martes, 28 de mayo de 2013

Ropa interior bonita... ¿merece la pena?


Todas y sí, digo bien en femenino, todas, hemos oído alguna vez el rollo ese de que debemos arreglarnos, pintarnos y ponernos ropa bonita por nosotras más que por los hombres que nos van a mirar. Y me parece una soberana chorrada.
No seamos hipócritas. Nos arreglamos como rito de apareamiento. Si no fuera así, nos pondríamos súper guapas para estar tiradas en el sofá y saldríamos de fiesta con los andrajosos pantalones de chándal y los pijamas de pelotillas. Pero no. ¿Por qué? Pues porque todos necesitamos gustar, queremos atraer miradas o la atención del sexo opuesto. O del propio. O de lo que nos guste.
El caso es que yo soy vaga tirando a muy vaga. Así que reconozco que me cuesta un triunfo arreglarme si no es por un buen motivo. Y me gustaría ser de esas chicas capaces de levantarse media hora antes para llegar super bien maqueadas al trabajo o a clase o a lo que sea. Pero no. Yo me lavo la cara y me doy crema hidratante y punto. Y me visto, por aquello de lo socialmente incorrecto que resulta ir en pelotas por el mundo actual. Pero no me como la cabeza. No me sale ponerme un vestido, medias, zapatos y blablablá para ir al mercamoñas o para bajar al despacho a deshacer los entuertos informáticos de mi padre.
A veces sí me da el punto y me pongo mona un día…. Pero es raro. Y además, no me siento mejor ni peor por ir con pintas roñosas o con aspecto de revista de moda. Me la trae muy floja todo. Hay gente que dice que si te arreglas y tal, te sube la autoestima y por lo tanto tu estado anímico mejora. Es posible. Pero de nuevo es por la razón de que te ves más guapa y crees que ese chico tan mono que está de cajero en el mercamoñas lo pensará también. O sea, no te arreglas por ti. O no sólo por ti.
El colmo es lo de la ropa interior. Que si vas bien por dentro te sientes mejor y tal. Eslogan de tiendas de bragas, vaya. Yo necesito llevar bragas medianamente cómodas. Ir constantemente rascándote el culo porque las monísimas bragas brasileñas se te meten por el ídem es lo más grosero del mundo. Y no me fastidiéis, cuando una se pone ropa interior de esa tan chuli como incómoda es porque tiene la esperanza de que alguien se la quite. Yo misma lo he hecho en más de una ocasión. Hasta que descubrí que los hombres por lo general pasan de la ropa interior como de comer flores. Que sí, que ven el desfile de victoriasecret y se les cae la baba porque no les riega la sangre al cerebro, pero una vez metidos en lío con una mujer normal, no se detienen a observar tus preciosas bragas con cristales del swarosky incrusrtados que por cierto, te han hecho yagas en las ingles. O al menos esa es mi experiencia.
Yo sólo he encontrado un hombre que realmente se deleitaba con la ropa interior y con los años he llegado a pensar que era porque le hubiera gustado más llevarla él que vérmela a mí puesta. El resto, han pasado mucho del asunto. Que síiiii… que te ven con ella puesta y lo mismo hasta te dicen algo o provocas que dejen de jugar al ordenador para jugar contigo. Pero supongamos que llevas el conjunto de encaje más mono del mundo debajo de la ropa de calle y él no lo sabe. Lo más posible es que una vez metido en faena, te arranque las bragas a la vez que los vaqueros y que forcejee con el sujetador hasta desistir y sacártelo por la cabeza sin reparar en que es preciosérrimo y que te ha costado un dineral como para que lo tire al suelo sin miramientos. O al menos, esa ha sido mi experiencia en general.
Total, que ahora me he hecho vaga también para la ropa interior. Y llevo bragas de algodón y sujetadores con remiendos debajo de mis chándal raídos y mis vaqueros desgastados. Ahí, molando fuerte. 

Y por cierto, estoy un poco cansada de la gente que llega a mi blog con búsquedas como tetas, culos, follar con vecinos, bikinis transparentes y demás cosas cochinas. Esto NO es un sitio porno por más que os empeñéis. Y si no me pagáis no va a serlo nunca, hombre ya. 

