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viernes, 19 de abril de 2024

Madrugar, el Cook del metro y el Titanic

 Hoy me he enamorado en el metro. Qué voy a decir. Aún no eran las 8 de la mañana y él se parecía tanto al Cook de Skins que dolía mirarlo. Tan guapo, tan joven. Joder. Si yo hubiera tenido 20 años menos quizás le hubiera pegado un post it en la mochila con mi número de teléfono. Ahora soy una señora cuarentona que no se tiñe las canas. Eso soy, aunque madrugar haga que me disocie y por un rato crea estar yendo a la facultad, como esos chavales que me rodean con sus carpetas y sus mochilas, con edad de poder ser mis hijos. Pero es que el traqueteo del metro a esas horas absurdas en las que todos parecemos más zombis que personas me confunden y me sacan de mi cuerpo y de mis canas, me dejan sólo con la sensación extraña de poder vivir otras vidas, probarme otros nombres y jugar a imaginar que soy quien hubiera soñado ser.

Así que ahí estaba yo, balanceándome con el suave runrún del metro cuando aún no ha amanecido del todo, soñando con mundo paralelos, con posibilidades que no son, con edades que no tengo. Soñando con el chaval del los hoyuelos y los ojos rasgados y el pelo cobrizo que iba respirando pausadamente a mi lado, ajeno a mis tribulaciones e inmerso en las suyas propias. Enamorándome por un rato de un chico sin nombre al que deseo desde un yo pasado. Preguntándome si hay una línea temporal en la que aún tengo 20 años y me cruzo con él en este vagón y me atrevo a darle mi número. Preguntándome si hay otro mundo en el que no me disocio por completo cuando madrugo y puedo ser una persona normal que lleva horarios normales, que puede tener trabajos por la mañana y madrugar y montar en metro sin sufrir problemas mentales.

A la vuelta he evitado el metro. Meterme bajo tierra me convierte en alguien extraño para mí misma y temo perder el hilo que me une aún con la realidad y conmigo misma, con mis canas y mis cuatro décadas de vida. Así que he cogido el autobús y he seguido pensando en lo de los universos paralelos en los que hay mil posibilidades y mil vidas a la vez. Como en ese libro (La biblioteca de la medianoche) que leí este invierno y que a pesar de tener cierto tufillo a autoayuda me hizo pensar un poco. Como esa serie que me gustó tanto hace unos años que se llamaba Being Erika. Pensando en las decisiones que me han llevado a un lugar o a otro. Pensando en los instantes que pudieron cambiar mi vida. Pensando en cada bifurcación en la que tuve que elegir camino. Preguntándome si en otro lugar y en otro mundo estoy viviendo un tórrido romance con mi Cook particular del metro.

Quizás pienso todas estas mierdas porque la vida que me está tocando vivir últimamente es la de la violinista del Titanic y no me gusta demasiado. Porque a mí me contrataron para tocar el violín en un barco la hostia de grande y la hostia de lujoso y la hostia de guay. Y bien, yo tocaba cada noche y cada mañana y era feliz haciéndolo. Hasta que un día vi que había mogollón de icebergs alrededor. Pero ni el capitán ni nadie al mando parecía preocupado por ello. Y total, yo sólo estaba ahí para tocar el violín. Así que nos dimos la hostia, el iceberg nos apuñaló, el barco empezó a hundirse y el capitán sigue haciendo como que no pasa nada. El director de orquesta saltó del barco y se piró en un bote salvavidas él solo. No le culpo. Ahora todo el que puede se escapa y yo, sigo tocando mientras el barco se hunde más y más cada día. Pero qué voy a hacer. Sigo tocando. Sólo puedo esperar a que me rescaten o me muera en las aguas heladas, porque sé que esto no puede reflotarse. Hay quien se trata de salvar. Hay quien está en pánico. Hay quien huye y quien hace como que no ocurre nada. Yo sigo tocando el violín porque total, es lo que sé hacer y es lo que me dijeron que debía hacer. Así que toco y toco mientras todo se sumerge en el océano sin posibilidad de salir a flote de nuevo. Toco el violín mientras imagino que hago otra cosa. Sigo con mi melodía inútil mientras me sueño con 20 años menos y mordiéndole el cuello a este pobre chaval del metro que va tan tranquilo sin saber que la señora cuarentona de al lado está fascinada por el color rojizo de su pelo. 


