Todo el mundo sabe lo de las fases del
duelo. La negación, la ira, la negociación, la depresión y la
aceptación. Hay quien pasa más tiempo en unas que en otras, hay
quien se salta alguna. La psicología no es una ciencia exacta, las
personas no somos una ciencia ni somos exactas. Somos una amalgama de
puñetas que apenas sabemos manejar.
Cuando mi madre me dijo la otra anoche
que había muerto AD, el chico guapo, lo primero que hice sin darme
cuenta, fue negarlo. Seguro que era un error. Una confusión. No
hombre, no, cómo iba a haberse muerto. Seguro que era un
malentendido. Quizás hubiera tenido un accidente, sí, pero lo
habrían exagerado y al final había llegado una información
aumentada y sacada de quicio.
Luego vi que en facebok la gente de
Pueblodelsur empezaba a poner lazos negros en el perfil. Mi madre me
confirmó que era verdad. Y entonces me cabreé. Estúpido guapo,
mira que morirse. Si es que por algo me caía gordo. El muy memo. Se
muere y me da de bruces con todos mis miedos, mis obsesiones, mis
debilidades.
Pero esta mañana me he levantado con
una sensación más oscura, más sombría, más fea. He pasado casi
toda la tarde llorando. Sé que quizás no tenga motivos. No éramos
amigos ya, no teníamos apenas trato. Pero joder, qué pena. Qué
tristeza tan grande. Y de pronto, me gustaría verle una vez más,
verle sonreír y decirle hasta luego, como cuando me cruzaba con él.
Mirarle con su niño en los hombros y pensar, “joder, qué mayores
nos hemos hecho”. Verle, tan gordo y tan mayor, y hacer el esfuerzo
de recordar a ese niño delgado y con una cara bonita que se paseaba
por la casa de mis abuelos adoptivos con aire de superioridad.
Hoy no he dejado de recordar anécdotas.
Y yo que pensaba que no las tenía. Ayer sólo podía acordarme de
cuando me montó en la moto. Hoy me he acordado de otras muchas. De
cuando me enfadé con él porque se metió en mi cuarto de casa de
los abuelos y cuando salí de la ducha y llegué envuelta en la
toalla me lo encontré tan ancho, sentado en mi cama y ojeando mis
revistas. Le saqué a voces mientras él se reía de mí. Me he
acordado del día que me subió la cremallera del vestido porque mis
titas no estaban y me pasó la mano por la espalda. De cuando me
ayudó a montar un cumpleaños a mi madre y vino a mi casa cargado de
bolsas de bebidas y comida, charlando conmigo y enseñando a los
niños a gritar sorpresa cuando ella entrara. De cuando nos
sentábamos en su puerta por la noche a jugar con mi nintendo y nos
íbamos turnando una vida del Super Mario. Nos poníamos muy cerca,
para ver cómo jugaba el otro. Apoyábamos las cabezas juntas, los
hombros pegados. Y nos echábamos la bronca. Eres tonto, tío, te han
matado en seguida y has perdido la seta grande. Así no, mujer, quita
que ya lo hago yo. Oye, tramposo, no vayas a jugar dos vidas
seguidas.
Recuerdo que cada dos por tres salía a
la calle supuestamente recién salido de la ducha, pero perfectamente
peinado, con la toalla a la cintura, oliendo a colonia para toda la
calle y que lo hacía para lucirse por muchas excusas que pusiera.
Que íbamos en bicicleta por las tardes al monte un grupo enorme de
chavalillos, con bocatas y cocacolas y él siempre iba delante, con
su bici de montaña. Pero a cada poco daba la vuelta para ver si los
más pequeños iban bien. Se desvivía si alguien se caía. Ayudaba a
las crías a cruzar las zonas con piedras. Nos daba ánimos y hacía
montones de bromas. Cuando parábamos a merendar siempre contaba
chistes, cantaba, inventaba tonterías y nos hacía reír. Y se reía
él.
