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jueves, 2 de mayo de 2019

Mötley Crüe


Tengo una personalidad levemente compulsiva. Me obsesiono por cosas y me paso el día pensando en ellas... hasta que pierdo el interés y me obsesiono por la siguiente. Por eso no soy constante en casi nada, porque casi nada consigue mantener interés una vez se me pasa el subidón de los primeros días. Luego empiezo a aburrirme y a interesarme por algo nuevo. Me pasa hasta con la comida. Me dio hace poco por las croquetas congeladas de una marca que son sin leche y las engullía como si no hubiera un mañana. Hasta me iba a comprarlas a castroculo de abajo porque en mi barrio no las hay. Ahora tengo dos bolsas en el congelador y ahí están, aburridas. Así con todo.
No es algo que me guste precisamente de mí misma, pero he aprendido a vivir con ello.

Mi última fijación, que seguramente se me pasará dentro de poco, son los Mötley Crüe. Y diréis, a ver chalada, ahora te da por pensar en un grupo de los 80. Ahora que son viejos y están casi extintos. Pues mira. Qué le voy a hacer si en lo que a música se refiere nací demasiado tarde para todo lo que me gusta. No me va a dar por obsesionarme con lo que sea que esté de moda ahora, que ni lo sé, o con la Rosalía esa de la que habla todo el mundo y que me parece una choni barata que hace algo que daña mis oídos.

El caso es que hace unas semanas me puse a ver la peli The Dirt en Netflix. La puse con el plan que pongo las películas los sábados a medio día: dormirme la siesta con lo que sea de fondo. Pero fue un error. No dormí siesta y me pasé la hora y media con los ojos pegados a la pantalla. No es que sea una gran película, pero es muy, muy entretenida y la música me gusta. Siempre me ha gustado la música de los Mötley, pero igual que digo que soy un poco obsesivo-compulsiva-volátil, también digo que soy una fan horrible, pasota e infiel. Tengo montones de discos de canciones sueltas que me gustan y apenas sé de qué grupo son. No me intereso lo más mínimo por la vida o los miembros de las bandas que me molan y paso mil del rollo de la idolatría. Así que tenía canciones suyas por ahí, sabía quienes era... y me daba totalmente igual. Pero la película me gustó y me dio por curiosear un poco más. Ví que en 2001 sacaron un libro sobre sus memorias en el que se habían basado para saltar a la pantalla y me dio curiosidad. Así que busqué un poco y me lo compré por wallapop a un tío con el que apenas crucé tres palabras y 17 euros. Lo de wallapop es otra historia. La compra me trajo un rato infame perdida por el metro de Nuevos Ministerios después del trabajo con más hambre que un perro y me ha acarreado un par de pesadillas con estaciones laberínticas e infernales desde entonces. Lo mismo da.
El caso es que me compré el libro y me dije que lo leería en el metro de camino al trabajo y de vuelta a casa y como es un poco gordo, me duraría hasta mediados de mayo que cambiaré de oficina. Ese era el plan. Ja. Mis cojones 33. Me lo he cepillado en menos de una semana. Y con frecuencia me despierto escuchando en mi cerebro el “Girls, girls, girls” o “Same ol' situation”, lo que al menos, ya que vivo condenada a los gusanos musicales, me libra del Puma y la numeración infame. A veces incluso llego al trabajo cuando aún no son las 8 de la mañana y me pongo a repasar cuadrantes mientras tarareo “Shout at the Devil”. La gente debe pensar que soy una pirada, pero tampoco es que haya tratado de ocultarlo nunca.
El libro en sí no es literatura excelsa, pero está bien escrito, bien hilado y tiene puntos delirantes, en los que te saca más de una sonrisa. También te agarra del corazón más de una vez y te revuelve el estómago con frecuencia. Es sólo la historia de 3 degenerados que llevaron demasiado lejos lo de “sexo, drogas y rock and roll”... y su adorable y sufrido guitarrista. Me gusta porque es una historia sincera, donde no es oro todo lo que reluce y la vida no es terciopelo rosa sino cuero negro. Me parece digno de ser leído.

