A veces creo que lo único que me salva de la locura, del
abismo y de la oscuridad es una capacidad innata mía de reírme de todo. Y como
digo, es innata, no es algo que busque, no es algo que provoque, es simplemente
algo que forma parte de mi extraño ser. Mi madre cuenta muchas veces que tenía
dos o tres meses cuando un día, en casa de mis abuelos, me estaba cambiando de
pañales y ante una cucamona, solté una estruendosa carcajada. Tan exagerada
para un bebé tan pequeño que mi madre se asustó y le dijo a mi bisabuela que si
me pasaba algo. Ella le dijo “Hija, estás tonta, ¿no ves que se está riendo?
Déjala, la risa la hará libre.” Mi bisyaya, qué grande. Y cuánto se reía
conmigo. Ahora mismo se debe estar descojonando de mí desde el cielo de ver que
se me saltan las lágrimas de recordarla.
El caso es que entre unas cosas y otras, llevo una racha
complicada. Mi abuela paterna está… mal. Y de momento voy a dejarlo ahí porque
tendría que reunir muchas fuerzas para hablar de eso. También es verdad que el
otoño me deprime siempre, que no encuentro trabajo, que últimamente oigo más
desahogos y malas noticias que chistes. Es verdad que siento cierta presión y
cierta angustia.
Y sin embargo, mi forma de enfrentarme a todo eso es la
reducción al absurdo. Voy a ver qué parte puede tener gracia. Y si nada de esto
la tiene, la buscaré fuera. Porque mi bisyaya tenía razón, lo único que me ha
hecho libre siempre ha sido la risa. Cuando me dejó mi primer novio. Cuando en
el colegio los niños se metían conmigo. Cuando el desequilibrado se fue de
casa. Cuando todo se tuerce, a mí siempre hay algo que me hace gracia. Y de una
carcajada me hago libre.
Ayer estuve triste, me quedé en casa con dolor de ovarios,
con mil cosas en la cabeza, con un montón de cosas que solucionar a partir del
lunes. Estuve cocinando, que es lo que suelo hacer cuando me angustio. La gente
come cuando se deprime, yo no pruebo bocado, pero cocino. La cocina me gusta,
me reconforta, me acerca a mi bisyaya, que es la que me enseñó a cocinar, la
que me dijo que la risa me haría libre.
Hoy ya estaba mejor. Con el frigorífico lleno y la cabeza
algo más vacía. El Niño Chico me ha llamado y me ha contado un problema. Y me
ha hecho gracia. Pobre, de verdad que entiendo que le moleste a veces, pero es
mi reacción, me río. He salido a la calle a dar un paseo y a llevar taper de
comida a mi madre. Por la calle una chica a pisado una caca de perro y se ha
puesto a maldecir mientras restregaba el zapato por el suelo. Y me he reído. El
Ross me ha mandado un mensaje diciéndome que había encontrado la chilaba que su
madre le hizo en 2º de BUP para una fiesta de disfraces y que se lo iba a poner
de camisón para estar por casa. Y me he reído. He cenado y he visto un tuit de
un caballo en una terraza con la frase modificada de una canción “me asomo a la
ventana eres la yegua de ayer” y me he reído. Me he puesto a jugar con el gato,
que corría como un poseso y saltaba como una cabra montesa con su pelota de media.
Y me he reído.
Y ahora soy más libre. Ahora me importa menos que mi abuela
paterna esté empeñada en amargarnos lo que le resta de vida. Me importa menos
la posibilidad de llevar sus genes y acabar como ella. Porque también tengo
dentro los de alguien mucho más fuerte, mucho más grande y mucho más libre, los
de una bisabuela que al principio de mi vida ya me pronosticó que la risa me
haría libre.
Por eso, vengan los problemas que vengan, sólo le pido a
Dios seguir encontrando motivos para reirme, por pequeños que sean. Porque mi
bisabuela lo sabía, entre otras cosas porque había leído a Miguel Hernández,
que la risa nos hará libres.
“Tu risa me hace libre
Me pone alas
Soledades me quita,
Cárcel me arranca...”
Miguel Hernández, Nanas de la Cebolla.