lunes, 10 de octubre de 2022

Yo antes vivía sola

 Mi marido me ha abandonado.

Bueno, no del todo, vuelve en un par de días, pero me apetecía el toque dramático. Se ha ido a Dorne a ver su familia. Yo me he quedado con Ron y Maya y mi casa para mí sola. En realidad me gusta poder quedarme sola de vez en cuando, pero me resulta extraño. Antes era lo normal, lo de todos los días, era como vivía. Ahora ya no. Ahora hay siempre un señor por ahí haciendo cosas. Y no es que sea molesto, el Dorniense es limpio, silencioso y ocupa poco sitio. Dicho así, parece que hable de un gato. Pero no, yo sé a lo que me refiero. He vivido con otros hombres y tenía constantemente la sensación de que estaban por el medio, ocupándolo todo o ellos o sus cosas. Hacían ruido, ensuciaban todo y eran increíblemente molestos. El dorniense no. Y eso es bueno. Todo en él es bueno, en realidad. No es perfecto, obviamente, pero creo que sí es lo bastante bueno. Sobre todo para mí. Es lo que necesito y sabe siempre lo que hacer conmigo, a veces cuando ni yo misma lo sé.

A veces creo que es la única persona del mundo que me conoce realmente. Mucho más que mis padres, que les adoro pero son capaces de sacarme de quicio como nadie. Más que mis ex, a los que me vais a perdonar la expresión, pero yo se la sudaba muchísimo. Más que mis amigas, que saben lo que yo enseño y yo no soy ninguna artista del destape. El Dorniense es quien más cerca está de conocer mis oscuros rincones mentales. Es quien mejor sabe cuando necesito una respuesta y cuando es mejor un silencio. Cuando debe frenarme y cuando darme alas. Es el único que consigue acallar las voces de mi cabeza y consigue que me lata el corazón de una forma acompasada.

Aún a veces le miro cuando está concentrado en sus plantas, o limpiando o haciendo la comida y me quedo embobada. Hostia tú, que ese tío es mi marido. Y no es sólo lo mucho que me sorprenda tener un marido, que también. Es que tengo uno al que se le marcan los abdominales y que tiene los hombros más bonitos que he visto en mi vida. Pero no iba a decir eso, que se nota que llevo cuatro días sin verle y me desvío del tema. El caso es que le miro y me parece increíble que ese tío me quiera. Porque yo soy un desastre. Uno grande. Yo vivo desquiciada, me altero por cualquier cosa, propia o ajena. Me paso el día despotricando contra cosas. A veces pienso en voz alta y le aturullo con mi verborrea. Yo sí que ocupo espacio, sobre todo porque desparramo desorden a mi paso. No sé cómo lo hago, trato de evitarlo, lo juro. Pero las cosas se desordenan y se descontrolan, la pila de ropa de la silla se multiplica y el escritorio sufre invasiones incontroladas de bolsas y papeles. Y yo misma soy una especie de complicación con patas. El Dorniense dice que el peor error que ha cometido en su vida fue ponerse pajarita una vez. Y lo dice en serio, muy en serio. Ojalá mi peor error, o incluso el mejor, fuera un atuendo desacertado.

El caso es que el compensa todo eso que está desequilibrado en mí. Y a veces le quiero tanto, tan fuerte y tal claro, que siento un extraño picor en el pecho, como si el corazón se me hiciera un poco más grande ahí dentro. Porque mira que yo he querido, pero no así. No con esa sensación de que es lo acertado, lo correcto, que quererle está bien, que quererle es lo mejor que podía pasarme.


Me pasé muchos años viviendo sola, acostándome sola cada noche. Metiéndome en una cama enorme y helada o calentada con la manta eléctrica. Y me parecía lo normal. Ahora llevo cuatro días que se me hace un poco cuesta arriba. Porque no está él ahí dentro, respirando despacio, llenando la almohada de ese olor delicioso y haciendo que la oscuridad no me dé miedo. Porque todas las noches cuando me acuesto, lo primero que hago es oler a mi marido y me fascina lo bien que huele siempre. Así que antes de dormir le olisqueo un poco y le beso el cuello. Me acurruco a su lado y le pongo una mano encima. Acompaso mi respiración a la suya. Y en unos segundos toda esa nube gris que siempre pulula alrededor de mi cabeza, se disipa. Le gano la batalla a la ansiedad por un día más. Dejo que los malos rollos se vayan y que mis preocupaciones se aparquen. Pospongo hasta el día siguiente las cosas pendientes. Y dejo que su compañía, su simple presencia me acune, que su respiración me arrulle. Y por esos momentos, todo está bien, todo está en paz. Y esa es una sensación que no había tenido nunca. 

