viernes, 16 de diciembre de 2022

El amigo invisible ataca de nuevo

 El otro día pensé que estaba muy reflexiva y cansina en el blog y que hacía mucho que no me pasaba algo lo bastante estúpido para hacer uno de esos post que me solían caracterizar. Pa qué dije ná. Y es que si hay algo estúpido y absurdo en estas fechas es el amigo invisible. Es algo que está mal planteado desde la base y es que regalar debe ser algo voluntario y casi espontáneo, no organizado y obligatorio. Y debes regalar a quien te dé la gana, no a quien te toca sacado de un bombo. Pero nada, oye, no hay año que no te veas envuelto en un amigo invisible con gente que posiblemente no te cae ni bien y a quien no regalarías ni un billete sólo de ida a la mierda.

A mí este año me pillaron en el del trabajo. Venga mujer, apúntate, si estamos todas las compañeras, que es divertido y blablablá. Y como ya tengo fama de rancia y de fría y de distante y de borde y de no sé cuántas cosas más, pues al final me vi obligada a apuntarme voluntariamente. Se hizo un sorteo con una aplicación de móvil que seguramente ahora esté vendiendo mis datos a algún niño rata ruso que se dedique a crear bots chungos en twitter. Y me tocó una compañera que me cae bastante bien. No tan bien como para regalarle algo así porque me apeteciera, pero sí lo bastante bien como para no regalarle una de las apestosas cacas de Ron metida en su bolsita de plástico negro. Y quería dedicarle un par de minutos a pensar qué podría comprarle. Pero luego ando atareada con mil cosas más interesantes, como meditar sobre el proceso de perlación de la ostra atlántica y se me fue el tiempo sin que se me ocurriera nada.

Además, qué más da. El amigo invisible es un absurdo. Nunca jamás a nadie le regalaron nada que le haya gustado. O al menos a mí no. Jamás me tocó algo que dijera “joder, qué guay”. Aún recuerdo el año que Bombita decidió que era buena idea regalarnos a todos colonias que un alumno suyo había robado conseguido por ahí y que me tocó una de Bisbal. Era tan horrible que empecé a usarla como ambientador para el baño, hasta que me dí cuenta de que el baño olía mucho mejor sin mezclarlo con eau de Bisbal. Ese fue el último año que hicimos el amigo invisible típico y cuando inventé el amigo invisible inverso, que es que cada uno lleva un regalo random, a poder ser ridículo y baratísimo, lo envuelve y se ponen en un montón. Y cada uno coge uno, a ciegas, pero sabiendo que va a ser una mierda. Nos reímos mucho más desde que lo hacemos así.

Volviendo a la oficina, cuando empezó a acercarse la fecha, todo el mundo comentaba que si ya tenían el regalo, que qué bien, que si no sé qué comprar. Y yo venga a dejar por ahí comentarios al azar, tipo prefiero que me regalen cosas que se puedan usar, que mi casa es muy pequeña. O que cualquier cosa que tenga gatos o mariposas me gusta. O que los saquitos de semillas que calientas en el microondas están entre el top five de mejores cosas que me han pasado en la vida. O que unos guantes en invierno siempre hacen el apaño. O que se me había roto el paraguas. O sea, mil ideas de cosas prácticas. Y la gente con evasivas. Y yo ya a la desesperada, que mira, que hasta una colonia me vale, que la usas y tiras el bote y no ocupa sitio. Y la lista de turno, “ya pero es que una colonia es algo muy personal.” Pues mira hija, mientras que no sea la de Bisbal, a mí me vale.

A todo esto, la fecha seguía acercándose y yo seguía sin comprar nada para mi afortunada porque encima claro, para no gastar mucho el límite eran 10 euros. Que ya sabemos que los regalos del amigo invisible son una mierda, pero si encima el límite es ese, no sé qué esperamos que ocurra. Y de pronto me acordé de una especie de foulard que me trajeron este verano de Ibiza, creo. Algodón orgánico de no sé qué con tintes naturales exprimidos a mano de las raíces de la pachamama. Y ahí estaba en su bolsita y con su etiqueta porque sería muy bueno, pero era a rayas azul mortecino y blanco feo que me recordaba demasiado a los uniformes de los presos de Auschwitz y me daba mal rollo. Así que mira, dos pájaros de un tiro, me quito un chisme del medio y quedo hasta bien. Y como me daba algo de apuro no gastar nada, pues añadí al regalo una cajita de bombones que siempre hace el apaño y una tarjeta navideña con unas palabritas monas. Y chimpún.

