado varias veces utilizarlo como si fuera un vale. Decirle “oye, tú, me debes un día de empatía y comprensión, dámelo que lo necesito.” Pero algo me dice que las cosas no funcionan exactamente así. De todos modos, no descarto nada si mi salud mental sigue tambaleándose y ni siquiera surte efecto mi famoso mantra “cálmate mongola que en realidad no te pasa nada”.


En cualquier caso mañana vuelvo a trabajar. A ver cómo gestiono el asunto de la ansiedad y la agorafobia después de dos semanas de no salir o no alejarme de casa más de lo necesario para ir a por el pan. Espero que me venga bien y me ayude a avanzar un poco. No sé hacia donde, pero avanzar.

Y recordadme también que si todo lo demás falla, puedo volver a escribir. Escribir mierdas sin sentido como esta, pero escribir. Que es lo que me ha salvado siempre y quizás pueda hacerlo una vez más.

martes, 17 de enero de 2023

Sobre el aborto

 

Bueno, como ya está escrito el primer post del año, ahora puedo meterme en el fango todo lo que me dé la real gana.

Había pensado, y tengo por ahí a medio escribir dentro de mi cabeza un post que habla de sábanas, del sonido que hacen las palabras y de Terry Prattchet, pero estoy cabreada con los que quieren “ofrecer” a las mujeres que quieran abortar la posibilidad de escuchar el latido y no sé qué hostias y se me ha cruzado el cable. Ese cable que anda suelto en mi cabeza y que al menor soplo de aire se mueve, toca con algo, hace cortocircuito y empiezan a saltar chispas. Pues ese.


El caso es que el año pasado en mayo yo me encontraba fatal. Como el 2022 ha sido un año un poco mierder y mi endometriosis, mis hormonas y mi cable suelto han estado peor que nunca, no le di mucha importancia. Pero por dios, qué mal cuerpo todo el puto día. Una noche incluso me desperté de madrugada con unas nauseas locas y ganas de vomitar lo que comí hace tres años. Yo, que no vomito nunca. Por las mañanas no me entraba ni el té. Qué asco todo, por dios. También me mareé una tarde en el centro y lo único que me parecía consolar era caminar con el aire de cara, así que me fui desde la glorieta de Bilbao hasta más abajo de Plaza de España andando. Y quería seguir hasta mi casa, pero el Dorniense no quiso y me metió a la fuerza en un uber, donde tuve que ir con la cabeza fuera de la ventanilla como los perretes para aliviar las nauseas.

Un día eché cuentas y no me salieron.

Tenía que haberme bajado la regla el día anterior y no es que no lo hubiera hecho, es que no tenía ni síntomas. Y me dije lo que cualquiera se diría en ese momento: ay, la hostia.

Esperé cuatro días más y la regla que no aparecía. Ni tenía pinta de que se la esperara. El Dorniense, que suele bromear con esas cosas, me miraba torvamente, y cuando alguien con los ojos tan oscuros y las pestañas tan largas y tan negras te mira así, te cagas por la pata abajo porque sabes que la cosa va en serio.

Así que al final, una mañana se me cruzó el cable ese suelto y bajé a la farmacia, compré un test de embarazo, subí, lo hice y pum, positivo. A la primera, en grande, en luminoso. Dos rayas rosas como las dos putas torres gemelas.

Para otra gente esto será una alegría, una buena noticia o el sueño de su vida. Para mí era una patada en el pecho. Yo no quiero tener hijos, no he querido nunca y jamás querré. El dorniense tampoco. Y ponemos medios para evitarlos, sólo que se ve que algo falló, o no pusimos toooodos los medios que debíamos poner o yo qué sé. Para colmo, un mes antes me dijeron en la consulta del ginecólogo que si pensaba tener hijos tenía que operarme sí o sí, porque con la bola de endometriosis que tengo en el intestino, si algo lo desplazara levemente o lo apretara, me causaría una obstrucción y un riesgo altísimo de irme al otro barrio. Así que se juntaba el no querer tener hijos con el no querer morirme y a la vez con no querer pasar por un trance tan espantoso.

