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domingo, 30 de junio de 2019

Rata y Esponja, el comienzo de una aventura


El Dorniense y yo hemos decidido vivir juntos. Hace ya un año que se vino a Madrid, nos hemos hecho pareja de ídem y como no somos ricos, mantener dos pisos es una pasta. Y que nos sale de ahí, eso como razón principal. El único inconveniente es que él tiene un gato y yo tengo dos. Todos adultos y con sus peculiaridades, así que el asunto no va a ser fácil.
Cuando Maya llegó a mi vida, la metí en casa sin posibilidad de transición ni adaptación ninguna. Y estuvo a punto de salirme muy caro porque Ron se puso muy malito entre la toxoplasmosis y el estrés y todo el rollo. Así que esta vez queremos introducir a Coco poco a poco.
Pensamos que una buena idea era juntarle primero con la niña porque Maya es muy sociable. Allá donde la lleve que haya un gato ella se cree que es su amigo. Lo primero que hizo al ver a Ron fue darle un cabezazo. Cuando vamos al veterinario, se acerca maullando contenta a cada gato que ve, sea grande, pequeño, parezca amigable o tenga cara de ir a sacar la zarpa a paseo. A ella todo le da igual, se acerca, diminuta y negra, con el rabo largo ese de rata que tiene y sus patitas enanas, dispuesta a crear una pandilla.
Coco, el gato del Dorniense es un poco otro rollo. Es muy manso con la gente, pero está muy acostumbrado a estar solo, muy consentido y tiene un pronto un poco imprevisible. En el veterinario por ejemplo se pone furiosísimo y hay que sedarle para todo porque es imposible hacerse con él. Luego en casa es bastante majo, pero no le habíamos visto nunca interactuar con otros bichos.
El caso es que cogí a la rata negra y la llevé a casa del Dorniense. Ella como siempre estaba tan tranquila, se olió con la esponja blanca que es Coco, le maulló contenta y se acercó como si tal cosa. El otro soltó un soplido. Un bfffff de esos que hacen los gatos, más asustado y sorprendido que otra cosa. Pero a ella eso no le gustó un pelo. A mi rata no la sopla nadie. Porque igual que digo que es muy simpática, digo que tiene la mecha muy corta y es muy macarra. Se le nota que es de Móstoles a la jodía. (Un saludo a mis queridos mostolienses).
Así que la esponja bufó y la rata se quedó así como medio mosqueada. Aguantó un rato y volvió a intentar acercarse. Y hubo un segundo soplido. Y ahí ya le salió el venazo chungo y empezó a gruñir. Maya no sopla en plan bffff, ella gruñe como un tigre en miniatura. La cogí en brazos para ver si se calmaba. Y sí, estaba tranquila. Pero con que el pobre y esponjoso Coco la mirara era suficiente para que empezara a gruñir.
Así que la traje de nuevo a casa. Llegó tan feliz, como si nada, le dio muchos besitos a Ron, comprobó que el agua y el plato seguían en su lugar y se fue a tumbar a su cojín. Tan pancha.
Lo siguiente que haremos será que el Dorniense traiga a Coco el esponjoso a casa en el transportín y que le huelan sin salir. Así varias veces. Hasta que al menos se acostumbren al olor. Y luego ya veremos. Poco a poco, no hay prisa de hoy para mañana.
Me preocupa un poco que no se lleven bien, pero confío en que al menos aprendan a convivir. Al fin y a cabo son tres gatos con buen carácter.

Y ya seguiré contando las aventuras de Rata y Esponja, que suena a pareja de quinquis de película.

viernes, 21 de diciembre de 2018

Soy gilipollas (spoiler: termina bien)


