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miércoles, 31 de julio de 2024

20 años

 

Se equivocó el tango, se equivocaba. Como la paloma de Serrat. 20 años sí son algo. No mucho, quizás, pero sí algo. Se equivocó, como se suelen equivocar las canciones de amor.

Se equivocó el tango diciendo que no eran nada. En los últimos 20 años he vivido. He vivido intensamente, de hecho. Me he enamorado, me he agotado, he caído al fondo y he seguido escarbando un poco más abajo aún. Luego me he levantado y he alzado el vuelo. He reído carcajadas, he sido feliz sola y acompañada, he viajado y he vuelto. He encontrado mi sitio y me he perdido mil veces. He aprendido y he olvidado, he cambiado, me he equivocado, me he dado de hostias contra los mismos muros y a veces contra otros distintos. He caminado convencida hacia delante y me he sentado a la orilla del sendero a llorar hasta que he encontrado las fuerzas para seguir de nuevo. He pasado la segunda mitad de mi vida hasta ahora. Así que el tango se equivocaba en que 20 años no eran nada. Aunque a la vez sea verdad que es un soplo la vida. Y, por mucho que me joda, tenía razón en lo de las sienes plateadas. Quién me lo iba a decir en el 2004.


Mañana es el aniversario (sólo 1 año en este caso) de uno de los días más tristes de mi vida. Así que he pensado que mejor durante un rato refugiarme en el recuerdo de hoy, uno que fue hace dos décadas, pero que sigue vibrando en algún lugar del tiempo y el espacio. Hay un mundo o un momento o una energía pasada en la que estoy ahora mismo enredada en tus caderas, con la ventana abierta a los tejados del Madrid viejo y la bolsa de patatas fritas abierta sobre la mesa. Hay un mundo paralelo o un agujero de gusano de esos en lo que tú y yo, nos besamos esta noche de verano y la luna me ayuda a desabrocharte los pantalones. Hay un lugar en el nudo del tiempo donde yo me dejo llevar y tú sabes a dónde guiarme. Donde somos tan jóvenes que veinte años es todo lo que hemos vivido y tan inconscientes que pensamos que eso es suficiente.

Hay un punto en el tejido del tiempo donde a veces quiero volver porque era más fácil. Porque dolía menos la vida. Porque pesaba menos el equipaje. Porque sabía menos de todo, ni del amor, ni del dolor, ni de la pérdida, ni de nada. Y como dice una canción que me gusta mucho, desearía no saber ahora lo que no sabía entonces.


Pero estoy aquí, en este mundo, en este espacio y en este tiempo. Aquí, donde han pasado 20 años y nos hemos roto y recompuesto mil veces ya. Donde a veces miro por encima del hombro al pasado que me sigue y me empujó hasta aquí. Y no entiendo cómo podemos ser tan distintos de aquellos y sin embargo aún reconocerme en tus ojos y en tu voz. Aún encontrarme a mí misma entre tus brazos. Sé que no soy la que fui, ni contigo ni sin ti, ni con otros ni conmigo misma, pero soy capaz de mirar a través del velo de los años y acordarme de cada segundo que fui libre por tus besos.


He tenido 20 años para arrepentirme y fíjate, nunca lo he hecho. Quién iba a arrepentirse de haber volado libre.




jueves, 10 de agosto de 2023

Decir "no estoy bien"

 

Bueno, llegó el día horrible. Es la primera vez que me pongo a escribir sin Ron al lado. Es curioso cuando vas haciendo cosas por primera vez sin ese ser querido que te ha acompañado durante tantos años. Porque de alguna extraña manera, el dolor vuelve con renovadas fuerzas.

El caso es que mi Roncito se ha ido al cielo. Llegó su momento y ya no podíamos hacer más. Es doloroso y desgarrador. Y he necesitado una semana entera para aprender a respirar de nuevo y ser capaz de ser mínimamente funcional. Una semana para no llorar cada cinco minutos, para salir a la calle sin ahogarme de ansiedad, para poder decirle a la gente que he perdido a mi pequeño. Y aún así me cuesta. Porque sigo llorando, sigo con ansiedad y me sigue costando mucho decirlo.

A pesar de todo eso, estoy “feliz”. No estoy contenta, estoy triste. Pero estoy feliz. Porque él ha estado bien hasta el final, ha sido el gato más amado y cuidado del mundo, ha estado con sus papás humanos y su hermana felina hasta el final. Y se ha ido envuelto en la suave caricia del saberse querido con toda la profundidad del alma.


En fin, no tengo fuerzas para hablar más del tema. No puedo hurgarme más en la herida. Sólo quería decirlo porque Ron ha sido gran parte de este blog y lo seguirá siendo. Mi ángel no me dejará nunca y siempre estará conmigo.


Dicho eso, estaba tan, pero tan jodida, que al final hice lo impensable para mí. Y pedí ayuda. Yo. Es raro. Pero me propuse este año ser capaz de pedir lo que necesito. A veces al menos. Dejar de decir “yo puedo con todo” y “no te preocupes que yo me encargo” y “no pasa nada” y “estoy bien”. Me propuse ser capaz de decir a veces “pues mira, sí, estoy en la mierda, me vendría bien que me echaras un cable”. Y oye, lo recomiendo. La gente suele reaccionar mejor de lo que pensamos. No nos ven como débiles y pusilánimes y nos rechazan. Al contrario.

Decía que pedí ayuda. Al dueño de mis... mantas para el sofá (ver aquí por qué el cambio de nombre). Hice lo que dije y le pedí tal cual que me dejara cobrar el vale de comprensión y empatía y no sé qué cosas. Debo decir a su favor (como si dijera pocas cosas a su favor, joder) que sintió mucho lo de Ron, que ya me estaba dando apoyo antes de que le pidiera ayuda y que ni había terminado de escribir la frase cuando me había preguntado qué necesitaba.

Ayer fue el primer día que pude y se vino a mi casa a abrazarme como sólo él sabe hacerlo. Le vi los ojos bajo la luz del sol, que hacía tiempo que no ocurría. Y la hostia. Mira que yo tengo los ojos claros y que en mi familia son comunes. No es algo que me llame la atención. Los ojos azules o verdes no son algo llamativo para mí. Pero os juro que los ojos del dueño de mis... toallas de rizo son impresionantes. Son... azul ciencia ficción.

Dejando de lado sus estúpidos ojos y su estúpida sonrisa y su estúpido cuerpo y su estúpida voz, me gusta la relación que estamos creando como adultos. Anoche hablamos muchas horas, de muchas cosas y con mucha honestidad. Fuimos capaces de decir “estoy jodido/perdido/asustado”. Fuimos capaces de explicar dudas vitales, miedos, vacíos y vértigos. Nos reímos, nos sinceramos, nos abrazamos. Le di las gracias. Pero no sé si lo suficiente. Por si vienes a cotillear, que sé que lo haces a veces, GRACIAS. 


En fin. Basta. Sólo quería poner esto un poco al día y dejar un pin en estas fechas para acordarme de que fue un espanto pero no me faltaron manos para darme empujoncitos.

jueves, 18 de mayo de 2023

Vacaciones en Villa Ansiedad

 Hoy se han acabado mis primeras vacaciones del año y tengo la sensación de no haberme movido apenas del sofá. No me he encontrado con ánimo ni con fuerzas ni con nada. Yo qué sé. De vez en cuando vienen los demonios a cobrar sus cuentas y yo soy pésima pagadora porque me paso la vida en huida hacia delante.

Ron sigue aquí conmigo, apoyado en mi cadera mientras escribo, gordo y feliz. Es lo bueno de ser gato, te importa una mierda el futuro, te atormenta una mierda el pasado y la mayor parte de las palabras significan una mierda para ti. Así que mientras su enfermedad me pasa factura a mí, a él se la viene sudando bastante. Sé que estamos en una cuenta atrás, pero mientras él se encuentre bien, pues seguiremos adelante y le diremos a la muerte “not today”. Y esperaremos un día más de regalo.

Pero el caso es que yo no estoy muy bien. Las hormonas empiezan a pasarme factura también y eso sumado a los nervios, el estrés, la ansiedad por lo de Ron y por más cosillas que no vienen al caso, pues... mal. Y hoy mientras conducía dando una vuelta bastante tonta para ir a comprar comida a Ron, lo pensaba. La gente “normal” (si es que existe eso) se suele dar cuenta de que está mal porque se siente triste o irritable o algo. Yo no. Yo me doy cuenta porque lo primero que hago es empezar a pensar demasiado mucho bastante con frecuencia a veces en el dueño de mis sábanas. Maldita la hora que le puse ese nombre. Debería explicar también la teoría de mi querida Antoña y admitir que el nombre es parte de su atractivo sexy porque la palabra sábanas es como muy sensual y erótica, se desliza por la lengua y se enreda sola en los pensamientos. Quizás debería evolucionar al dueño de mis tapetes de ganchillo y así la cosa bajaría de grados. En cualquier caso, decía que me da por pensar en él. ¿Y por qué? Pues porque es como una válvula de escape. Él no tiene nada que ver con nadie más de mi vida. No está relacionado con mi día a día, con mi rutina, con mi mundo real. Estar con él un rato es... desconectar de todo. A veces hasta de mí misma. Sobre todo de mí misma.

Por eso cuando estoy mal, incluso antes de darme cuenta, me da por pensar en él. Como un mecanismo de autodefensa. Como una alarma de “tía, desconecta un rato que se te está sobrecargando el sistema”. El problema es que luego no es tan buena solución ni es tan inocuo el asunto, pero eso es tema para otro día.

Esta mañana mientras conducía, como decía dando un rodeo bastante tonto por culpa de la verbena de San Isidro, he intentado pensar en las otras formas que tengo de encender la luz de alarma de que no estoy bien además de querer llamar al innombrable de la ropa de cama. Una de ellas es mirar páginas de potingues y maquillajes que no me compro, pero curioseo. Otra es leer de forma obsesiva como si el libro fuera un escudo ante el mundo y mientras estoy en en Prythian o en Mundodisco o en Atlantia no pudiera pasar nada malo en el estúpido Madrid porque já, yo estoy lejos y nadie puede verme. Es una reacción muy madura, lo sé. Quizás un dato interesante sea que en dos semanas de vacaciones me he releído por completo la saga de ACOTAR, además de cinco libros de Mundodisco, el último de Sarah MacLean y dos de Jennifer Armentrout que tenía por ahí.

También he llorado un poco a lo tonto, me he quedado en casa sin hacer nada, me he pasado las mañanas durmiendo y las horas enteras abrazada a Ron diciéndole cosas mientras él ronronea encantado de la vida de recibir montones de mimos y de comer todo lo que quiere.

Y he pensado muchas veces en una conversación que tuve hace un par de meses o tres con el dueño de mis fundas para los cojines en la que me dijo que podía ofrecerme “comprensión, empatía, inteligencia emocional y algo de experiencia” (sic). Luego añadió cosas que nos llevarían de nuevo a lo de las sábanas, así que nos vamos a quedar con lo primero. Y he pensado varias veces utilizarlo como si fuera un vale. Decirle “oye, tú, me debes un día de empatía y comprensión, dámelo que lo necesito.” Pero algo me dice que las cosas no funcionan exactamente así. De todos modos, no descarto nada si mi salud mental sigue tambaleándose y ni siquiera surte efecto mi famoso mantra “cálmate mongola que en realidad no te pasa nada”.


En cualquier caso mañana vuelvo a trabajar. A ver cómo gestiono el asunto de la ansiedad y la agorafobia después de dos semanas de no salir o no alejarme de casa más de lo necesario para ir a por el pan. Espero que me venga bien y me ayude a avanzar un poco. No sé hacia donde, pero avanzar.