viernes, 24 de mayo de 2013

que no nos cuenten cuentos


La infancia es una época que la mayor parte de la gente idolatra, aunque nunca he sabido muy bien por qué. Ser niño significa, en gran parte, que te mientan. O que te enmascaren las cosas. O que como mínimo, te las endulcen demasiado. Y yo, si hay algo en el mundo que aborrezco, son las medias tintas y las costras de azúcar para tragarse una bola amarga. A mí de cara, de frente, a lo bruto. Así puedo aguantar lo que sea. Pero por lo bajo y con vaselina no. Así, nada.
Mi madre me repite con frecuencia que empezó a creer en los horóscopos conmigo. Sé que lo dice medio en broma, pero hay un punto de verdad que le sorprende a pesar de mis 29 años. Porque yo soy aries. ¿Y qué es un aries? No es una cabra, como la gente cree. Es una cabeza de piedra que se empleaba al final de un tronco para derribar paredes, puertas y muros. Un ariete. Y eso soy yo. Un ariete, una cabeza de piedra, un instrumento que derriba obstáculos a lo bruto. A veces querría no ser así, querría ser una persona dulce y tranquila, suave y llena de ternura. Pero no lo soy. No está en mi naturaleza. Y además, no lo he sido nunca. Por eso, entre otras cosas, no disfruté demasiado de la infancia y sus ñoñerías.
Y es que alguien debería decirnos de niños que los cuentos son una mierda. Que te venden un mundo de burbuja que se pincha en cuanto toca con la realidad. Y no es que la vida real sea mala. De hecho, es mucho más divertida que los cuentos pomposos y cursis de carrozas y castillos. Pero deberían advertirnos, porque hay mucha niña vestida de rosa que cree que la felicidad es llevar miles de incómodos faldones llenos de puntillas. Y deberían decirnos que no, que no siempre las hadas son buenas y las brujas malas. Que no siempre vendrá un príncipe azul a hacerte feliz, ni un caballero de reluciente armadura a rescatarte de los peligros, así que aprende a hacerlo tú solita, so pava. Deberían decirnos que no siempre es malo morder la manzana envenenada, que a veces merece la pena al menos, pegarle un lametón. Que incluso es necesario para sentirse vivo y todos lo hemos hecho alguna vez. Deberían decirnos que el amor no lo puede todo, que no suenan violines cuando aparece, ni cantan los pajaritos ni el sol o las estrellas brillan más fuerte. Que una boda, no es siempre un final feliz. Que, como dice el chivi, no hay fuegos artificiales después del primer polvo. Que el amor, si es que existe, se trabaja, se construye, se lo curra uno a base de confianza y esfuerzo. Deberían decirnos, sobre todo a las mujeres, que no debemos conformarnos con frotar, barrer y cantar. Que no debemos dejar que sean ellos los que van a matar dragones y a sacarnos de todos los apuros en los que nos metemos por gilipollas y torpes. Que no va de eso la vaina. Que no podemos delegar y depender siempre de que otro solucione nuestros líos. Que no podemos, ni debemos esperar a que el hombre adecuado trepe hasta el castillo por nuestras largas trenzas. Que no tienen que venir a rescatarnos de nada. Deberían decirnos, que si todas esas princesitas y barrenderas, preocupadas por ser las más bellas del reino se hubieran ocupado en ser más listas y más capaces, mejor les habrá ido. Y desde luego, que si se hubieran quitado las bragas de vez en cuando en lugar de tanto cantar y llorar, al menos se lo pasarían mejor. Y lo mismo el príncipe no necesitaría irse tanto por ahí a matar dragones si tuviese emociones fuertes en casa. Tanto drama, tanto amor, tanta purpurina y tan pocas pollas no son buena idea.
Y puede que yo sea una bruta, una descreída de la vida, una insensible. Lo que queráis. Pero creo que ser adulto es mucho más interesante a pesar de las muchas dificultades. Puedes salir, conducir, fumar, beber, trasnochar y decir tacos. Puedes pintarte, ligar, besar y frungir. Puedes hacer muchas más cosas que cuando eres un puñetero crío a expensas de los padres. Sobre todo porque puedes hacer una cosa fantástica que de niño tienes casi vetada: decidir. Y ser mayor no significa dejar de jugar, ni de divertirse, ni de hacer locuras. Puedes y debes hacerlas, sólo que ahora son responsabilidad tuya. Tú las eliges.
Ser adulto es ir cogiendo las riendas de tu propia vida. Aunque a veces las pierdas, porque a veces la vida se desboca y se va de las manos. Lo sé mejor que nadie. Pero hay que aprender a recogerlas de nuevo. Hay que aprender a caerse, a levantarse, a volver a caer y a volver a ponerse en pie. Hay que aprender, por huevos. Y uno solito. Sin esperar a que venga el príncipe de armadura brillante, ni el hada madrina, ni la madre que los parió a todos.
Además, que es lo más me enfada de estos casos, ser mujer no nos da derecho a victimizar, a lloriquear, a ir por ahí arrastrando nuestras faldas y nuestras penas a la espera de que otro solucione nuestros marrones. Flaco favor hacemos a nuestro género con ese cobarde proceder. Yo no soy ninguna abanderada del feminismo. Más bien todo lo contrario. Pero pienso que deberíamos coger nuestra propia armadura, nuestra espada, nuestro escudo y salir a librar nuestras propias batallas. A matar nuestros propios dragones. Porque la gran verdad que no nos dicen los cuentos es que quizás ese príncipe, caballero o hada no llegue nunca. Que si le esperamos demasiado es posible que nos quedemos solas con nuestra escoba, nuestro vestido rosa, nuestras canciones y nuestras trenzas colgando de la ventana. Y sin saber hacer nada. Sin saber para qué sirven nuestras propias manos. Esperando y esperando, dejando que nuestra vida se vaya en pos de algo que quizás no existe. Esperando al hombre de nuestra vida mientras él está con la mujer de la suya.
Así que no seamos tan absurdas, tan débiles, tan estúpidas como a veces nos han contado. Y es que yo creo que llega un día en el que hay que pegarle una patada en el culo a nuestro niño interior ese que está tan idolatrado. Nos merecemos ser algo mejor que eso. 

lunes, 20 de mayo de 2013

El Gori


Mi querido gurú Seis ha empezado a salir con una chica. Una auténtica y genuina loca de la pradera. A mí cuanto más me cuenta de ella, peor me cae. Porque aparte de estar desequilibrada, chalada y ser una obsesiva, tiene unas gilipolleces flipantes. De hecho, yo la llamo la Masmola porque todo lo que hace tiene que molar un montón. Es la típica persona instagram, que sólo hace cosas para ponerles un bonito filtro y colgarlas en donde todo el mundo pueda verlo. No esquían o hacen surf o senderismo por placer, lo hacen por estética. A veces creo que si a esa gente les ofrecieran el viaje de sus sueños con la única condición de no poder hacer fotos ni contarlo, no lo harían. ¿para qué? Si no puedo publicarlo en mis chorrocientas redes sociales, no tiene sentido. A mí, francamente, me parece un absurdo todo esto. Un postureo puro y duro, una vida de plástico y tinta, sin un ápice de sentimiento real detrás de la imagen retocada. Pero oye, allá cada cual con sus cosas.
El tema es que cuando Seis me estaba contando todo esto, me acordé del guapérrimo. Me eche a reír y le comenté que quizás se entendieran bien entre dos “molatanto” que en realidad no molan nada. El problema es que Seis tiende a tomarse en serio todo lo que digo y le pareció una buena idea. Y le enseñé una foto del guapérrimo que guardo por ahí para recordarme a mí misma que hubo un día en el que ese pedazo de pivón quiso algo conmigo. Es una estupidez, pero me sube el ego, qué queréis que os diga.
El caso es que, como todo el puto mundo que ve fotos del guapérrimo, Seis no pudo evitar una exclamación de asombro.

