martes, 29 de mayo de 2018

Un guiño con la lengua fuera, la jerga policial y el ictus.


Sabía que no debía hacerme amiga de un poli. Lo sabía. Porque claro, conoces a uno, es majo, te encariñas un poco y le das una oportunidad. Venga, vamos a ser amigos a pesar de que seas lo que eres. Y entonces los demás lo saben. Como las avispas, que si matas una vienen cincuenta a vengar su muerte y al final es peor. Se comunican con sus walkie-talkies esos de policía o lo que sea que usen. Y cuando los demás saben que eres una presa fácil, que estás debilitada, empiezan a acorralarte para ser también tus amigos y llenar tu vida de orden y ley y uniformes todas esas mierdas suyas.
Primero fue mi amigo el poli. Y bueno, me caía bien y cuando me enteré de que realmente era policía ya era muy tarde para ser antipática con él.
Luego el memo de mi excompañero de insti que pretendió ligar conmigo. Me ha escrito un par de veces más por whatsupp y me pone nerviosa porque usa un montón de emoticonos que no sé interpretar. Es algo tipo “Hola, qué tal?” *carita sonriente, guiño, guiño con lengua fuera, risa con un ojo más grande que otro, guiño y lengua.* Y yo pienso “pero ¿qué le pasa a este hombre? ¿a qué tanta mueca? ¿tendrá un tic? ¿síndrome de Tourette? ¿Le estará dando un ictus? ¿Hay un médico en la sala? Call nine-one-one!”
Total, que era todo muy complicado y decidí no ser su amiga, más que nada porque no lo hemos sido nunca y tanto emoticono por palabra me confunde.
Y entonces llegó otro policía. Otro que en dos miniconversaciones por whatsupp ya ha conseguido sacarme de quicio unas veinte veces.
El caso es que estaba yo trabajando y en el vado de la puerta para poner las furgonetas de la ruta y que los abuelos suban y bajen había aparcado algún gilipollas desaprensivo. Porque a ver, es gente en silla de ruedas, con muletas, enferma y en el mejor de los casos, muy mayor. ¿Para qué coño pones tu puto coche ahí durante horas? Total, que llamamos a la poli. Le multaron, se fueron y el coche seguía ahí. Volvimos a llamar, volvieron a multar, volvieron a irse. Obviamente, el coche seguía ahí. Llamamos OTRA VEZ ya más cabreados. Y por fin vino uno que llamó a la grúa.
Yo estaba a mis cosas cuando entró la directora y me dijo que estaba dando una información del centro al policía en cuestión y que iba a darle mi tarjeta por si necesitaba ayuda con servicios sociales o información o algo. Francamente, no le hice ni puñetero caso porque acababa de llegar del hospital de ver a mi usuario, iba a recoger unos papeles y me quería largar cuanto antes.
Unos diez minutos más tarde conseguí salir para irme a mi casa cuando un policía municipal, con su unirme y sus gafas de sol y todo se me pone delante y me llama por mi nombre.

  • Perdona, ¿eres Naar?
  • No... ¿Naar? ¿qué Naar? Yo soy... señora de incógnito.
  • Ah, es que me ha dado una compañera tuya una tarjeta y me ha dicho que la trabajadora social...
  • ¡¡Vale!! lo confieso, soy yo, soy Naar. ¡Deja de interrogarme!

El tipo parecía majo, pero yo ya conozco esa estrategia. A mí no me engañan más. Que huy, qué simpático y amable que soy... ¡que no me la das, que eres policía! Y mientras yo no dejaba de mirar mi coche aparcado en una zona de carga de y descarga (debo decir en mi defensa que eran las dos menos diez y la zona sólo es de carga y descarga hasta las dos), el tipo me contaba su vida. Que si su abuela, su tía y la madre que parió a panete. Y yo “ahá, ahá, comprendo (mirada de reojo a mi coche aparcado en descarga) claro que te escucho, ahá, ahá”. Pensé que me estaba librando cuando me dice:

  • ¿Este móvil de la tarjeta es el tuyo?
  • ¡No es mío, es de la empresa! ¡Lo juro, no lo he robado!
  • No, es por si puedo preguntarte alguna duda cuando vaya a servicios sociales.
  • Ah, sí, claro.
  • ¿Y tienes whatsupp?
  • Sí, pero sólo para cosas legales, lo prometo.
  • Bueno, ya te diré algo, no te entretengo que tendrás prisa.
  • No, es que tengo el coche aparcado en carga y descarga. - mierda, ya la he liado – Pero han sido cinco minutos, de verdad. Y ya me iba. Por favor, no me multes. Te puedo ayudar en las gestiones si no me multas. Lo he dejado ahí porque tenía prisa. - sólo hay una forma de salir de esto. - O sea, prisa... es que llevo un cadáver en el maletero y tengo miedo de que los perros lo huelan y descubran el alijo de drogas de los bajos.

El tipo se echó a reír. ¡Mira, un policía con sentido del humor, corre, pide un deseo!
Me dijo que ya me escribiría y me diría algo. Como tengo que ser buena empleada y tratar de conseguir nuevos usuarios le dije que vale y me fui a mi casa. Al rato me escribió para decirme que era el policía Fulánez. Que al parecer no tiene nombre, sólo apellido, como los policías de bien. Y que si me ponían una multa, se lo dijera, y que jaja, cara con guiño y lengua fuera. Vaya por dios, otro que sufre ictus y trata de comunicarlo con emoticonos. Eso, o es una jerga policial que yo no comprendo, porque empiezo a ver un patrón aquí.
Al día siguiente me escribe de nuevo y me dice que ya tiene la cita en servicios sociales. Bien, has sido capaz de marcar un número y pedir una cita. España está orgullosa de tu efectividad. Y que si al final me ponían una multa le avisara, guiño, guiño, lengua fuera. En serio, que alguien me lo explique.
Al otro día me volvió a escribir. Que tenía una duda con la ayuda al cuidador y el cheque servicios. Le dije que iba a dar una charla sobre esos temas en mi centro, que viniera a verla y a informarse. Y me dice que vale pero añade:

  • Aunque no sé, me das un poco de miedo, al fin y al cabo, eres una delincuente.
  • ????
  • Por lo del cadáver en el maletero y tal. - jajaja, guiño, risa con un ojo más grande que otro. - aunque te estoy encubriendo.
  • Ah, jeje, vale. No te preocupes, no soy peligrosa.

Y aquí viene lo bueno, me preguntó si llevaba armas. A ver, me lo dice un tipo que pasa sus días con una puta pistola, una puta porra y unas putas esposas en la cintura. Así que le dije “menos que tú, a ver quién es el que es más peligroso”. Según lo dije me arrepentí. El sentido del humor de los policías es delicado. Sin embargo el policía Fulánez volvió a reírse y a sacar la lengua. En serio, qué problema tiene esta gente con las muecas extrañas. Y me dice que a ver si me va a tener que cachear. ¿Perdona? ¡¡¿¿PERDONA??!! Que cacheo ni qué cadáver en el maletero. Oiga, que yo aparqué cinco minutos en una zona de carga y descarga, no creo que me merezca este suplicio. Y váyase a ligar con otra a la que le gusten los uniformes y las cosas raras. Déjeme señor policía, que crecí al grito de “agua, agua” y pasé mis años universitarios diciendo eso de “mucha policía, poca diversión”. Déjeme, que me pongo nerviosa y digo tonterías y cualquier día de estos me pongo a usar emoticonos sin sentido y la gente va a creer que estoy sufriendo un derrame cerebral.

Se lo he contado a la directora. Se ha reído y me ha dicho que sea amable para ver si conseguimos que traiga a su abuela. O sea que ahora soy una presunta delincuente y puta en potencia que no sabe descifrar los emoticonos de la policía. Mi vida mejora por momentos.