Y recordadme también que si todo lo demás falla, puedo volver a escribir. Escribir mierdas sin sentido como esta, pero escribir. Que es lo que me ha salvado siempre y quizás pueda hacerlo una vez más.

martes, 4 de octubre de 2022

Vendaval en la memoria

 

Nunca fui de querer cosas en abstracto y quedarme con el que llegara para cumplirlas. Por ejemplo, nunca quise un gato. Quise a Ron cuando le vi. Y más tarde, no quise otro gato. Quise quedarme a Maya en cuanto toqué su cabecita negra. Tampoco jamás quise casarme, así en general. Quise hacerlo cuando el Dorniense y yo lo hablamos y supimos que era el momento. Y desde luego nunca quise una aventura, ni una pasión absurda, desatada y desestabilizante. Pero te quise a ti cuando me sonreíste y me miraste a los ojos por primera vez, hace tantos años ya. Por eso debo decírtelo: no fue casualidad. No fue que te cruzaras en mi camino por azar. No fue que pasaste tú y si no, hubiera sido otro. Fuiste tú y ese vendaval que desatas a mi alrededor con el sonido de tu voz. Fuiste tú y esa risa tuya que me hace vibrar. Fuiste tú y esa extraña capacidad para verme guapa a través de tus ojos azules. Fuiste tú, que aún hoy en día haces que se me sacudan los años y me desaparezcan las canas que me empeño en no teñirme. Fuiste tú y el recuerdo que me niego a regalarle al olvido.


Una vez te dije que cuando fuera una vieja senil y me dedicara a ir por ahí con mi carrito recogiendo trastos y dando de comer a todos los gatos del barrio, aún me acodaría de ti. Y maldita sea la caprichosa memoria, que me temo que termine siendo cierto. He olvidado los nombres de mis compañeros de colegio. Los teléfonos que antes me sabía de carrerilla. Las fechas que tanto me importaban. Me he olvidado de quienes fueron mis amigas, de mi primer amor y de muchos de los que vinieron luego. Me he olvidado del Ross y ahora es apenas el espectro de algo que conocí. Me he olvidado de las cosas que me causaron dolor, de las canciones que me hicieron bailar y de los días de sol cuando los veranos eran más largos. Me he olvidado de muchas cosas y tengo que hacer un esfuerzo, una búsqueda intensiva en mi memoria o en los archivos fotográficos amontonados en cajas para acordarme vagamente de ellas, sin sentir el estremecimiento que me causaban.

Y sin embargo me acuerdo de la forma de tu cuerpo, del olor de tu piel y del sonido de tus palabras con una intensidad que me asusta. Me acuerdo de tu casa en la buhardilla mejor que de mi primer piso. Me acuerdo de tus mensajes como si me hubieran llegado ayer. Me acuerdo de tus uñas mordidas y tus dedos despellejados, de cuando te hiciste los pendientes en las orejas, de cuando te hacías dos coletas a lo Beckham, de tus piernas delgadas y de tus colmillos montados. Me acuerdo de todo con una precisión absurda, ridícula y totalmente estúpida.


Y no es que piense en ti a menudo. De hecho, procuro pensar en ti lo menos posible. Pero a veces va el subconsciente, me traiciona y me hace soñar contigo de una forma horriblemente vívida. O pongo la radio de camino al trabajo, medio agobiada por esas cosas que nos agobian a los adultos y suena Lou Reed. O estoy tratando de respirar hondo un domingo porque Ron está bien y porque empiezan mis vacaciones y porque por fin puedo disfrutar de unos días de leer y ver series y comer como una persona normal y vas y me escribes. Y me llamas. Y de pronto tenemos mil cosas que contarnos y hablamos durante horas que se pasan volando y ojalá pudiera dejarlo todo para irme contigo al Rastro y que Madrid nos abrace en su anonimato una vez más. Porque a pesar de todo, incluso de las veces que lo hemos negado, seguimos siendo amigos. Mejor que los que sólo fueron amigos. 

Ojalá no fuera así. Ojalá hubiera podido enfriarte y congelarte en el pasado para recordarte sólo con un vago cariño distante. Ojalá no te hubiera dedicado las mejores cosas que he escrito. Ojalá no siguiera escribiendo para ti. Ojalá no te hubiera guardado un rincón especial, totalmente protegido, en mi corazón. Ojalá hubiera podido poner un punto y final en algún momento. Ojalá tú no fueras tú, yo no fuera yo y la historia no fuera nuestra. Ojalá mil vidas para volver a encontrarte y por un instante desear no haberlo hecho. Ojalá mil vidas para volver a cometer el error y sonreír satisfecha. Ojalá mil vidas despeinándome con el vendaval que desordena todo a su paso y lo deja impregnado de ti. Ojalá mil vidas en las que mereciera la pena vivir por un puñado de recuerdos a los que no renunciaría nunca. Ojalá mil vidas para no regalarle al olvido ni uno sólo de los besos que me diste.


sábado, 17 de febrero de 2018

El prepucio incómodo

¿Recordáis cuando dije que estaba pensando cerrar el blog por temas de trabajo pero que mientras no hablara de trabajo no pasaría nada? Bueno, pues he venido a pasármelo por el forro de las bragas porque yo soy así.
El caso es que en dos días han pasado tantas cosas graciosas que me cuesta resistirme a contarlas. Y no son motivo de despido. Creo. Espero. Madre mía, si me despiden será vuestra culpa y entre todos pondréis un euro al mes para que pueda seguir comiendo.
Además pregunté en twitter, ¿qué hago, lo cuento y corro el riesgo de volver al paro, os hablo de inocentes anécdotas de mis gatos o abro un blog porno? No puedo decir que me sorprendiera que ganara la opción del blog porno, pero ya he comprobado que no valgo para gestionar más de un blog ni más de una cuenta en twitter. Apenas valgo para dos páginas de facebook y eso que apenas las uso.
Y eso me recuerda que hace años el dueño de mis sábanas me animó fervientemente a que escribiera una novela subida de tono. Me decía que yo tengo un don para narrar escenas eróticas y que si metía algo fuerte y a la vez algo romántico, triunfaría. Pero pensé “¿a quién coño le interesaría leer esa bazofia? ¿cuantas marujas insatisfechas puede haber por el mundo?” No mucho tiempo después, el pelotazo de las 50 sombras de su puta madre en bicicleta. Qué poca visión de negocio, Naar. Yo que podría estar retirada en las Bahamas viviendo del cuento y mira, aquí estoy, yendo a trabajar todos los días.
Pro suerte me lo paso bien en mi trabajo. Hay días que no, obviamente, pero casi siempre me divierto. Me gusta trabajar con personas, me caen bien los compañeros, me encanta mi jefe y adoro a los abuelos. Así que me sólo me arrepiento en parte de no ser la autora de una novela pseudo porno de cuestionable calidad.
Como ejemplo de mi diversión en el trabajo, el otro día estaba en mi despacho peleando con el programa informático que quiero poner en marcha para mi servicio. Estaba concentrada en los cuadrantes, cuando entra una compañera a la que llamaremos Vera. No me llevo mal con ella, pero tampoco tenemos un feeling especialmente bueno. El caso es que entra y me espeta:

  • Voy a llamar a mi madre, estoy preocupada porque hoy operaban a mi hermano.
  • Ah, ¿Y está bien? - pregunto por cortesía.
  • Sí, si es una operación del frenillo.

¿Frenillo? ¿El de la lengua? ¿Ceceaba el muchacho? ¿El del labio? ¿O el otro frenillo? No, no puede ser “ese” frenillo. No. No, ¿verdad?

  • Es que últimamente le dolía mucho al hacerlo.- pero por qué me está contando esto. Trato de asentir. - Ya sabes, al hacerlo. - repite ante mi cara de pasmo.
  • Ajá. - no te rías, Naar, no te rías.
  • Que hace tiempo ya le miraron para operarle del prepucio también.

¿Prepucio? ¿Ha dicho prepucio? No pienses en prepucios, no hagas imágenes mentales, por lo que más quieras. Y no te rías. Te estás riendo, Naar, te estás riendo. Disimula. Dí algo ingenioso... o algo no ingenioso. Di algo, lo que sea. O finge que se te ha caído algo y métete debajo del escritorio y huye haciendo la croqueta. Finge una emergencia. Finge tu propia muerte. Haz lo que quieras pero deja de reírte. Madre mía, ¿por qué me está haciendo esto? ¿Qué querrá esta loca del prepucio de mí?

  • Eh... hummm... ah.
  • Y claro, ahora A LOS 30 AÑOS al final le han tenido que operar porque últimamente por lo visto estaba peor.

¿Peor? ¿Peor? ¿Peor de qué? ¿Del frenillo, del prepucio? Lo único peor que se me ocurre es una compañera de trabajo que te hable del pene defectuoso de su hermano DE 30 PUTOS AÑOS que al parecer no ha frungido en condiciones en su vida, porque si lo hubiera hecho le hubiera pasado como a un par de ellos que yo me sé que se les rompió por las buenas. Genial, ahora estoy pensando en más penes. ¿Por qué no viene nadie? ¿Por qué este despacho siempre parece el camarote de los hermanos Marx y ahora no interrumpe nadie este momento tan incómodo?

  • Ya... es lo que tiene. - digo tratando por todos los medios de ponerme seria, pero la risa nerviosa se ha apoderado de mí.
  • Y por lo visto lo que más le ha dolido de todo es el pinchazo de la anestesia.
  • Hombre, piensa que un pinchazo en la punta del... - Dios mío, ¿estoy diciendo lo que creo que estoy diciendo? ¿Y sigo pensando en penes? Por qué, zeñó, por qué.

A todo esto, no sé cómo, me había puesto de pie, me estaba balanceando, tratando de aguantarme la risa histérica y había abandonado mi ordenador y mi programa a medio instalar a su suerte. Estaba valorando seriamente salir corriendo, ir al despacho del director y presentar en ese mismo momento mi renuncia, cuando a Vera le sonó el móvil. Aproveché ese momento para huir vilmente y no volver hasta asegurarme de que hubiera más gente en el despacho.

Por si alguien se lo pregunta, no sé cómo terminó la historia. En cuanto pude recogí mis bártulos y me marché. Y a no ser que sea estrictamente necesario, no pienso volver a hablar de frenillos ni de prepucios en el trabajo, que llevo tres días intentando borrar la imagen mental de mi cerebro.

sábado, 13 de enero de 2018

Me asomo a la ventana eres el recuerdo de ayer...