-         ¡¡Co-ño!! Vaya pedazo de tío, ¿no Naar?
-         Ya…
-         Joder, qué mandíbula cincelada en piedra. – Seis es así hasta para describir a un tipo que no conoce. – Y qué sonrisa. Vaya tipo tan guapo.
-         Ya…
-         Y dices que este tío hacía snow y submarinismo y tenía moto y…
-         Y hacía viajes de mochilero y era ingeniero y era educado y divertido y blablablá.

Seis me miró por fin, saliendo del embrujo que producen las fotos del guapérrimo a todo el que las ve y sacudió la cabeza con desaprobación. Cruzó las manos y se inclinó un poco hacia delante.

-         Y me estás diciendo que este chico estaba interesado en ti pero…
-         Pero pasé de él.
-         Bien, y la razón es…
-         Pues que se cruzó el Ross. – para los nuevos mirar aquí y aquí.
-         Ya. – respiró hondo. - ¿¿Y ME DICES EN SERIO QUE CAMBIASTE A ESTE TÍO POR… POR UN GORI?? ¡¡UN PUTO GORI!!

Solté una sonora carcajada. Un Gori*. Qué bueno. Porque es verdad que mi Ross se parece a los Goris. Sólo Seis y su fina agudeza mental podían hacer esa extraña pero acertada asociación de ideas.

-         El Ross no es un gori… - puntualicé. – es MI gori. Y cambiar a ese tío y a toda su estúpida perfección y sus cosas molonas por él es la mejor decisión que he tomado en la vida.

Entonces Seis me miró con ternura. Sonrió y se arrebujó en la manta que lo tapaba.

-         Tienes toda la razón. Puede que haya una conexión especial entre dos personas que hace que veas a un gori como el ser más maravilloso del mundo. Y entonces nada te importa. Aunque tu Ross no sea el más guapo, o vista como un pordiosero o no mole tanto como este tipo… es tu gori. Es buena persona, os entendéis y os hacéis felices. Eso es lo que cuenta, es lo importante. Y ya quisiera yo encontrar a mi propia gori.

Conclusión, quizás un gori pueda hacernos más felices que el tipo perfecto de mandíbula cincelada en piedra. Porque no hace falta ser perfecto… hace falta que la otra persona te quiera por encima de todo aunque no lo seas.


* para los que sois tan asquerosamente jóvenes que no sabéis quién ese este bicho, es un personaje de los Fraggel Rock. Y por vuestro bien, deberíais ver esa serie. Es una maravilla. Yo la veía cuando era pequeña y aún hoy he conseguido rescatar algún capítulo y me sigue pareciendo una pasada. Así que id y conoced a los goris, los fraggel y los curris. Ignorantes.   


sábado, 18 de mayo de 2013

Socorro!! Me quieren preñar!!

Para los que no me seguís en twitter o no lo leísteis porque reconozco que tengo unos horarios que no son para todos los públicos, lo voy a contar.

Hace cosa de un par de semanas o así, no sé a cuento de qué chorrada, el Ross me preguntó si no estaría embarazada. Y le dije que por supuesto que no, qué cómo diablos iba a estarlo si uso el anillo mágico de Frodo. Y él, con esa pachorra suya que a veces me descompone, me dijo “jo, pues no creas que no me darías una alegría.”
Creo que estuve a punto de tirarme por la ventana. ¿Qué diablos insinúa? ¿Quiere un hijo mío? ¿AHORA? Ay, que me da el síncope y me caigo muerta aquí mismo.
Y es que yo tengo el instinto maternal de una patata. Lo he tenido siempre. A mí los niños no me gustan. Y sería una madre horrible. Y que no quiero, corcho. Que no.
PERO.
La edad no perdona y yo tengo 30 añazos que me sientan como treinta patadas en el culo. Y todo el mundo a mi alrededor tiene hijos, o se casa o ambas cosas… o está planeándolo para un futuro cercano. Y aunque yo no quiera, la presión a veces hace mella. Te planteas que ya no eres una cría y tal y cual. Las hormonas se apoderan de ti y te vuelves loca totalmente. Así que aunque yo siga siendo una patata en lo que a maternidad se refiere, hay una pequeña parte de mí que me pregunta si igual no es una idea tan descabellada. Entre otras cosas, porque si hay un solo hombre en el mundo con el que yo me pudiera plantear la remota posibilidad de siquiera pensar en tener un hijo, sería el Ross. Por eso me escama más aún que él tenga la idea, porque temo que me convenza. O lo que es mucho peor, temo que el Ross haga las cosas al estilo Ross, que es “no digo nada, no discuto, pero a lo tonto a lo tonto, me salgo con la mía por las buenas o por las malas.” Así que ahora tengo miedo. Y veo preñadas por todas partes. Y veo niños vaya donde vaya.
Y estaba en medio de toda esta crisis cuando el martes, mientras estaba en su casa tumbada tranquilamente viendo la tele, empezó a preguntarme cosas. Todo así, a su estilo, como quien habla del tiempo. Que si cuándo me bajó la regla, que si cuando me terminaría, que tal y que cual. Y me sorprendió bastante, porque el Ross es de esos hombres que prefiere ignorar ciertos temas y hacer como que no existen. Pero siguió interesándose por uno de sus tabús y hasta llegamos al punto en que me preguntó qué día tenía que volver a ponerme el siguiente anillo. Empecé a mosquearme un poco cuando le dije que el jueves y rezongó. Que igual no debía ponérmelo, que igual era mejor dejarlo, que eso no era natural, ni sano ni blablablá. 
Fruncí el ceño y me quedé pensando. Qué diablos le importarán a este mis hormonas ni las cosas naturales ni nada. Si además no deja de decir que estoy mejor ahora que he ganado unos kilos. Y no he ganado unos putos kilos, son las hormonas que me hinchan y me ponen las tetas como enormes globos a punto de explotar. Que por cierto en cuanto termine con la regla me pongo a dieta. Además, seamos sinceros, qué hombre en su sano juicio prefiere usar preservativos que frungir a prepucio remangado.
Y entonces empecé a darme cuenta… ¿y si quiere que deje el anillo para hacerme un bombo? ¿y si ahora su fijación es tratar de fecundarme? Que el Ross es de ideas fijas y como se le meta algo en la mollera no hay manera de que entre en razón. Ay, dios. Este loco de la pradera quiere preñarme como sea. Ahora sí que no dejo el anillo. Ni ahora ni nunca, vaya.