viernes, 25 de mayo de 2018

No le voy a dejar


Ayer fui al hospital a ver al usuario que os contaba en el post anterior y salí hecha polvo. Estaba cansado, apagado, le costaba abrir los ojos. Me conoció, sí, pero seguía sin saber bien dónde estaba ni por qué. Le tuve que dar el desayuno porque no tenía fuerzas para levantar la cuchara. Por un momento, estuve a punto de rendirme. Mira, que se lo lleven a una residencia. Que aguante lo que pueda y luego... que sea lo que tenga que ser.
Pero luego, le estaba dando vaselina en las piernas para que no le salgan escaras y me pasé la mano por una cicatriz que tiene en la pierna. Creo que fue en enero que se cayó y se hizo una herida muy fea. Durante meses se la tuvimos que curar a diario porque aquello se infectaba y con el adiro que toma le sangraba cada dos por tres y... una odisea. Pero se le curó. A fuerza de insistir, ganamos la batalla a la herida.
Le seguí dando vaselina mientras la cabeza empezaba a echarme humo de tanto pensar. Y cada vez que pasaba la mano por la cicatriz, algo saltaba en mi interior. Hasta que como soy yo, decidí intentarlo una vez más. Luchar un poco más. Un poco más, venga, otra vez.
Así que me acerqué, le incorporé la cama y le obligué a mirarme.

- Escúchame, - le dije. - Yo no te voy a dejar. Pero tienes que poner de tu parte y espabilarte porque si no, te van a llevar a una residencia. Si tú no quieres, me dejo la piel para que no vayas, pero dame algo por lo que luchar.

Abrió un ojillo grisáceo.

- Al asilo no.

- Vale, al asilo no, pero entonces te tienes que poner mejor, ¿lo entiendes?

Asintió un poco y volvió a quedarse traspuesto. Por un momento pensé que pasaba de mí. La doctora me había dicho que no estaba “tan” mal, pero que estaba bastante apático y que eso no ayudaba. Así que creí que se estaba rindiendo. Pero le zarandeé un poco y se lo repetí, porque entender, entiende bien.

- No te voy a dejar, Usuario. De verdad que no. No vas a estar solo. Te lo prometo. Tú ponte bueno y yo peleo por ti.

Esbozó una sonrisa debajo de su bigote blanco y me dio las gracias. Salí del hospital a punto de echarme a llorar. Pensando qué iba a hacer al día siguiente cuando me llamara la trabajadora social del hospital, qué le iba a decir. Cómo le iba a explicar a todo el mundo del trabajo que me insisten en que le incapacite y le lleve a una residencia que no, que no es como entiendo mi trabajo, que creo en la libertad hasta las últimas consecuencias y que si una persona prefiere morirse en su casa que estar “bien” en una residencia está en su derecho. Y que yo lucharé por ese derecho todo lo que pueda y un poco más. Pensaba en que a veces me miran como si estuviera loca y me siento sola e incomprendida porque obviamente, lo fácil es gestionar una resi y hala, que se coma otro el marrón.

Pero hoy cuando he llegado estaba sentado, con sus gafas puestas y las mejillas rosaditas. En cuanto me ha visto me ha sonreído y me ha llamado por mi nombre. Le he acompañado mientras comía. Él solo. Se lo ha comido todo. Se ha quejado porque no le gusta el puré y estaba soso. Hemos charlado y gastado bromas mientras comía y se reía. Me ha preguntado por la gente del centro y le he dicho que todos le echamos de menos y que tiene que volver. Se ha encogido de hombros.

- Pues claro, en cuanto me suelten de aquí.

Le he vuelto a dar vaselina en las piernas, en los hombros, en las zonas de roce y me he acercado a su oreja:

- Te has echado un vecino gitano. - el compañero de habitación.
- Bueno, pues que me cante algo de Camarón.

He soltado una carcajada. Es un hombre con un sentido del humor, a pesar de todo, que me sorprende.
He pasado con él la mitad de mi jornada laboral, haciéndome salir más tarde y más cansada. Pero me da igual. Que le jodan a los informes, al papeleo que se amontona y a las reuniones pospuestas. Que le jodan al gerente y a su cara de mierda cuando lo sepa. Que le jodan a todo. Yo creo que mi trabajo en parte es esto. Es luchar mientras queda una oportunidad. Así que antes de irme se lo he vuelto a decir:

- Que no estás solo. Que yo no te voy a dejar. Te lo prometí ayer y te lo repito, no te voy a dejar solo. Tú sigue poniéndote fuerte y yo no te dejo.

- Cuando te canses, pues me llevas a un asilo. - me ha dicho en modo calimero.

- Yo no me canso. Si tú no quieres, yo no te llevo a ningún sitio. Yo soy muy de pelear, así que por eso no te preocupes.