Soy gilipollas. No se puede decir que esto sea una novedad, pero viene al caso de lo que os voy a contar.
El otro día estaba pacíficamente escribiendo las tarjetas navideñas que este año van a llegar más o menos para San Valentín, cuando le sonó el móvil. Era una persona a la que en el pasado quise muchísimo, pero con la que ahora apenas tengo contacto. Me dijo que necesitaba alguien que fuera amante de los gatos (y gilipollas). Y yo pensé “ya la estamos liando”. Y efectivamente. Que se había encontrado una gatita, que era muy buena, muy guapa y muy cariñosa, pero que no se la podía quedar porque aunque había intentado adaptarlos, los dos perrospatada que tiene no dejaban de ladrarla y que la pobre estaba cada vez más asustada.
Al parecer, la gatita un día de lluvia se había metido en el portal buscando un poco de refugio. Habían puesto carteles por toda la zona, la habían llevado a todas las veterinarias que conocían, pero nadie la había visto y no tenía chip. Así que, por favor, que si podía quedármela.
Y a ver... Os juro que me la quedaría. Esa, y cincuenta más. Pero no puedo. Ron está muy bien, pero tiene sus achaques que no se puede jugar con ellos y que me cuestan una pasta al año en veterinario. Y además está Maya. Y el Niño tiene a Coco, que si algún día nos arrejuntamos, ya son tres bocas gatunas que alimentar. Y mira, no me da la vida.
Pero aquí entra mi vena gilipollas. Le dije que no me la quedaba, pero que le buscaría casa. La llevé a la veterinaria que siempre me ayuda con estas historias y las chicas fueron tan adorables como siempre. Le hicieron revisión, test de inmuno y leucemia y por unos eurillos más, se la quedaron unos días en una jaulita. ¿Era la solución ideal? No. ¿Era la más parecido a una solución? Sí. ¿Me dejé (porque soy gilipollas) la mitad de mi presupuesto para regalos de Reyes en el test, la comida y la estancia de la peque? Obviamente.
Ahí empezó la locura de difundir por Twitter, por facebook, y por grupos de amigos y conocidos. Pero nada. Así que me pasé dos días llorando por las noches (porque soy gilipollas), molestando a todo el mundo por el día (porque soy gilipollas) y echando cuentas de si me podría gastar algo más de dinero en tenerla más días en la veterinaria (porque soy gilipollas y pobre).
Hasta que se me ocurrió preguntar a la chica que a veces me echa una mano con la casa desde que trabajo más horas que un reloj. Es brasileña, adora a los gatos y mis gatos la adoran. Me dijo que ella no podía pero que buscaría a alguien, que conocía muchos grupos de brasileños. Y oye, empiezo a estar enamorada del país de la samba. En un solo día me hablaron dos chicas que querían a la gatita. Una de ellas me dijo que el problema es que se iba de viaje hasta enero y la otra me dijo que la recogía al día siguiente. Así que me decidí por esa. Quedé con ella, le hice mil preguntas y las pasó todas con nota. Había tenido gatos ya, podía permitirse el veterinario, la castración y todos los cuidados. Y quería, realmente quería, salvar a un gatito de la calle. Así que se la llevé. Y la dulzura con la que la habló y la cogió en brazos me convencieron. Ahora me manda fotos y me cuenta que ya va comiendo sola, que poco a poco tiene menos miedo y que están muy bien las dos juntas.
Así que la historia tiene un final feliz. Gracias a Dios. Y a los brasileños.
Y me diréis aquello de que no soy gilipollas, que tengo buen corazón y blablá, pero la verdad es que sí soy una imbécil. Porque a ver qué hago yo metiéndome en más líos con la de problemas que tengo, disgustándome y queriendo salvar el mundo a través de los gatos. Pero no lo puedo evitar. Hay gente que le conmueven los niños de África, los del Sáhara o los enfermos de no sé qué. Hay gente que colabora con la iglesia, con cruz roja o con fulanitos sin fronteras. Muy loable todo. Hay gente que sólo colabora con su propio ombligo. Menos loable, francamente. Yo trabajo cada día con personas y a veces termino hasta el coño de los humanos, así que en mi tiempo libre, cuido gatos. También cuando puedo dono algo de dinero para perros, ratas, conejos o ballenas. Cualquier animal no humano me vale. Y es que veo en ellos toda la vulnerabilidad. Veo que pagan las consecuencias de una sociedad absurda de la que no tienen la culpa. Me muero de pena cada vez que leo que los peces, tortugas o cualquier ser marino que muere por culpa de nuestros deshechos, nuestra contaminación, nuestros plásticos. Cada vez que leo que hay menos y menos espacio libre para leones o tigres o monos. Cada vez que leo que una especie se extingue o entra en números rojos de población. Me duele, me duele el alma de pensar que somos así de crueles. Así que sí, soy gilipollas, pero hago lo que me conciencia me grita, que es cuidar y dar voz a cada bicho que no puede hacerlo por sí mismo. Y no me arrepiento. Y lo seguiré haciendo. Y seguiré siendo pobre. Y gilipollas, sobre todo, gilipollas.