miércoles, 15 de mayo de 2013

La doble vida


Todos los que tenemos un blog tenemos un poco una doble vida. Algunos de hecho, a veces os habéis “quejado” de que vuestros amigos o familiares conocen el blog y eso os coarta de alguna manera a la hora de hablar. Porque no nos engañemos, lo que mola de un blog es poder venir a decir lo que a uno le sale del mismísimo culo sin pensar en nada más.
Yo, como de costumbre, lo he hecho todo al revés. Aprendí la lección con el otro blog. Cometí el error de dárselo a algunos amigos, al desequilibrado mental que entonces era mi novio y tal. Cuando lo cerré fue un alivio en ese sentido. Y tomé nota. Ya no más. Ahora algunos de los lectores habéis traspasado la barrera y sois amigos. A algunos os conozco. Algunos tenéis mi facebook personal. Algunos, incluso mi número de teléfono. Pero no al revés. Mi gente del mundo real sigue sin conocer este sitio. Y sé que pueden llegar a él y descubrirme, pero no me preocupa. No es algo que me quite el sueño. Porque además, llegarían por medios raros y no porque yo se lo haya puesto en bandeja. Pero sea como sea, me da igual porque no hay nada aquí que realmente quiera ocultar. Sólo que hay gente que prefiero que se quede al margen. Por eso, de mi vida real sólo lo tiene Anita, que es la persona con la que más libremente hablo de todo y a la que nunca querría ocultar nada. Los demás, a veces me preguntan o tratan de averiguar cosas, pero les doy largas.
El otro día, una pseudoamiga me quiso sonsacar. Es una tía que apenas me cae bien. Fue compañera del instituto y no me importa tener cierta relación con ella, pero no es mi estilo de amiga. No confío en ella y me aburren sus historias porque es dramaqueen y a mí los melodramas absurdos por nada me tocan la moral. El caso es que la tía lleva tiempo con la mosca detrás de la oreja porque hace tiempo tuve que decirle que tenía un blog. El asunto quedó ahí porque ella se quiso hacer la interesante y yo desde luego no quería soltar prenda. Pero poco a poco, le va pudiendo la curiosidad y me ha insistido. Pero yo sigo con las evasivas. Y digo yo que a buen entendedor pocas evasivas son suficientes… pero no.
El otro día el tema llegó a límites cómicos porque en mi twitter personal me agregó alguien del blog también con su cuenta personal. Y le dije que esa cuenta no la usaba mucho, pero que sabía donde encontrarme. Bien, pues la dramaqueen se ve que curioseó mis tweets y llegó a la conclusión de que tenía que averiguar como fuera esa otra faceta de mi vida. Así que me dijo que cual era esa otra cuenta secreta y molona, que ella quería seguirme. Y yo como el que oye llover, le dije que tener doble vida era complicado y si no, que le preguntara a superman. Y hay gente que no tiene sentido del humor, porque la tía se enfurruñó y me volvió a repetir que cual era la cuenta, que qué doble vida tenía yo, que su doble vida era twitter.
Mira, pava, que eres muy pava, si tienes una cuenta en twitter con tu nombre real, tu foto real, te siguen tus amigos reales y tu medio novio o amante a tiempo parcial o lo que sea… NO es una doble vida. Pero ella dale que te pego, que cual es tu doble vida, que quiero saberlo, que quiero cotillear porque soy radiopatio.
Así que se me cruzó el cable y le contesté textualmente: “vale, esta bien, te lo confieso: soy catwoman”.  
Joder, ¡¡pues se ha enfadado!! De verdad que hay gente que no tiene sentido del humor.

P.D. vale, a vosotros os lo digo: no soy catwoman. No podría meterme en ese traje embutido ni de coña. Y menos ahora con las lorzas que me gasto. Y puede que mi doble vida secreta sea un truño y que ser Naar no se equipare a ser catwoman… pero es mi doble vida secreta la comparto con quien quiero. Hombre ya.

¿Y vosotros? ¿Compartís el blog con amigos de la vida real? ¿Lo mantenéis oculto cual Santo Grial y teméis que un día os descubran?

lunes, 13 de mayo de 2013

Cuidado con el porno


Veréis que risa con las búsquedas de google que van a acabar en esta entrada... 

Reconozco que tengo una debilidad especial por mis abuelos maternos. Y un poco en especial por mi yayo. Quizás porque es el único abuelo que tengo. O quizás porque los dos somos aries y nos parecemos un poco. O quizás porque es divertidísimo reírse de él. Y además, cuando lo hago, él termina riéndose también. Siempre dice que tengo una habilidad especial para caricaturizar lo suficiente la realidad como para que se convierta en algo cómico. Y eso que no conoce el blog.