Dicho esto, también estoy bastante a tope con Juego de Tronos y la última temporada. Espero hacer algún post cuando termine por completo.

¿Y en qué futura obsesión se embarcará nuestra loca protagonista? ¿Recrear Invernalia con bloques de lego? ¿El macramé? ¿La pintura abstracta a base de kétchup y mostaza? ¿Fabricar bigotes postizos con los pelos que sueltan sus gatos? Quién sabe. Más obsesiones e idas de olla en próximos capítulos.

martes, 25 de septiembre de 2018

Milagro bajo tierra, hallelujah.


Fue el lunes. A veces suceden milagros aunque sea los lunes. Hallelujah.

Yo tengo una especie de norma con las propinas. Si es en un restaurante o bar, depende de cómo me hayan tratado y de gestos tontos como si el camarero ha sonreído, si ha sido comprensivo con mi alergia o si la lata de refresco estaba fría o del tiempo. Si es alguien que pide en la calle o en el metro, siempre les doy si tienen animales y parecen bien cuidados. Y a los que entran en los vagones, si van cantando, tocando instrumentos o haciendo algo mínimamente artístico o entretenido, les doy algo. Lo que puedo, tampoco gano una fortuna y tengo una casa y dos gatos que mantener. Pero una monedilla, les cae. Si sólo piden, no suelo dar nada. Sé que es una norma un poco tonta, pero tengo mis razones y a mí me valen.

El caso es que el lunes iba en el metro volviendo a casa mucho más pronto de lo normal. Había salido antes del trabajo para ir a la operación de cataratas de la yaya. Iba sumida en mis pensamientos de lunes: llegar a fin de mes, cosas que necesito para la boda de Reichel, los médicos de la yaya, los de mi madre, los de mi otra abuela, la abuela del Niño que está muy malita, la lista de la compra, la factura del teléfono que tengo que reclamar, las llamadas pendientes, lo de mi tarjeta sanitaria. La virgen santa, la de problemas que tenemos los adultos.
Y entonces, la magia, el milagro de lunes. Hallelujah.
Entró un chaval en el vagón y se puso a mi lado, junto a la puerta. Llevaba un ampli pequeñito y una flauta travesera. Era un chico joven, alto, muy bien vestido y bastante guapo, con rasgos como sirios (quizás era pakistaní, iraní, o algo así). Puso el ampli con una base musical de fondo y empezó a tocar la flauta travesera.
En el metro había el ambiente normal. Todo el mundo mirando el móvil (yo la primera), caras de sueño, gente cabeceando, unos cuantos jovenzuelos montados en Ciudad Universitaria hablando a voces... pero empezó a hacerse el silencio. Aquella flauta nos estaba hipnotizando como a ratas en Hamelín. Y entonces, apartó la flauta y empezó a cantar.


Silencio sepulcral en el tren. Silencio absoluto, todos los ojos levantados de los móviles y fijos en el chaval, que lo inundaba todo con una voz prodigiosa. Impresionante. Emocionante. Instante de creer en la humanidad, en el arte, en los dones divinos. Milagro bajo tierra. Hallelujah.
Cuando el chico terminó de cantar, dos paradas después, rompimos en aplausos. No pudimos evitarlo. Todos nos vaciábamos los bolsillos para darle monedas. Le dábamos las gracias y le deseábamos suerte, le decíamos que había sido precioso, impresionante. El chico nos daba las gracias creo que sin entenderlo todo y nos sonreía, con una sonrisa sincera y luminosa.
Se bajó del metro, supongo que para ir a deleitar a otros viajeros. Aún duró unos minutos el silencio y la emoción flotando en el ambiente. Yo me quedé pensando. Le tenía que haber pedido su teléfono para llamarle en alguna ocasión para darle trabajo. Para la actuación de mi madre de Navidad, para una boda, para... lo que fuera. Pero él se había ido, con su flauta, su voz y su pequeño ampli.
Pensé también qué le habría traído hasta aquí. Me puede la deformación profesional. Qué habría sacado a ese chico con ese evidente talento y formación musical de su país. Quizás la guerra, la pobreza, la persecución. Quizás sólo el sueño de Europa. Vete a saber.
En cualquier caso, gracias. Gracias, chico del metro por unos minutos de magia. Por emocionarnos y ponernos la piel de gallina un lunes. Por hacer que levantemos las narices de nuestras pantallas. Por ese momento de humanidad en mitad de este caos de ciudad. Por esa sonrisa. Por esa maravilla de voz. Por haberme sacado un rato de mis pensamientos aburridos de lunes. Por haber hecho un milagro bajo tierra. Mil veces gracias. Hallelujah, amigo.