miércoles, 28 de junio de 2017

Ron y Maya

Cuando era pequeña tenía caracoles. Ya lo he contado más veces, los rescataba de la calle o del campo o de donde los pillara, los metía en un bote con lechuga, los cuidaba un tiempo y luego los volvía a soltar. Incluso una vez criaron porque nadie me había explicado el concepto de hermafroditismo. En fin. El caso es que tuve uno que fue mi favorito. Se llamaba Corretón porque era enorme, gordo y marrón y le encantaba escaparse del tarro y hacer excursiones por las paredes. Lo recogí con la concha rota, pero se le reparó poco a poco. Corretón era un caracol fantástico, salía mucho de la concha, en cuanto le ponías verdura fresca o le mojabas con agua. Me caminaba por las manos y los brazos, no parecía asustarse de nada. Comía uvas y frutas directamente de entre mis dedos. Y con él descubrí que hasta los animales más pequeños, que consideramos más simples, tienen su propio carácter. Porque hay caracoles tímidos y otros sociables, unos miedosos y otros intrépidos.
He tenido montones de animales a lo largo de mi vida y cada uno ha tenido sus peculiaridades, sus manías, sus virtudes, esas cosas por las que les he querido y esas otras por las que a veces me he tirado de los pelos con ellos. Todos me han enseñado mucho, me han dado mucho más de lo que yo he podido o sabido darles. A todos los llevo en el corazón porque en parte, igual que gracias a la familia o a los amigos, soy quien soy gracias a ellos.
Ahora miro a Ron y a Maya fascinada. Los gatos tienen unos caracteres muy marcados. Ellos son muy ellos. Ron es más dependiente de mí, más tranquilo, más bruto, más fuerte. Le gusta mucho saltar, llega muy alto, le encanta subirse a los sitios. Tiene muchísima habilidad con las patitas, casi parecen manos, él todo lo toca con su manita izquierda para cerciorarse de lo que es. Es comilón, todo le gusta y nunca rechaza nada (si lo hace corre al veterinario, le pasa algo raro). Ron es muy de costumbres, le encanta la rutina, cada día hace más o menos lo mismo, le gusta seguir horarios, ponerse en los mismos sitios, que no le cambien sus cosas. Le gusta tumbarse en la ventana para estar fresquito y mirar por el cristal del cuarto de la lavadora para ver lo que hacen los vecinos. Le gusta la gente. Cuando vienen visitas se acerca a saludar, no se asusta ni se esconde, sólo les mira, curioso. A veces se deja tocar, a veces se enamora y se sube encima de la gente, otras, simplemente les huele. Le encanta dormir conmigo en cualquier sitio, en cualquier postura, a cualquier hora. Es perezoso, casi siempre que hay que levantarse se revuelca un rato como pidiendo cinco minutos más, después de desayunar le encanta volver a la cama y dormir conmigo, tan a gusto. Ron duerme mucho desde que era cachorro, cae en los brazos de Morfeo y sueña, profundamente dormido, durante horas. Eso sí, como quiera algo, comer por lo general, es muy exigente. Te despierta a manotazos y cabezazos tan fuertes que podría despertar a un muerto. Casi siempre que me siento, viene a ponerse encima, o al lado como mínimo. Conoce perfectamente su nombre, se vuelve a mirarte cuando le llamas, entiende muchísimas cosas y es bastante obediente. Le gusta mucho que le hable, pero él maúlla muy poco. Y siempre que llego a casa, viene a recibirme a la puerta, a veces con cara soñolienta, a veces como sonriendo, a veces con un trotecillo alegre.
Maya es más inquieta, más suave, más sigilosa, más pequeña. Le encanta robar cosas, todo lo coge con la boca y lo lleva de acá para allá. Le gusta comer la comida húmeda mezclada con bolitas y el agua fresca. A Maya le encanta investigar, se mete en todas partes, lo toca todo, lo huele todo, lo coge todo. Mete su diminuta cabeza en cada hueco para ver lo que hay. Nunca sabes dónde la vas a encontrar, hace cosas inesperadas, cada día descubre algo que le fascina y a los diez minutos lo ha olvidado. Persigue a Ron a todas partes, es cabezona, no se da por aludida cuando le dices que no, es terca hasta decir basta. Le gusta que la cojas en brazos, duerme a veces conmigo, pero sobre todo, le gusta dormir abrazada a Ron, que lo acepta con resignación. También duerme mucho sola, se estira mucho, abre las patitas, ocupa más sitio del que puedes imaginar por un animal tan pequeño. Eso sí, duerme pocas horas seguidas. En seguida se aburre, se levanta, se va a investigar algo, a pasear, a jugar con sus ratoncillos. Maya sabe que se llama así, lo entiende, te mira y generalmente, pasa de ti. Le gusta que le diga cositas, pero sobre todo le gusta hablar ella. Corretea haciendo ruiditos, maúlla a todas horas, se frota mientras emite sonidos. Le hablas y te contesta. Y otras veces maúlla ella esperando respuestas de tu parte y tenemos conversaciones humano-gato. No viene a la puerta a recibirme cuando llego, aunque suele acudir si la llamo. Conoce la alarma del despertador y cuando suena salta sobre mí, abre el embozo de la cama y se frota y refrota haciendo alegrías y me hace unas carantoñas muy dulces tocándome con las patitas la cara y metiendo su cabecilla en mi cuello. A veces se cuela en la cama y anda por dentro haciéndome cosquillas. Te hace levantarte con una sonrisa. Por las noches le gusta hacer la croqueta en la alfombra, pasa mucho tiempo con la barriga para arriba, jugando o simplemente porque está a gusto así. Es muy valiente, muy intrépida, no ve el peligro nunca. Trepa por la red de la ventana del salón como un mono y cuando llega arriba, vuelve a bajar, usando manos y pies como una profesional de la escalada.
Los dos son maravillosos, son buenos, cariñosos y sociables. Jamás bufan, jamás se pelean. Juegan mucho y se roban comida el uno al otro. Se lamen, se imitan, se hacen carantoñas. Son dos ángeles que me ha prestado el cielo, espero que por muchos años. Y hoy hace seis meses que Maya llegó a mi vida para, siendo tan negra, llenarla de luz. Y ayer hizo 7 años y 10 meses que llegó Ron, que es todo para mí. Es el amor de mi vida, es lo que más quiero y he querido jamás.
Tengo suerte, soy afortunada. No tengo mucha familia, ni hermanos, ni siquiera muchos amigos. No soy una persona excesivamente sociable. No he triunfado profesionalmente, ni tengo dinero. Y es posible que no sea muy lista, ni muy especial, ni muy nada. Pero soy afortunada, de verdad que sí. Porque Dios me ha dado un montón de animalitos que me han acompañado en el camino. Siempre recuerdo alguna clase de pata encima de mi pierna, en todos los momentos de mi vida. El perro, los hámster, las cobayas, el pájaro, el cangrejo, los caracoles, los gatos. Siempre ha habido alguien ahí que sin palabras, me lo ha sabido decir todo con sus ojos. Así que gracias a todos ellos.

Y hoy en especial, gracias a mis dos amores más grandes, a mis dos gatos. Gracias por llegar a mi vida, por ser tan especiales como sois, por dejarme ser vuestra mamá humana. Os aseguro que lo hago lo mejor que puedo y que os quiero con toda mi alma. Gracias, Ron y Maya. Gracias por existir.