Y me vi de repente sola en mi casa, con un palito de plástico rosa en la mano, teniendo que irme a trabajar en media hora, con mi vida yéndose a tomar por culo y con la sensación de que no había opción buena. Creedme si os digo que está entre los peores momentos de mi vida.


Le mandé un mensaje al Dorniense, me maquillé un poco y me fui a trabajar. Pedí cita para mi médico de cabecera y busqué cosas en internet. Curiosamente, de pronto instagram se llenó de sugerencias de bebés, de señoras muy contentas de estar preñadas por primera o por vigesimoséptima vez, de imágenes de ecografías y de mierdas que me sonaban extrañamente a campaña provida encubierta y que hicieron que no abriera la puta aplicación en una semana.


Mi médico de cabecera no sabía nada del procedimiento a seguir y me derivó a la trabajadora social a pesar de que le insistí en que no era eso lo que debía hacer. Lo mejor que me dijo es que era muy pronto y que no tuviera tanta prisa. No pareció entender que cada segundo en esa situación era una tortura psicológica. Me tuve que informar por mi cuenta, llamar a clínicas privadas concertadas con la comunidad de Madrid y pedir cita. A todo esto, sin poder hablar con nadie porque mi familia es religiosa y/o antiaborto. El Dorniense me apoyó como siempre, me dijo que hiciera lo que hiciera estaría a mi lado, trató de ayudarme... pero no entendía la mitad de lo que me pasaba ni de lo que le explicaba y yo me sentía sola igualmente.


Fueron unos días horribles. De verdad, horribles. Tenía clara mi decisión, nunca hubo opciones. Pero aun así me levantaba y me acostaba pensando en el tema. Me encontraba de puta pena y sabía por qué. Me sentía horriblemente triste y angustiada y sola y jodida.


Por suerte, el mismo día que tenía cita para la primera consulta en la clínica, me bajó la regla. Lo que fuera que había intentado habitar ahí, se había ido por su cuenta evitándome el tener que desalojarle. Tuve una hemorragia espantosa con unos dolores inhumanos que duró muchos días. Y aún así, me sentía aliviada porque se hubiera solucionado solo sin tener que pasar por algo aún más traumático. También me sentía una persona horrible por sentirme así, pero yo qué sé, como que eso era en un segundo plano.


No hablé con nadie del tema hasta hoy. Nadie más lo sabía a parte del Dorniense y un compañero de trabajo que me pilló un día llorando en la puerta mientras me fumaba un cigarro y se lo conté. Y no pienso volver a hablar de ello por ahora. Pero pienso en que un señoro de vox me hubiera obligado a esperar más tiempo aún para obligarme a escuchar latidos o para enseñarme imágenes y lo primero que se me ocurre es hacerme con un hacha y terminar en la cárcel por descuartizar gente.


Así que por favor, una vez más, no votéis a partidos que nos quieren quitar derechos. Sé que el aborto es un tema especialmente delicado, que enciende mucho y que levanta ampollas. Nadie es indiferente a esto, pero joder, pensad un momento. Nadie aborta por gusto. Para nadie es fácil. Cada una sabemos nuestra circunstancia y nuestras razones. Y no tenemos que dar explicaciones a nadie. No tienen derecho a hacernos sentir peor. No pueden torturarnos ni coaccionarnos en nombre de sus ideas. Sus ideas no están por encima de nuestras vidas. Y no voy a entrar en dar un alegato a favor del aborto, sólo he querido contar mi experiencia, que seguramente fue mínima comparada con la de muchas mujeres que lo han pasado cien veces peor.


Y que necesitamos el feminismo más que nunca. Ni un paso atrás.


domingo, 15 de enero de 2023

1 de 2023

 ¿Recordáis cuando escribía(mos) post especiales de navidad, de año nuevo, de aniversario del blog, de cumpleaños y del día que te hacían descuento en el súper? Ah, qué tiempos.

El caso es que ha empezado el 2023 y yo aún no doy crédito. No sé si ha sido por la pandemia que me ha trastocado la noción del tiempo o simplemente por la edad. Pero tengo la sensación de que los últimos muchos años han pasado demasiado deprisa y envejezco a marchas forzadas, a pesar de seguir sintiéndome una jovenzuela y de estar deseando que se acabe el frío para ponerme mis pantalones de tiro bajo. Pero ya ves, aquí estamos. Feliz año, por cierto.