Y por si alguien aún se lo pregunta, esto es lo que cantaba. Sé de sobra que la versión original es de Leonard Cohen, pero qué diablos, la vena rockera me puede un poco. Y ver a Jon Bon Jovi medio descamisado también. Que si no, quedo de moñas. 




lunes, 25 de septiembre de 2017

Mi cerebro me odia

Mi cerebro me odia. A veces me lo imagino como en la peli (maravillosa, por cierto) de Inside Out, en la que los monigotes que controlan mi cabeza no dejan de decir “vamos a putear a la imbécil ésta”. Si no, no me lo explico.
Y es que siempre ha habido una especie de lucha en mi interior. Una especie de batalla entre lo sensato, lo correcto, lo que sé que debo hacer. Y luego, lo que realmente hago porque una fuerza sobrehumana me empuja a ello. Eso que hace que dinamite por los aires todo lo que construyo, que hace que cuando todo va bien pulse el botón de autodestrucción. Esa fuerza que hace que huya de la policía, que me gusten los macarras, que me acueste a las tantas de la madrugada, que me ría en los momentos de crisis y que diga palabrotas delante de mi jefa. Ese monigote que pulsa los botones de mi cerebro y me obliga a hacer cosas mientras yo misma me digo “¿pero qué haaaaaaces mongola??”
En fin, convivo con ello, no os preocupéis por mí.
El problema últimamente es que mi cerebro ya ha mandado a la mierda casi todo lo poco que tenía y entonces se dedica a putearme con cosas más sutiles. Por ejemplo, con canciones de mierda. Hace tiempo os conté que pasé una racha totalmente obsesionada con una canción del Puma. La madre que lo parió. Semanas viviendo a ritmo de “numera... numera... viva la numeración” y escuchando “uhhh... pavo real” en bucle. Empecé a pensar seriamente en darme un par de mamporros con el rodillo de amasar. Desde entonces, mi cerebro vio que en la guerra psicológica él tenía las de ganar por razones obvias. Así que me hace la guerra de guerrillas a base de canciones de mierda.
En las últimas semanas ha habido de todo. ¿Sabéis que Marta tiene un marcapasos que le anima el corazón? Yo sí, lo tengo clarísimo. En la misma línea, también he estado alternando con Las chicas cocodrilo. Y por cierto, Laura no está, Laura se fue. Porque no es que me emocione otro amanecer, es que es el primero que me vienes a ver. Además que no, no es amor, lo que tú sientes se llama obsesión. Y yo qué sé. Uhhhh.... pavo real.
Total, que estaba a punto de nuevo a darme con el rodillo de amasar y aplanarme el cerebro. Pero el monigote de los cojones se apiadó de mí. O temió por su propia vida y dijo “vale, es evidente que voy ganando, vamos a darle un respiro a esta pobre mujer.” Y empezó a ponerme música de mejor calidad. Que no es que no me gusten los Hombres G, que me recuerdan a cuando era cría y los oía con mi madre. Y me parecen canciones graciosas. Pero cansa. Y del Puma prefiero no hacer comentarios. El caso es que empecé a escuchar canciones mejores. Y con ellas, no sé por qué porque no hay relación, vino la imagen de un actor británico que me gusta. Supongo que era mi cerebro queriendo agradarme, en plan videoclip guay, música guay y chico que te gusta. Hala maja, entente un rato. El problema es que cuando digo que me gusta quiero decir me pone cachondísima. Y cuando digo cachondísima quiero decir me derrito viva, me suben las pulsaciones y se me entrecorta la respiración cada vez que le veo sonreír. Bueno, pues ahí está, todo el día en mi cerebro. Él y las canciones que me gustan. En bucle. Que estoy en el trabajo, supuestamente escuchando al abuelo de turno hablarme sobre la operación de prótesis de rodilla mientras lo que realmente oigo es “working on our nigth moves in the summertime... oh, in the sweet summertime” y me imagino a mi hombre quitándose la camiseta y sonriéndome de medio lado. Hasta que el abuelo me dice “¿y tú qué crees, hija?” Y yo “Pues haga caso a su médico, que es el que mejor le aconseja” mientras rezo para que no haya cambiado de tema mientras yo estaba visualizando detenidamente el costado del hombre de mis sueños y pensando “madre mía, tengo que ahorrar para ir a Irlanda a frungirme algún pelirrojo”.
Y a ver, sí, mejor es mejor esto que el melenón del Puma. Pero no me concentro. Y mi cerebro ha visto un nuevo filón. Hacerme la vida más difícil, pero sutilmente, con cosas que me gustan, pero que me impiden comportarme como un ser medianamente inteligente. Y ahí está. Descojonándose de mí mientras yo me paso el día empanada con cara de boba y la mirada perdida, escuchando y viendo cosas que me sacan del mundo real. Y ya no sé si necesito un par de polvos, un reproductor de música que me meta Iron Maiden en vena todo el día o directamente un cerebro nuevo.