jueves, 5 de enero de 2017

La suerte de la gata negra

El cambio de año es sólo una fecha. A todo el mundo nos mola hacernos un poco la paja mental de que “año nuevo, vida nueva” y tal, pero en realidad no significa mucho. La vida te puede cambiar un día cualquiera y el uno de enero generalmente no pasa nada extraordinario.
A mí por ejemplo, me ha cambiado el 28 de diciembre. Y a ella también.
Desde hace años el Ross cuida de una colonia de gatos en su trabajo. Viven en la calle, algunos no habría manera de meterlos ya en una casa, pero él los recoge, los castra, les vuelve a soltar allí, les da de comer y si les pasa algo, les lleva al veterinario. Se gasta el dinero, pone esfuerzo, tiempo y ha tenido problemas con algunos gilipollas de su trabajo, pero le da igual. Para el Ross los gatos son lo más importante. Más que el dinero, el tiempo, el esfuerzo, lo que opinen de él y más que yo. Y me parece correcto. El caso es que hace tiempo me empezó a decir que había un gatito pequeño negro que se dejaba coger, que era muy cariñoso y blablablá. Coincidió que empezó con estos comentarios cuando estábamos muy preocupados por la salud de Ron y no tuve ganas de meterme en más líos, así que le dí largas. A veces el corazón tiene un límite y yo no podía hacerme con nada más en ese momento. A parte de que no quería que Ron pudiera empeorar o algo.
Sin embargo, en estas Navidades le acompañé un día que no trabajaba a darles de comer. Y la vi. No era un gatito, era una gatita. Muy pequeña, muy negra, muy linda. Es verdad que se dejaba coger, que se dejaba tocar, que era un pequeño paquetito de amor. Y le dije que si quería, lo intentaba. La traía a casa y veía cómo se lo tomaba Ron.
Así que el 28 de diciembre, como una broma de las que sí hacen gracia, salvamos a un inocente y la llamé Maya. Ahora está aquí, ronroneando muy fuerte, pisándome el ordenador, haciendo que tarde un siglo en escribir mi primera entrada del año. Todo lo bueno que se diga de ella es poco. Se ha adaptado de de maravilla, no pone pegas aunque la lleve a casa de mis padres o la deje aquí con Ron o la lleve al veterinario. Es buena, cariñosa, juguetona, está loca y es preciosa. Pide mucha comida y muchos mimos, le encanta la gente, le encanta estar en brazos, las caricias, le encantan todos los juguetes. Me parece muy pequeña, pero es que todos los gatos normales me lo parecen comparados con mi gordo.
Ron se lo tomó muy bien. Yo confiaba en mi chico porque sé que es un gato estupendo y que tiene un corazón enorme, pero aún así sabía que se podía poner en plan hijo único. El primer día la bufó unas cuantas veces y así comprobé por primera vez en siete años que sabe bufar. Luego la aceptó, sin más. Aún no duermen juntos, pero juegan, se dan cabezazos, se huelen mucho y a veces hasta deja que ella le lama o él le da un lametazo en la cabecita. Poco a poco serán los mejores hermanos del mundo porque en dos días ya se llevaban genial y todo lo que hacen es mejorar.
Yo ahora soy la orgullosa mamá de dos ángeles en forma de gato que me ha regalado Dios y a los que he ofrecido una vida mejor que estar en la calle. Y no puedo tener el corazón más rebosante de amor.
Lo único malo de tener un gato negro es lo difícil que es sacarle fotos. Ron sale siempre impresionante, precioso, majestuoso con sus siete kilos de gato montés. Maya es una pelotilla negra diminuta que sale borrosa, sin rasgos distinguidos. Es sólo un gurruño negro. Aún así, os la presento. Esta es Maya, la que ha cambiado y mejorado mi vida. Es una razón más para vivir y creer que hay cosas bonitas. Es otra alegría en mi día a día. Es una suerte haberla encontrado. Toda ella es una suerte.





jueves, 2 de junio de 2016

La herencia de Ron

Hace un tiempo os conté que le hice análisis a Ron y salió un poco alta la creatinina y tal. Bueno, después de eso, pasó una racha con la tripa suelta. Comía bien y parecía estar normal, jugando y durmiendo y todo... pero con la tripa suelta.
Le hicimos una prueba de parásitos. Nada, todo estaba bien.
Le di una especie de pasta probiótica para ver si es que tenía la flora del intestino tocada. Nada, como el que oye llover.
Repasé con el veterinario los resultados de los análisis de sangre minuciosamente. Nada, todo bien.
Repasamos la ecografía con detalle. Nada, todo bien.
Todo bien, pero las cacas seguían siendo un horror. Así que el veterinario me pidió muestras de heces para hacer un cultivo especial. Eso se traduce en tres días persiguiendo al gato cada vez que merodea por el arenero para pescar sus malolientes cacas en un tarro.
Yo, que siempre odié a las madres que hablan de los pañales de sus bebés, contando esto. En qué me he convertido, zeñó, en qué.
Total, que a todo esto, a mí se me metió en la cabeza que el pienso no le sentaba bien. Y es que siempre, siempre he tenido problemas con los piensos de Ron. Los he probado todos, caros, muy caros, carísimos. Especiales para tripa sensible, sin cereales, de pollo, de pescado, de oro puro. Siempre haciendo las transiciones graduales, siempre con mil cuidados. Y nada. A él todo le gusta, porque es un tragón, pero no le terminan de sentar bien.
Total, que hasta el gorro del tema, le empecé a dar sólo bolsitas de trocitos con salsa. Y de un día para otro, perfecto. Tripa bien, caca bien, todo bien. Así que me empecé a temer que no le pasara nada de nada y que simplemente, no le cayeran bien las croquetillas secas. Hice la prueba de darle de nuevo bolitas y mal. Quitaba las bolitas y bien. Era como muy evidente el asunto.
De todos modos hicimos el cultivo de heces especial por si había algún parásito raro o alguna bacteria chunga de detectar. ¿Lo adivináis? Nada, todo está perfecto.
Y diréis, fantástico, ya tienes la solución, dale bolsitas. Claaaaro. Muy bien. El único problema es que cuestan 1,70 cada una. Y se come dos al día. Eso hace una pasta al mes que no me gasto en mi propia comida.
Obviamente, como necesito estar tranquila una temporada y Ron es mi mayor prioridad, me estoy quitando de todo para que él siga comiendo sus bolsitas de pollo en salsa especiales para el riñón y esté tan contento y feliz y con su tripa tan estupenda.

El veterinario está totalmente desarmado, dice que Ron le deja sin argumentos y que no tiene ni idea de qué pasa aquí. Yo tengo mi propia teoría y es que como los gatos no pueden heredar, Ron ha decidido pulirse mis bienes en vida, por si acaso. Así que estamos muy felices y muy sanos... y totalmente arruinados. Curiosamente, merece la pena por verle tan guapo.