La gente empezó a recibir sus regalos ayer, que yo libraba. Y mandaban fotos al grupo de whatsapp. Y, coño, ni tan mal. Foulares, guantes, mantitas, packs de geles y cremas, agendas y cuadernos... que estaba hasta empezando a tener ilusión porque lo que me tocara no fuera una mierda absoluta.

Ah, qué ingenua, pero qué ingenua fui pensando que por una vez, mi regalo no iba a ser el peor de todos con una diferencia abismal.




lunes, 28 de noviembre de 2022

Apaleada

 La serie “Cómo conocí a vuestra madre” me genera sentimientos enfrentados. Tiene capítulos con los que me he reído muchísimo y alguno con el que me he cabreado bastante, creo que las primeras temporadas son una delicia y creo que el final es terrible. Pero sobre todo, hay un capítulo que me ha hecho llorar del dolor más profundo y desgarrador del mundo, el que viene de tu peor temor, de las heridas que te causa ese demonio interno que te repite detrás de la oreja que lo que tú eres no está bien.

Todos tenemos uno de esos. Un demonio pequeño (o grande, según el día) que te dice cosas horribles sobre ti misma. Y como lleva ahí toda la vida, como te conoce perfectamente porque es parte de ti, le crees. A veces, demasiado.

A mí, entre otras cosas, mi demonio me susurra que mi carácter espantará a todo el mundo, que nadie llegará a conocerme, a quererme y a saber que tengo un lado tierno, que me lo mereceré por ser como soy. Me lo dice mientras sus garras diminutas se me clavan en la nuca y me hacen dudar.


El capítulo de Cómo conocí a la madre que te parió es uno en el que Ted sale con una chica tonta y aniñada, absurda y dependiente. Y Robin se lamenta y él le dice que cuando estaba con ella, nunca se sentía necesitado. Que siempre se defendía sola y que ante cualquier cosa se ponía por delante sin dudar y decía “deja, yo me encargo”. Y ella se tambalea. Joder, igual es verdad. Igual soy demasiado dura, demasiado independiente. Demasiado bruta. Igual por eso no me quieren. Y llorando va a buscar a Barney. Le pregunta si cuando estaban juntos alguna vez sintió que ella no le necesitaba. Y él le dice algo como “no, claro que no. No me necesitabas porque eres una mujer fuerte e independiente y eso es lo que te hacía maravillosa”. Y ella se echa a llorar y yo me siento rota en mil pedazos afilados que me desagarran las entrañas. Porque yo soy Robin. Yo soy fuerte e independiente, yo soy el “aparta que yo me encargo”. Yo soy la que no llora. La que contesta con cabreo cuando a lo mejor solamente está asustada. La que dice siempre, bajo cualquier circunstancia, que está bien. Y otro día que tenga más fuerzas nos metemos en el barro de por qué las mujeres tenemos siempre las de perder, si somos demasiado fuertes o demasiado blanditas. Porque hagamos lo que hagamos, recibimos hostias hasta en cielo de la boca. Pero mira, hoy no me siento con ánimos de escribir una perorata sobre por qué deberíamos abolir el patriarcado. Que lo aboliría igualmente, pero no hay ganas de abrir ese melón ahora.

Y claro, volviendo a lo mínimo y cotidiano, a mí misma y mis circunstancias, entiendo que la gente no es adivina. Que si yo no digo lo que quiero o lo que siento, no pueden saberlo. Pero también hay que rascar un poquito más la superficie. Hay que leer un poquito entre líneas. Hay que saber que la portada no describe el libro. Que la fachada recién pintada puede tapar un edificio en ruinas. Que las espinas pueden proteger un cuerpecito débil. Hay que dar, al menos, el margen de duda por si hay algo más que la primera impresión.


Desde que encontré al Dorniense el demonio cabrón de detrás de mi oreja se hizo más pequeño. Porque por primera vez en mi vida un hombre me quiso de verdad por quien soy. No se ha quejado jamás de mi mal carácter, no me ha acusado jamás de ser demasiado libre, demasiado fuerte, demasiado decidida. Al contrario. Siempre me ha dado alas, me ha animado, me ha dejado crecer, me ha apoyado con su silenciosa firmeza. Siempre ha visto en mí una dulzura que yo sigo sin ser capaz de encontrar en mí misma. Siempre ha encontrado cosas buenas en mí aun cuando nadie más las ha visto nunca. Por eso sólo con él puedo permitirme ser quien soy, con las espinas y con la piel en carne viva. Con las dos caras de ese erizo extraño que soy.