De repente recuerdo muchas cosas. Y
siempre una constante, su risa. Es verdad que se lo tenía creído,
es verdad que me molestaba muchas veces, es verdad que a ratos
estábamos hasta el gorro el uno del otro. Pero nos reímos mucho
juntos. Y ahora me está haciendo llorar por primera vez en la vida.
Y si pudiera, si sirviera de algo,
trataría de negociar, claro. Entraría en esa etapa gustosamente,
llegaríamos a un acuerdo para poder volver a verle por el pueblo,
paseando tan tranquilo y decirle hasta luego. No pediría más. Sólo
como los últimos años, un saludo breve, una sonrisa, un movimiento
de cabeza. Un “eh, nos conocimos, vivimos los mejores veranos de
nuestra vida juntos”. No me haría falta decirle que claro que me
gustaba, aunque nunca se lo demostrase y eso le enfadara. No querría
explicarle por qué los guapos de turno me enfadan y a veces su
chulería me sacaba de quicio. No le diría que con 13 años escribía
cosas con él de protagonista. No le diría que me hizo feliz la vez
que me yendo con mi prima se paró a saludarme y a hablar conmigo y
me dio un beso en la mejilla, haciéndola saltar de la envidia. No le
diría que me alegro de haberle conocido, que sé que a pesar de
nuestras diferencias nos apreciábamos, que fue un gusto tenerle de
vecino fastidioso en la adolescencia. No le diría que joder, me
duele su pérdida más de lo que nunca hubiera pensado. No, para qué.
Sólo hasta luego y una sonrisa. Negociaría por eso, pero no hay con
qué.
Y mientras lo acepto del todo, estoy
triste. Claro que sí, claro que lo estoy. Me han quitado un pedazo
de infancia. Y así sin avisar. Sin el consuelo de que ya no sufre ni
esas mierdas que se cuenta uno para mitigar el dolor. No, aquí no
hay consuelo. De repente, crack. Un segundo y al carajo. Un segundo y
falta un pilar en el pueblo y aquello se hunde por momentos. Un
segundo y el verano deja de tener tanta luz y todo se pone más gris,
más feo. Un segundo y me doy de morros con un montón de recuerdos
que ni sabía que tenía. Un segundo y me tengo que poner delante del
espejo para reconocerme, para tratar de encontrarme, para saber que
yo sigo aquí y otros se van, aunque no sepa la razón de lo uno ni
de lo otro. Quizás lo acepte cuando vaya la próxima vez y al girar
la esquina para entrar a mi garaje no estés sentado en la puerta de
tus padres como cada tarde. O quizás lo siga negando pensando que
igual estás en tu casa con tu mujer o en el bar con tus montones de
amigos que hoy lloran desconsolados. De momento, desde aquí, sólo
estoy triste.
Así que AD, aunque no eras de redes
sociales porque para eso tenías todo un pueblo y varios bares en los
que gastar el tiempo con amigos de verdad, estoy bastante convencida
de que en el cielo hay algo parecido a internet. Si te aburres y
llegas a este blog, quiero que lo sepas. Eras un coñazo de vecino,
me hacías rabiar colándote en mi cuarto, robándome las zapatillas
y haciéndome correr descalza por la calle detrás de ti. Me dabas
por saco con tu guapismo subido y me quitabas la nintendo. Pero no
tenías que morirte. Tenías que seguir criando a tu hijo, que te
tenía loco de contento con lo niñero que eras. Tenías que seguir
cantando en la comparsa cada carnaval y saliendo cada semana santa
con tu cofradía. Tenías que seguir riendo. Tenías que envejecer y
ser un anciano adorable y divertido como tu abuelo al que yo conocí.
No tenías que dejar a todo el pueblo dolido, roto, con un vacío
inexplicable e irremplazable. No tenías que darme esta bofetada de
realidad, de miedo, de angustia, de joder cómo se explica esta
mierda. Porque todo esto no está nada bien. Está mal. La hostia de
mal.