viernes, 13 de mayo de 2016

Aquellos universitarios años

Hoy volvía de la academia de mi clase de inglés escuchando la radio. Que por cierto, he mejorado tanto que me han cambiado de clase para subir el nivel. Lo cierto es que lo agradezco porque en mi horario habitual se habían apuntado un señor muy mayor que huele a varon dandy y una pseudohippy con la cuarta parte de neuronas de lo normal. Así que entre el tufo a colonia de garrafón y lo que me desespera la tía que se soba la rasta mientras piensa durante tres minutos cada jodida respuesta, he salido disparada en el Naar-bólido sin mirar atrás.
Y ahí iba yo, con mi coche, mis pintas de haber estado antes estirando las patas en diferentes direcciones en pilates y mis ovarios y mi endometriosis bailando la conga, cuando ha empezado a sonar esto.
He subido el volumen. Mucho. Muchísimo. Hasta que me he teletransportado a aquellos años en los que era poco menos que la banda sonora de mis días de facultad. A veces me parece que fue ayer, pero supongo que para los universitarios de ahora yo soy como el señor que huele a varon dandy. Sólo que yo era universitaria de verdad y los de hoy en día son una primos. Cada vez que hablo con un veinteañero y me dice que la facultad es una mierda me dan ganas de abofetearle con un puñado de calcetines llenos de piedras.
La universidad era buen rollo, fiestas, porros, horas al sol tirada en el césped, tercios a media mañana, risas, conversaciones de política y desprecoupación. No trabajos a todas horas, exámenes hasta finales de julio, clases obligatorias y competitividad. La universidad eran los mejores años de la vida. No el asco del que estás deseando salir para entrar en el mundo real y laboral aún más asqueroso.
Y no sé si la culpa es de las reformas contra las que me manifesté, de los cambios de leyes, de los gobiernos y su reputísima madre. O de los propios alumnos, que han cedido y aceptado. O de la sociedad en sí, donde se priman cosas absurdas, donde el modelo americano de la competitividad más sangrante cada vez se ve mejor. No lo sé, pero lo estáis haciendo todo mal. Lo estás estropeando todo. Lo habéis fastidiado, malditos, lo habéis fastidiado.
Yo fui feliz en el universidad. De hecho, si lo llego a saber, me había quedado unos cuantos años más. Fui una pringada sacándome cada curso en su año. Así que fue breve pero intenso. Tres o cuatro años, pero joder, qué tres o cuatro años.
Yo no iba a clase. Excepto por gusto. Había asignaturas que me fascinaban, profesores que me encandilaron y fui cada día, aunque fuera a horas incómodas. Hubo otras a las que fui el primer día y nunca más. Hubo otras de las que me enteré que estaba matriculada el día antes del examen (curiosamente, me presenté para probar suerte y aprobé). Y lo hacía porque era libre, cosa que no había sentido nunca antes, con tanta presión y control en el colegio y el instituto donde llamaban a casa si faltabas. Así que iba, venía, me saltaba clases, me levantaba al alba para escuchar a los profesores que merecían la pena y me salía dando un portazo de la clase de los que eran unos capullos.