jueves, 17 de diciembre de 2015

La perrita de acogida y recuerdos de Amigo el guarrete

El otro día mi amigo el poli me dijo que se había hecho casa de acogida para una perrita y que creía que al final la iba a adoptar. La pobre lo ha pasado muy mal, ha vivido siempre en una perrera y ahora que tiene una casa y unos amos que la quieren, pues se porta de maravilla. Al principio tenía mucho miedo, pero por lo que dice mi amigo, ya va levantando el rabito, oliéndolo todo y saliendo a recibirle a la puerta cuando llega a casa. Me mandó una foto y es preciosa. Y qué queréis que os diga a mí es que estas historias me ponen el corazón blandito.
El caso es que al ver a esa perrilla negra y blanca, me acordé de mi perro. Él era blanco y tenía una especie de lunares negros, pero así como deslavazados. Imaginaos un dálmata que hubiera desteñido. Bien, pues Amigo era así.
Me gustaría decir que era un perro muy bueno. Y a es verdad que tenía un buen carácter, era simpático y sociable. Pero lo destrozaba todo. Se comía las zapatillas, los estropajos y las medias. Y luego los vomitaba. Se revolcó en el traje de novio de mi padre y lo llenó de pelos y de babas. Unas navidades arrancó del gancho de la pared el jamón que le regalan a mi padre en el trabajo y se comió la mitad. Nos quedamos sin jamón. Otra vez me mangó una cuña enorme de queso que me había comprado mi abuela. Y también se lo comió. Me quitaba mis peluches y hacía cosas sucias con ellos. Mordisqueaba mis nenucos. Me destrozó un bañador rosa que me habían regalado antes de estrenarlo. Rompió innumerables cosas. Se comía todo lo que encontraba. Y vomitaba la mitad de ellas.
Además era un guarro. Le encantaba abrir las bolsas de basura de la calle y revolcarse en ellas. Y en el barro. Y en la hierba húmeda, hasta que terminaba siendo verde. Incluso una vez, en el colmo de la porquería, se revolcó en los restos de una oveja muerta que había en un descampado. Era un puerco. Y claro, cuando llegábamos a casa le teníamos que bañar, cosa que no le gustaba mucho. En el pueblo del sur podíamos lavarle en el patio, pero en Madrid teníamos que apañarnos en la azotea de casa de mis padres. Él corría creyendo que era un juego y mi padre le perseguía con cubos de agua y la esponja. A veces se había puesto tan, pero tan sucio, que había que lavarle con lavavajillas. Y lo ponía todo perdido. Se sacudía y nos empapaba. Y aunque le secáramos con toallas, al final toda la casa olía a perro mojado. Hoy en día hay más opciones que ayudarán a los que tengan perros gorrinos como era el mío, como este autolavado para perros de Zaragoza. Al menos se ahorrarán el jaleo del agua por la casa, el olor a chucho mojado y salpicarse entero cuando se sacuden.
En enero va a hacer veinte años que Amigo se fue al cielo de los perros. Seguro que allí sigue comiéndose todo lo que encuentre y revolcándose por todas partes. Seguirá corriendo detrás de los conejos aunque jamás pilló ninguno. Y seguirá pensando que yo soy su cachorrita y que tiene que protegerme, porque era un desastre de perro y me destrozaba montones de cosas, pero me quería mucho. Y cuando nos quedábamos solos en casa siendo yo pequeña, me empujaba hasta su manta y se enroscaba a mi lado. Cuando íbamos al pueblo de mi padre se escapaba de la cuadra donde le encerraban y se venía a dormir a mi habitación porque sabía que yo tenía miedo de aquella casa. Y cuando lloraba me ponía su hocico húmedo en la cara. Así que sí, era un buen perro. Era guarro, rompía cosas, comía y vomitaba lo que no debía y me incordiaba a menudo, pero era un buen perro. Y parece mentira que hayan pasado casi 20 años desde que se fue porque curiosamente, aún le tengo presente. Hay huellas con cuatro dedos y una almohadilla que se quedan grabadas bien hondas en el corazón.


ACTUALIZACIÓN BREVE: adivinad quién finalmente se ha quedado con la perrita que iba a ser de acogida... si es que ya lo sabía yo.  