El caso es que en la última reunión familiar me vino con uno de sus cuentos, que según empiezan sé que me van a hacer gracia. Además en mi abuelo se juntan cosas así como un poco incompatibles y es que no ve un carajo y piensa un poco despacio, pero le encanta la tecnología. Si se lo explicas lo bastante despacio y con ejemplos sencillos, mi abuelo sería capaz de hakear al pentágono porque tiene mucha paciencia y es terriblemente persistente. El problema es que cuando lee una noticia en el periódico o escucha algo en la radio, nadie se detiene a darle todas las respuestas que él necesita y hace un potingue en su cabeza que luego trata de explicarme a mí para que lo resuelva. Y a mí me mata de la risa.
El caso es que vino muy intrigado él con algo que había leído.

-         Es que he visto que hay un virus de esos que se mete en el ordenador cuando está apagado.
-         ¿cómo apagado? Si no lo enciendes, no pueden entrar en él.
-         Sí, sí, yo lo he leído. Que se meten en tu ordenador apagado y hacen con él lo que quieren. Y tú lo enciendes y lo apagas y no te enteras, pero cuando lo apagas ellos siguen ahí, manipulándolo como si tal cosa.
-         Yayo, si un ordenador está apagado y desenchufado de la red, como hago yo con el mío, no hay modo de acceder a él. Un ordenador desenchufado tiene el mismo peligro que un tostador… desenchufado también.

Mi abuelo procesa la información. Tiene sentido lo que le digo, pero él ha leído, o creído leer, o creído entender de lo que leía, que se metían cuando estaba apagado. Y además eso no es lo que le importa.

-         Bueno, me da igual. El asunto es que una vez que están en tu ordenador… ¡¡Lo usan para grabar cosas porno!!
-         ¿Pero para grabarlas en tu ordenador? ¿Con qué fin? ¿alegrarte el día? ¿aumentar  la población?
-         No, no… te graban a ti haciendo cosas porno.

No sé qué me hacía más gracia. Si la idea de que alguien en un gesto caritativo se dedique a introducir un poco de porno en nuestras vidas, que realmente mi abuelo crea que te graban a ti haciendo cosas porno o escucharle todo indignado diciendo “¡¡Cosas porno!!”. Cuando pude dejar de reírme, traté de volver a explicárselo con ejemplos sencillos.

-         A ver, yayo… para grabarte primero tienes que tener una cámara en el ordenador. Una cosa que se llama webcam.
-         No, de eso no han dicho nada. Te graban, no sé como, con cualquier ordenador… con la pantalla o qué sé yo.
-         Pero yayo, ¿tú no ves que si no hay una cámara no hay con qué grabar? Es como si te quieren grabar con la tostadora.

En ese momento mi abuela me da un codazo. Desde que la operaron habla bajito, así que es una gracia escucharla porque aprovecha a decir todo lo que le pasa por la cabeza.

-         Niña, - me susurra. – deja en paz la tostadora o en cuanto lleguemos a casa la tira por la ventana… no vaya a ser que nos graben haciendo porno. Que más quisiera yo, pero vamos.

Mi yaya y su sentido del humor. Así tiene a todos los médicos de desconcertados. A todo esto, mientras yo me reía, mi madre seguía empecinada en explicar a mi abuelo lo que es una webcam y que si no hay una lente que te vea y te grabe no hay que tener miedo de ese virus. Mi madre, esa gran experta en informática que no sabe copiar y pegar dando explicaciones a un octogenario con miedo al porno. Ojito a la situación. Pero mi abuelo seguía sin estar conforme. Así que dejé toda lógica de lado.

-         Mira yayo, igual tienes razón y ese virus entra cuando el ordenador está desenchufado y aunque no tengas cámara te graba. Pero si tú no haces cosas porno, es imposible que te grabe haciendo porno, ¿me explico? Aún no existe el virus que te mande ondas cerebrales y te obligue a cometer actos pecaminosos.

Y oye, no sería mala idea. Aunque yo no me quejo. Que el Ross últimamente está muy animado. Pero la gente en general sería más feliz si frungiera más. Así que es buena idea un virus mental de impulsos porno irrefrenables.
Sin embargo, y a pesar de lo claramente que había hablado, mi abuelo no parecía convencido. De hecho, parecía preocupado… entonces me di cuenta. No me lo estaba contando, ¡¡me estaba advirtiendo!! Mi abuelo lo que estaba era preocupado de que me grabaran en plan porno y luego lo divulgaran por ahí.

-         Además, - volvía a intervenir mi madre. – tienes que ponerte delante de la cámara para que te graben.

Os explico el razonamiento de mi madre: si el ordenador de mi hija está en su salón, espero que se vaya a hacer cosas porno a la habitación y así no la graben. Yo no sé qué idea de mí tienen en mi familia. Con lo mucho que me esfuerzo en disimular no me explico que tenga tan poco efecto.

-         Ya, ya… - insistía mi abuelo. – Pero esos ordenadores pequeños que tenéis ahora y esas cosas planas que se toquetean… - las tablets. – Y esos móviles que son tan listísimos que hacen de todo… esas cosas las lleváis a todas partes.