Pasé muchas horas al sol. Y a la sombra. Viendo las fiestas de timbales, a mis amigos jugando al diábolo o con las pelotas de lana llenas de arena. En invierno metida en la moqueta, cogiendo unos colocones importantes del humo de porro. Pasé horas y horas en el cuchitril donde alguien montó una asociación, tirada en los sillones que robamos de un despacho, leyendo las poesías, recortes e historias que colgábamos por las paredes. Bebiendo tercios a medias, comiendo palmeras de chocolate y mirando con recelo el microondas que jamás se limpió. Hablando de política, de música, de humanidades y divinidades con gente de todas clases.
Pasé muchas más horas aún en la facultad del Ross. Viendo el rugby, cantando canciones obscenas, enseñando el sujetador a coro de “quítate la camiseta”. Perdí la vista más allá de cantarranas mientras ellos entrenaban. Me tumbé en el césped de ciencias y en el de paraninfo, puse mi culo en todos los parques y casi todas las cafeterías de todas las facultades. Me reí a carcajada limpia en todos los rincones de ciudad universitaria. Y quizás lloré en algunos. Me besé en varias esquinas. Con el chico de las naranjas, con el soñador de la guitarra, con el Ross, con el dueño de mis sábanas. Eché un polvo furtivo en los baños del decanato.
Quizás no era sólo la facultad, era la edad. Eran los jueves por Moncloa, eran las noches del Dolce, eran las fiestas en casa de la gente, eran mis amigos, era la inocencia, las ganas de vivir, el no haberme pasado aún la vida por encima como una apisonadora. Era Platero y Extremo y Loquillo y Marea y el rock de los 70 y los 80. Igual era que yo era más joven.

Viví los años de universidad. Fueron pocos, pero fueron intensos. Y no sé por qué ya no lo vivís así, estúpidos. Lo habéis fastidiado, malditos, lo habéis fastidiado.

jueves, 8 de enero de 2015

80 años del Rey




Hoy hubiera cumplido (o lo ha hecho, para los más conspiranoicos) 80 años. Se hizo famoso por un frenesí caderil que llegó a estar censurado, se teñía el famoso tupé negro porque en realidad era rubio y fue un estandarte de la lucha contra las drogas a pesar de atiborrarse de ellas. Le recordamos como cantante pero apenas dio conciertos y grabó un montón de películas a pesar de ser un actor bastante malo. Fue increíblemente sensual, rozando el puro erotismo con una caida de ojos, embutido en pantalones negros y engominado, joven y ágil… hasta que se puso gordo, se disfrazó con estrafalarios trajes de tachuelas y capas mientras, sudoroso y confuso, apenas era capaz de ni de seguir la letra de sus propias canciones.
Y sus dos caras me gustan. Me gustan los personajes con un lado oscuro. Me gustan las historias con una parte truculenta. Incluso en las estrellas de la música, me gustan los finales trágicos y abruptos. Y desde luego, me gusta la conspiración y la leyenda de los muertos que pueden seguir vivos refugiados en Dios sabe dónde. Me gusta el rockabilly frenético de los 50, me gusta el soul, me gusta la voz aterciopelada y los golpes de pelvis. Me gustan los grandes fracasos y los triunfos aunque sean fugaces.
Así que, sea como sea, sigue siendo el Rey. Y hay algo en su primer rock and roll que hace mover el cuerpo aunque no quieras. Como hay algo en Suspicius Mind que me resquebraja un poco por dentro. Y como  hay algo en esta canción que me agarra de la garganta y hace que se me salten las lágrimas.