He estado unos días dándole vueltas a qué escribir para empezar el año. Soy un poco supersticiosa con esas cosas, pero al final sólo he llegado a la conclusión de que mi vida es una constante lucha entre el condicional y el presente de indicativo de los verbos. “Debería” o “tendría” siempre están a la gresca con el “voy a” o “quiero”. Porque yo debería escribir un post dando gracias por el año pasado, haciendo balance o quizás nuevos propósitos que no pienso cumplir. Pero lo que quiero es hablar del sueño que tuve anoche o de la cena con los Satánicos o de lo mucho que me gustó la peli de Elvis y de que ahora Austin Butler es mi novio. Y lo que voy a hacer es... nada. Voy a escribir lo que me salga de allí, pero no lo voy a publicar. Voy a comerme un trozo de bizcocho de chocolate que he hecho esta tarde, voy a seguir leyendo Brujerías de Prattchet y voy a coger a Ron y a decirle lo muchísimo que le quiero. Y así ni una cosa ni la otra.


Y quizás la semana que viene o mañana o dentro de tres semanas, escriba algo que realmente me apetezca sin la presión del primer post del año.

Feliz Año de nuevo, a todos los que aún pasáis por aquí, a los que me leen desde la oscuridad, a los que se fueron, a los que se mudaron y ahora hablamos por whatsapp o por twitter. Que nosotros y los nuestros tengamos salud para afrontar el resto de las cosas de la vida, ese es el único deseo posible. 



viernes, 16 de diciembre de 2022

El amigo invisible ataca de nuevo

 El otro día pensé que estaba muy reflexiva y cansina en el blog y que hacía mucho que no me pasaba algo lo bastante estúpido para hacer uno de esos post que me solían caracterizar. Pa qué dije ná. Y es que si hay algo estúpido y absurdo en estas fechas es el amigo invisible. Es algo que está mal planteado desde la base y es que regalar debe ser algo voluntario y casi espontáneo, no organizado y obligatorio. Y debes regalar a quien te dé la gana, no a quien te toca sacado de un bombo. Pero nada, oye, no hay año que no te veas envuelto en un amigo invisible con gente que posiblemente no te cae ni bien y a quien no regalarías ni un billete sólo de ida a la mierda.

A mí este año me pillaron en el del trabajo. Venga mujer, apúntate, si estamos todas las compañeras, que es divertido y blablablá. Y como ya tengo fama de rancia y de fría y de distante y de borde y de no sé cuántas cosas más, pues al final me vi obligada a apuntarme voluntariamente. Se hizo un sorteo con una aplicación de móvil que seguramente ahora esté vendiendo mis datos a algún niño rata ruso que se dedique a crear bots chungos en twitter. Y me tocó una compañera que me cae bastante bien. No tan bien como para regalarle algo así porque me apeteciera, pero sí lo bastante bien como para no regalarle una de las apestosas cacas de Ron metida en su bolsita de plástico negro. Y quería dedicarle un par de minutos a pensar qué podría comprarle. Pero luego ando atareada con mil cosas más interesantes, como meditar sobre el proceso de perlación de la ostra atlántica y se me fue el tiempo sin que se me ocurriera nada.

Además, qué más da. El amigo invisible es un absurdo. Nunca jamás a nadie le regalaron nada que le haya gustado. O al menos a mí no. Jamás me tocó algo que dijera “joder, qué guay”. Aún recuerdo el año que Bombita decidió que era buena idea regalarnos a todos colonias que un alumno suyo había robado conseguido por ahí y que me tocó una de Bisbal. Era tan horrible que empecé a usarla como ambientador para el baño, hasta que me dí cuenta de que el baño olía mucho mejor sin mezclarlo con eau de Bisbal. Ese fue el último año que hicimos el amigo invisible típico y cuando inventé el amigo invisible inverso, que es que cada uno lleva un regalo random, a poder ser ridículo y baratísimo, lo envuelve y se ponen en un montón. Y cada uno coge uno, a ciegas, pero sabiendo que va a ser una mierda. Nos reímos mucho más desde que lo hacemos así.