He estado a punto de llamarte. De decirte lo que acababa de pasar, porque era esa mezcla que me encanta de absurdo y gracioso. Luego me he acordado de que nosotros no hablamos. O sea, sí, podemos hablar, pero no solemos hacerlo. Nos vemos una vez al año, nos abrazamos muy fuerte, nos miramos un momento a los ojos, nos decimos muchas cosas con pocas palabras, nos hacemos un guiño entre la multitud, nos suspiramos al oído cuando nos despedimos. Y ya. Porque si hablamos, si hay comunicación, ponemos en riesgo nuestro orden dentro del caos. Y no queremos hacerlo. Ahora menos que nunca.
Pero lo he pensado, te lo juro. Porque si veo esa escena en una película, pienso que es un cliché que ya aburre de tan manido. Pero así ha sido. Yo iba conduciendo con mi amiga al lado. Habíamos cenado, nos habíamos reído a carcajadas. Como he ido por la M-30 y pasado por el túnel, en lugar de la radio llevaba un CD puesto. Y por casualidad, por pura casualidad, justo empezaba a sonar nuestra canción. Y ahí, justo ahí, cuando dice eso de “...y ahí voy, a romper las telarañas de tu corazón, verás como se escampa...” he parado en un semáforo y mirado a la derecha. Y estabas tú. Estabas tras las cristaleras de una cafetería. Sentado en una mesa, pegado a la ventana que daba a la calle. Como una puta película romántica de mierda.
Hacía meses que no pensaba en ti, pero hacía apenas diez minutos te había nombrado. Y de repente, pum, tú. Tú, ahí, tras la cristalera, con nuestra canción de fondo. No me jodas.
De hecho, recuerdo la última vez que pensé en ti antes de hoy. Hace meses tu recuerdo me fulminó como un rayo. Estaba en el trabajo. Y el director se llama como tú. No tiene nada de especial, es un nombre súper común. Mi padre se llama así, de hecho. Pero claro, para mí es “papá”, no le llamo por su nombre. Y curiosamente, no hay más gente en mi vida con ese nombre. Así que entró el director en mi despacho a dejarme unos papeles. Los cogí sin mirarle porque estaba liada y le dije “Gracias, nombre acortado”. Y boooooouuuum. Un puto trailer que me pasa por encima. Hasta ese momento no le había llamado así, siempre le había llamado por su nombre completo. Y no lo he vuelto a hacer. Porque por el nombre acortado sólo te he llamado a ti. Y si lo digo, me tiembla el pulso. Como ese día, que según lo dije, aunque creo que mantuve la compostura, el director me miró. Y el tío tiene una forma de mirar muy parecida a la tuya. Esa así que parece medio esquiva y que cuando se fija en ti te traspasa de lado a lado. Y me sonrió y me dijo algo de esos papeles que yo sujetaba en la mano mientras creo que ambos sabíamos que algo raro, una especie de viento helado y sofocante a la vez, acababa de pasar entre nosotros.
No le he dicho nada a mi amiga. He girado la cabeza un poco, según pasábamos para verte de nuevo por la cristalera del bar. En ese momento te has tocado la nuca, casi como en un gesto inconsciente. Quiero pensar, para rizar el rizo de la escena, que has sentido un cosquilleo. Era yo, mi yo del pasado susurrándote detrás de la oreja ese nombre acortado por el que sólo te he llamado a ti y por el que sólo yo te llamo. He seguido avanzando sin mirar atrás de nuevo. Y hemos seguido charlando mi amiga y yo mientras nuestros caminos se iban separando otra vez, tras un punto de tangencia casual.


¿Sabes? Todo va bien. Todo va muy, muy bien. Tanto, que no pienso tan a menudo en ti. Tengo todo lo que puedo desear. Y tú sólo eres un recuerdo. El mejor, pero un recuerdo. Y no quiero que eso cambie porque es mucho mejor así. Pero joder. He hablado de ti y te he visto por la ventana de la cafetería. Y tenía que decírtelo.  

domingo, 28 de mayo de 2017

Circle of life

Ser joven es maravilloso. Y no hablo del rollo de ser joven hasta los 40, ni los 30 siquiera. Que hoy en día se es joven hasta los 80. Y no me fastidies, porque no.
Y no es cuestión de que te sientas mejor o peor, de que realmente tú creas que eres joven. No estoy hablando de eso. Porque obviamente, yo he cumplido 34 este año y creo que los 30 son una década estupenda, pero ya no soy TAN joven. Y si alguien quiere llevarme la contraria y decirme que es súper joven con más de 30, que se vaya a una discoteca y mire a su alrededor, que se pasee por el campus universitario o que se ponga una diadema de flores y unos short a medio culo y me lo cuente. Si lo hace y no se siente un poco, aunque sólo sea un poquito mayor, pues bien por ella, pero que se lo haga mirar.
Además, la edad tiene ventajas. Empezaba diciendo, y lo mantengo, que ser joven es maravilloso. Y sería casi perfecto si no fuera porque eres idiota. Es así, la edad te quita belleza, energía, ganas de juerga... y te da experiencia. Al menos si lo haces bien.
Cuando yo tenía 20 años creía que siempre sería joven. Creía que sabía muchas cosas. Creía que siempre tendría la piel perfecta y el pelo rubio. Creía que mis amigos siempre estarían ahí. Creía que seguiría saliendo de juerga todos los viernes. Creía que mi vida no cambiaría tanto. Lo dicho, era una ingenua. Ahora me encuentro casi a la mitad de la treintena y ya no soy tan guapa, tengo manchas en la cara, me están saliendo canas y cada vez sé menos cosas. Ya no salgo apenas, mis amigos están desperdigados, casándose y siendo padres y mi vida no se parece a nada a lo que había imaginado.
Ayer hubo un torneo de rugby universitario que hace todos los años el equipo de la facultad de Ross. Allí estaba la vieja guardia, aquellos a los que yo vi jugar creyendo que ya eran mayores (tenían en aquel entonces veintimuchos o treinta) y los que éramos novatos hace más de diez años. Y también estaban los jóvenes de ahora. Tan inocentes, tan llenos de vida, tan guapos, tan imberbes. Tan monos ellos.
La verdad es que lo pasé en grande. Los abrazos sinceros con la gente que veo una vez al año, los reencuentros con aquellos que ya admiraba hace más de una década, los ojos azules del dueño de mis sábanas que siempre me transportan a otro mundo. El abrazo que me dio, levantándome del suelo. Las risas, las anécdotas, las canciones obscenas, el espíritu de los cuarentones dejándose la piel en el campo. El olor de Cantarranas, el agua de la manguera, la cantidad de recuerdos pegados al barro, perder la vista entre los árboles del fondo como tantas veces hice con veinte años.
Sentir que el tiempo ha pasado irremediablemente.
Hace unos años, cuando pasé mi crisis de los 27 aproximadamente, estas cosas me hacían pasarlo realmente mal. Saber que ya no era de las más jóvenes del garito, ver a las chicas de las nuevas generaciones mucho más guapas que yo, saber que la punta de lanza ya eran otros. Pensar que la vida universitaria ya había acabado y que nunca volvería. Pero ayer me dio igual. Porque yo estaba allí tan ricamente, compartiendo recuerdos divertidos con mis amigos de entonces, riéndome una vez más con el Lobo y la historia de la chumbera y poniéndome al día con toda la gente. Allí estaba yo, importándome un pito que todas las jovenzuelas tengan el culo más duro, que no sepan lo que es el melasma o que no les duelan los pies. Porque yo sé cosas que vosotras ni imagináis, queridas. Y todo eso que ahora os parece un problemón, a mí ni me altera el pulso. Y esas cosas que os dan miedo, yo me las paso por el forro.
Y allí, en medio de todo este torbellino, tuve una revelación. Un chaval nuevo, de veinte años escasos, con pinta de alternativo, con el pelo rizado en una especie de trenza, con los ojos claros y unas facciones casi perfectas, apareció entre la gente con una toalla atada a la cintura y sin camiseta. Vi cómo le miraban las niñas. Vi cómo se pavoneaba. Vi cómo sonreía y cómo miraba él a la gente. Vi que se creía invencible. Vi que él piensa que sabe muchas cosas, que siempre será joven y guapo y rubio. Y sonreí. Porque chaval, eres una monada, de verdad, pero no sabes nada. Tú no eres el primer chico guapo que hay en este equipo, no eres el primer pimpollo que se pasea por este campo. No eres el primero que baja bragas con la mirada, no eres el primero en hacerse peinados raros. No eres el primero en nada. Sólo eres el guapo de tu generación. Pero antes ya estuvo el dueño de mis sábanas, que se creyó lo mismo o más que tú y ahí estás, destronándole. Como él destronó a otros. Como otros te destronarán a ti. Ya lo dijo el Rey León antes de que tú nacieras, es... circle of life.

jueves, 1 de diciembre de 2016

Me echo de menos en ti

El caso es que ya casi nunca pienso en ti. Estoy muy ocupada, tengo la cabeza llena de gente, de fechas, de datos, de números casi siempre rojos. Estoy ocupada, tirando cada día de las cuerdas del corsé que me sostiene, que sujeta los pedazos en los que estoy rota para que parezca que no, que sigo de una pieza. Estoy ocupada con una vida que no me convence del todo, pero que efectivamente, me ocupa.
Pero hoy, en medio de la lluvia y el frío que sumen esta ciudad en el caos, has aparecido de la nada, con todo tu descaro, echándome a patadas de mi presente para hacerme rodar hasta el pasado. Ese pasado en el que era verano, en el que hacía más sol, en el que hacía calor, en el que no estaba tan ocupada ni tan rota.
Y es que a veces, me echo de menos en ti. Porque hoy me he dado cuenta, mientras casi podía oír tu risa en el asiento del copiloto. No te echo de menos a ti. Tú ya no eres el que yo recuerdo, pero me da igual. Lo que me escuece un poco es que yo ya no soy la que tú recuerdas. Ya no soy tan joven, ni tan guapa, ni tan despreocupada. Y echo de menos aquella que era antes de romperme y reconstruirme mil veces, aquella que no estaba tan ocupada. Aquella que era. Echo de menos mi pelo largo, mis pantalones rotos, mis aros en las orejas y mis uñas pintadas de negro. Echo de menos la que era en ti.
En todo caso, he seguido conduciendo. No me iba a quedar parada en mitad de esas calles por mucho que me hablen de ti, de mí, del verano y del sol. Por muchos recuerdos que traigan, a nadie le importa eso. No puedo quedarme quieta a mirar la esquina donde me abrazaste levantándome del suelo. Bastantes problemas tiene Madrid cuando llueve como para añadirles la nostalgia. Y a veces me pregunto si podría vivir en otro sitio. Si sería más fácil una ciudad más pequeña, menos hostil, menos llena de recuerdos y de fotografías pasadas. Luego acelero de nuevo, cuando se abre el semáforo, y supongo que no. Ya me he fundido con el paisaje, soy parte del anonimato, de la indiferencia, de la ansiedad y el caos que reina. Y ella es parte de mí, con mis recuerdos pegados a las esquinas, a los bares, a los edificios y los rincones donde no llegaba la luz de las farolas. Madrid ya es sólo uno más de los pedazos que aprieto dentro de mi corsé para que no se desparramen por el suelo mojado del otoño.

