Soy una persona con tendencias compulsivas. Cuando me da por algo, me da seriamente. Luego se me olvida y paso del asunto como de comer flores.
Y es con todo en la vida. Soy poco constante, pero me entrego a fondo (en ocasiones, obsesivamente) con mi interés momentáneo. Eso sí, no pretendas que siempre me interese lo mismo. Ni siquiera que me interese durante mucho tiempo.
Por eso, cuando abrí mi primer blog hace ya más de un lustro, no creía que la cosa fuera a llegar tan lejos como para ahora no concebir mi vida sin esta ventanita por donde contar mis paridas al mundo. Pero así es, fíjate qué cosas. Al menos de momento.
Mi última fijación ha sido La sombra del viento. Me he cepillado el libro en tres noches. Enganchada y pensando casi constantemente en él. Y me pasa algo raro cuando un libro me gusta tanto. Por un lado quiero leer, leer y leer, para meterme en ese mundo maravilloso que me saca del real. Y por otro, no quiero, porque lo terminaré y echaré de menos a sus personajes y sus historias. Y no quiero que se vayan y me abandonen. Quiero que sigan conmigo, que el libro no acabe y su mundo no se detenga. Pero sigo leyendo como una posesa a sabiendas de que avanzo inevitablemente hacia el final.. Así soy yo.
Hace poco también me pasó con Todo lo que hubiéramos sido tú y yo si no fuéramos tú y yo. Me lo regaló alguien especial por mi cumpleaños y no me lo leí en una sola noche por vergüenza. Así que me lo leí en una y media.
Y antes, me leí el tocho de Lo que el viento se llevó en menos de una semana.
En ocasiones me da por otras cosas menos nobles que la lectura. Me da por una serie de televisión, por un relato mierdero que escribo yo o por hacer adornos con fieltro. En invierno me da por tejer bufandas y en verano por hacer pulseras con hilos y bisutería con piedrecillas de colores.
El caso es que me dan aires. Un día me levanto inspirada y me da por ahí. Luego se me pasa y aborrezco el asunto hasta el punto de no querer verlo ni en pintura. Inconstante que es una.
Lo chungo es que a veces me da ese jari con las personas. No con las que quiero de verdad, claro. Nunca me canso de Anita, de Pa o de algunos de mis amigos. Aunque tengo la suerte de que todas las personas que me quieren y me conocen saben que si paso una semana sin dar señales de vida no me pasa nada, es sólo que estoy concentrada en algo y que ya volveré. Yo no necesito hablar todos los días con alguien para saber que está ahí o para que ella sepa que yo estoy a su lado. La gente lapa me agobia.
Quizás por eso me gusta vivir sola. Para poder concentrarme en mis chaladuras sin que nadie me pregunte por ellas. Y para no tener que ver a alguien a diario hasta aborrecerle. Porque con los hombres me pasa algo parecido. Nunca me ha dado el rollo obseso de querer ver a alguien a todas horas, pero sí me ha dado el contrario, el de despertarme un día y sentir la imperiosa necesidad de que ese tío desaparezca ipso facto del mapa. A mi primer novio le dejé con esas palabras: “no soporto que estés ni un día más en mi vida”. Por desgracia, iba a la misma clase del instituto que yo y mis deseos no se cumplieron.
El destino, que es un cachondo mental, ha querido que el único hombre al que no he aborrecido sea el que no quiere estar conmigo. Y a lo mejor por eso cada día me acuerdo de él y a veces daría media vida por pasar la otra mitad a su lado. Sin embargo, a veces pienso que si volviera, mi empeño desaparecería y le querría lejos. Que ahora le echo tanto de menos como luego le echaría de más. Quién sabe. Y quizás sea mejor no comprobarlo. Por el bien mental de ambos.
A veces querría no ser así. Querría ser de esas personas perseverantes y abnegadas. Pero no lo soy. Y aunque me empeñara en serlo, luego se me pasaría.