Pero no todo el mundo lo ve. Y hay días, en lo que me llueven palos porque total, a Naar no le duelen. Naar no llora, Naar no se lamenta, Naar no monta el numerito, Naar no se rinde. A Naar se le puede dar caña que total, ella va a seguir bien. Y mantengo el tipo, claro. Una vez más. Pero luego llego a casa. Y estoy agotada, magullada y harta. Y sólo me queda refugiarme en mis gatos, en mi dorniense, ponerme mi medio huevo calimero en la cabeza y venir a quejarme. Creo recordar, que para estos casos se tenía un blog.

miércoles, 23 de noviembre de 2022

Botón de autodestrucción

 Hay veces que me enfrasco tanto en mis propios pensamientos que dejo de escuchar todo lo que me rodea. Tengo una capacidad de abstracción que puede ser muy buena o muy mala, según el caso. Cuando tengo que estudiar o estoy concentrada en algo importante es fantástico porque no me molesta el ruido del ambiente. Cuando mi cerebro irse de vacaciones a un lugar que le resulta más interesante pero mi cuerpo debe estar atento a cosas como conducir o trabajar, pues ya no está tan bien.

Ayer por ejemplo volvía conduciendo de un lugar donde no debía haber aparcado. Y no puse la radio del coche porque mi cerebro estaba cantando a todo volumen “Poison” de Alice Cooper, tan alto que no fui consciente de que la música salía de mi cabeza y no de los altavoces. No sé cómo llegué a casa, no soy consciente en absoluto del camino, los semáforos o los cruces. Pero sé que en algún momento empezó a diluviar, tuve que poner los limpias y entonces, sólo entonces, me di cuenta de que no hacía falta subir el volumen de la radio porque estaba apagada. Sin embargo, la voz del señor Cooper seguía clarísima a mi alrededor repitiéndome que el veneno corre por mis venas. Y me pareció bien. Era mejor eso que procesar otras cosas.

Al menos no me dio por cantar al Puma. Aún recuerdo esa época en la que casi me realizo una lobotomía casera con el taladro. A esto me refiero con que mi cerebro puede hacer las cosas muy bien o muy mal, sin termino medio. Puede elegir mis canciones favoritas cuando más las necesito o puede martirizarme con la numeración día tras día sin motivo alguno. Puede darme rachas de felicidad absoluta, de paz, de tranquilidad y de sentirme llena y que un día me despierte y de pronto decida dinamitarlo todo porque sí. De verdad no sé qué afán tengo con pulsar el botón de autodestrucción absoluta cuando menos lo necesito.

En la última semana ha habido dos personas queme han dicho que no me va la vida sencilla, que me gusta complicarme y jugar con los limites. Que me gusta rozar el fuego y ver cuánto puedo acercarme sin llegar a quemarme o quemarme sólo un poquito pero sin terminar en el hospital. Y joder, es cierto. Llevo toda la vida tratando de encontrar el equilibrio. Buscando personas, lugares y cosas que me den estabilidad, seguridad y calma. Y lo busco sabiendo que un día voy a decidir que eso me aburre y que voy a hacerlo saltar por los aires. Soy imbécil, ya lo sé.


Obviamente estoy en una racha de mierda. La única constante real en mi vida es Ron. Y no puedo creer que tenga que despedirme de él más pronto que tarde. No sé cómo voy a llenar el vacío gigantesco que va a dejar en mi vida. No sé qué haré con todo el tiempo, la atención, el amor y el cuidado que le dedico a él. No lo sé. En otras épocas me habría dado a la fiesta, el sexo y el rock and roll. O hubiese hibernado en mi casa mirando al vacío hasta el amanecer, comiendo roñidonetes y cantando rancheras. O hubiese tratado de hacer algo estúpido. Me marco objetivos muy absurdos cuando estoy mal, así que podría haber sido cualquier puta cosa estrafalaria y posiblemente, dañina. Ahora supongo que sólo me queda lo de cantar mentalmente eligiendo cuidosamente canciones que no incluyan pavoreales porque soy más madura. O simplemente más vieja y estoy más cansada. O porque tengo menos tiempo. O porque tengo un dorniense que a veces me mira con infinita paciencia, como si estuviera harto de ver cómo me hostio contra absurdos, sin reprocharme nada nunca. Pero me cuesta. Y aunque por ahora Ron está bastante bien y cada día lo tomo como un auténtico regalo, no dejo de tener un dolor constante en el pecho que me impide respirar con normalidad. Y para acallar eso, para poder tener una vida “normal”, para poder seguir yendo a trabajar, salir, comprar, hablar con otras personas, y no pasar los días llorando en posición fetal, lo único que hago es una especie de huida hacia delante a la desesperada. No pienso, no siento y no padezco. No paro ni un momento a escucharme. Voy, como en épocas antiguas, arrasando con lo que se pone delante sin pensar en consecuencias y tratando de coger aire mientras siento como una mano cruel se cierra alrededor de mi pecho y me roba el aliento en cuanto bajo la guardia un instante.