martes, 8 de septiembre de 2015

Maggie se fue al cielo

Nacer debe ser duro de cojones. Salir por un agujero por el que obviamente no cabes. Que a mí me preocupa mucho más la madre porque empatizo con el asunto, pero vamos, que no me gusta la idea tampoco de tener que salir de ahí.
Y morir es horrible, desde luego. Nadie quiere morir, los animales pelean todo lo que pueden, se resisten, patalean. La vida se te va y vuelves a pasar por un túnel o algo parecido. Y no, no mola.
Y vivir, que es lo que hay entre medias de lo uno y lo otro a veces también es complicado. A veces, incluso es una mierda pinchada en un palo. Pero oye, es lo que hay. Porque la opción alternativa es peor.
Ayer pasé la tarde con el Ross y sus padres. Y la última tarde con Maggie. A medio día me llamó el Ross para decirme que su gatita se estaba muriendo y que si quería ir a despedirme de ella. Maggie era una puñeta de animal, tenía un mal humor de espanto, no se dejaba coger, ni achuchar y si se le cruzaba el cable te bufaba y te arañaba sin razón. Y vivía con el cable cruzado. Sólo con que pasaras por su lado ya gruñía. Y como hicieras algo que ella no quería, como simplemente vivir en su mismo planeta, te la liaba parda. Pero era nuestra niña. Y la queríamos así, gorda y beligerante.
Yo la recogí hace diez años de una casa. Una mujer se había encontrado una camada en el parque y daba a los bebés de gato en adopción. Cuando llegué allí a por ella no creí que aquello fueran gatos. Eran pequeños, negros y chillaban, así que parecían ratas. Luego ya cogí uno en la mano y... bueno, era posible que algún día aquello llegara a ser un gato. Así que cogí uno un poco al azar y me fui. Por el camino en coche hasta mi casa aquella cosa pequeña y negra no dejaba de trepar por el asiento, de gruñir y de enfadarse. Yo la miraba con asombro. Pesaba menos de 100 gramos y tenía los ojos cerrados, cómo podía tener tan mal humor. La crié a biberón cada tres horas, le di masajes en la barriguita para que hiciera pis y caca, la dormí entre mis pechos y le compré una camita. Una semana después, cuando abrió los ojos y me aseguré de que aquella bichita diminuta iba a salir adelante, se la di al Ross, que no tenía ni idea de su existencia. Él había estado de vacaciones con sus amigos y entre sus padres y yo urdimos el plan de regalarle un gato, que siempre fue su sueño. Así que le llamé, le dije que viniera a casa porque tenía una cosa para él. Cuando la vio, la cogió y era mucho más pequeña que su mano. Se la puso en el regazo y él tan tranquilo y tan dulce, al final pudo calmar a aquel diablillo negro y blanco tan furioso siempre. Y la llamamos Maggie, como el bebé de los Simpson. Creo que se me ocurrió a mí por una vez, porque no soy buena poniendo nombres a los animales. Pero este fue perfecto.
Durante diez años ha sido la reina de la casa. El Ross la adoraba, sus padres la adoraban y yo de vez en cuando iba a verla porque la adoraba. Maggie nos odiaba más o menos a todos por igual, quizás a mí un poco más porque teníamos que repartirnos el corazón del Ross. Lo que no sé es por qué se enfadaba conmigo, si siempre tuvo las de ganar, si desde que la vio por primera vez el amor del Ross fue totalmente suyo.
Desde hace unos meses ha estado malita. Le salieron unos bultos malos y se la operó, pero salieron de nuevo. Y ya no se pudo hacer nada. Ayer ya casi no podía respirar. Y igual que cuando era pequeñita como un ratón lo único que la calmaba eran las manos y las palabras del Ross. La entiendo, él transmite serenidad aunque esté muerto de miedo, no sé cómo lo hace. Es igual que su madre, que es capaz de darme la mano y hacer que por primera vez en un montón de días sienta un remoto consuelo a mi desazón existencial. Y como siempre le gustó estar, a solas con su amor, a solas con el Ross, dejando que la tocara la carita y le dijera cosas, se fue. Estuvimos los cuatro toda la tarde, pero se fue los cinco minutos que estuvieron a solas.
Ahora está en el cielo de los gatos, que espero que quede muy cerca del de los humanos o esta vida habrá sido una pérdida de tiempo para mí si después no voy a poder estar al lado de todos mis animales. Por lo que me han contado, creo que hará buenas migas con Luhay y entre los dos tendrás firmes a todos los demás. Y ahí nos esperará, detrás de la puerta como se ponía siempre, para mirar con esa carita de buena y bufarte cuando le acercabas la mano confiado. Ahí estará mi Magguita, gruñendo y persiguiendo bolitas de media por los largos pasillos del cielo. Lamiendo batido de yogur y haciéndose caca en el suelo del baño. Allí estará con su camita de tela vaquera que le regalé cuando era un mico y que es la misma en la que se ha ido porque jamás quiso otra. Allí estará ella a sus anchas, mientras aquí deja un hueco mucho más grande que lo que ocupaba su cuerpo.

Te queremos, gorda. Te queremos mucho y te querremos siempre aunque tú nos odiaras un poco. Eras un bicho, pero eras fantástica tal y como eras. Araña las nubes y corre como una loca, haz ruido de madrugada y pon tu culo gordo delante de las pantallas de los ordenadores. Ahora eres tan libre como siempre te gustó ser. Te has llevado tu mantita, tu camita de tela vaquera, tu pajita de jugar y un pedazo de nuestros corazones. Sigue llenándolos de pelos.


martes, 23 de junio de 2015

No es basura, son vidas.

Lo he contado en twitter, en facebook y ahora vengo aquí con el mismo cuento. Pero a ver qué hago si no.
Los últimos cuatro días los pasé en el Pueblodelsur pintando, limpiando, maldiciendo y haciéndome polvo física y psicológicamente. Aquello es agotador y desquiciante. He tenido que matar montones de arañas y llamar al Niño innumerables veces para que matara las que eran tan grandes que escapaban a mis posibilidades. He ido a ver ami abuela adoptiva que si pasa de este verano será de milagro. Y he fregado hasta quedarme sin piel y pintado hasta quedarme sorda con el crujidos de mis propios hombros. Total, que no ha sido precisamente un placer.
Cuando por fin llegó el lunes por la mañana y habíamos terminado la noche anterior el trabajo, estuve a punto de hacer la danza de la alegría. Pero por tal de no perder tiempo, me puse a recoger los trastos y a dar una limpiada a la casa para largarme de allí haciendo fús. El Niño Chico me iba ayudando y cuando ya apenas me quedaba nada que hacer, él se fue a tirar la basura. Volvió con mala cara y se plantó a mi lado con esa pose que pone cuando no sabe muy bien cómo contarme algo. Yo seguía fregando el suelo y contando los minutos para salir de allí, así que no le hice mucho caso hasta que escuché:

  • … así que creo que están dentro del contenedor.
  • ¿Eh? ¿Quién?
  • Los gatos.
  • ¿Gatos? ¿Qué gatos?
  • Los que están llorando. Les oigo en el contenedor, pero no les veo.

