El Dorniense y yo hemos decidido vivir
juntos. Hace ya un año que se vino a Madrid, nos hemos hecho pareja
de ídem y como no somos ricos, mantener dos pisos es una pasta. Y
que nos sale de ahí, eso como razón principal. El único
inconveniente es que él tiene un gato y yo tengo dos. Todos adultos
y con sus peculiaridades, así que el asunto no va a ser fácil.
Cuando Maya llegó a mi vida, la metí
en casa sin posibilidad de transición ni adaptación ninguna. Y
estuvo a punto de salirme muy caro porque Ron se puso muy malito
entre la toxoplasmosis y el estrés y todo el rollo. Así que esta
vez queremos introducir a Coco poco a poco.
Pensamos que una buena idea era
juntarle primero con la niña porque Maya es muy sociable. Allá
donde la lleve que haya un gato ella se cree que es su amigo. Lo
primero que hizo al ver a Ron fue darle un cabezazo. Cuando vamos al
veterinario, se acerca maullando contenta a cada gato que ve, sea
grande, pequeño, parezca amigable o tenga cara de ir a sacar la
zarpa a paseo. A ella todo le da igual, se acerca, diminuta y negra,
con el rabo largo ese de rata que tiene y sus patitas enanas,
dispuesta a crear una pandilla.
Coco, el gato del Dorniense es un poco
otro rollo. Es muy manso con la gente, pero está muy acostumbrado a
estar solo, muy consentido y tiene un pronto un poco imprevisible. En
el veterinario por ejemplo se pone furiosísimo y hay que sedarle
para todo porque es imposible hacerse con él. Luego en casa es
bastante majo, pero no le habíamos visto nunca interactuar con otros
bichos.
El caso es que cogí a la rata negra y
la llevé a casa del Dorniense. Ella como siempre estaba tan
tranquila, se olió con la esponja blanca que es Coco, le maulló
contenta y se acercó como si tal cosa. El otro soltó un soplido. Un
bfffff de esos que hacen los gatos, más asustado y sorprendido que
otra cosa. Pero a ella eso no le gustó un pelo. A mi rata no la
sopla nadie. Porque igual que digo que es muy simpática, digo que
tiene la mecha muy corta y es muy macarra. Se le nota que es de
Móstoles a la jodía. (Un saludo a mis queridos mostolienses).
Así que la esponja bufó y la rata se
quedó así como medio mosqueada. Aguantó un rato y volvió a
intentar acercarse. Y hubo un segundo soplido. Y ahí ya le salió el
venazo chungo y empezó a gruñir. Maya no sopla en plan bffff, ella
gruñe como un tigre en miniatura. La cogí en brazos para ver si se
calmaba. Y sí, estaba tranquila. Pero con que el pobre y esponjoso
Coco la mirara era suficiente para que empezara a gruñir.
Así que la traje de nuevo a casa.
Llegó tan feliz, como si nada, le dio muchos besitos a Ron, comprobó
que el agua y el plato seguían en su lugar y se fue a tumbar a su
cojín. Tan pancha.
Lo siguiente que haremos será que el
Dorniense traiga a Coco el esponjoso a casa en el transportín y que
le huelan sin salir. Así varias veces. Hasta que al menos se
acostumbren al olor. Y luego ya veremos. Poco a poco, no hay prisa de
hoy para mañana.
Me preocupa un poco que no se lleven
bien, pero confío en que al menos aprendan a convivir. Al fin y a
cabo son tres gatos con buen carácter.
Y ya seguiré contando las aventuras de
Rata y Esponja, que suena a pareja de quinquis de película.