Seguramente no esté haciendo nada por mejorar las cosas para conmigo misma. Seguramente lo esté empeorando todo. Seguramente. Pero al menos las canciones de mi cabeza me gustan.

miércoles, 16 de noviembre de 2022

Tiro bajo

 Hace poco leí un artículo que decía que volvía la moda de los pantalones de tiro bajo. Apenas seguí leyendo porque no me interesaba saber si los gurús de la moda estaban de acuerdo o no. Salí corriendo a bajar del altillo del armario la caja de la ropa que ya no me pongo pero tengo esperanza de volver a ponerme. Y ahí estaban mis amados pantalones del dosmilypoco. Ah, qué años aquellos.

La verdad es que tiré algunos. Los que tenían los bajos tan corroídos de arrastrarlos por el suelo que daban pena. Porque eso es cierto, muy higiénico no era el asunto. Ni muy cómodo cuando llovía, que ibas recogiendo agua hasta que te llegaba a la rodilla y cada pata pesaba un quintal. Sin contar con lo de enseñar la raja del culo a la mínima, tener que llevar bragas minúsculas, coger frío en los riñones y tener que depilarte el pubis porque, queridas, los pantalones de tiro bajo REAL, son los que te tapan lo justo o incluso menos. Que ahora ves en la tienda el cartelito de tiro bajo y sólo significa que se abrochan debajo del ombligo. Y no. Vale que es un avance tras años de pantalones a que llegan a los sobacos, pero no es eso lo que estoy buscando. Yo quiero volver de nuevo al 2003, cumplir 20, ponerme mis pantalones que apenas me tapan los pelos del coño y dedicarme a zanganear en ciudad universitaria. Cualquier otra cosa no me vale.

Y es que empiezo a pensar que hay algo en la moda que es una cuestión de nostalgia. Nos gustan cosas que nos traen buenos recuerdos. Y la ropa que te pusiste a los 20 y con la que te divertiste tanto parece más bonita cuando la recuerdas de lo que era en realidad. Creo que la memoria nos traiciona y nos hace recordar las cosas como le da la gana a ella. Quizás, sólo quizás, aquel garito no molaba tanto, aquellos pantalones no te quedaban tan bien, aquella música no era mejor y aquel chico no era tan guapo.

Pero qué más da. Hace un par de días alguien me dijo que importaba más el relato que la historia en sí. Y creo que para este caso se aplica que vale más el sentimiento que guardas que la realidad objetiva del asunto. Tener las cosas idealizadas es bueno siempre que no pierdas la perspectiva. Decirse a uno mismo, sé que lo tengo idealizado y aun así me encanta. Porque esos veranos de cuando éramos niños seguramente no fueran más cálidos, más luminosos y más largos. Esos programas de televisión no fueran mejores que los de ahora. Ese amor loco no fuera tan intenso. Y puede que esos pantalones de campana y de tiro bajo no te sentaran tan bien. Pero oye, qué bonito el recuerdo. Y qué sonrisa nos ofrece acordarnos cuando las nubes grises se ciernen sobre nuestras cabezas adultas. Quizás con eso ya valga la pena.

Llevo unos días con el cerebro pegajoso. Como si se me hubiera mezclado con cemento y las ideas tuvieran que luchar por salir, haciendo un gran esfuerzo por moverse. Saber que me tengo que despedir de Ron, el trabajo, el día a día y los recuerdos inoportunos no me lo ponen fácil cuando se mezclan con mis hormonas, mis desajustes y mi habitual falta de sueño. Y en estos momentos raros, en los que ni los pantalones de tiro bajo consiguen que me sienta mejor, los recuerdos felices son algo a lo que agarrarme. Me refugio mucho en los recuerdos de la yaya. En anécdotas tontas de cuando Ron era cachorro. En historias bobas de mis amigos los satánicos. En instantes a escondidas que son sólo míos porque quizás nunca se los he contado a nadie. Y me ayuda. Me devuelve la perspectiva. La idea que llevo tatuada y aun así a veces se me olvida: que esto también pasará. Que las cosas buenas hay que aprovecharlas y llenarse las manos y el corazón con ellas porque no serán eternas. Que las malas hay que aguantarlas como un chaparrón inoportuno porque nunca choveu que non escapara. Y que a veces, las buenas nos sirven de paraguas para afrontar un poco mejor la tormenta.