Volviendo a la oficina, cuando empezó a acercarse la fecha, todo el mundo comentaba que si ya tenían el regalo, que qué bien, que si no sé qué comprar. Y yo venga a dejar por ahí comentarios al azar, tipo prefiero que me regalen cosas que se puedan usar, que mi casa es muy pequeña. O que cualquier cosa que tenga gatos o mariposas me gusta. O que los saquitos de semillas que calientas en el microondas están entre el top five de mejores cosas que me han pasado en la vida. O que unos guantes en invierno siempre hacen el apaño. O que se me había roto el paraguas. O sea, mil ideas de cosas prácticas. Y la gente con evasivas. Y yo ya a la desesperada, que mira, que hasta una colonia me vale, que la usas y tiras el bote y no ocupa sitio. Y la lista de turno, “ya pero es que una colonia es algo muy personal.” Pues mira hija, mientras que no sea la de Bisbal, a mí me vale.

A todo esto, la fecha seguía acercándose y yo seguía sin comprar nada para mi afortunada porque encima claro, para no gastar mucho el límite eran 10 euros. Que ya sabemos que los regalos del amigo invisible son una mierda, pero si encima el límite es ese, no sé qué esperamos que ocurra. Y de pronto me acordé de una especie de foulard que me trajeron este verano de Ibiza, creo. Algodón orgánico de no sé qué con tintes naturales exprimidos a mano de las raíces de la pachamama. Y ahí estaba en su bolsita y con su etiqueta porque sería muy bueno, pero era a rayas azul mortecino y blanco feo que me recordaba demasiado a los uniformes de los presos de Auschwitz y me daba mal rollo. Así que mira, dos pájaros de un tiro, me quito un chisme del medio y quedo hasta bien. Y como me daba algo de apuro no gastar nada, pues añadí al regalo una cajita de bombones que siempre hace el apaño y una tarjeta navideña con unas palabritas monas. Y chimpún.

La gente empezó a recibir sus regalos ayer, que yo libraba. Y mandaban fotos al grupo de whatsapp. Y, coño, ni tan mal. Foulares, guantes, mantitas, packs de geles y cremas, agendas y cuadernos... que estaba hasta empezando a tener ilusión porque lo que me tocara no fuera una mierda absoluta.

Ah, qué ingenua, pero qué ingenua fui pensando que por una vez, mi regalo no iba a ser el peor de todos con una diferencia abismal.




lunes, 28 de noviembre de 2022

Apaleada

 La serie “Cómo conocí a vuestra madre” me genera sentimientos enfrentados. Tiene capítulos con los que me he reído muchísimo y alguno con el que me he cabreado bastante, creo que las primeras temporadas son una delicia y creo que el final es terrible. Pero sobre todo, hay un capítulo que me ha hecho llorar del dolor más profundo y desgarrador del mundo, el que viene de tu peor temor, de las heridas que te causa ese demonio interno que te repite detrás de la oreja que lo que tú eres no está bien.

Todos tenemos uno de esos. Un demonio pequeño (o grande, según el día) que te dice cosas horribles sobre ti misma. Y como lleva ahí toda la vida, como te conoce perfectamente porque es parte de ti, le crees. A veces, demasiado.

A mí, entre otras cosas, mi demonio me susurra que mi carácter espantará a todo el mundo, que nadie llegará a conocerme, a quererme y a saber que tengo un lado tierno, que me lo mereceré por ser como soy. Me lo dice mientras sus garras diminutas se me clavan en la nuca y me hacen dudar.