No sé qué se supone que debo hacer. Al parecer ni los achaques ni las canas le hacen a uno más sabio como me habían dicho. Sólo te hacen viejo. Sólo te cansan y hacen que el ketchup te dé ardor de estómago. Sólo hacen que Cook quede lejos de tu alcance. Sólo hacen que los problemas laborales te afecten un poco más que antes y que no haya fiestas los viernes donde olvidar las penas. Sólo hacen que sigas tocando el violín preguntándote para qué sirve en cualquier caso lo que tú hagas. Sólo hacen que seas un poco más consciente de tus limitaciones.

En mi caso, he llegado a asumir que madrugar y montar en metro es realmente peligroso para mi salud mental.

martes, 25 de septiembre de 2018

Milagro bajo tierra, hallelujah.


Fue el lunes. A veces suceden milagros aunque sea los lunes. Hallelujah.

Yo tengo una especie de norma con las propinas. Si es en un restaurante o bar, depende de cómo me hayan tratado y de gestos tontos como si el camarero ha sonreído, si ha sido comprensivo con mi alergia o si la lata de refresco estaba fría o del tiempo. Si es alguien que pide en la calle o en el metro, siempre les doy si tienen animales y parecen bien cuidados. Y a los que entran en los vagones, si van cantando, tocando instrumentos o haciendo algo mínimamente artístico o entretenido, les doy algo. Lo que puedo, tampoco gano una fortuna y tengo una casa y dos gatos que mantener. Pero una monedilla, les cae. Si sólo piden, no suelo dar nada. Sé que es una norma un poco tonta, pero tengo mis razones y a mí me valen.

El caso es que el lunes iba en el metro volviendo a casa mucho más pronto de lo normal. Había salido antes del trabajo para ir a la operación de cataratas de la yaya. Iba sumida en mis pensamientos de lunes: llegar a fin de mes, cosas que necesito para la boda de Reichel, los médicos de la yaya, los de mi madre, los de mi otra abuela, la abuela del Niño que está muy malita, la lista de la compra, la factura del teléfono que tengo que reclamar, las llamadas pendientes, lo de mi tarjeta sanitaria. La virgen santa, la de problemas que tenemos los adultos.
Y entonces, la magia, el milagro de lunes. Hallelujah.
Entró un chaval en el vagón y se puso a mi lado, junto a la puerta. Llevaba un ampli pequeñito y una flauta travesera. Era un chico joven, alto, muy bien vestido y bastante guapo, con rasgos como sirios (quizás era pakistaní, iraní, o algo así). Puso el ampli con una base musical de fondo y empezó a tocar la flauta travesera.
En el metro había el ambiente normal. Todo el mundo mirando el móvil (yo la primera), caras de sueño, gente cabeceando, unos cuantos jovenzuelos montados en Ciudad Universitaria hablando a voces... pero empezó a hacerse el silencio. Aquella flauta nos estaba hipnotizando como a ratas en Hamelín. Y entonces, apartó la flauta y empezó a cantar.


Silencio sepulcral en el tren. Silencio absoluto, todos los ojos levantados de los móviles y fijos en el chaval, que lo inundaba todo con una voz prodigiosa. Impresionante. Emocionante. Instante de creer en la humanidad, en el arte, en los dones divinos. Milagro bajo tierra. Hallelujah.
Cuando el chico terminó de cantar, dos paradas después, rompimos en aplausos. No pudimos evitarlo. Todos nos vaciábamos los bolsillos para darle monedas. Le dábamos las gracias y le deseábamos suerte, le decíamos que había sido precioso, impresionante. El chico nos daba las gracias creo que sin entenderlo todo y nos sonreía, con una sonrisa sincera y luminosa.
Se bajó del metro, supongo que para ir a deleitar a otros viajeros. Aún duró unos minutos el silencio y la emoción flotando en el ambiente. Yo me quedé pensando. Le tenía que haber pedido su teléfono para llamarle en alguna ocasión para darle trabajo. Para la actuación de mi madre de Navidad, para una boda, para... lo que fuera. Pero él se había ido, con su flauta, su voz y su pequeño ampli.
Pensé también qué le habría traído hasta aquí. Me puede la deformación profesional. Qué habría sacado a ese chico con ese evidente talento y formación musical de su país. Quizás la guerra, la pobreza, la persecución. Quizás sólo el sueño de Europa. Vete a saber.
En cualquier caso, gracias. Gracias, chico del metro por unos minutos de magia. Por emocionarnos y ponernos la piel de gallina un lunes. Por hacer que levantemos las narices de nuestras pantallas. Por ese momento de humanidad en mitad de este caos de ciudad. Por esa sonrisa. Por esa maravilla de voz. Por haberme sacado un rato de mis pensamientos aburridos de lunes. Por haber hecho un milagro bajo tierra. Mil veces gracias. Hallelujah, amigo.