Porque yo vivía sola, era lo normal, lo tenía asumido. Pero ya no. Ya no estoy sola, ahora hasta cuando se va, está él. Y vivir sola estaba bien. Pero con él es mejor.


martes, 4 de octubre de 2022

Vendaval en la memoria

 

Nunca fui de querer cosas en abstracto y quedarme con el que llegara para cumplirlas. Por ejemplo, nunca quise un gato. Quise a Ron cuando le vi. Y más tarde, no quise otro gato. Quise quedarme a Maya en cuanto toqué su cabecita negra. Tampoco jamás quise casarme, así en general. Quise hacerlo cuando el Dorniense y yo lo hablamos y supimos que era el momento. Y desde luego nunca quise una aventura, ni una pasión absurda, desatada y desestabilizante. Pero te quise a ti cuando me sonreíste y me miraste a los ojos por primera vez, hace tantos años ya. Por eso debo decírtelo: no fue casualidad. No fue que te cruzaras en mi camino por azar. No fue que pasaste tú y si no, hubiera sido otro. Fuiste tú y ese vendaval que desatas a mi alrededor con el sonido de tu voz. Fuiste tú y esa risa tuya que me hace vibrar. Fuiste tú y esa extraña capacidad para verme guapa a través de tus ojos azules. Fuiste tú, que aún hoy en día haces que se me sacudan los años y me desaparezcan las canas que me empeño en no teñirme. Fuiste tú y el recuerdo que me niego a regalarle al olvido.


Una vez te dije que cuando fuera una vieja senil y me dedicara a ir por ahí con mi carrito recogiendo trastos y dando de comer a todos los gatos del barrio, aún me acodaría de ti. Y maldita sea la caprichosa memoria, que me temo que termine siendo cierto. He olvidado los nombres de mis compañeros de colegio. Los teléfonos que antes me sabía de carrerilla. Las fechas que tanto me importaban. Me he olvidado de quienes fueron mis amigas, de mi primer amor y de muchos de los que vinieron luego. Me he olvidado del Ross y ahora es apenas el espectro de algo que conocí. Me he olvidado de las cosas que me causaron dolor, de las canciones que me hicieron bailar y de los días de sol cuando los veranos eran más largos. Me he olvidado de muchas cosas y tengo que hacer un esfuerzo, una búsqueda intensiva en mi memoria o en los archivos fotográficos amontonados en cajas para acordarme vagamente de ellas, sin sentir el estremecimiento que me causaban.

Y sin embargo me acuerdo de la forma de tu cuerpo, del olor de tu piel y del sonido de tus palabras con una intensidad que me asusta. Me acuerdo de tu casa en la buhardilla mejor que de mi primer piso. Me acuerdo de tus mensajes como si me hubieran llegado ayer. Me acuerdo de tus uñas mordidas y tus dedos despellejados, de cuando te hiciste los pendientes en las orejas, de cuando te hacías dos coletas a lo Beckham, de tus piernas delgadas y de tus colmillos montados. Me acuerdo de todo con una precisión absurda, ridícula y totalmente estúpida.


Y no es que piense en ti a menudo. De hecho, procuro pensar en ti lo menos posible. Pero a veces va el subconsciente, me traiciona y me hace soñar contigo de una forma horriblemente vívida. O pongo la radio de camino al trabajo, medio agobiada por esas cosas que nos agobian a los adultos y suena Lou Reed. O estoy tratando de respirar hondo un domingo porque Ron está bien y porque empiezan mis vacaciones y porque por fin puedo disfrutar de unos días de leer y ver series y comer como una persona normal y vas y me escribes. Y me llamas. Y de pronto tenemos mil cosas que contarnos y hablamos durante horas que se pasan volando y ojalá pudiera dejarlo todo para irme contigo al Rastro y que Madrid nos abrace en su anonimato una vez más. Porque a pesar de todo, incluso de las veces que lo hemos negado, seguimos siendo amigos. Mejor que los que sólo fueron amigos. 