- Se agradece.

Le he llenado de besos y me he ido, después de pedirle a la enfermera que le pongan dieta normal y le den algo más que purés. Y me he ido contenta. Si él quiere luchar, luchamos. Si él quiere vivir, me encargaré de que sea a su manera. Si a él le quedan fuerzas, a mí me sobran. He luchado incansablemente por cosas que merecían menos la pena, imagínate por mis usuarios. Así que no, no le voy a dejar.

miércoles, 23 de mayo de 2018

¿No podría hacerlo otro?


Sabéis que me gusta mi trabajo. Lo digo muchas veces, no me importa reconocerlo. Me gusta lo que hago, me gusta ser trabajadora social. No gano mucho, no tengo mucho “prestigio”, no llevo ropa elegante y desde luego, nunca me haré rica con esto. Pero oye, me gusta.
O casi siempre me gusta. A veces no. A veces me pasa como a Homer y me pregunto si eso no puede hacerlo otro.
Y esas veces que no me gusta no es cuando discuto con el jefe. Ni cuando un abuelo se pone pesado o enfadado o me cae algún insulto por no dejarles hacer lo que quieren (generalmente, escaparse). No es cuando la familia se pone pesada o cuando me llaman a deshora. No es cuando me equivoco y me cae bronca. Ni siquiera es cuando tengo que hacer papeleos interminables y darme de bruces una y otra vez contra los muros administrativos. No, no es eso. Eso me da igual.
Es cuando le coges cariño a alguien y llega el punto en que no puedes hacer más. Es cuando me siento impotente. Es cuando veo que un caso se me escapa de entre los dedos sin remedio. Es cuando, como hoy, me doy cuenta de que no depende de mí lo que pase con ese usuario que es más que un “usuario” y es alguien con nombre, apellidos, una historia, un pasado y una sonrisa que se me hace familiar. Es cuando ese “usuario” me mira a los ojos y sólo puedo encogerme de hombros y tratar de calmarle con palabras que yo misma no me creo.
Cuando empecé en este mundo, quería trabajar con adolescentes y lo hice durante unos años. El día a día es muy duro, los adolescentes son pura vida y te agotan. Tienen más energía que tú, son más rápidos, más fuertes y más inconscientes que tú. Y luchas y luchas y luchas y sólo a veces ves resultados. Pero crees ilusamente que estás trabajando por darles un futuro. Que te estás dejando la piel por mejorar a su personita del mañana. Y cuando ocurre, se te despegan los pies del suelo. Cuando te llaman y te dicen que tienen un trabajo, que han salido de la mierda. Cuando te dicen que les diste una oportunidad, cuando te dan las gracias por creer en ellos. Cuando te dicen que ahora son mejores gracias a lo que hiciste por ellos. Ese día, la vida merece la pena con tanta fuerza que casi te da igual lo que pase.
Y no quería trabajar con ancianos porque no puedes ofrecerles eso. El día a día es más fácil. Son menos conflictivos, más cariñosos, más agradecidos a primera vista. Les ayudas a vivir lo poco que les queda un poco mejor, pero sabiendo que sólo tratas de darles un final más digno. Que quizás, tu misión es que mueran cómo o dónde quieran. Que sólo puedes ayudar, paliar, poner parches. Pero que no hay un futuro mejor porque básicamente no hay un futuro. Y eso duele. Escuece. Y a diario tratas de no verlo, de quedarte con lo bueno, con sus sonrisas, sus besos y sus carantoñas y no ver que quizás mañana no estén ahí. Pero hay días, días como hoy, que nada vale contra el dolor y la impotencia.
Hoy no he hecho nada de lo que tenía planeado. No he podido hacer mis informes, ni mis visitas, ni preparar mis contratos ni nada de nada. Un “usuario” al que tengo un cariño especial no contestaba al teléfono, ni ha bajado a la ruta. Como tengo llaves, me he ido a su casa con la enfermera, dejando a medias todo el trabajo de la mañana. Y ahí estaba, pobre mío, tirado en el suelo, en un charco de pis, sin ropa, temblando y con el cuello retorcido entre la pared y la cómoda. Estaba vivo, sí, pero podría no haberlo estado. Llevaba así horas. Y no, no tiene a nadie en el mundo. Y si yo hubiera seguido haciendo mi trabajo y no hubiera ido a su casa, seguiría así, en el suelo tirado, sin nadie a quien le preocupara. Hemos llamado a la ambulancia y se le han llevado al hospital. Me miraba mientras le vestía y le lavaba con una toalla húmeda, con los ojillos medio despistados y me decía que a dónde íbamos ahora. “Pues al médico, ¿dónde vamos a ir, a la verbena?”, le digo. Y me sonreía. Cuando se le llevaban en la ambulancia, le he repetido otra vez que a quién tenía que llamar si necesitaba algo o si los médicos le preguntaban. Y con los ojos grises de cataratas, el golpe de la cabeza y el pantalón de chándal que le hemos puesto de milagro, me miraba y me decía “que sí, a ti, que te llamen a ti, que no se me olvida”. A ver si es verdad.
Y ahí estoy, como una gilipollas, con el corazón encogido, hablando con la trabajadora social suya de generales, con la del hospital y con todo el que puedo. Diciéndole a mi jefe que mi ética profesional está por encima de los intereses de la empresa y me la pela lo que el opine. Recogiendo un charco de pis con la fregona mientras intento no echarme a llorar y gastando bromas a un “usuario” sabiendo que sólo yo iré a verle al hospital y que seré quien reciba las malas noticias que tengan los médicos. Y tendré que lidiar con ello. Y con la cara de mierda del gerente cuando sepa que he “perdido” dos días de trabajo por estar con un usuario que se va a ir del centro porque ya necesita otros cuidados. Y en ese momento, en ese momento en el que mi “usuario” me mira pidiendo ayuda en silencio y sabiendo que sólo confía en mí, me pregunto si no podría hacerlo otro. Si no podría yo estar en una fábrica de hacer tornillos que cuando cumpliera mis horas me fuera a mi casa con la cabeza despejada y el corazón tranquilo.
Sé que lo que yo hago es necesario. Sé que tiene que hacerlo alguien. Sólo es que hay momentos en los que duele, escuece tanto, que me pregunto si no podría ser otro alguien. Si no podría hacerlo otro y no yo.