Palidecí. En mi cabeza se formó rápidamente lo que realmente pasaba. No eran gatos. En esos contenedores no pueden entrar y las gatas de pueblo no son tan tontas para parir en ellos. Eran perros. Y no estaban allí por error o casualidad. Alguien los había tirado.
Salí corriendo mientras trataba de explicar esto al Niño, que me seguía sin saber muy bien qué hacer. Llegué al cubo y efectivamente, aquellos llantos tan terribles que se me clavaban por dentro desgarrándome las entrañas eran de perros. No los podía ver y como soy bajita, no podía alcanzar las bolsas. El Niño corrió a casa a por una silla que le pedí a gritos mientras despelujada y agobiada rezaba para que mi idea funcionara.
Me subí a la silla, metí medio cuerpo en el contenedor, rebusqué entre las bolsas, rompí algunas, me puse perdida de mierda sin que me importara lo más mínimo. Estaba ya desquiciada y a punto de meterme dentro del cubo por completo cuando vi una bolsa pequeña atada con un nudo. El corazón me dió un vuelco, la saqué y la rajé como pude con los dedos. Allí estaban. Cinco cachorritos de apenas unos días. Con lágrimas en los ojos comprobé mi temor y tres estaban ya muertos, había llegado tarde para ellos. Los otros dos estaban vivos y parecían fuertes. Les cogí y volví a casa. Estoy segura de que medio pueblo me estaba mirando rebuscar en la basura a pleno sol y llevarme dos pequeños paquetitos chillones. Incluso el malnacido que los había tirado. Y no sólo no me importa, estoy orgullosa de ello.
En casa los limpiamos y les hicimos unas friegas para que entran en calor. Estaban fríos y mojados, pero en seguida empezaron a reaccionar. Llamé a mi veterinario para preguntarle qué podía hacer y me dio un par de pistas, pero me recomendó que buscara una veterinaria y consiguiera leche de perros. En mi pueblo no hay nada. Nada, nada más que hijos de puta que tiran cachorritos a la basura. Así que nos fuimos al pueblo de al lado y en una clínica veterinaria que conozco de vista nos trataron genial. Les expliqué el caso y les dije la verdad, que yo me iba a Madrid, que tengo un gato, que no podía hacerme cargo de ellos, que estaba desesperada, pero que me los iba a llevar si era necesario. La chica que nos recibió me dijo que quizás hubiera una solución mejor y llamó al otro veterinario que andaba por allí. Ese nos dijo que tenía una perrita de yorkshire recién parida y que los adoptaría sin problema porque sólo había tenido dos cachorros. El Niño tenía a los perrines en el regazo y pude sentir el vacío que se le quedó cuando la chica de la clínica se los cogió. Nos dijo que tenían que ir un poquito a la incubadora para entrar en calor y que luego los llevaría con la mamá adoptiva. Que les encontrarían familia. Nos dieron las gracias. Y nosotros a ellos. Ni en sueños podría haber imaginado un final mejor.
Además ayer me confirmó el marido de una amiga que vive en ese pueblo que los vio cuando los llevaban con la perrita adoptiva porque había pasado él por allí a comprar pienso para su gata. Así que van a salir adelante y a ser perros felices, sanos y grandes.
La historia tiene un final feliz, pero duele. Duele a horrores. Porque esto pasa en cada ciudad, en cada pueblo, en cada jodida esquina. La gente es una irresponsable de mierda, tiene animales que no cuida, no se gasta un duro en castrarlos pero luego no quiere cachorros. Y duermen por las noches tan tranquilos. No sienten un ápice de dolor de meter a cinco preciosos pequeñines en una bolsa de plástico y atarla y echarla a un cubo de basura, para que agonicen durante horas muertos de frío, de miedo, de sed, de hambre. No se les remueve el alma. No entienden que son vidas, tan válidas y respetables como la suya. O más, perdonadme que os diga. Porque diría que hay que ser animal para hacer eso, pero sería muy injusto. Los animales no lo hacen. Nunca. Ni de lejos. Sólo el ser humano es tan bárbaro, tan hijo de puta, tan desgraciado como para hacer eso. Y me reitero en lo que he dicho muchas veces desde que oí ese llanto por primera vez, que tiene que haber un infierno para esa gente. Es mi consuelo, mi triste consuelo, que creo que hay algo después de esta vida. Tiene que haberlo porque si no todo sería demasiado injusto. Y esa gente, esos malditos bastardos capaces de tirar cachorros a la basura pasarán parte de su condena en esas mismas circunstancias, muertos de frío, de miedo, de sed, separados de su madre que es lo único que conocen, ciegos y sin aire apenas para respirar. Llorarán y gritarán pidiendo ayuda y no la encontrarán porque el resto del mundo pensará que su vida no es tan valiosa como para pringarse y sacarlos. Porque la verdadera basura son ellos.

Y yo... pues intento ver el lado positivo y recordarme que al menos dos están vivos. Que si no hubiera ido el Niño a tirar la basura y si yo no fuera una loca inconsciente que no piensa dos veces, habrían muerto todos. Pero aún así duele, repito, duele. Y me he vuelto del pueblo más asqueada que nunca. Porque aquello cada vez me pone peor cuerpo. Que mucho salir por la ventana a ver quién pasa, mucho preguntarme cómo es que no tengo hijos con esta edad, mucho escandalizarse porque no me haya casado y porque no siga con mi primer novio, pero nadie mueve un dedo ante un grito desgarrador que sale de un cubo de basura.
Qué hijos de puta, qué hijos de la grandísima puta.