Ergo van a grabarte haciendo cosas porno sí o sí. No hay escapatoria. Y al parecer en mi caso, menos. A ver si me lo monto bien y luego me pagan por un posado en interviú, me pagan por ir a programas mierder de telecirco y me arreglo la vida porque lo vale mi coño marinero.
Conclusión: la primavera es algo chungo que altera las hormonas y empuja a la gente honrada a hacer cosas porno. Tened cuidado de lo que hacéis, que ya no se puede fiar uno ni de la humilde tostadora. Por si acaso. Y si tenéis dudas al respecto, consultad con mi yayo.

viernes, 10 de mayo de 2013

Presupuestos y talleres


Cuando uno es pobre como las ratas pobres, aprende a hacer una lista de prioridades a la hora de pasar el mes. La mía se reduce a pagar agua, luz y gas, comida de Ron, comida para mí, potingues de higiene, chocolate y tabaco. Por ese orden. Generalmente funciona. Pero hay meses que ocurren cosas que te descojonan tu bien pensado presupuesto. Y para mí, cualquier añadido a esa lista, es un descalabro. Así que hay que hacer ajustes: me he comprado un metrobús para pasearme por el centro. Ea, pues esta semana como de cosas que tengo congeladas. Tengo que comprar un regalito a fulano que es su cumple… pues este mes me doy mascarilla casera hecha con aceite y aguacate. Y así.
El caso es que como se puede comprobar, el coche no tiene parte del presupuesto. Como la mayor parte de las veces lo uso para cosas del trabajo y para ayudar a mis padres, ellos ponen la comida del coche, que por cierto es más cara que la mía, la de Ron y la de mis padres juntos. Puto gasoil. Pero no hay más presupuesto para él.
Lo chungo es que claro, llevo con ese plan unos dos años y medio. Y en todo ese tiempo he hecho muchos, muchos, muchísimos kilómetros. Muchos miles de kilómetros. Y no había cambiado el aceite desde abril del 2010. Que se dice pronto. Que aún vivía aquí el desequilibrado. Que aún no sabía que iba a pedirme en matrimonio. Que acabábamos de instalarnos en este piso. Que… parece que han pasado mil años, joder.
Total, que de un tiempo a esta parte empecé a obsesionarme con el asunto. Que mira que llevar mil años sin cambiar el aceite. Que un día esto se gripa y ya verás la gracia. Que hay que cambiarlo, coño. Que hay que hacer un esfuerzo. Que voy a terminar teniendo un disgusto.
Se lo conté a mi madre y me dijo que lo llevara al taller. Pero también me propuso ir de compras… así que fuimos de compras. La semana siguiente se lo dije al Ross y me dijo que o llevaba el coche al taller o me lo llevaba él. Pero luego nos empezamos a revolcar inmersos en una pelea de almohadas con eróticos resultados.
Así que al fin, un mes más tarde conseguí ir al taller. No al de Ojosdepez, que es para cosas más serias, sino a otro que está un poco más adelante en la calle y es del mismo dueño, pero lo lleva otro tipo y se dedica a cosas sencillas, cambios de aceite, ruedas y tal. Es un tipo raruno al que siempre he llamado el Lechuguino. Si pudierais verle la cara no haríais preguntas al respecto.

-         Venía a cambiar el aceite…
-         ¿Y qué aceite llevas?
-         Pues yo qué sé, el que le pusieras la última vez…
-          Ajá, será un r3o8 o un m645 o… ¿cuántos kilómetros hace que lo cambiaste?
-         Sería más apropiado contar en años luz.

El tipo me miró raro. No parece estar familiarizado con términos científicos. Y creo que yo empiezo a pasar demasiado tiempo con el Ross.

-         ¿Hace mucho?
-         Ni me acuerdo.
-         Bueno, te pondré un buen aceite, un x34tp67j… ¿te parece bien?
-         Sí, suena estupendo. – suena a camptcha de esos que ponéis en vuestros blogs y que me tocan las narices, pero vamos.
-         Y habrá que cambiar el filtro.
-         Ajá.
-         El del aceite, claro. Y el del gasoil. Y el del polen.

¿Filtro del polen? ¿es que acaso mi coche es alérgico? ¿se pone una mascarilla como los chinos o qué?

-         El del aire no. – le corto. – ese ya se lo cambio yo.
-         Como quieras. Pero los demás hay que cambiarlos porque si no las impurezas llegan a los pistones que hacen funciones embolares de empuje sobre el circuito currucutor de la trómpica y puede traerte problemas.

Mire usted señor Lechuguino, llevo tres años con el mismo aceite. Echando diesel del más barato que encuentro. Me he metido con el coche por caminos de cabras. Lo aparco en la puta calle. Me lo abrieron para robarme y sólo encontraron mierda. Arreglé la puerta con un pegote de patex. Hace tanto que no lo lavo que he olvidado de qué color era. Lo he llevado a la playa, a la montaña, lo he cargado hasta los topes. Las dos últimas ITV me las han pasado por llevar escote… ¿realmente cree que no han pasado ya impurezas hasta el rincón más oscuro y recóndito de este pobre motor?

-         Ajá, sí, claro, no queremos impurezas. Cambia los puñeteros filtros.
-         Y quizás vendría bien una limpieza de los inyectores.
-         Ya, y a mí me vendría bien una sesión de masajes anticelulíticos y una manicura como las de las famosas. Pero estamos en crisis. Lujos los justos.

Que les dejas y se te suben a las barbas, oye. Que se empieza por un cambio de aceite y terminas saliendo del taller con un Ferrari tuneado. Y aún tengo escote como para pasar también la ITV este año.