El caso es que ya casi nunca pienso en ti. Entre otras cosas, porque eso implica pensar en mí. Pensar en el verano no tiene mucho sentido cuando los otoños se siguen sucediendo, cuando siguen llegando los inviernos uno tras otro. Para qué recrearse en el pasado si el futuro viene a cogernos por el cuello. Y sin embargo, a veces añoro el sol en mitad de los días lluviosos. A veces, sólo a veces, me echo de menos en ti.  

viernes, 13 de mayo de 2016

Aquellos universitarios años

Hoy volvía de la academia de mi clase de inglés escuchando la radio. Que por cierto, he mejorado tanto que me han cambiado de clase para subir el nivel. Lo cierto es que lo agradezco porque en mi horario habitual se habían apuntado un señor muy mayor que huele a varon dandy y una pseudohippy con la cuarta parte de neuronas de lo normal. Así que entre el tufo a colonia de garrafón y lo que me desespera la tía que se soba la rasta mientras piensa durante tres minutos cada jodida respuesta, he salido disparada en el Naar-bólido sin mirar atrás.
Y ahí iba yo, con mi coche, mis pintas de haber estado antes estirando las patas en diferentes direcciones en pilates y mis ovarios y mi endometriosis bailando la conga, cuando ha empezado a sonar esto.
He subido el volumen. Mucho. Muchísimo. Hasta que me he teletransportado a aquellos años en los que era poco menos que la banda sonora de mis días de facultad. A veces me parece que fue ayer, pero supongo que para los universitarios de ahora yo soy como el señor que huele a varon dandy. Sólo que yo era universitaria de verdad y los de hoy en día son una primos. Cada vez que hablo con un veinteañero y me dice que la facultad es una mierda me dan ganas de abofetearle con un puñado de calcetines llenos de piedras.
La universidad era buen rollo, fiestas, porros, horas al sol tirada en el césped, tercios a media mañana, risas, conversaciones de política y desprecoupación. No trabajos a todas horas, exámenes hasta finales de julio, clases obligatorias y competitividad. La universidad eran los mejores años de la vida. No el asco del que estás deseando salir para entrar en el mundo real y laboral aún más asqueroso.
Y no sé si la culpa es de las reformas contra las que me manifesté, de los cambios de leyes, de los gobiernos y su reputísima madre. O de los propios alumnos, que han cedido y aceptado. O de la sociedad en sí, donde se priman cosas absurdas, donde el modelo americano de la competitividad más sangrante cada vez se ve mejor. No lo sé, pero lo estáis haciendo todo mal. Lo estás estropeando todo. Lo habéis fastidiado, malditos, lo habéis fastidiado.
Yo fui feliz en el universidad. De hecho, si lo llego a saber, me había quedado unos cuantos años más. Fui una pringada sacándome cada curso en su año. Así que fue breve pero intenso. Tres o cuatro años, pero joder, qué tres o cuatro años.
Yo no iba a clase. Excepto por gusto. Había asignaturas que me fascinaban, profesores que me encandilaron y fui cada día, aunque fuera a horas incómodas. Hubo otras a las que fui el primer día y nunca más. Hubo otras de las que me enteré que estaba matriculada el día antes del examen (curiosamente, me presenté para probar suerte y aprobé). Y lo hacía porque era libre, cosa que no había sentido nunca antes, con tanta presión y control en el colegio y el instituto donde llamaban a casa si faltabas. Así que iba, venía, me saltaba clases, me levantaba al alba para escuchar a los profesores que merecían la pena y me salía dando un portazo de la clase de los que eran unos capullos.
Pasé muchas horas al sol. Y a la sombra. Viendo las fiestas de timbales, a mis amigos jugando al diábolo o con las pelotas de lana llenas de arena. En invierno metida en la moqueta, cogiendo unos colocones importantes del humo de porro. Pasé horas y horas en el cuchitril donde alguien montó una asociación, tirada en los sillones que robamos de un despacho, leyendo las poesías, recortes e historias que colgábamos por las paredes. Bebiendo tercios a medias, comiendo palmeras de chocolate y mirando con recelo el microondas que jamás se limpió. Hablando de política, de música, de humanidades y divinidades con gente de todas clases.
Pasé muchas más horas aún en la facultad del Ross. Viendo el rugby, cantando canciones obscenas, enseñando el sujetador a coro de “quítate la camiseta”. Perdí la vista más allá de cantarranas mientras ellos entrenaban. Me tumbé en el césped de ciencias y en el de paraninfo, puse mi culo en todos los parques y casi todas las cafeterías de todas las facultades. Me reí a carcajada limpia en todos los rincones de ciudad universitaria. Y quizás lloré en algunos. Me besé en varias esquinas. Con el chico de las naranjas, con el soñador de la guitarra, con el Ross, con el dueño de mis sábanas. Eché un polvo furtivo en los baños del decanato.
Quizás no era sólo la facultad, era la edad. Eran los jueves por Moncloa, eran las noches del Dolce, eran las fiestas en casa de la gente, eran mis amigos, era la inocencia, las ganas de vivir, el no haberme pasado aún la vida por encima como una apisonadora. Era Platero y Extremo y Loquillo y Marea y el rock de los 70 y los 80. Igual era que yo era más joven.

Viví los años de universidad. Fueron pocos, pero fueron intensos. Y no sé por qué ya no lo vivís así, estúpidos. Lo habéis fastidiado, malditos, lo habéis fastidiado.

lunes, 1 de junio de 2015

Fin de semana intenso

Tengo la frustrante sensación de que haga lo que haga, no podré haceros llegar ni la mitad de la mitad de lo que ha sido este fin de semana. Y me temo que aunque fuera buena escritora, tampoco lo lograría. Hay cosas que están mucho más allá de donde llegan las palabras. ¿Acaso alguien puede describir explícitamente la sensación que ha tenido al soñar que volaba? ¿Acaso por mucho que lo hayan intentado todos los poetas de la historia alguien ha conseguido expresar con exactitud lo que se siente cuando se ama a alguien con todas las fuerzas del alma? No. Los sentimientos son demasiado libres para poder enjaularlos entre letras. Por suerte.
El caso es que ha sido en general una buena semana. Así de buen rollo y tal. Yo que me animo con dos de pipas. Así que llegué al jueves bastante cansada pero incluso más alegre de lo habitual. El viernes era el torneo de rugby que cada año enfrenta a los hombres de rosa de mi corazón contra sus enemigos de piedra. Novatos y veteranos dejándose la piel en el campo. Literalmente. Qué gran deporte, el rugby.
Mi Pelirroja y yo fuimos para allá a hacer una especie de viaje al pasado. Nos encontramos con la gente de la vieja guardia, con los que fueron nuestros compañeros de juergas y que ahora son papás más o menos responsables. También estuvieron por allí Gordito y Bombita, que incluso llegó a jugar. También vino A, con quien charlé un rato tirados en la hierba como hace doce años. Me dio una vuelta en su nuevo coche. Le propuse matrimonio con bienes gananciales, pero el tío rancio no quiso. Que soy una interesada, me dijo entre risas. Coño, pues yo no veo sentimiento más puro que el que tengo yo por su Scirocco.
Y luego la de siempre. Mi gente se empieza a retirar y yo siento que me debo ir. Que tengo una edad, unas responsabilidades. Pero el Dueño de mis Sábanas se interpuso en mi camino de la buena conducta. Esos ojos y esa risa son mi jodida perdición. Y mira que empezamos bien, como esa especie de amigos que intentamos ser aunque no nos salga nunca. Charlamos, nos reímos, nos contamos cosillas, divagamos un poco, bebimos cerveza a medias. Y la noche avanzaba y yo no me iba. Así que llegados a un punto, me puse una sudadera suya y a la mierda, aquí me quedo hasta que me echen. Volví a tener 20 años por una noche. Las risas, las anécdotas, la narración de las jugadas, las voces, el olor del campus, el sabor de la cerveza barata y medio tibia. Felicidad en estado puro. Viaje al pasado, digan lo que digan los físicos.
Después cogí el coche. El Dueño de mis sábanas y yo solos. Años sin un rato así de nuestro. Los dos, mano a mano con Whitesnake por Moncloa, charlando, canturreando, sacando el brazo por la ventanilla, el aire tibio, las risas tontas. Los dos, los abrazos, los pellizcos, los guiños de ojo, las miradas cómplices, los pantalones rotos, sus carcajadas que me fascinan, mis palabras que tanta gracia le hacen. Yo, con una cerveza, él con varias más y los dos con la lengua suelta. La tarde que no fue, los recuerdos que sí fueron, la sensación de que no fue suficiente. La convicción de que teníamos que habernos dado mucho más, de que hay una cuenta pendiente a nuestro nombre. El abrazo de despedida sin tocar el suelo, el olor de su cuello, el roce de mi pelo. Las miradas que no podemos mantenernos. Ains. Maldito.
Y llegué a casa de madrugada pero no acabó la historia. Porque nuestra historia nunca acaba del todo y siempre queda una palabra más que decir. Si me hubiera quedado un poco más, si aquella tarde hubiera dicho que sí. Si, si, si. Entre risas le dije que le odiaba porque me estaba haciendo rabiar. “Más quisieras”. No quiero odiarte, baby. Prefiero seguir sin quererte.
El sábado hablé con Pelirroja y nos descojonamos de las historias de la noche anterior. Como hacíamos hace diez años cada semana. Sé que la tengo más cerca ahora que ha vuelto a España y sin embargo la echo tanto de menos. Mi chica, mi adorada chica pelirroja. Luego me fui de cena familiar con el vértigo de que nadie me conoce, nadie sabe realmente quién soy, de que tengo una especie de vida oculta. Y me gusta esa parte sólo mía.
El domingo comimos todos mis amigos y yo en casa de Gordito y Señora de. Hice una tarta que voló en minutos. Una vez más la gente me animó a montar un negocio. Al parecer, es verdad que cocino bien. Pelirroja dijo la frase clave para cualquier triunfo “Logística minimizada, negociaco máximo.” Mi gente son genios. Y con tanta risa y tanta mongolada que hacemos, ni siquiera lo saben. Y a pesar del cansancio acumulado, de no haber pegado ojo en tres días y de tener aún un agujero muy raro en el estómago, estuve feliz con ellos. Me moría de ganas de ver a Flumi, de contarle algunas cosas del viernes al Ross, de abrazar a Reichel y de chapurrear inglés con Rulas. Les debo años de felicidad. Les debo una vida que me ha hecho mejor. Les quiero, les quiero mucho.
Ahora empieza una nueva semana. Una llena de rutina y de esas cosas aburridas que hacemos los adultos. De asumir de nuevo que tengo 32 añazos y que este viernes no volveré a ver rugby ni a tomar cervezas entre risas y canciones obscenas. De seguir el plan trazado y no quedarme hasta las mil vacilando. De hacer lo que se supone que hay que hacer. De, en parte, aburrirme soberanamente.


En fin, a la espera de otro golpe de viento, volvamos al mundo real. Es un asco, pero fingiré que es un impasse de espera hasta que llegue de nuevo la adrenalina que quema la piel. El remanso de la montaña rusa antes de la diversión. Sigamos viviendo. Buenos días, rutina.  

lunes, 18 de febrero de 2013

domingo raro, raro, raro...

No sé ni por dónde empezar. Qué estrés, oiga.
El sábado quedé con el chico guapérrimo como ya os expliqué. Y sí, muy bien y tal y pascual. Pero que yo no siento nada del otro mundo. Mi cabeza me dice que sí, que es un chico estupendo. Mi corazón no dice nada porque ya os dije que no sé dónde lo he puesto. Y mi vena frungidora tampoco dice porque tampoco sé dónde anda.  Lo único que he conseguido encontrar, por suerte han sido las llaves de casa de mi madre. Se ve que Ron jugó con ellas y las metió debajo del mueble de la tele. Pero ahí no había nada más. Vale, sí, había pelusas, bolitas de albal de Ron y alguna que otra mierda. Pero ni el corazón, ni las ganas, ni la vena frungidora ni nada de nada.
El domingo me levanté tarde y atolondrada. Estaba nublado y yo me sentía también un poco grisácea. No sé muy bien por qué. Serían las hormonas, para variar.
Estaba terminando de desayunar cuando me llegó un wasap. Pensé que sería Anita para cotillear. O Pa. O incluso el guapérrimo. Pero era el Ross. Me decía que al final se había alquilado un piso en la calle de al lado del mío y que si los domingos abría alguna tienda por aquí. Y es que la última vez que nos vimos ya me dijo que le había echado el ojo a un apartamento a escasos metros de mi casa y aunque se me pasaron muchas cosas por la cabeza, decidí ignorarlas todas. Así que no me sorprendió en exceso el mensaje y me limité a decirle que dependía de lo que necesitase, pero que sólo se me ocurrían los chinos porque los domingos mi barrio cae en estado de hibernación. Al cabo del rato recibí otro wasap suyo. Me decía que era una mentirosa y que estaba abierto el Dia de abajo. Y me ponía una carita sonriente. Pues vale, Ross, estupendo. Y de paso, se acordó de que el podíamos quedar el viernes para hacer la compra de la despedida del Gordito. Le dije que sí y traté de mantener mi estado de calma e insensibilidad, pero me lo estaba poniendo complicado. Y ya ni os cuento cuando después de comer me mandó un nuevo mensaje diciéndome que si me apetecía ir a conocer su casa y ver una peli juntos.
Y como soy estúpida, pero estúpida, estúpida… fui. El cabrito me había comprado aquarius y patatas fritas de las que me gustan. Y pan y jamón “por si quería quedarme a cenar”. Nos tumbamos en el sofá como siempre. Le calenté los pies, como siempre. Y él me acarició un poco los tobillos, como siempre. Vimos una peli de dibujos, porque somos así de memos los dos y nos reímos muchísimo, como siempre. Después de la peli estuvimos hablando, contándonos cosas y cachondeándonos de todo el mundo, como siempre. Me pidió que le rascara la espalda, como siempre. Y yo empecé a sospechar dónde había puesto el corazón. Porque siempre que estoy con él siento que estoy en el lugar adecuado, que estoy en casa, que nada malo puede pasarme si él está cerca. Pero traté de ignorarlo hablándole del guapérrimo. El Ross hizo lo de siempre, se encogió de hombros y me dijo lo apropiado aunque sin mirarme a los ojos mientras lo hacía. Me dijo que sonaba todo muy bien y que a lo mejor era el chico perfecto que yo necesitaba. Por desgracia, yo también hice lo que siempre y una vez más, una frase cruzó mi mente como un relámpago. “Te querré hasta que me muera”. 