Tengo muchas cosas buenas en mi vida. Muchas. Y lo sé, soy consciente de ellas. Por eso, a pesar de todo, soy capaz de encararme con los momentos feos. El apoyo del dorniense, su estar a mi lado, su amor incondicional, su mera existencia. Ron y Maya y todo lo que me han dado y me dan cada día. Mis padres. Mis amigos. Mis recuerdos, las cosas que yo misma he construido. Todo me sirve para encontrar fuerzas y seguir adelante.

 Y que aún puedo ponerme los pantalones de hace veinte años y que me la sople muchísimo si realmente se llevan o no, eso también hace. 



lunes, 10 de octubre de 2022

Yo antes vivía sola

 Mi marido me ha abandonado.

Bueno, no del todo, vuelve en un par de días, pero me apetecía el toque dramático. Se ha ido a Dorne a ver su familia. Yo me he quedado con Ron y Maya y mi casa para mí sola. En realidad me gusta poder quedarme sola de vez en cuando, pero me resulta extraño. Antes era lo normal, lo de todos los días, era como vivía. Ahora ya no. Ahora hay siempre un señor por ahí haciendo cosas. Y no es que sea molesto, el Dorniense es limpio, silencioso y ocupa poco sitio. Dicho así, parece que hable de un gato. Pero no, yo sé a lo que me refiero. He vivido con otros hombres y tenía constantemente la sensación de que estaban por el medio, ocupándolo todo o ellos o sus cosas. Hacían ruido, ensuciaban todo y eran increíblemente molestos. El dorniense no. Y eso es bueno. Todo en él es bueno, en realidad. No es perfecto, obviamente, pero creo que sí es lo bastante bueno. Sobre todo para mí. Es lo que necesito y sabe siempre lo que hacer conmigo, a veces cuando ni yo misma lo sé.

A veces creo que es la única persona del mundo que me conoce realmente. Mucho más que mis padres, que les adoro pero son capaces de sacarme de quicio como nadie. Más que mis ex, a los que me vais a perdonar la expresión, pero yo se la sudaba muchísimo. Más que mis amigas, que saben lo que yo enseño y yo no soy ninguna artista del destape. El Dorniense es quien más cerca está de conocer mis oscuros rincones mentales. Es quien mejor sabe cuando necesito una respuesta y cuando es mejor un silencio. Cuando debe frenarme y cuando darme alas. Es el único que consigue acallar las voces de mi cabeza y consigue que me lata el corazón de una forma acompasada.

Aún a veces le miro cuando está concentrado en sus plantas, o limpiando o haciendo la comida y me quedo embobada. Hostia tú, que ese tío es mi marido. Y no es sólo lo mucho que me sorprenda tener un marido, que también. Es que tengo uno al que se le marcan los abdominales y que tiene los hombros más bonitos que he visto en mi vida. Pero no iba a decir eso, que se nota que llevo cuatro días sin verle y me desvío del tema. El caso es que le miro y me parece increíble que ese tío me quiera. Porque yo soy un desastre. Uno grande. Yo vivo desquiciada, me altero por cualquier cosa, propia o ajena. Me paso el día despotricando contra cosas. A veces pienso en voz alta y le aturullo con mi verborrea. Yo sí que ocupo espacio, sobre todo porque desparramo desorden a mi paso. No sé cómo lo hago, trato de evitarlo, lo juro. Pero las cosas se desordenan y se descontrolan, la pila de ropa de la silla se multiplica y el escritorio sufre invasiones incontroladas de bolsas y papeles. Y yo misma soy una especie de complicación con patas. El Dorniense dice que el peor error que ha cometido en su vida fue ponerse pajarita una vez. Y lo dice en serio, muy en serio. Ojalá mi peor error, o incluso el mejor, fuera un atuendo desacertado.