Y por si alguien aún se lo pregunta, esto es lo que cantaba. Sé de sobra que la versión original es de Leonard Cohen, pero qué diablos, la vena rockera me puede un poco. Y ver a Jon Bon Jovi medio descamisado también. Que si no, quedo de moñas. 




jueves, 21 de septiembre de 2017

Fauna subterránea

No sé si a alguien le habrá dado por calcular cuánto tiempo de nuestra vida pasamos los madrileños en transporte público. Y no quiero saberlo, me deprimiría. Sobre todo porque a eso habría que sumarle las horas de atascos mascullando improperios y clavando las uñas al volante, las de esperar al bus mientras una vieja te habla de su nieto el que es ingeniero y las de cuando metro se ha estropeado o se ha parado sin razón aparente entre dos estaciones y sientes cómo poco a poco se termina el oxígeno del vagón y te preguntas en qué orden tendrás que comerte al resto de los pasajeros.
Obviamente nadie en esta ciudad escapa al hecho de pasar una buena cantidad de tiempo metido en el coche, el bus y el metro. Tanto, que lo aprovechamos para otras cosas. Hay quien lee, cosa muy noble. Yo no puedo porque me mareo. Hay quien duerme. Los madrileños nacemos con un chip implantado en algún pliegue de nuestro cerebro que nos avisa de nuestra parada para despertarnos en el momento justo. Hay quien come. Yo no suelo hacerlo, pero el otro día fui a trabajar sentada junto a un mazas de gimnasio que engulló una tortilla de claras, una ensalada de pepino y tomate, unos espárragos a la plancha mustios y unos trozos de pollo asado, todo envasado en sus respectivos tupper. Hay quien conversa, bien con compañeros de viaje o por el móvil cuando hay cobertura, quien te deja a medias de saber si al final Fulanito la llamará el finde que viene o si el niño se quedó llorando el trigésimo cuarto día de colegio como hizo los anteriores. Por supuesto también están los directamente mal educados que llevan música sin cascos o que se dedican a ver vídeos de youtube o escuchar chistes mierdosos de cadena de wasap con el volumen puesto para todo el vagón. Y se ríen solos, mientras los demás les asesinamos con la mirada. Que no nos interesa tu audio de cinco minutos, imbécil. Que me da igual tu cuñado imitando a chiquito, el vídeo del menda con su opinión sobre cataluña o el hijo de tu prima balbuceando. Ponte unos putos cascos. Baja el volumen y pégatelo a la oreja. Haz lo que quieras, pero no nos “amenices” el viaje a los demás con tu mierda. En fin. Hay de todo.
Yo soy de las que van observando la fauna que la rodea y a veces, aprovecho a hablar por wasap o contestar algún correo. Pero sobre todo, observo. Me fijo en los zapatos de la gente. En los cortes de pelo de las chicas. En la ropa de los jóvenes. En los libros bajo el brazo de los culturetas. En los veinteañeros aún imberbes que se montan en Ciudad Universitaria y me hacen sentir una vieja depravada mientras noto cómo me crecen los colmillos.
También a veces me fijo en chicos al azar, que me gustan, me parecen guapos o me llama la atención su estilismo. El problema es que me he vuelto una solterona gruñona y a todos les encuentro defectos. Terribles defectos que imposibilitan que nuestro amor llegue a puerto. El primero, que la mayor parte de ellos ni me mira. El segundo, que se bajan en su estación o yo me bajo en la mía y obviamente, hasta nunqui, desconocido. Otras veces tienen cosas peores.
Por ejemplo, el otro día llevaba en frente a un progre con look estilo Malasaña, con pañuelo al cuello, gorra de tela y libro tipo sesudo sobre Descartes. Hubiera sido interesante si no fuera porque movía los labios al leer. A ver, hijo mío, no. De verdad que no. No se puede llevar el pack completo de cultureta de barrio hipster y luego no saber leer sin mover la boca como los niños pequeños. Es como un científico con bata blanca que cuente con los dedos. Pierde toda la seriedad.
O ese otro chico, tan guapo, con ese pelo tan brillante y los vaqueros medio caídos tan monos que llevaba el teclado del móvil con sonido. Y ahí, mirando la pantalla y sonando “tactacatacatacataca” cada vez que escribía algo. Y a ver no. Ya se me ha pasado el morbo de verte la goma de los gayumbos al oírte con el tacatacataca activado igual que mi abuelo.


De momento, me han renovado en el trabajo. Si Dios quiere, tengo otros tres meses por lo menos de seguir estudiando la fauna salvaje del metro de Madrid.