Momento flash back: Se la dije en el bar donde quedamos los amigos casi siempre, este otoño pasado, tomando unas cañas. Era la primera vez que me veía con el Ross desde hacía un año y las cosas habían estado muy tensas. Pero ese día, él estaba inspirado y quiso bromear. Yo al principio le seguí la bola, pero luego, el tema fue subiendo de tono. Así que empezamos a medio discutir y en un  momento de cierta tensión, le dije “mi condena es que me moriré queriéndote.” Se lo dije sin pensar y me arrepentí al mismo tiempo que iban saliendo las palabras de mi boca. Porque además yo en ese momento estaba con otra persona. Pero lo dije, maldita sea mi estampa. Y él lo sabe. Sabe que trato de convencerme de que no volvería con él nunca porque me niego a perdonarle del todo lo que me hizo, pero sabe que me cuesta mucho vivir sabiendo que no estaremos juntos. Sabe que me duele. Sabe que haga lo que haga, que esté con quien esté, que avance lo que avance, él siempre será él. Siempre será mi Ross, mi casa, mi lugar seguro. Sabe que no me siento con nadie como con él, a pesar de todos los pesares.  Y sabe, me cago en todo, que él es el amor de mi vida y que por muy perfectos que sean otros, nunca serán él. Fin del flash back.

Aún estaba recuperándome de esto y tratando de convencerle que no podía quedarme a cenar mientras recogía mis cosas cuando me vibró el móvil. Y de nuevo tuve la esperanza de que fuera Anita, o Pa o el guapérrimo para hacerme pensar en otra cosa. Pero nooooooo. Mi vida es mucho más ridícula que todo esto. Muuucho más. Así que no podía ser otro que el dueño de mis sábanas, diciéndome que la otra noche soñó conmigo. Así que ahora también sospecho dónde he puesto mi vena frungidora.

Por favor ¿es que se han alineado los astros? ¿es verdad que se acerca el fin del mundo? ¿es que mi vida estaba por fin estabilizándose de nuevo y eso resta audiencia a este absurdo show en el que vivo?
Madre mía. Necesito un respiro. En serio. Que paren el mundo. Me quiero bajar ahora mismo.

Actualización: hoy lunes me ha llamado el guapérrimo. Que tienes ganas de verme y que si mañana me viene buscar con la moto y no sé qué y no sé cuanto. No puedo con mi vida. En serio. Basta.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

continuación de una noche-buena

A ver, lo último que conté es que yo llegué a mi casa de la de mis yayos en Nochebuena. Y me puse a escribir presa de una fiebre alcohólica inexistente. Porque dije una copa de cava, pero es mentira: fue media. Debieron ser los langostinos, que me comí dos. Yo que sé. Algo me tuvo que sentar mal al cerebro. Igual es porque estoy con la regla, para colmo de alegría navideña. Sí, debe ser eso. Las hormonas, las malditas hormonas, como siempre.
El caso es que tuve un arrebato de sinceridad, de confesión y de amor generalizado. Borracha perdida de hormonas. Y escribí, ya lo dije, para no ponerme a llamar y a mandar mensajes inadecuados. Porque varias veces tuve el móvil en la mano diciendo “Total, tengo la excusa de las fiestas, le felicito y ya si eso…” pero luego recapacitaba. “No, Naar, no. No se mandan mensajes a los ex, ni a los hombres de pasado en general, ni al Ross, ni a nadie.” Y daba a cancelar y dejaba el móvil. Tecleaba furiosa otro rato, me fumaba un piti, me comía una bolita de coco de las que me dio mi abuela y están buenísimas.
Pero esa noche tenía una fijación en la cabeza y volvía una y otra vez a pensar en él. En el que siempre me devuelve la alegría, pensando que quizás tuviera él la que había perdido. En el que siempre me ha hecho sentir la mujer más fuerte y maravillosa del mundo. En el que siempre me hace sonreír. En el que nunca he dejado de pensar por completo. En el dueño de mis sábanas.
Y otra vez al soliloquio mental. “mándale un mensaje, mujer, si total, hace poco hablasteis por facebook y todo está bien. Le felicitas las fiestas, que sabes que está en su mar. No va a pensar nada raro de ti, que tampoco lo haces con intenciones ocultas, que sólo sois amigos… ¡¡No!! No escribas nada a nadie. Estate quieta, pedazo de imbécil. Que no aprendes. Que te he dicho que este año tienes que mantenerte alejada de todo ser masculino y hacer voto de castidad voluntario.” Así que dejaba el móvil una vez tras otra pero sin dejar de pensar en lo guapo que estaba en la foto que había colgado por la mañana, tomándose su colacao al sol de una terraza desde que se veía el mar que le pintó los ojos de azul.
Con mucha fuerza de voluntad, cuando terminé el post, las bolitas de coco y los pitis, me fui a la cama. Sin llamar a nadie. Toda orgullosa yo de mi falsa borrachera y de mis hormonas bajo control. Me tapé hasta las orejas y seguí pensando en él. Porque sí. Porque es mi lugar feliz. Porque es el único hombre al que no quiero olvidar de todos lo que han pasado por mi vida.
Y entonces, casi a las seis de la mañana, en el silencio sepulcral de mi casa, cuando estaba justo a punto de dormirme con el gato enroscado en las piernas, tronó el móvil sobre la mesilla. Un mensaje. ¿Y qué gilipollas manda un mensaje a esas horas? ¿Quién podía estar más borracho o más hormonado que yo? ¿Quién no ha sabido controlar sus impulsos lo suficiente?
Pues él. ¡Él! El dueño de mis sábanas. Él tenía que ser. De entre todos los hombres del mundo, él. Y me decía que una vez más tenía arena entre los dedos, los pies en el mediterráneo y que algo le decía que everythingsisgonnabeallright. Lo mismo que me dijo en el ya lejano 2004, cuando nuestra historia truncó mi vida estable y me empujó al lado salvaje.
Ay dios, ay dios, ay diooooooos. Pegué un salto en la cama. A tomar por culo mi poco sueño. A tomar por el culo mi plan de no hablar con nadie en ese estado lamentable de borrachera falsa y hormonas alteradas. A tomar por culo mi calimero, mi pena, mis malos rollos. A tooooooomar por culo todo.
Y es que sólo saber que él, en un momento de la noche pensó en mí, me hace feliz. Que aún se acuerda de ese verano que me mandaba mensajes desde la playa, que aún tiene grabado igual que yo ese everythinsisgonnabeallright. Que aún existo en su mente, en su mundo, en sus recuerdos. Que aún hay un arañazo mío en su corazón. Que aún tiene un minuto de madrugada para escribirme unas palabras. Que aún no hay fuerza humana o divina que nos haya separado del todo. Eso ya me devuelve la sonrisa, la alegría y las ganas de vivir. Porque hay gente que se va de tu vida a la primera de cambio, y hay otros que aunque les cierres las puertas se cuelan por las rendijas. Esos son los que valen, esos son los que de verdad te quieren y les importas. Esos son los que se quedan para siempre.
Sabía yo que volvería a ser feliz en breve, pero no sabía que fuera a ser tan rápido, tan fácil, tan de un segundo para otro. ¡Zas! Unas pocas palabras en el momento justo y vida nueva. Sabía que alguien tenía mi alegría, pero no sabía que fuera él… de nuevo él, quien la tuviera.
Y ahora también añado: esto no es el principio de ninguna historia. Sigo con mi plan de castidad voluntaria. No tengo el coño para farolillos. Pero él… siempre será ÉL. Y con un mensaje ha valido para romper el huevo de calimero, ha valido para descongelarme el corazón, ha valido para devolverme la luz que se había apagado. Y no necesito más. Él siempre será capaz de tener ese efecto mágico sobre mí. Siempre sabrá cómo hacerme vibrar. Por eso, no sé si lo leerá o no, pero gracias corazón, gracias por ser el único y absoluto dueño de mis sábanas.

P.D. Y mil gracias a vosotros. Hoy estoy totalmente sobria de cava, pero aún más hasta el culo de hormonas y aún así os sigo queriendo. Sigo pensando que sois los mejores lectores del mundo. Mil gracias por todos los comentarios de los que nunca comentan (animaos más a menudo, no me seáis rancios), por los que sí lo hacen siempre, por el terreno donde enterrar cosas, por los guiris nuevos de Salamanca (pronto, Key, pronto estoy allí haciendo estragos de rubios grrrrr) y por… por todo. Sois al menos la mitad de mi alegría, de mi corazón recompuesto y de mis ganas de seguir adelante.

viernes, 31 de agosto de 2012

odio septiembre (pero nacieron ellos)

Odio el mes de septiembre. Extrañamente, un alto porcentaje de los hombres de mi vida nacieron en él. Puede que sea coincidencia. Puede que sea una razón más para que estas fechas me jodan la existencia. O puede que por el contrario, sea el único motivo por el que sobrevivo a este mes de mierda. Quién sabe.
El caso es que llevo unos días pasándolo mal. Se me han truncado los últimos planes que tenía para acabar el verano de una forma bonita y positiva. Se me ha caído al barro el broche que iba a ponerle a estos meses en los que he sentido y vivido tan intensamente como hace años que no hacía. Se me ha escapado entre los dedos la última bocanada de aire con la que esperaba aguantar el invierno antes de poder llevármela a la boca. Pero encontraré otras fuerzas, otras ganas, otros motivos para seguir adelante, como he hecho siempre.
En los últimos días he sentido que la vida me daba de patadas. No a mí como persona quizás, pero cada noticia, cada palabra, cada mensaje que me llegaba era como un picotazo. Y es que todo el mundo que me rodea parece saber qué hace o va a hacer con su vida. Parece estar centrado en su camino dando pasos firmes. Gente que se casa, que tiene hijos, que cambia de rumbo, que hace cosas. Y yo sigo perdida. Antes esta época era un poco rollo, pero sabía lo que tenía que hacer. Empezaba el curso y yo me ponía a estudiar o a trabajar. Ahora no sé qué tengo que hacer. De hecho, no quiero hacer nada. Quiero seguir como hasta ahora. Quiero tomarme las cosas con calma. Quiero seguir sola en mi casita compartiendo sólo ratos esporádicos. Quiero seguir sintiendo cosas buenas y felices sin complicarme con el futuro. Quiero seguir leyendo, escribiendo y viendo series. Quiero seguir con mi vida, aunque no sepa hacia donde se encamina. Al menos de momento. Al menos hoy.