El caso es que el compensa todo eso que está desequilibrado en mí. Y a veces le quiero tanto, tan fuerte y tal claro, que siento un extraño picor en el pecho, como si el corazón se me hiciera un poco más grande ahí dentro. Porque mira que yo he querido, pero no así. No con esa sensación de que es lo acertado, lo correcto, que quererle está bien, que quererle es lo mejor que podía pasarme.


Me pasé muchos años viviendo sola, acostándome sola cada noche. Metiéndome en una cama enorme y helada o calentada con la manta eléctrica. Y me parecía lo normal. Ahora llevo cuatro días que se me hace un poco cuesta arriba. Porque no está él ahí dentro, respirando despacio, llenando la almohada de ese olor delicioso y haciendo que la oscuridad no me dé miedo. Porque todas las noches cuando me acuesto, lo primero que hago es oler a mi marido y me fascina lo bien que huele siempre. Así que antes de dormir le olisqueo un poco y le beso el cuello. Me acurruco a su lado y le pongo una mano encima. Acompaso mi respiración a la suya. Y en unos segundos toda esa nube gris que siempre pulula alrededor de mi cabeza, se disipa. Le gano la batalla a la ansiedad por un día más. Dejo que los malos rollos se vayan y que mis preocupaciones se aparquen. Pospongo hasta el día siguiente las cosas pendientes. Y dejo que su compañía, su simple presencia me acune, que su respiración me arrulle. Y por esos momentos, todo está bien, todo está en paz. Y esa es una sensación que no había tenido nunca. 

Porque yo vivía sola, era lo normal, lo tenía asumido. Pero ya no. Ya no estoy sola, ahora hasta cuando se va, está él. Y vivir sola estaba bien. Pero con él es mejor.


martes, 4 de octubre de 2022

Vendaval en la memoria

 

Nunca fui de querer cosas en abstracto y quedarme con el que llegara para cumplirlas. Por ejemplo, nunca quise un gato. Quise a Ron cuando le vi. Y más tarde, no quise otro gato. Quise quedarme a Maya en cuanto toqué su cabecita negra. Tampoco jamás quise casarme, así en general. Quise hacerlo cuando el Dorniense y yo lo hablamos y supimos que era el momento. Y desde luego nunca quise una aventura, ni una pasión absurda, desatada y desestabilizante. Pero te quise a ti cuando me sonreíste y me miraste a los ojos por primera vez, hace tantos años ya. Por eso debo decírtelo: no fue casualidad. No fue que te cruzaras en mi camino por azar. No fue que pasaste tú y si no, hubiera sido otro. Fuiste tú y ese vendaval que desatas a mi alrededor con el sonido de tu voz. Fuiste tú y esa risa tuya que me hace vibrar. Fuiste tú y esa extraña capacidad para verme guapa a través de tus ojos azules. Fuiste tú, que aún hoy en día haces que se me sacudan los años y me desaparezcan las canas que me empeño en no teñirme. Fuiste tú y el recuerdo que me niego a regalarle al olvido.


Una vez te dije que cuando fuera una vieja senil y me dedicara a ir por ahí con mi carrito recogiendo trastos y dando de comer a todos los gatos del barrio, aún me acodaría de ti. Y maldita sea la caprichosa memoria, que me temo que termine siendo cierto. He olvidado los nombres de mis compañeros de colegio. Los teléfonos que antes me sabía de carrerilla. Las fechas que tanto me importaban. Me he olvidado de quienes fueron mis amigas, de mi primer amor y de muchos de los que vinieron luego. Me he olvidado del Ross y ahora es apenas el espectro de algo que conocí. Me he olvidado de las cosas que me causaron dolor, de las canciones que me hicieron bailar y de los días de sol cuando los veranos eran más largos. Me he olvidado de muchas cosas y tengo que hacer un esfuerzo, una búsqueda intensiva en mi memoria o en los archivos fotográficos amontonados en cajas para acordarme vagamente de ellas, sin sentir el estremecimiento que me causaban.

Y sin embargo me acuerdo de la forma de tu cuerpo, del olor de tu piel y del sonido de tus palabras con una intensidad que me asusta. Me acuerdo de tu casa en la buhardilla mejor que de mi primer piso. Me acuerdo de tus mensajes como si me hubieran llegado ayer. Me acuerdo de tus uñas mordidas y tus dedos despellejados, de cuando te hiciste los pendientes en las orejas, de cuando te hacías dos coletas a lo Beckham, de tus piernas delgadas y de tus colmillos montados. Me acuerdo de todo con una precisión absurda, ridícula y totalmente estúpida.