jueves, 21 de mayo de 2015

Mother of Crabs

Este post de Key (genial como siempre, por cierto) me ha recordado que yo tuve un cangrejo. Mi amor para con los animales venía conmigo de serie. También el hecho de tener un hermano mayor en forma de perro ayudó al asunto. Mi primer compañero de juegos, la víctima de mis pequeñas manitas curiosas y el objeto de más de un bocado por mi parte fue el sufrido Amigo. El pobre tenía una paciencia infinita conmigo. Ponía su cara de resignación, dejaba caer las orejas y yo trepaba por su grupa, le aporreaba la cabeza con mis cacharros, le tiraba de los bigotes, de las cejas y le metía la mano en la boca. Él como mucho soplaba con pinta de cansancio. Y a veces, me empujaba un poco con el hocico en plan “echa pallá, cansina”.
El caso es que me recuerdo toda la vida rodeada de amigos de más de dos patas. Porque también he tenido hámster y cobayas. Y caracoles a montones. Incluso dos me llegaron a criar porque nadie me había explicado el concepto “hermafrodita”. En fin. Decía que me ha recordado Key que yo tuve un cangrejo. Y obviamente se llamaba Sebastián.
Un día al volver del colegio con mi madre pasamos por el mercado. De esos de antes que tenían sus puestos y sus comerciantes que te conocían y tal. Al salir, había un cangrejo de río en la puerta. Se había escapado de la caja en la que lo vendían para el arroz y había huído de la pescadería todo lo que había podido. A mí todos los bichos del mundo me gustan, me parecen guapos, graciosos y simpáticos. Pero es que encima reconozco que los que se empeñan en vivir, los que se salen del camino, los que patalean un poco más de la cuenta me ganan la batalla antes de empezar. Así que le cogí y me lo llevé a casa. En mi corazoncillo de de 10 años no entraba la posibilidad de dejarle allí en la puerta y que muriera cuando le había visto y estaba en mi mano salvarlo. Y mi madre, ya resignada a que siempre hubiera bichos por casa y a que yo lo recogiera todo, me dejó un barreño para que le echara agua y me advirtió que si se moría, no quería verme llorar compungida una semana. Y yo le puse agua. Y le di de comer. Que por cierto, los cangrejos son carroñeros. Comen pescado crudo, vísceras preferiblemente o en su defecto carne. No les deis lechuga, mentecatos.
Tras una semana, mi padre que es del que he heredado el amor por todo ser viviente preferiblemente no humano, me dijo que aquél cangrejo necesitaba un sitio donde esconderse. Así que fuimos a la Casa de Campo, le cogimos unas piedras y le hicimos una cueva.
Total, que Sebastián vivió un año entero en su barreño, con sus piedras y sus raciones de carne y pescado cada día. Debió ser el cangrejo de río más longevo del mundo. Yo le lavaba el barreño a diario y le ponía su agua fresquita. Y evitaba que el perro metiera el hocico y tratara de bebérselo.
Pensaréis que estoy como una chota y que ya lo estaba con 10 años. Pues sí, mira tú qué novedad. Y además el cangrejo me conocía. No me pinchó jamás con las pinzas. Me dejaba cogerlo porque sabía que era la que le daba de comer y que le limpiaba el agua. Y conocía mi voz, porque si le hablaba salía de la cueva esperando su rancho. No puedo decir que fuera una mascota cariñosa, pero no me negaréis que era original.
Así que claro, ahora estoy cuidando de los mininos de Prima de Bilbao y de sus dos jerbas. Y ella alucinó el primer día que fui a conocerlos cuando a los cinco minutos estaban conmigo como si fueran de toda la vida, con las ratas corriéndome por los brazos y los gatos pegándome cabezazos. Pero jamía, si domestiqué un cangrejo que huyó de un mercado cómo no me voy a hacer con tres gatos y un par de ratonas.
Otro día os cuento lo del gorrión que me siguió y terminó viviendo con nosotros unos cuantos meses. O el murciélago que cuidé un fin de semana hasta que pude volver a soltarlo.

Total, que si existieran los dragones, la Khaleesi iba a ser una pringada a mi lado.

domingo, 12 de octubre de 2014

abrazando bichos

Cuando estoy angustiada, cocino. No sé por qué, porque luego no como, pero cocino y luego lo reparto.
Cuando estoy triste, me abrazo a los animales. Generalmente al gato, pero si tengo acceso a más, mejor todavía. Abrazar animales calma mi dolor por segundos.
Ayer en la capea no podía cocinar, obviamente. Así que me dediqué a abrazar bichos. Toqué el morrito suave a todos los caballos que había, que por cierto eran muchos. Uno me frotó la cabeza en el brazo y me recordó a Ron cuando busca cariños. Sólo que en tamaño gigante, claro. Y les dí de comer melón. Lo admito, mangué un plato de trocitos de melón de la mesa y se lo llevé a los caballos. Y me comieron de la mano, pasando esos labios suaves por mis palmas. Me encantan los caballos, de pequeña iba a montar y me sentía libre galopando. Ojalá tuviera dinero para seguir haciéndolo de vez en cuando.
 Luego encontré un corderito muy pequeño metido en una especie de cuadra. Y lo cogí en brazos. Porque sí, porque quiero. Porque mis amigos van con sus novios o sus mujeres, pero yo abrazo ovejitas. El corderito me metía la cabeza en el cuello y se acurrucaba. Y si le acercaba un dedo, creía que era la tetilla de la madre y lo succionaba. Yo me reía y lo achuchaba. Los animales me hacen feliz. Y creo que ellos son bastante felices conmigo.  
Hasta la perra de Bombita se me acerca. La recogió de un refugio y la pobre había sido maltratada, así que aún se asusta un poco de la gente. Pero a mí desde el primer día se me acerca y me pone la cabeza en la mano, yo le acaricio con la otra y ella mueve muy tímidamente el rabo, aún entre las patas. La pobre, con lo guapísima y lo buena que es, cómo algún gilipollas pudo pegarla. Son cosas que no concibo. A ella le dí unos trocitos de panceta.
También toqué un toro. Estaba amaestrado, el dueño me contó que la madre murió en el parto y lo habían criado a biberón, así que era completamente manso. Le toqué la testuz ante el asombro de mis amigos. Qué animal tan hermoso, tampoco entiendo que ningún gilipollas quiera liarse a espadazos con él y tener el morro de decir que es arte. El toro me miraba, plantado con sus cuatrocientos kilos negros zaínos delante de mí. Y yo le pasaba las uñas pintadas de rojo por la frente de pelo arremolinado.
A veces quiero pensar que si llego a vieja cumpliré el sueño de ser una loca del coño que recoja animales y viva a su bola, con todos los gatos, los perros, las gallinas, los conejos y demás bichos que pueda recoger. Y una cabra. Y un burro. Y desde ayer empiezo a pensar que una oveja. Aunque sea el único de todos los putos sueños que llegue a cumplir. Aunque tenga que esperar a vieja para sentir que mi vida sirve para algo. Aunque ni en ese momento sea comprendida. Pero seré feliz porque cada día abrazaré a mis animales. Y el resto, cada vez importará menos.