Conclusión, 130 pavos del ala. Eso sumado a los problemas veterinarios de Ron del mes pasado hacen un total de… dos meses sin comer, pelos a lo Janis Joplin, mitad de tabaco y ración mínima de chocolate. Mi operación bikini no voluntaria de este año va a ser muy efectiva.

miércoles, 8 de mayo de 2013

Un poquito más


Soy una persona de cosas pequeñas. Así, en general. Nunca he hecho nada “grande”. Nunca he sido nada “importante”. Nunca he tenido nada “especial”. Soy una persona pequeña. Con pequeñas virtudes, pequeños defectos, pequeñas cualidades, pequeñas miserias. Gano pequeñas batallas. Y sufro pequeños fracasos.
Pero es que creo que la vida se compone de pequeñas cosas. Y si las miras desde el punto correcto, pueden ser grandes. Todo puede depender del entorno, de la perspectiva. Un grano de arroz, en otro mundo con una gravedad mil veces superior a la nuestra, sería capaz de aplastarnos. Una montaña gigante, en otro planeta quizás sería sólo una bolita de arena.
El caso es que si lo pensamos bien, a nivel de historia mundial, casi todas nuestras vidas pasarán desapercibidas. No seremos nada dentro de cien años. Nos diluiremos en el olvido. Peeeeero… podemos morirnos a gusto, satisfechos de nosotros mismos. Podemos hacer algo grande dentro de nuestra nimia existencia. Podemos no quedarnos con la sensación de haber sido unos pringados dentro de nuestro pequeño mundo. Quizás no cambiemos el rumbo de la historia de la humanidad, pero quizás cambiemos algo. Quizás seamos el aleteo de la mariposa que provoca un temblor al otro lado del mundo. Quizás dejemos una huella, aunque sea dactilar en algún sitio.
Puede que nuestra gran aportación al mundo sea salvar a un perro o a un gato. Puede que sea hacer un favor a alguien que al final cambie notablemente su vida. Puede que sea presentar a dos amigos que vivan una maravillosa historia de amor. Puede que sea ser sólo un eslabón el la cadena que hace funcionar los engranajes del mundo. Puede que sea algo pequeño, diminuto, vulgar y anodino. Puede que sea algo que pase desapercibido a ojos de la gente, pero que ha cumplido su función. Una función que era necesaria.
Supongo que es por eso, por esa estúpida creencia mía de que las cosas pequeñas pueden ser importantes por la que soy la tonta del “un poquito más”. Hay días, muchos días, en los que me levanto y tengo ganas de tirar la toalla con todo lo que me rodea. Tirar la toalla con la búsqueda de trabajo. Tirar la toalla con tratar de salvar animales que ni conozco. Tirar la toalla con el blog. Tirar la toalla con mi familia, con mis amigos. Tirar la toalla con mi casa. Tirar la toalla con el Ross. Tirar la toalla sobre todo conmigo misma. Pero mientras desayuno respiro hondo. Aún me quedan fuerzas. Aún puedo un poquito más. Aún puedo luchar lo bastante como para que quizás salga todo bien. Aún puedo añadir un granito de arena o una gota más que sea la que colme el vaso, la que la haga cambiar las cosas. Un poco más. Sólo un poquito.
Y así, voy avanzando hacia la persona que supongo que debo llegar a ser. Pasito a pasito. Un poquito más a un poquito más. Porque mucho quizás no, pero un poco, sólo un poquito, podemos todos. Y así, con pequeños granitos se puede llenar un granero. A pequeños empujones, quizás podamos mover el mundo… nuestro pequeño mundo. Porque poquitos a poquitos, al final podemos juntar un mucho. 

lunes, 6 de mayo de 2013

el loco de los pájaros


Ya os conté que el Ross estaba empollando un par de huevos en su casa. Bueno, no él en persona, pero unas palomas a las que había dado cobijo. Hace unos días apareció en mi casa con su cara de pena.

-         Oye Naar, no sé si ha nacido uno de los pollos o si ha pasado algo...
-         ¿Eh?
-         He encontrado un huevo roto en el suelo de la terraza.
-         ¿Pero como un huevo? ¿Qué significa eso?
-         Pues que había una cascarita de huevo en el suelo.
-         Ya. ¿Pero había pollo muerto o algo raro?
-         ¡Pues claro que no! – me gritó horrorizado. – Sólo era la cáscara.
-         Vale, entonces es que ha nacido el pollo.
-         ¿Y el otro?
-         ¡¡Y yo qué sé, Ross!! ¿Qué crees, que soy ginecóloga de aves o qué? el otro habrá salido y estará el huevo caído por otro lado o aún no habrá salido del todo.

El Ross quedó un poco más conforme con la idea de que los pollitos estaban vivos y al fin se atrevió a subir a una escalera para comprobarlo. Y allí estaban los dos pollos pelados y feos metidos en un nido.
Ahora se entretiene viendo ir y venir a los padres palomos para dar de comer a los nenes. Y a veces, les saca alpiste. Porque sí, el Ross ha comprado un paquete de alpiste. El Ross, el tío más roñoso del universo, que vive con la luz apagada por no gastar, compra alpiste para los pájaros. Y ahora está todo contento de no haber quitado los huevos. Como si eso hubiera sido una posibilidad real en algún momento.
El otro día fui yo a su casa a verle un rato. Entré en la habitación a dejar la chaqueta y le hice un gesto con la cabeza hacia el nido.  

-         ¿Qué? ¿Cómo están los niños?
-         Jo, son más majos… uno es blanco y el otro es negro. Ya tienen plumón y son más graciosos… si es que encima son bonicos y todo los jodíos…

Ya. Guapos guapísimos los pollos. Pero yo no digo nada porque puede que yo hiciera lo mismo. Con las mismas me fui al salón y salí al balconcito a fumar un cigarro. Entonces lo vi. Un cacharro amarillo metido en el soporte metálico de una jardinera en la que no hay tiestos ni plantas ni nada. Sólo un cacharrito amarillo lleno de alpiste.