El capítulo de Cómo conocí a la madre que te parió es uno en el que Ted sale con una chica tonta y aniñada, absurda y dependiente. Y Robin se lamenta y él le dice que cuando estaba con ella, nunca se sentía necesitado. Que siempre se defendía sola y que ante cualquier cosa se ponía por delante sin dudar y decía “deja, yo me encargo”. Y ella se tambalea. Joder, igual es verdad. Igual soy demasiado dura, demasiado independiente. Demasiado bruta. Igual por eso no me quieren. Y llorando va a buscar a Barney. Le pregunta si cuando estaban juntos alguna vez sintió que ella no le necesitaba. Y él le dice algo como “no, claro que no. No me necesitabas porque eres una mujer fuerte e independiente y eso es lo que te hacía maravillosa”. Y ella se echa a llorar y yo me siento rota en mil pedazos afilados que me desagarran las entrañas. Porque yo soy Robin. Yo soy fuerte e independiente, yo soy el “aparta que yo me encargo”. Yo soy la que no llora. La que contesta con cabreo cuando a lo mejor solamente está asustada. La que dice siempre, bajo cualquier circunstancia, que está bien. Y otro día que tenga más fuerzas nos metemos en el barro de por qué las mujeres tenemos siempre las de perder, si somos demasiado fuertes o demasiado blanditas. Porque hagamos lo que hagamos, recibimos hostias hasta en cielo de la boca. Pero mira, hoy no me siento con ánimos de escribir una perorata sobre por qué deberíamos abolir el patriarcado. Que lo aboliría igualmente, pero no hay ganas de abrir ese melón ahora.

Y claro, volviendo a lo mínimo y cotidiano, a mí misma y mis circunstancias, entiendo que la gente no es adivina. Que si yo no digo lo que quiero o lo que siento, no pueden saberlo. Pero también hay que rascar un poquito más la superficie. Hay que leer un poquito entre líneas. Hay que saber que la portada no describe el libro. Que la fachada recién pintada puede tapar un edificio en ruinas. Que las espinas pueden proteger un cuerpecito débil. Hay que dar, al menos, el margen de duda por si hay algo más que la primera impresión.


Desde que encontré al Dorniense el demonio cabrón de detrás de mi oreja se hizo más pequeño. Porque por primera vez en mi vida un hombre me quiso de verdad por quien soy. No se ha quejado jamás de mi mal carácter, no me ha acusado jamás de ser demasiado libre, demasiado fuerte, demasiado decidida. Al contrario. Siempre me ha dado alas, me ha animado, me ha dejado crecer, me ha apoyado con su silenciosa firmeza. Siempre ha visto en mí una dulzura que yo sigo sin ser capaz de encontrar en mí misma. Siempre ha encontrado cosas buenas en mí aun cuando nadie más las ha visto nunca. Por eso sólo con él puedo permitirme ser quien soy, con las espinas y con la piel en carne viva. Con las dos caras de ese erizo extraño que soy.

Pero no todo el mundo lo ve. Y hay días, en lo que me llueven palos porque total, a Naar no le duelen. Naar no llora, Naar no se lamenta, Naar no monta el numerito, Naar no se rinde. A Naar se le puede dar caña que total, ella va a seguir bien. Y mantengo el tipo, claro. Una vez más. Pero luego llego a casa. Y estoy agotada, magullada y harta. Y sólo me queda refugiarme en mis gatos, en mi dorniense, ponerme mi medio huevo calimero en la cabeza y venir a quejarme. Creo recordar, que para estos casos se tenía un blog.

miércoles, 23 de noviembre de 2022

Botón de autodestrucción

 Hay veces que me enfrasco tanto en mis propios pensamientos que dejo de escuchar todo lo que me rodea. Tengo una capacidad de abstracción que puede ser muy buena o muy mala, según el caso. Cuando tengo que estudiar o estoy concentrada en algo importante es fantástico porque no me molesta el ruido del ambiente. Cuando mi cerebro irse de vacaciones a un lugar que le resulta más interesante pero mi cuerpo debe estar atento a cosas como conducir o trabajar, pues ya no está tan bien.

Ayer por ejemplo volvía conduciendo de un lugar donde no debía haber aparcado. Y no puse la radio del coche porque mi cerebro estaba cantando a todo volumen “Poison” de Alice Cooper, tan alto que no fui consciente de que la música salía de mi cabeza y no de los altavoces. No sé cómo llegué a casa, no soy consciente en absoluto del camino, los semáforos o los cruces. Pero sé que en algún momento empezó a diluviar, tuve que poner los limpias y entonces, sólo entonces, me di cuenta de que no hacía falta subir el volumen de la radio porque estaba apagada. Sin embargo, la voz del señor Cooper seguía clarísima a mi alrededor repitiéndome que el veneno corre por mis venas. Y me pareció bien. Era mejor eso que procesar otras cosas.