Y no es que piense en ti a menudo. De hecho, procuro pensar en ti lo menos posible. Pero a veces va el subconsciente, me traiciona y me hace soñar contigo de una forma horriblemente vívida. O pongo la radio de camino al trabajo, medio agobiada por esas cosas que nos agobian a los adultos y suena Lou Reed. O estoy tratando de respirar hondo un domingo porque Ron está bien y porque empiezan mis vacaciones y porque por fin puedo disfrutar de unos días de leer y ver series y comer como una persona normal y vas y me escribes. Y me llamas. Y de pronto tenemos mil cosas que contarnos y hablamos durante horas que se pasan volando y ojalá pudiera dejarlo todo para irme contigo al Rastro y que Madrid nos abrace en su anonimato una vez más. Porque a pesar de todo, incluso de las veces que lo hemos negado, seguimos siendo amigos. Mejor que los que sólo fueron amigos. 

Ojalá no fuera así. Ojalá hubiera podido enfriarte y congelarte en el pasado para recordarte sólo con un vago cariño distante. Ojalá no te hubiera dedicado las mejores cosas que he escrito. Ojalá no siguiera escribiendo para ti. Ojalá no te hubiera guardado un rincón especial, totalmente protegido, en mi corazón. Ojalá hubiera podido poner un punto y final en algún momento. Ojalá tú no fueras tú, yo no fuera yo y la historia no fuera nuestra. Ojalá mil vidas para volver a encontrarte y por un instante desear no haberlo hecho. Ojalá mil vidas para volver a cometer el error y sonreír satisfecha. Ojalá mil vidas despeinándome con el vendaval que desordena todo a su paso y lo deja impregnado de ti. Ojalá mil vidas en las que mereciera la pena vivir por un puñado de recuerdos a los que no renunciaría nunca. Ojalá mil vidas para no regalarle al olvido ni uno sólo de los besos que me diste.


domingo, 2 de octubre de 2022

Palabras más, palabras menos

 

Hay palabras que tienen un poder especial. Bien por el contexto, bien por la persona que las dice, bien por el tono o bien por la palabra en sí misma. Las palabras son más poderosas de lo que dicen porque ni una imagen vale más que mil de ellas, ni se las lleva el viento.

Una palabra terrible es quimioterapia. La oyes y tiemblas. La quimio es sinónimo de enfermedad, de malestar, de vómitos, de palidez, de defensas a tomar por culo, de caída de pelo. Quimio suena a hospital. Suena a otras palabras malditas, como cáncer o muerte.

Por eso cuando me dijeron que Ron tenía un linfoma (he ahí otra palabra espantosa) y que había que darle quimioterapia me vine abajo. Por más que me explicaron que el tratamiento en animales no suele ser tan agresivo como en humanos, que lo que tenía Ron era un linfoma de bajo grado intestinal totalmente tratable y en un estado muy inicial, yo seguía bajo el efecto perturbador de las palabras malditas. Así que, mientras él estaba totalmente normal, yo era la que andaba por ahí pálida, ojerosa, con la ansiedad por las nubes y nauseas que me impidieron comer durante días. Lloré dos noches enteras seguidas mientras Maya me pasaba su diminuta naricilla negra por la cara y me secaba las lágrimas con sus patitas también negras. Tras unos días de ir al trabajo en un estado lamentable, por fin llegó el fin de semana y le di a Ron sus pastillas, temiendo lo peor. Pero a veces lo peor no llega. A veces, por horribles que sean las palabras, son sólo eso, palabras. Y los hechos son otros.

Así que Ron está bien. Los efectos secundarios no han aparecido, como me dijeron que pasa en la mayoría de los gatos. Sigue comiendo, durmiendo y pidiendo más comida. Sigue contento y sin dolor. Sigue, ahora mismo mientras escribo, ronroneando pegado a mi costado. Así que si Dios quiere, seguiremos con el tratamiento y le daremos una patada en el culo a las palabras feas, dando la bienvenida a palabras más amables, como remisión o recuperación.


Lo cierto es que tampoco me gustó la palabra operación cuando me la dijeron a mí. Resulta que mi endometriosis se ha descontrolado y tengo el intestino a punto de colapsar. Así que hay quitar un par de cachos. Suena fantástico, lo sé. Y temo el día que me llamen y me digan palabras inofensivas, como fecha y hora, pero terribles por lo que va a haber detrás de ellas. Sin embargo, puede que eso también salga bien.