domingo, 6 de mayo de 2018

Prioridades


Soy un poco desastre. Siempre lo he sido. Me gustaría decir que soy organizada y ordenada y que llevo siempre las cosas al día, pero no es verdad. En el trabajo me esfuerzo muchísimo por luchar contra mi propia inercia y sobrecompenso mis carencias con una excesiva meticulosidad, pero en el resto de mi vida, todo se inclina hacia el caos.
A veces me pregunto cómo lo hace la gente para trabajar, tener la casa organizada, cocinar cosas buenísimas, tener hijos, marido, familia, amigos, vida social, ir al gimnasio, arreglarse las uñas y comer cinco piezas de fruta al día. Yo no doy pie con bola y me siento francamente orgullosa de levantarme todos los días y salir por la puerta para ir a trabajar a mi hora sin dormirme. Ese es mi gran logro diario. Obviamente, suelo tener la casa tirando a desordenada, como lo primero que me encuentro por la nevera y paso días enteros sin hacer caso a nadie, ni familia, ni amigos, ni al Niño Chico.
El otro día me di cuenta de que en parte, el truco de la gente para hacer todo esto es dormir poco y no pasar horas muertas viendo series.
Valoré la idea.
La seguí valorando.
Le di una vuelta más por si acaso.
….
Y llegué a la conclusión de que no merece la pena.
Soy una adulta de mierda, lo he dicho más veces. Pero es que no me compensa tener la casa como los chorros del oro y no ver series. No me compensa llevar la manicura bien hecha y el pelo perfecto y quedarme sin siesta. No me compensa tener toda la ropa planchada y no poder leer un rato todas las noches. Simplemente no. No soy yo. No es mi rollo, nenes.

Así que ahora estoy viendo Lost, entre otras series. Y sigo leyendo. Y escribiendo a ratos. Y jugando con mis gatos. Y me echo la siesta y voy a pilates y a inglés. Y, ojo, me levanto todos los días a mi hora, que es mi súper triunfo diario. Y al resto, le pueden dar bastante por saco.