 Como soy una persona que no llora casi nunca, cuando lo hago la gente se desconcierta bastante. Y eso que casi nunca saben la razón real de mis lágrimas. Por eso no suelo escucharla en público. Porque siempre lloro y la gente no lo entiende. Y aún cuando lo intentan, apuntan lejos del blanco real. En fin, tanto da. La escucho cuando estoy sola. Cuando la angustia me supera. Y cuando efectivamente, mi mente está donde siempre aunque no deba.

Felicidades, Elvis Aron Presley, 80 añazos y sigues siendo el rey. Estés en el cielo o en algún rancho recóndito de suramérica, tu voz sigue entre nosotros. Y yo, aun con las lágrimas, lo sigo agradeciendo. 

lunes, 29 de septiembre de 2014

La risa te hará libre

A veces creo que lo único que me salva de la locura, del abismo y de la oscuridad es una capacidad innata mía de reírme de todo. Y como digo, es innata, no es algo que busque, no es algo que provoque, es simplemente algo que forma parte de mi extraño ser. Mi madre cuenta muchas veces que tenía dos o tres meses cuando un día, en casa de mis abuelos, me estaba cambiando de pañales y ante una cucamona, solté una estruendosa carcajada. Tan exagerada para un bebé tan pequeño que mi madre se asustó y le dijo a mi bisabuela que si me pasaba algo. Ella le dijo “Hija, estás tonta, ¿no ves que se está riendo? Déjala, la risa la hará libre.” Mi bisyaya, qué grande. Y cuánto se reía conmigo. Ahora mismo se debe estar descojonando de mí desde el cielo de ver que se me saltan las lágrimas de recordarla.
El caso es que entre unas cosas y otras, llevo una racha complicada. Mi abuela paterna está… mal. Y de momento voy a dejarlo ahí porque tendría que reunir muchas fuerzas para hablar de eso. También es verdad que el otoño me deprime siempre, que no encuentro trabajo, que últimamente oigo más desahogos y malas noticias que chistes. Es verdad que siento cierta presión y cierta angustia.
Y sin embargo, mi forma de enfrentarme a todo eso es la reducción al absurdo. Voy a ver qué parte puede tener gracia. Y si nada de esto la tiene, la buscaré fuera. Porque mi bisyaya tenía razón, lo único que me ha hecho libre siempre ha sido la risa. Cuando me dejó mi primer novio. Cuando en el colegio los niños se metían conmigo. Cuando el desequilibrado se fue de casa. Cuando todo se tuerce, a mí siempre hay algo que me hace gracia. Y de una carcajada me hago libre.
Ayer estuve triste, me quedé en casa con dolor de ovarios, con mil cosas en la cabeza, con un montón de cosas que solucionar a partir del lunes. Estuve cocinando, que es lo que suelo hacer cuando me angustio. La gente come cuando se deprime, yo no pruebo bocado, pero cocino. La cocina me gusta, me reconforta, me acerca a mi bisyaya, que es la que me enseñó a cocinar, la que me dijo que la risa me haría libre.
Hoy ya estaba mejor. Con el frigorífico lleno y la cabeza algo más vacía. El Niño Chico me ha llamado y me ha contado un problema. Y me ha hecho gracia. Pobre, de verdad que entiendo que le moleste a veces, pero es mi reacción, me río. He salido a la calle a dar un paseo y a llevar taper de comida a mi madre. Por la calle una chica a pisado una caca de perro y se ha puesto a maldecir mientras restregaba el zapato por el suelo. Y me he reído. El Ross me ha mandado un mensaje diciéndome que había encontrado la chilaba que su madre le hizo en 2º de BUP para una fiesta de disfraces y que se lo iba a poner de camisón para estar por casa. Y me he reído. He cenado y he visto un tuit de un caballo en una terraza con la frase modificada de una canción “me asomo a la ventana eres la yegua de ayer” y me he reído. Me he puesto a jugar con el gato, que corría como un poseso y saltaba como una cabra montesa con su pelota de media. Y me he reído.
Y ahora soy más libre. Ahora me importa menos que mi abuela paterna esté empeñada en amargarnos lo que le resta de vida. Me importa menos la posibilidad de llevar sus genes y acabar como ella. Porque también tengo dentro los de alguien mucho más fuerte, mucho más grande y mucho más libre, los de una bisabuela que al principio de mi vida ya me pronosticó que la risa me haría libre.
Por eso, vengan los problemas que vengan, sólo le pido a Dios seguir encontrando motivos para reirme, por pequeños que sean. Porque mi bisabuela lo sabía, entre otras cosas porque había leído a Miguel Hernández, que la risa nos hará libres.