Ojalá no fuera así. Ojalá hubiera podido enfriarte y congelarte en el pasado para recordarte sólo con un vago cariño distante. Ojalá no te hubiera dedicado las mejores cosas que he escrito. Ojalá no siguiera escribiendo para ti. Ojalá no te hubiera guardado un rincón especial, totalmente protegido, en mi corazón. Ojalá hubiera podido poner un punto y final en algún momento. Ojalá tú no fueras tú, yo no fuera yo y la historia no fuera nuestra. Ojalá mil vidas para volver a encontrarte y por un instante desear no haberlo hecho. Ojalá mil vidas para volver a cometer el error y sonreír satisfecha. Ojalá mil vidas despeinándome con el vendaval que desordena todo a su paso y lo deja impregnado de ti. Ojalá mil vidas en las que mereciera la pena vivir por un puñado de recuerdos a los que no renunciaría nunca. Ojalá mil vidas para no regalarle al olvido ni uno sólo de los besos que me diste.


domingo, 2 de octubre de 2022

Palabras más, palabras menos

 

Hay palabras que tienen un poder especial. Bien por el contexto, bien por la persona que las dice, bien por el tono o bien por la palabra en sí misma. Las palabras son más poderosas de lo que dicen porque ni una imagen vale más que mil de ellas, ni se las lleva el viento.

Una palabra terrible es quimioterapia. La oyes y tiemblas. La quimio es sinónimo de enfermedad, de malestar, de vómitos, de palidez, de defensas a tomar por culo, de caída de pelo. Quimio suena a hospital. Suena a otras palabras malditas, como cáncer o muerte.

Por eso cuando me dijeron que Ron tenía un linfoma (he ahí otra palabra espantosa) y que había que darle quimioterapia me vine abajo. Por más que me explicaron que el tratamiento en animales no suele ser tan agresivo como en humanos, que lo que tenía Ron era un linfoma de bajo grado intestinal totalmente tratable y en un estado muy inicial, yo seguía bajo el efecto perturbador de las palabras malditas. Así que, mientras él estaba totalmente normal, yo era la que andaba por ahí pálida, ojerosa, con la ansiedad por las nubes y nauseas que me impidieron comer durante días. Lloré dos noches enteras seguidas mientras Maya me pasaba su diminuta naricilla negra por la cara y me secaba las lágrimas con sus patitas también negras. Tras unos días de ir al trabajo en un estado lamentable, por fin llegó el fin de semana y le di a Ron sus pastillas, temiendo lo peor. Pero a veces lo peor no llega. A veces, por horribles que sean las palabras, son sólo eso, palabras. Y los hechos son otros.

Así que Ron está bien. Los efectos secundarios no han aparecido, como me dijeron que pasa en la mayoría de los gatos. Sigue comiendo, durmiendo y pidiendo más comida. Sigue contento y sin dolor. Sigue, ahora mismo mientras escribo, ronroneando pegado a mi costado. Así que si Dios quiere, seguiremos con el tratamiento y le daremos una patada en el culo a las palabras feas, dando la bienvenida a palabras más amables, como remisión o recuperación.


Lo cierto es que tampoco me gustó la palabra operación cuando me la dijeron a mí. Resulta que mi endometriosis se ha descontrolado y tengo el intestino a punto de colapsar. Así que hay quitar un par de cachos. Suena fantástico, lo sé. Y temo el día que me llamen y me digan palabras inofensivas, como fecha y hora, pero terribles por lo que va a haber detrás de ellas. Sin embargo, puede que eso también salga bien.


Pensando sobre el tema de las palabras, me he dado cuenta de que nunca digo que la llama se murió. Siempre digo que “se fue”. Y no es una cuestión de usar eufemismos. Es cosa de que la muerte suena demasiado definitiva. Irse, no tanto. Y yo creo, porque me ayuda a seguir respirando, que la muerte no es definitiva. No es el final. Sólo es el paso a otra cosa. Y que nos veremos algún día, dentro de muchos años, espero.

Leí hace muchísimos años un libro para adolescentes muy divertido y la protagonista tenía pánico a la palabra “muerte”. Así que en su lugar siempre decía “bananas”. Eso le hizo coger cierta aversión a susodicha fruta. Y a mí me gustan mucho los plátanos, así que prefiero no usar ese truco y seguir pensando que la gente se va, no se muere del todo pero tampoco hay ninguna banana implicada en el asunto.


Y por último, aún estoy cogiéndole de nuevo el truco a esto. Se me había olvidado. Ya no manejo tan bien las palabras como antes, ni las que me asustan ni las que me reconfortan. Pero aun así, siguen siendo un extraño consuelo.