Nota: por si en los próximos días no escribo o lo hago sobre otra cosa… felicidades a esos hombres importantes de mi vida que tuvieron a bien nacer en esta época un poco deprimente del año.
Muchísimas felicidades al dueño de mis sábanas, que inaugura el mes y cumple los 31 años más sexys del mundo. Espero que las cosas le vayan bien y que sobre todo, le vayan mejor aún a partir de ahora. El mundo necesita de una sonrisa y unos ojos como los suyos.
Muchas felicidades al niño chico, que al día siguiente hace 24 preciosos años que nació y doy gracias a Dios por ello. Espero que la vida la depare todo eso que él espera y que sea tan feliz como se merece. Estoy segura de que todo irá bien, aunque él todavía no lo sepa y aunque tarde un poco en descubrirlo.
Felicidades a Freddy Mercury, que el día 5 cumple años y monta fiesta en el cielo. Nunca me acuerdo de la fecha de su ida, si no de esta, porque es más importante que naciera a que se fuera. Y conmigo estará siempre de un modo muy especial.
Felicidades al desequilibrado, que aunque no recuerdo exactamente su día, sé que era a mediados. No fue bueno en mi vida, pero la marcó en muchos sentidos y gracias a él soy quien soy y tengo lo que tengo. Y me regaló lo más bonito que me haya pasado nunca, mi Ron.
Felicidades a todos y a los que quizás, en este momento se me olvidan.  

martes, 31 de julio de 2012

el lugar feliz

En psicología hay una cosa que se llama “lugar feliz”. Y no es otra cosa que un recuerdo idealizado o una imagen de algo que nos hace sentir bien. Todos tenemos uno, más real o más imaginario. Y lo usamos para huir a él cuando estamos estresados, agobiados, deprimidos. No es algo en lo que pienses a diario. Es un recurso mental de escape, como la válvula de las ollas a presión. Un modo de convencernos de que volveremos a ser felices cuando todo en el exterior apunta a lo contrario. Es, por decirlo así, como la película que te montas cuando no puedes dormir, imaginando tu vida perfecta, pero a lo bestia.
Mi problema es que sucesivamente en mi vida se me han ido jodiendo mis lugares felices. Porque soy una necia que necesita una base real para crearme ese lugar.
Primero fue mi primer amor. Un chico al que idealicé y amé con locura de los 14 a los 19 años. Yo le recordaba y recreaba un mundo maravilloso que él me ofreció durante tres días absurdos en los que salí con él cuando era sólo una niña atolondrada y llena de sueños. Pero volvió a mi vida. Y antes de que pudiera pensar que el sueño se había hecho realidad, se convirtió en una pesadilla. Me arruinó la vida. Mandó a tomar por culo mi lugar feliz.
Pero por suerte yo era muy joven y muy fuerte, me recuperé, y además mi vida entonces estaba en su punto álgido. Así que encontré otros.
Luego llegó mi Ross. Él era el lugar feliz por excelencia, porque lo era en gran parte incluso cuando estábamos juntos. Porque él me daba esa sensación de seguridad, tranquilidad y confianza que he buscado toda la vida. Y después de perderle, durante años le amé y veneré su recuerdo. Huía mentalmente a su lado cada vez que el mundo era cruel conmigo. Y me fustigaba por haberle perdido, pero sentía que quizás, algún día volvería con él y sentiría de nuevo esa calma y es seguridad que me daban sus brazos. Pero no. El año pasado le tuve que echar de mi vida harta de dolor. Tuve que poner punto y final, sacando fuerzas de flaqueza, cansada de que hiciera astillas del árbol caído y le prendiera fuego con saña hasta reducirlas a cenizas. Y me dolió lo que hizo. Pero más me dolió perder mi lugar feliz, mi refugio, mi hogar. Quedándome desprotegida y desamparada. Porque es una de las más desoladoras de las pérdidas.
Pasé unos meses en lo que me morí por dentro. Pero poco a poco, cree de nuevo un lugar feliz. Uno al que huir cuando el mundo es sórdido y ajeno, cuando es doloroso y desagradable.
Y fuiste tú, lejano e inalcanzable. Perfecto para ser un lugar feliz indestructible. Tú, con tu capacidad de hacerme sonreír. Con tus ojos azules como el mediterráneo que conocí de niña. Y me refugié en ellos. En el recuerdo cálido de las noches de verano que pasé en tus brazos. Me refugié en el arrullo de una pasión sin límites que me hizo sentir viva una vez y me lo recuerda de nuevo cada vez que pienso en ti. Cuando el mundo rugía con fuerza, yo me sumía en el susurro pausado del mar de tus ojos impenetrables. Y fui encontrando fuerzas en este lugar feliz. Absurdo, quizás, pero feliz al fin y al cabo.
Luego me hiciste un regalo con irte. Me obligaste a salir a flote y la lejanía juega a mi favor. Me otorga la posibilidad de idealizarte todo lo que quiera sin que me lo desbarates. Puedo recordarte joven, guapo y perfecto. No vas a envejecer para mí. No vas a estropearte, ni a decaer. Ni siquiera has cumplido más de veinticinco. Sigues siendo y serás el jovencito guapo y sonriente que retozaba desnudo entre mis sábanas. Que se reía y me contaba cosas divertidas. Aquel, que llevaba una melenita rubia y que me mandaba mensajes desde la playa. Puedo seguir soñando con los besos y las caricias que me diste, con tu piel bañada por la luna y con ese olor de tu pelo que se quedaba durante días en mi almohada. Puedo seguir recurriendo a esos momentos que me regalaste sin pedir nada a cambio. Porque eres de los pocos hombres que me ha dado más de lo que me ha quitado. Quizás por eso eres de los pocos también a los que no guardo un extraño rencor. Quizás por eso, a ti pretendo recordarte mientras que a los demás quería olvidarlos.
Así que, si te tengo idealizado, déjame que lo haga. No me lo quites. Déjame ese pedacito de sueño para que pueda esconderme en él cuando se cierne la oscuridad de mi soledad escogida. Déjame que te sueñe, perfecto e imperecedero a mis ojos. Déjame que te regale mis sábanas. Déjame quererte, si a esto tú lo llamas querer. No me obligues de nuevo a renunciar a mi refugio. No me hagas tener que enfrentarme al dolor sin un lugar feliz del que sacar fuerzas. Aunque ese lugar feliz seas tú. O alguien que se parece remotamente a ti y yo he creado con un puñado de recuerdos y de imágenes. Qué más da.

Este año, y este mes de julio en particular, he dejado pasar muchas fechas importantes. Unas porque se me han olvidado. Otras, porque he preferido mirar hacia otro lado. Pero esta no. Esta es la que marcó el comienzo de una nueva yo. Esta es la que tú usaste para darme un empujón hacia el lado salvaje. Y aunque ya sólo seas un recuerdo, eres mi lugar feliz. Y lo sabes.

lunes, 26 de marzo de 2012

Let it be

-         He escrito tanto sobre ti, que cualquiera pensaría que estoy loca por tus huesos.
-         Sí. Yo de hecho, lo pienso.

Pequeño extracto de una conversación con el dueño de mis sábanas que daría para varios post. Como todo lo que él hace. Y en parte creo que lo busca, porque le gusta leer lo que escribo de él. Por eso, entre otras cosas, le voy a hacer una etiqueta. Porque son tantos ya sus post, que se la ha ganado.
Me dijo también que creía que yo le quería, entre otras cosas porque me afano en decir que no es así. Y en vano traté de explicarle de nuevo que lo que yo siento por él queda bastante al sur del corazón. Pero me desarmó por completo cuando le dije que si él me quería a mí y me dijo “claro. No hay razones para no hacerlo, eres lista, sexy y ahora encima bricomaníaca.”
Mierda. Debería haberlo dejado estar.
Y divagamos un poco sobre el amor. Porque yo no creo en ello y si creo en algo, es en un sentido más práctico y racional que él. Y partimos de bases distintas. Y no nos ponemos de acuerdo, como solía pasar. Y nos reímos, como hacíamos entonces. Y me sigue acelerando el pulso hablar con él, como siempre.
Extrañamente, se redujeron mucho los miles de kilómetros que nos separan. Su charla hizo que me olvide del tiempo que hace que no le veo siquiera y de que probablemente, no le vuelva a ver. Pero luego vuelvo al mundo real, en el que él no está y aquellos años felices se fueron para no volver. Debería haberlo dejado estar.
Es curioso, porque él me sigue haciendo sentir. Sentir, en general. No un sentimiento concreto. Sólo sentir que sigo viva. Que el corazón me golpea el pecho con otra finalidad que la de simplemente bombear sangre al resto de mi cuerpo. Pero esto no es tan bueno. Sentirme viva por un rato me recuerda que no me siento así a menudo. Y me hace temblar, como al funambulista que cruza un precipicio caminando sobre una cuerda y comete el error de mirar hacia abajo, sintiendo vértigo de repente. Debería haberlo dejado estar.
Y es que yo también soy humana, leches. Sí, lo soy, las palabras esas raras de confirmación que tengo que descifrar para publicar comentarios en vuestros blogs lo certifican. Y por mucho que cante las alabanzas de la vida solitaria, a veces me da el chungo mental de echar de menos los sentimientos. Empiezo a pensar que van demasiados meses acorchada y sin sentir ni frío, ni calor, ni amor, ni dolor… ni nada. Y claro, llega el dueño de mis sábanas, desde el culo del mundo y con unas pocas palabras me hace reír y sentir un agradable calorcillo en mi pecho de hojalata. Y entiendo que puede parecer amor aunque yo diga lo contrario. Y siento como me aprieto el cardenal y duele de nuevo. Joder, debería haberlo dejado estar.
Sólo recupero la cordura cuando recuerdo mi plan de que me la pele todo. Que no sentir es necesario en este momento. Y que me tiene que dar igual todo. Quien quiera creer que le quiero, incluido él, que lo crea. Yo no lo sé, ni me importa. Ya lo confirmaré cuando vuelva a tener sentimientos. Ahora mismo ni quiero ni puedo saberlo, no puedo sentir. Sería catastrófico. Así que let it be, baby, let it be.