Pensando sobre el tema de las palabras, me he dado cuenta de que nunca digo que la llama se murió. Siempre digo que “se fue”. Y no es una cuestión de usar eufemismos. Es cosa de que la muerte suena demasiado definitiva. Irse, no tanto. Y yo creo, porque me ayuda a seguir respirando, que la muerte no es definitiva. No es el final. Sólo es el paso a otra cosa. Y que nos veremos algún día, dentro de muchos años, espero.

Leí hace muchísimos años un libro para adolescentes muy divertido y la protagonista tenía pánico a la palabra “muerte”. Así que en su lugar siempre decía “bananas”. Eso le hizo coger cierta aversión a susodicha fruta. Y a mí me gustan mucho los plátanos, así que prefiero no usar ese truco y seguir pensando que la gente se va, no se muere del todo pero tampoco hay ninguna banana implicada en el asunto.


Y por último, aún estoy cogiéndole de nuevo el truco a esto. Se me había olvidado. Ya no manejo tan bien las palabras como antes, ni las que me asustan ni las que me reconfortan. Pero aun así, siguen siendo un extraño consuelo.


martes, 20 de septiembre de 2022

Olla a presión

 

Una de las cosas que más me aterran en la vida son las ollas a presión. No sé en qué mente enferma puede surgir la idea de meter garbanzos en una bomba a vapor que puede estallar en cualquier momento. Y no tratéis de persuadirme, conozco mucha gente a la que le ha explotado la maldita olla exprés llenando todo de caldo hirviendo y de trozos de estofado pegado a las paredes de la cocina. Eso en el mejor de los casos. Porque sé de personas que han terminado en el hospital por quemaduras graves debido a esta historia. En fin, no quiero ponerme dramática, pero son inventos del demonio. “Pero es que la comida se hace más rápido, mimimi”. Tampoco sé en qué momento alguien llegó a la estúpida conclusión de que más rápido es mejor y encima nos ha convencido a todos. Más rápido sólo es sinónimo de más peligroso.

Compraos una olla de cocción lenta, cero riesgo de explosiones y comida buena prestando un mínimo de atención. Y no, nadie me paga por esta cuña publicitaria.

El tema es que desde hace un tiempo siento que yo soy una olla a presión. Y no me gusta porque puedo explotar en cualquier momento y los garbanzos voladores y el caldo achicharrante no es el mayor peligro en este caso.

Y parece que lo único que puede evitar el desastre de las ollas y de mí misma es la válvula de escape. He valorado muchas opciones. Bueno, no tantas. Algunas. Y el blog parece la más sensata. O la más barata al menos.

Cuando tenía el blog, ocupaba una parte de mi cerebro que así no estaba dedicada a pensamientos feos. Me ayudaba a ver las cosas con humor porque de toda situación desastrosa sacaba la conclusión de que si lo contaba con humor, podría dar para un post. Y esa sensación era buena. Creo que podría ayudarme de nuevo.


Por hacer un resumen, así a lo gordo, os diré que todo va bien. Porque es más rápido decir “bien” que dar explicaciones. Y no es que haya nada realmente malo. Es sólo que a veces la vida se hace bola. Porque te pones a masticarla y le das tantas vueltas que al final no hay quien se la trague. Tengo un trabajo que me gusta con compañeros que me gustan (en su mayor parte). Tengo dos gatos a los que adoro y a pesar de los disgustillos que me llevo, sobre todo porque Ron se hace inevitablemente mayor, siguen siendo mi alegría. Tengo un marido que aún no me puedo creer que haya tenido tanta suerte de encontrarle. Y tengo padres a los que adoro, me queda un yayo con cuerda para rato y la familia bien gracias, ya sabéis.

Pero yo no estoy tan bien. Me tienen que operar de endometriosis en los próximos meses, lo que me aterra más de lo que soy capaz de admitir. Me encuentro cansada y dolorida demasiados días al mes. Y hay momentos en los que aunque aprecio todo lo que tengo, me gustaría meterme dentro de un agujero y dormir hasta que el mundo sea perfecto. O sea, mucho, mucho tiempo.


Y como no tengo dinero ni paciencia para la psicología, no creo en el reiki ni en las terapias alternativas, jamás he bebido alcohol y tengo miedo de engancharme a las drogas, aquí estoy de nuevo. Probando si las letras pueden aliviarme una vez más de las angustias de un día a día que en realidad no tiene nada de malo.


Septiembre es un buen momento para empezar cosas. Es el comienzo real del año, diga lo que diga el calendario. Así que, here we go again.