-         Ross… ¿qué es esto?
-         Un cacharrito que he puesto ahí con alpiste.
-         Ya, ya lo veo.
-         Es que… es que… - empezó a justificarse. – Es que venían a veces pajaritos al balcón y pensé “pues voy a ponerles comida”… y como yo no como en casa y no tengo pan, pues dije, “les voy a poner alpiste”. Y lo puse y vienen a comer. Y me lo paso bomba viéndoles porque son muy graciosos.
-         Ya. – suspiré.
-         ¿Qué pasa? Me gustan los gorriones. Y si tengo las puñeteras palomas que no me gustan en la otra terraza… aunque los pollos molan, pero ese no es el caso, el tema es que si tengo las palomas… ¡pues también quiero tener gorriones!
-         Vale, me parece bien.
-         Además, - se animó al ver mi aprobación. – les veo venir y es divertidísimo. Hay uno muy gordo que no se asusta aunque me vea. Y se pone ahí a piar en la barandilla. Y el otro día se peleó con otro que viene a veces que es más pequeño pero también es gordito y...
-         ¿Los distingues?
-         Claro, mira, está el gordo, luego está este otro que te digo y uno más clarito que se asusta enseguida y otro que…

Os dije que daría de comer a las palomas. Ahora veremos lo que tarda en poner nombre a los pajarillos. Ay, madre, qué criaturita. 

jueves, 2 de mayo de 2013

Rugby... y los hombres de verdad


En honor a mi querida Tomate (cada vez compartimos más cosas, hermosa), hoy vamos a hablar de hombres. Y no de cualquier tipo de hombres. No. De hombres muy hombres. De jugadores de rugby. Los hombres más hombres de todos los deportes de hombres.
Reconozco que lo mío con este deporte viene de muy lejos. Cuando era pequeña, mis abuelos tenían el canal plus en casa y ya algunas tardes que me quedaba con ellos veía el rugby con mi abuela. Mi yaya es así de chula, le gusta el rugby y el fútbol inglés. Así que lo veía con ella y me parecía una cosa muy divertida y muy graciosa, aunque no entendía nada de lo que pasaba.
Luego, con los años, empecé a salir con el Ross. Casualmente, él jugaba por aquel entonces con el equipo de su facultad. Y reconozco que con cierta desgana, acepté a ir a verle jugar cuando me invitó por primera vez. Cinco minutos después no había rastro de la desgana. Aquello era el mejor espectáculo en vivo que había visto nunca. Primero, porque el Ross sin gafas es un espectáculo en sí mismo. Y había que verle corretear por el campo con cara de perdido, los ojos chinos y el mordedor de color fuxia. Por suerte, la camiseta de su equipo también era fucsia y así no le costaba demasiado distinguir a sus compañeros a pesar de la miopía.
Luego pasaban otras cosas fascinantes en el campo. Todos corrían aparentemente sin orden ni concierto detrás de un melón de cuero. Y de repente, alguien placaba al portador del melón. Y entonces, empezaban a caer gordos, unos encima de otros hasta formar una montaña humana de la que parecía imposible salir con vida. Otras veces, (vete a saber a cuento de qué) los de cada equipo hacían varias filas se cogían por los hombros, metían la cabeza entre los culos de los de delante y empujaban como arietes a los del otro equipo, a su vez con las cabezas en los culos ajenos. A mí esto era lo que más me gustaba. Porque empujaban y empujaban y yo nunca supe si tenían que avanzar o girar o qué, pero me preguntaba cómo olería ahí abajo.
Y cuando sacaban desde la banda. Eso sí era divertido. Cogían por los pantalones a un tipo alto y lo levantaban por encima de sus cabezas para que atrapara el balón. Eso sí molaba. A mí me lo hacían muchas veces mis amigos. De hecho, así me rompieron unos vaqueros con la tontería.
Pero lo que más me gustaba, desde luego, eran los terceros tiempos. Dios, qué juergas de terceros tiempos. Las mejores de mi vida. Cuando terminaba el partido y se cantaba aquello de “esta noche hay una fiesta… vamos todos a la fiesta…” empezaba el despiporre.
Y después del partido y la cancioncita, un Ross sudoroso, lleno de barro y aún con cara de topo se me acercaba, escupía el mordedor y me lloriqueaba un poco. Muy sensual él con su “tengo una herida aquí. Me han roto una ceja. Me han pisado la mano. Me han tirado del pelo. Me he estirado una oreja en la melé y me duele mucho.” Y yo, con toda mi santa paciencia, le limpiaba las pupitas antes de que se pusiera las gafas porque al Ross le da pánico la sangre. Y le sacaba los pegotes de barro de los oídos. Y le daba un besito que sabía a barro y a sudor (muy rico) y le mandaba a la ducha con el resto de compañeros en estados aún más lamentables que él.
Guardo muy, muy buenos recuerdos de aquellos años y aquellos partidos. Era muy feliz sentada en las gradas de Cantarranas, a ratos mirando a mi novio-topo persiguiendo bultos rosas y a ratos perdiendo la vista en el horizonte, más allá de árboles y pájaros, por encima de gritos, insultos y conversaciones universitarias. Era muy feliz viendo a los compañeros pegarse las orejas con cinta aislante antes de salir a jugar, poniéndose chichoneras y con los mordedores haciéndoles babear y hablar como si fueran retarded. Y pegando gritos y blasfemando como si les fuera la vida en ello. Era feliz, viendo a mis hombres de rosa fucsia.
A veces ganaban, a veces perdían. A veces eran partidos aburridos, a veces eran increíblemente divertidos. A veces se montaban tanganas y los puñetazos volaban como en una viñeta de Asterix. Pero luego siempre terminábamos juntos de cañas. Es lo grande, grandísimo, del rugby. Que es un deporte de hombres. No de putas nenas como el fútbol. En el rugby nadie se queja, nadie se tira al suelo lloriqueando por una patadita. Nadie le replica jamás al árbitro. Se hace pasillo y se aplaude a los que pierden. Y cuando se acaba, se dan la mano y tan amigos, a beber cerveza.
Es hablar de todo esto y me da una morriña que me quiero morir.
Y para quitarla, pienso en los jugadores profesionales. En estos. En los Old Blacks. En sus hakas.



Y  luego a la gente se le caen las bragas con los cuerpos de los jugadores de fútbol. A mí que no me fastidien y que me perdone el Beckham de mis amores, pero no hay punto de comparación.