martes, 7 de febrero de 2012

tú cambiaste mi vida

A veces me acuerdo de ti. Y antes me maldecía por hacerlo. Porque de entre todos los hombres de mi vida, el que más grabado a fuego tengo eres tú. Tú cambiaste mi vida.
Tú, sin saberlo, sin quererlo, sin proponértelo. Tú mandaste mi felicidad al traste sin darte cuenta. Tú arruinaste mis planes. Tú jodiste mi destino. Tú me arrancaste de mi sitio. Tú me sacaste del camino. Tú. Con tus promesas de que todo iría bien. Con tu tentación del lado salvaje. Tú cambiaste mi vida.
Y no creas que lo digo con rencor, ni con resentimiento. Pero es así. De todos los hombres de mi vida, el que más la ha trastocado, la ha zarandeado, la ha arrasado, has sido tú. Tú cambiaste mi vida.
Y es raro. Que después de un desequilibrado, montones de locos y de pirados diversos, de un ángel, un bohemio y hasta un maltratador, que el que más haya cambiado mi vida hayas sido tú. Tú, que nunca pasaste dos días seguidos conmigo. Que no compartimos casa, ni tiempo. Ni vacaciones, familia, amigos y eventos. Tú, con el que no compartí apenas más que besos y mordiscos. Tú, a quien no quise, ni mucho menos amé, cambiaste mi vida.
Y no una vez. Ni dos. La cambiaste montones de veces, aunque muchas de ellas no lo sepas. La última fue este verano, cuando te fuiste al culo del mundo a vivir. Y yo supe que una parte de mi vida, de mi pasado, de mi juventud y de mis años felices se iban contigo. Como si rompiera por fin el cordón que me unía con todo aquello. Como si tu marcha fuera algo simbólico, que marcaba el fin de una era. Desde ese día, que decidí poner de nuevo el contador a cero, he sido más feliz, más fuerte y más libre. Porque de nuevo, tú cambiaste mi vida.
Y por eso, a pesar del dolor, de los agujeros que han quedado en mi corazón, de los pedazos que he perdido por el camino y de haber perdido el rumbo mil veces, tengo que darte las gracias. Porque tú cambiaste mi vida. Tú fuiste el detonante. Fuiste la chispa que encendió la mecha. Fuiste el empujón que te obliga a saltar al vacío.  Y nunca hubiera sabido quién era yo de verdad si no llega  a ser por ti. Nunca hubiera conocido ciertas partes de mí. Nunca hubiera vivido lo que había más allá de lo conocido. Nunca hubiera cambiado mi vida. Por eso, ahora lo sé, ahora te recuerdo y sonrío. Ahora sé por qué no te olvido. Porque tú, TÚ, cambiaste mi vida.

jueves, 18 de agosto de 2011

mark lenders vs oliver aton

No, no es un post friki sobre dibujos manga de ojos enormes y bocas abiertas. Ni siquiera me gusta el manga. Es una metáfora. O algo así.

Este verano está siendo un rollo. No tengo dinero ni para salir a la puerta. Y tampoco ningún plan lo bastante bueno como para prostituirme en una esquina y conseguir los euros suficientes para hacerlo.
Así que ayer quedé con chicososo, que ha vuelto de la playa. Total, estaba aburrida, medio pachucha y temía que mi vocabulario se redujese definitivamente a “miau-miau” “¿quieres comidita?” y “ven a que te limpie ese hocico, gato cochino”.
Y estaba pensando en cambiarle el apodo a chicososo, pero he decidido que está bien como está, porque los otros que se me ocurren son incluso peores.
Puede que yo sea algo conflictiva a la hora de buscar hombres. Mi madre dice que mi camino se torció cuando de pequeña me gustaba más Mark Lenders que Oliver Aton y que terminé de rematarlo cuando mi primer amor platónico fue Hugo Sánchez, el jugador del Madrid que ha llevado los pantalones más cortos y apretados del mundo.
El tema es que me gustan los hombres con carácter. Con iniciativa, con ganas, con sangre en las venas. Me gustan los hombres que están “vivos”, que se ríen, se enfadan, lloran, gritan y te besan en mitad de la calle. Me gustan los hombres dispuestos a hacer planes, a quedarse en casa viendo la tele, a salir a bailar hasta las mil y monas, a cuidarme si estoy mala y a hablar de metafísica hasta la madrugada.
No me gustan los hombres que se escandalizan por cosas tontas, que les da vergüenza todo, que te tocan con miedo, que son mártires de causas absurdas y que se acobardan. No me gustan las nenazas. Quizás porque yo misma no me permito ser blanda, tener miedo, llorar o asustarme. Y si yo no lo hago, tú tampoco. ¡Sé un hombre, por todos los diablos! Y no hay excusas. Si yo puedo tú también, no me jodas.
El caso es que chicososo es un poco así. Un poco blandito para mi gusto. Tan mono él, con sus sonrisa perenne y sus ojillos verdes tan inexpresivos. Tan rojo cuando se habla de sexo. Tan ojiplático cuando me oye hablar. Tan tembloroso cuando me roza una cadera sin querer. Y anoche se lo dije, “chicososo, que no tienes 15 años” y su respuesta casi me deja muerta: “es que tú me impones mucho.” Madre mía. Le asusto. Y claro, me contó que sus novias habían sido todas tontas, de las que lloriquean, te preguntan si las quieres y te abrazan para dormir porque es muy romántico. Claro, este chico no ha visto a una mujer de verdad en su vida. Traté de convencerle de que no es tan fiero el león como lo pintan, que no tengo hombres emparedados por casa, que no tengo un cajón con instrumental sado (está todo en una caja en el armario de arriba… ¿cómo lo iba a tener en un cajón? Menuda estupidez) y que, hasta ahora al menos, todos mis ex han salido vivos. Pero él me vuelve a mirar como si fuera a darle de latigazos de un momento a otro y me replica que es que le gusto mucho. ¿Y te asusta que te guste? ¿Estás asustado por eso? ¿Estas asustado por que sea yo? ¿Estás asustado de estar asustado? Hummmmm… ¿Alguna vez en la vida has estado “no asustado”?
No me molesté en explicarle que no duele. Anda y que se lo cuente otra. Yo prefiero hablar con el gato.  
Ahora me acuerdo por qué le engañé con otro cuando salimos la primera vez y me olvidé de que existía. Ahora recuerdo porqué tras nuestra primera cita me puse a hablar con el dueño de mis sábanas. Ahora sé por qué volvería a hacerlo mil veces. Ahora sé que esto no va a ninguna parte.  Ahora sé que le he olvidado antes de recordarle. Ahora sé porqué de niña prefería a Mark Lenders en vez de a Oliver Aton.  



viernes, 12 de agosto de 2011

good bye, baby II

Ahí va, la segunda y última parte. Para dentro de un par de días estaré de nuevo contando chorradas de las mías, lo prometo.
...
Tiempo, y varios encuentros después, yo empecé con el desequilibrado, con el que siempre te unió una antipatía mutua. Desde la primera vez que os visteis y él aún no era nada mío. Luego, se convirtió en mi novio y, claro, la cosa fue a peor. Nada le daba tanto miedo en mi mundo como tú. Ni el Ross, al que siempre supo que amaba con toda mi alma. Tenía mucho más miedo a esa química nuestra. Él decía que podía “olerse” cuando estábamos juntos, que nos mirábamos de una manera que le retorcía las tripas. Por eso sólo te vi una vez a escondidas, con la intención de demostrar que podíamos ser amigos. Sólo amigos, sin que me miraras así, sin sentir un imán en mi interior que me precipitaba hacia tu pecho. Pero no pudo ser. Recuerdo ese último beso, el último que me diste, en la parada del autobús, cogiéndome de la mano y mirándome despacito, con suavidad, con ternura. Como pocas veces me habías mirado. El beso más casto que jamás me hayas dado y tuvo que ser el último. Cuando llegué a casa me mandaste un mensaje, diciendo lo que yo ya sabía, que había demasiado “eso” entre nosotros (palabras textuales) para poder ser sólo amigos. Y ahí lo dejamos. Tú volviste a Estados Unidos. Yo hipotequé mi vida con el desequilibrado y sólo hacía trampas en sueños, imaginando tu piel dorada y recordando “eso” que sólo tú me has hecho sentir.
A finales del año pasado, el desequilibrado se fue. Y lo primero que pensé fue en ti. Luego reculé porque no quería que me rozaras el corazón en carne viva y por suerte, tú ya tenías novia. Me he empeñado desde la primera vez que te ví en no colgarme de ti como una colegiala. Y lo conseguí. No iba a permitírmelo en ese momento, a estas alturas, con este panorama. El problema es que ahora me faltan las fuerzas que antes me sobraban. Por eso me autoimpongo la orden de alejamiento que no terminas de entender. Porque ahora, o saco las espinas envenenadas, o soy demasiado vulnerable. No hay término medio.
Desde entonces, hablamos algunas veces, te escribí esto, dándote el nombre de dueño de mis sábanas.
Y ahora sé que te vas. Que esta vez te vas de verdad. Y que no podré ir a despedirte, que no habrá besos en tu buhardilla el centro, que no habrá desnudos sobre el sofá de estampado hortera. Que te vas, puede que para siempre de mi vida. Nunca había pensado que llegaría este día. Siempre había un bis. Siempre volvías antes o después. Y no me duele la lejanía, repito. Me duele cerrar un capítulo de mi vida y asumir que quizás, nunca más sienta eso que sentía entre tus brazos. Creo que me convertí en mujer de verdad cuando mi cuerpo tuvo contacto con el tuyo. Hasta entonces era una chica un poco perdida, que practicaba el sexo porque era parte de las relaciones. Pero me resultaba un poco indiferente. Sin embargo, al primer roce de tu piel con la mía, algo estalló dentro de mí. Fue como cuando mi gato se estira y abre las garritas suaves, mostrando unas uñas enormes. De pronto, al verme suspendida en el aire, con tu brazo sujetándome la cintura, me convertí en una mujer libre y llena de vida. Creo, que realmente, yo soy sosa, vulgar y anodina. Tú me hiciste brillar, resplandecer, ser especial detrás de las sábanas. Pero eras tú el que hacía eso de mí, no yo. Tú me liberaste, en muchos sentidos. Liberaste mi fiera interior, que se zampó a mi niña buena de colegio de monjas. Liberaste la mujer fatal que no me atrevía a ser. Liberaste mi lado salvaje. Por eso, detrás de una parte de mi libertad, de mi fuerza, de mi seguridad en mí misma, siempre estarás tú.
Ahora sólo queda recordar nuestra historia como algo bonito. Como algo mágico y especial, lleno de momentos a escondidas y de besos robados. Vuelvo a pensar lo que dije hace ya años, que mereció la pena vivirlo. Mucho. Si viviera mil veces, puede que lo cambiara todo, pero seguro que mil veces caería en tus brazos. Y hago como que me vuelves a decir que todo irá bien. Por que siento que va a ser así. Que seremos un poco amigos. Sólo un poco, sólo hasta donde “eso” nos deja serlo. Lo bastante para contarnos de vez en cuando qué tal nos va, para informarnos de los acontecimientos importantes de nuestra vida. Para saber, que si realmente nos necesitamos, estaremos cerca. Lo bastante para saber que nunca nos olvidaremos y que no hay kilómetros, océanos, continentes distintos que nos borren de la memoria del otro. Hace poco te lo dije, para que te lo lleves de recuerdo a Estado Unidos, que puede que un día llegue a ser la loca de los gatos, que recoja animales tiñosos y arrastre mi carrito roñoso por las calles, almacenando trastos inservibles en casa sin recordar apenas mi nombre, pero que no olvidaré lo que sentía entre tus brazos, con tus manos haciéndome estremecer, con tus labios levantando ampollas en mi piel.
Así que, de un modo muy extraño, muy especial, muy distinto de todos las demás, te diré lo que nunca, nunca te he dicho. Y no es con amor, porque nunca te he amado. Ni como amigo, porque no lo somos. Ni como amante, porque como tal ya te lo he dicho y te lo he dado casi todo. Pero no puedo evitarlo, hay una parte dentro de mí, que por esta vez necesita que lo sepas. Porque te vas para siempre y porque se acaba una parte de mi juventud contigo.
Por primera y única vez: te quiero.