“Tu risa me hace libre
Me pone alas
Soledades me quita,
Cárcel me arranca...”


Miguel Hernández, Nanas de la Cebolla.

viernes, 12 de septiembre de 2014

Odio la melancolía

Anoche volvía conduciendo por Madrid. Había quedado con Gordito y Pelirroja en Casapaco y habíamos estado hablando de cosas, de gente, de sitios que ya no están. O están, pero son muy distintos. Y la melancolía se apoderó de mí. No me gusta recordar, no me gusta echar de menos, no me gusta el vacío que se me crea en el pecho al contar décadas. El centro, luces, recuerdos pegados a cada esquina, bares que he cerrado, demasiados años que hace de casi todo aquello. Nombres de calles que para mí son más que una localización. Sitios a los que puedo volver sólo con cerrar los ojos.
Subí la música del coche. Últimamente los pensamientos negativos me atacan con frecuencia y no sé cómo hacerlos callar. Aun cuando estoy con gente sé disimular. Sé ponerme la ropa y los tacones, el maquillaje de “aquí nunca pasa nada”. Pero luego se van cada uno a su casa y yo conduzco sola, en una cuidad que a veces me engulle y otras me abraza, sin que pueda distinguir muy bien las unas de las otras.
Tuve la tentación de poner a Extremoduro, pero el disco que me gusta está rayado. Y me iba a dar pena, porque recuerdo cuando lo grabé, cuando tenía que pasar la pista 6 para no sentir una quemazón en el pecho. Ahora ya no, ya da igual, ya no quema. Diez años después ya puedo pensar en todo aquello con una sonrisa. Y me repito, quizás dentro de otros diez años también me ría de esto. Si es que aguanto, porque joder, otros diez años. No sé si me quedan tantas fuerzas. No sé si antes no lo mandaré todo al carajo y me iré lejos, lejos de mí misma.
Así que puse a Loquillo. La otra noche él y su banda de rock and roll me salvaron de un naufragio. Eso y un montón de risas con un desconocido. Igual soy un poco Blanche DuBois y en las malas rachas dependo de la amabilidad de los desconocidos. Con ellos empiezo de cero y no tengo que ocultar mis desgarros ni mis triunfos. Ellos no leen en mis gestos, no saben si me duele o me resbala. Y puedo saltar y cantar a Loquillo con lo de que tu madre le mira mal y hacer como que no me importa que mi vida esté resquebrajándose. Anoche elegí otra, estaba sola, mis terrores, mis dolores, mis heridas más profundas, mis pesadillas recurrentes… todo pasaba ante mis ojos mientras frenaba en cada puñetero semáforo. Y dejé que el Cadillac solitario me pasara por encima. El miedo tan atroz que siento cuando escucho lo de “pensé que podría olvidarte sin más y aún a ratos ya ves” me partió en dos del todo. Llevaba tiempo tratando de sujetar mis propios pedazos inútilmente. Y por fin saltaron por los aires. A la mierda todo de una puta vez. Igual cuanto antes me rompa por completo, antes me recompongo.
Que lo que escuece cura, dicen. Y vaya si esto escuece, joder.