Al menos no me dio por cantar al Puma. Aún recuerdo esa época en la que casi me realizo una lobotomía casera con el taladro. A esto me refiero con que mi cerebro puede hacer las cosas muy bien o muy mal, sin termino medio. Puede elegir mis canciones favoritas cuando más las necesito o puede martirizarme con la numeración día tras día sin motivo alguno. Puede darme rachas de felicidad absoluta, de paz, de tranquilidad y de sentirme llena y que un día me despierte y de pronto decida dinamitarlo todo porque sí. De verdad no sé qué afán tengo con pulsar el botón de autodestrucción absoluta cuando menos lo necesito.

En la última semana ha habido dos personas queme han dicho que no me va la vida sencilla, que me gusta complicarme y jugar con los limites. Que me gusta rozar el fuego y ver cuánto puedo acercarme sin llegar a quemarme o quemarme sólo un poquito pero sin terminar en el hospital. Y joder, es cierto. Llevo toda la vida tratando de encontrar el equilibrio. Buscando personas, lugares y cosas que me den estabilidad, seguridad y calma. Y lo busco sabiendo que un día voy a decidir que eso me aburre y que voy a hacerlo saltar por los aires. Soy imbécil, ya lo sé.


Obviamente estoy en una racha de mierda. La única constante real en mi vida es Ron. Y no puedo creer que tenga que despedirme de él más pronto que tarde. No sé cómo voy a llenar el vacío gigantesco que va a dejar en mi vida. No sé qué haré con todo el tiempo, la atención, el amor y el cuidado que le dedico a él. No lo sé. En otras épocas me habría dado a la fiesta, el sexo y el rock and roll. O hubiese hibernado en mi casa mirando al vacío hasta el amanecer, comiendo roñidonetes y cantando rancheras. O hubiese tratado de hacer algo estúpido. Me marco objetivos muy absurdos cuando estoy mal, así que podría haber sido cualquier puta cosa estrafalaria y posiblemente, dañina. Ahora supongo que sólo me queda lo de cantar mentalmente eligiendo cuidosamente canciones que no incluyan pavoreales porque soy más madura. O simplemente más vieja y estoy más cansada. O porque tengo menos tiempo. O porque tengo un dorniense que a veces me mira con infinita paciencia, como si estuviera harto de ver cómo me hostio contra absurdos, sin reprocharme nada nunca. Pero me cuesta. Y aunque por ahora Ron está bastante bien y cada día lo tomo como un auténtico regalo, no dejo de tener un dolor constante en el pecho que me impide respirar con normalidad. Y para acallar eso, para poder tener una vida “normal”, para poder seguir yendo a trabajar, salir, comprar, hablar con otras personas, y no pasar los días llorando en posición fetal, lo único que hago es una especie de huida hacia delante a la desesperada. No pienso, no siento y no padezco. No paro ni un momento a escucharme. Voy, como en épocas antiguas, arrasando con lo que se pone delante sin pensar en consecuencias y tratando de coger aire mientras siento como una mano cruel se cierra alrededor de mi pecho y me roba el aliento en cuanto bajo la guardia un instante.


Seguramente no esté haciendo nada por mejorar las cosas para conmigo misma. Seguramente lo esté empeorando todo. Seguramente. Pero al menos las canciones de mi cabeza me gustan.

miércoles, 16 de noviembre de 2022

Tiro bajo

 Hace poco leí un artículo que decía que volvía la moda de los pantalones de tiro bajo. Apenas seguí leyendo porque no me interesaba saber si los gurús de la moda estaban de acuerdo o no. Salí corriendo a bajar del altillo del armario la caja de la ropa que ya no me pongo pero tengo esperanza de volver a ponerme. Y ahí estaban mis amados pantalones del dosmilypoco. Ah, qué años aquellos.