P.D. Be happy, baby. Everythings gonna be all right. I´m sure.

miércoles, 10 de agosto de 2011

good bye, baby I

En los últimos meses he perdido muchas cosas. No fundamentales, no imprescindibles… pero demasiadas. Perdí al desequilibrado. Y con él perdí mis muebles, mi dinero, mi paciencia, mi amor propio... Luego perdí al Ross, y con él perdí el corazón, las ganas, las fuerzas, y a ratos, hasta la capacidad de respirar. Luego he perdido cosas, pequeñas quizás, pero las he perdido. Me lo tomo con calma, con resignación, hasta con buena voluntad… pero a veces estoy agotada. Está siendo una temporada complicada, cuanto menos. A veces hasta me pierdo un poco a mí misma.
Así que al principio de saber esto, dije, bueno, una pérdida más. Pero no. Es una gota que cae en un vaso desbordado.  Y no es una más. Él no es uno más. Nunca lo ha sido y nunca lo será. Él es el dueño de mis sábanas... y creo que de algún modo siempre lo será un poco.
Por eso, con un poco de dolor y muchas, muchas dudas, le escribí esto cuando supe que se iba. Tras habérselo enseñado y tener su bendición, voy a compartirlo. Para descargar el alma un poco, para que conste, para que sea un punto final por todo lo alto. Y me cuesta, porque mientras he retenido estas palabras he pensado que de algún modo retenía en sentimiento… y le retenía a él. Pero es absurdo. Y la única verdad que conozco es que hay que seguir caminando.
Como el texto es demasiado largo y roza lo empalagoso, lo voy a dividir en un par de capítulos. Mañana o pasado publicaré la segunda parte. En fin, no os lo tomaré en cuenta si pasáis de él. Tampoco me lo tengáis en cuenta vosotros a mí por escribirlo.


Una vez te enfadaste conmigo porque te dije que eras un “chico capricho”. Tengo cierto don para enfadarte, pero es gracioso, en el fondo me gusta verte enfurruñado por lo que digo. Si no te importara mi opinión, no te enfadaría. Además, en este caso, no es del todo cierto. Es verdad que parece fácil encapricharse de ti. Eres guapo, simpático, listo y tal. Todas esas cosas que gustan a las chicas y de las que tú eres plenamente consciente. Si no, no las explotarías tanto. Pero yo sé lo que hay detrás de todo eso. Y por eso jamás has sido un capricho. Porque un capricho, cuando lo consigues, te deja de interesar. Nunca me encapriché de ti. Porque eso que ven las demás es lo que menos me ha importado de ti. Lo nuestro, aunque no haya sido una historia de amor, no ha sido tan superficial como un capricho.
Fue en estos días, de hace un porrón de años cuando me mandaste ese mensaje que tú y yo sabemos, y que cambió mi vida. El que me empujó al lado salvaje irremediablemente. Pero, momentos salvajes de lado, también  en esos días me dijiste que presentías que todo iría bien. No ha sido así. Al menos no en mi vida. Desde entonces casi nada ha ido bien, pero eso no viene al caso. El tema es que tú pensabas que todo iría bien y yo te creía. ¿Recuerdas? Tú estabas en tu Mediterráneo, yo sumida hasta el cuello en el asfalto de mi Madrid y me dijiste que con los pies en el agua y el viento en el pelo, pensabas que every things gonna be all right. Querría que me lo dijeras de nuevo, para creerte una vez más, como te creí entonces.
He hablado mucho de nuestra historia, recordando los pedazos que se pueden contar y sólo insinuando los que tú y yo sabemos, nuestro reflejo en el espejo, mi lengua en tu piel, tu brazo en mis riñones... Las cosas que no se pueden reducir a palabras. Las miradas, los instantes entre la multitud, lo que hay detrás de lo que los dos parecemos. Por eso, hoy me cuesta tanto decirte esto otro, las cosas que no sabes, las que no te he dicho nunca, las que siempre he ignorado, mirando para otro lado. Las que dejamos fuera de las sábanas.
Estábamos medio enfadados cuando me dijeron que te ibas a Estados Unidos, hace ya unos pocos años.  Y te mandé un mail, porque siempre me ha jodido en extremo separarme de la gente estando mal la relación. Te dije, recuerdo, que podíamos intentar ser amigos y que me daba igual lo que hubiera pasado porque nuestra amistad y nuestra historia era algo que me había merecido la pena vivir. Y quisiste que nos viéramos. Te ibas sin hacer mucho ruido, sin fiestas de despedida, sin amigos vitoreándote, sin adioses llenos de lágrimas. Te ibas, sin saber para cuánto, ni a dónde, ni muy bien con qué fin. Pero yo sabía que volverías. Esta vez, sin embargo, no me atreví a preguntar, porque sabía la respuesta. Sé que te vas porque aquello es tu sitio en el mundo. Más que tu mar, que se te quedó pequeño hace años. Mucho más que Madrid, a la que nunca perteneciste del todo. Me resulta difícil comprenderlo, pero es así, USA es tu sitio. Y por eso,  estoy feliz por ti. Todos debemos encontrar nuestro lugar en el mundo antes o después. Y algún día, quizás, yo encontraré el mío y espero podértelo contar, a miles de kilómetros seguramente, y que tú también te alegres por mí.
Decía, que recuerdo que quedamos la primera vez que te fuiste. Yo llevaba una falda blanca y una camiseta negra, unas sandalias altísimas e iba bastante maquillada, como siempre que me siento insegura. Fui a verte a tu casa, aquella medio en ruinas del centro de esta ciudad maldita. Y te escuché canturrear bajito, con la guitarra sobre las piernas cruzadas. Me comía las lágrimas mientras tú susurrabas aquello que nos unió para siempre “… hey honey, take a walk on the wild side…” Nos besamos, como siempre, en aquél sofá roñoso que tenías en el salón. Te miré con ternura, y sonreíste, diciéndome que nos veríamos pronto, que no pusiera esos ojos tan tristes. Se hizo muy tarde, porque las horas se escurrían por tu piel demasiado rápido y me tuve que coger un taxi para volver. Monté, y como en las películas, me eché a llorar. Esta parte es la que no sabes, que lloré tú marcha. Lloré, todo el trayecto hasta mi casa, cuando me bajé, me repinté los ojos de negro y subí las escaleras como si no me temblaran las rodillas. Dejé que pasara la noche, me había acostumbrado ya a que al día siguiente de esconderme entre tu piel el mundo amaneciera y siguiera girando como si tal cosa, sin acelerarme apenas el corazón.
Durante aquellos meses, tu ausencia fue fácil. Nos mandábamos mails bastante a menudo, tú me contabas tus peripecias en las américas y yo te mantenía informado de las cosas que pasaban en nuestro grupo de gente en común y de lo que iba haciendo con mi vida. En ese trance, lo dejé con el Ross, perdí las riendas de mi vida y aún no las he recuperado. Pero siempre he aceptado bien que estuvieras lejos. Es lo bueno de no haber estado nunca unidos en el espacio, que me da igual que estés en Madrid, en tu rincón mediterráneo o al otro lado del charco. Qué más da, si nuestra unión es otra, si nunca nos hemos visto a diario, ni con frecuencia si quiera. Pero un día me dijiste que volvías. Y volvimos a encontrarnos. Fui la primera persona con la que quedaste. Y me faltó tiempo para correr a tus brazos. Casi, como si no hubiera pasado tiempo. Aquellos años todo parecía ir más despacio. La vida aún no viajaba a la velocidad de la luz mientras yo corría tras los acontecimientos como ahora.
...

domingo, 24 de julio de 2011

el elefante dormido

Al final el  jueves me decidí a quedar con chicososo, al que estoy pensando seriamente ponerle otro apodo. Y no porque no sea soso (que lo es), si no porque… no sé, porque me da cosa llamar así a un chico, que por lo demás, es estupendo.
El caso es que quedamos. Y el sigue reuniendo suficientes cualidades para ser candidato a novio casi perfecto: sigue siendo guapo, alto, delgado, tranquilo, sonriente, educado y blablablá. Todo sería perfecto si no fuera porque no siento… “eso”. Por eso todo se queda en el casi. Así que es “casi” perfecto. Y eso, lamentablemente, no es suficiente. No porque las cosas tengan que ser perfectas, que no lo son. Si no porque hay que ver lo bueno y lo malo, sin casis. Y este pobre hombre es así, siempre hay un casi que lo estropea. Y yo sólo puedo fijarme en ese casi.
En cualquier caso, cuando uno tiene una cita con alguien que le gusta, vuelve a casa como flotando, rememorando la conversación, las miradas, las sonrisas… y si tienes la suerte de que te besen en el portal, subes a casa levitando, a un palmo por encima del suelo, sintiendo el corazón en la garganta y un dulce calorcillo en los labios. Bien, pues nada. No sentí nada. Ni frío ni calor. Nada.
Así que, pasamos una tarde “casi” perfecta. Tomamos algo y charlamos. Me acompañó a casa. Me besó en el portal. Subí en el ascensor, pensando una vez más porqué los zapatos más bonitos son los que más duelen. Y me dejé caer en el sofá, totalmente rendida. ¿Por qué soy así? ¿Qué es lo que falla? ¿Por qué no siento nada? Me pregunté si aún me latía el corazón. Y tras comprobar que sí, que el corazón físicamente me late, encendí el ordenador, me desmaquillé, me quité la ropa mona y me preparé un té de naranja.
Estaba un poco depre, la verdad. Jo, sabía que estaba acorchada en cuanto a sentimientos, pero tanto, tanto…
Y en esto que alguien me habla por feisbuc. Supuse que sería Pa, o Jimmy, que trabaja de noches y se aburre. Pero no. Es el dueño de mis sábanas. Y sólo ver que es él y que me dice “hola guapa” me acelera el pulso. Maldita sea mi estampa, me digo, pero mi parte depresiva y calimera me puede, así que al principio la conversación es de lo más anodina. Hasta que, no sé por qué, me dice, “eso es como el sueño de los elefantes ¿sabes lo que es?” y yo digo que no, que no suelo dormir con elefantes. Suelo dormir con un gato.  Y a veces he tenido la sensación de dormir con un cerdo, con un oso, o con una marmota, pero de elefantes no sé nada. Y me dice, que cuando un elefante duerme, puedes hacer casi de todo, que sigue durmiendo, pero que si le despiertas, es mejor que huyas. Y yo pienso, “vaya, tienen buena memoria, pero mal despertar… como yo” y sonrío. Generalmente, la sonrisa ahuyenta mi lado calimero, pero esta vez no se va del todo. Queda, como un residuo hasta que pienso de nuevo, “igual sí que es buena comparación y yo estoy como un elefante dormido. Lo mismo estoy agilipollada sentimentalmente,  y por mucho que haga la gente a mi alrededor no despierto, pero el día que salte la chispa, arderá Troya.” Y ese pensamiento me hace sonreír otra vez y echa definitivamente a mi pequeño calimero interior.
Así que sigo hablando con él, olvidando mi cita desaborida y mi beso más desaborido aún. Me dejo llevar, porque es lo que he hecho siempre con el dueño de mis sábanas. Se me despierta el elefante. Se me desacorcha el corazón.  Dejo que la noche de verano, una vez más nos haga al uno del otro sin que importe nada de lo que hay fuera de nuestro pequeño mundo. Dejo, simplemente, que pase otra vez, que mi mundo desparezca y sólo esté él, por un ratito, sólo él, sólo yo.
Y cuando, a las tantas de la mañana, nos despedimos y sólo me queda un cenicero lleno y los posos del té de naranja, maldigo mi estampa de nuevo. “Cagüenlaleche, tía, ya te vale”, me digo. “Por qué, joder, por qué. Por qué eres taaaaan idiota que no puedes sentir ni un poquito por un chico casi perfecto que tienes al lado y sin embargo dejas que este otro, sólo a través de la red, despierte tu elefante. Anda, y vete a dormir. Ir a dormir los dos, el elefante y tú.” Por suerte, a la mañana siguiente, sólo me desperté yo, el elefante duerme de nuevo… por ahora.