La verdad es que tiré algunos. Los que tenían los bajos tan corroídos de arrastrarlos por el suelo que daban pena. Porque eso es cierto, muy higiénico no era el asunto. Ni muy cómodo cuando llovía, que ibas recogiendo agua hasta que te llegaba a la rodilla y cada pata pesaba un quintal. Sin contar con lo de enseñar la raja del culo a la mínima, tener que llevar bragas minúsculas, coger frío en los riñones y tener que depilarte el pubis porque, queridas, los pantalones de tiro bajo REAL, son los que te tapan lo justo o incluso menos. Que ahora ves en la tienda el cartelito de tiro bajo y sólo significa que se abrochan debajo del ombligo. Y no. Vale que es un avance tras años de pantalones a que llegan a los sobacos, pero no es eso lo que estoy buscando. Yo quiero volver de nuevo al 2003, cumplir 20, ponerme mis pantalones que apenas me tapan los pelos del coño y dedicarme a zanganear en ciudad universitaria. Cualquier otra cosa no me vale.

Y es que empiezo a pensar que hay algo en la moda que es una cuestión de nostalgia. Nos gustan cosas que nos traen buenos recuerdos. Y la ropa que te pusiste a los 20 y con la que te divertiste tanto parece más bonita cuando la recuerdas de lo que era en realidad. Creo que la memoria nos traiciona y nos hace recordar las cosas como le da la gana a ella. Quizás, sólo quizás, aquel garito no molaba tanto, aquellos pantalones no te quedaban tan bien, aquella música no era mejor y aquel chico no era tan guapo.

Pero qué más da. Hace un par de días alguien me dijo que importaba más el relato que la historia en sí. Y creo que para este caso se aplica que vale más el sentimiento que guardas que la realidad objetiva del asunto. Tener las cosas idealizadas es bueno siempre que no pierdas la perspectiva. Decirse a uno mismo, sé que lo tengo idealizado y aun así me encanta. Porque esos veranos de cuando éramos niños seguramente no fueran más cálidos, más luminosos y más largos. Esos programas de televisión no fueran mejores que los de ahora. Ese amor loco no fuera tan intenso. Y puede que esos pantalones de campana y de tiro bajo no te sentaran tan bien. Pero oye, qué bonito el recuerdo. Y qué sonrisa nos ofrece acordarnos cuando las nubes grises se ciernen sobre nuestras cabezas adultas. Quizás con eso ya valga la pena.

Llevo unos días con el cerebro pegajoso. Como si se me hubiera mezclado con cemento y las ideas tuvieran que luchar por salir, haciendo un gran esfuerzo por moverse. Saber que me tengo que despedir de Ron, el trabajo, el día a día y los recuerdos inoportunos no me lo ponen fácil cuando se mezclan con mis hormonas, mis desajustes y mi habitual falta de sueño. Y en estos momentos raros, en los que ni los pantalones de tiro bajo consiguen que me sienta mejor, los recuerdos felices son algo a lo que agarrarme. Me refugio mucho en los recuerdos de la yaya. En anécdotas tontas de cuando Ron era cachorro. En historias bobas de mis amigos los satánicos. En instantes a escondidas que son sólo míos porque quizás nunca se los he contado a nadie. Y me ayuda. Me devuelve la perspectiva. La idea que llevo tatuada y aun así a veces se me olvida: que esto también pasará. Que las cosas buenas hay que aprovecharlas y llenarse las manos y el corazón con ellas porque no serán eternas. Que las malas hay que aguantarlas como un chaparrón inoportuno porque nunca choveu que non escapara. Y que a veces, las buenas nos sirven de paraguas para afrontar un poco mejor la tormenta.

Tengo muchas cosas buenas en mi vida. Muchas. Y lo sé, soy consciente de ellas. Por eso, a pesar de todo, soy capaz de encararme con los momentos feos. El apoyo del dorniense, su estar a mi lado, su amor incondicional, su mera existencia. Ron y Maya y todo lo que me han dado y me dan cada día. Mis padres. Mis amigos. Mis recuerdos, las cosas que yo misma he construido. Todo me sirve para encontrar fuerzas y seguir adelante.

 Y que aún puedo ponerme los pantalones de hace veinte años y que me la sople muchísimo si realmente se llevan o no, eso también hace.