No me gusta el mes de septiembre. Y no me gusta el otoño y el invierno que quedan por delante.  

domingo, 1 de junio de 2014

Reflexiones de la M-30

Anoche volvía a casa conduciendo por la M-30. Por la parte que queda descubierta, en la que se puede ir a 90 y no tienes la asfixiante sensación de que sólo hay humo negro a tu alrededor.
Había un montón de nubarrones grises sobre Madrid con un resplandor rojizo que presagiaban lo inevitable. De lejos ya se veía a veces el resplandor intermitente de los rayos.
Yo cantaba a pleno pulmón “vivir, a la deriva, sentir que todo marcha bien, volar siempre hacia arriba y sentir que no puedo perder”. Lo cantaba fuerte, porque no, nada marcha bien estos días. “Vivir, qué cuesta arriba, sentir que no sé qué hago aquí, andar siempre arrastrado y perder, que no puedo pensar.” Pero no, no quemaría recuerdos. Aunque pudiera no echaría al fuego ni uno sólo de aquellos minutos.  
Volvía del hospital. El viernes el Ross se rompió un tobillo en el torneo de rugby en el que habíamos planeado pasarlo bien. Le operan el lunes para ponerle un tornillo. Igual es el que le falta, qué sé yo. Estuve con él hasta la madrugada, hasta que sus padres volvieron del pueblo. Pero qué más daba, el otro plan era estar en el tanatorio con Bombita, que acababa de fallecer su padre. Nos hacemos mayores, eso empieza a ser asquerosamente obvio. Hacemos planes para divertirnos, pero a veces la vida nos pega de hostias y nos devuelve a la realidad más fea.
Conducía, de nuevo de punta a punta, media M-30 del hospital a mi casa. Por suerte por la mañana había tenido un rato de luz. Sólo un poco, pero joder, una bocanada de aire cuando el mundo te ahoga. Un soplo de aire fresco, un respiro, un destello de lo que fue la vida antes de esto. Un rastro de aquello de que si hace sol, se tira dela cama y por el ascensor, las nubes se levantan y ahí voy, a romper las telarañas de tu corazón, verás como se escampa. Un poco de charla, de risas, de pies descalzos, de paredes desconchadas y olores familiares y lejanos en el tiempo. Un rato, sólo un rato de esconderme del mundo, de huir, de traspasar de nuevo la línea de lo prohibido. Un paseo, sólo un paseo pequeñito por el lado salvaje. Unas horas apenas de las que son mías, sólo mías, de las que no cuento para que no salgan de mí, de las que guardo bajo siente llaves para que no se escapen envueltas en palabras que no le hacen justicia.
Así que conducía, bajo el pronóstico de tormenta y en medio de mi propia borrasca. Conducía y cantaba alto. Cantaba muy alto, para asustar a las lágrimas con la canción que me empujó media juventud “quisiera que mi voz fuera tan fuerte, que a veces retumbara en las montañas y escucharais las mentes social-adormecidas, las palabras de amor de mi garganta.” Y joder, qué cuestarriba otra vez.
Me secaba las lágrimas antes de salir para que no se me corriera el rímel. Me pinto más cuando tengo miedo. Es mi forma de impedirme llorar en público, de no permitirme temblar. El Ross me necesita fuerte, Bombita nos necesita sonriendo por él. Ron me necesita a todas horas. Mis padres me necesitan. Los yayos me necesitan, aunque sea por teléfono para charlar. Y yo sólo puedo esconderme a ratos. Y a veces, hasta mis escondites me necesitan. Así que cantaba otra vez “de pequeño me impusieron las costumbres, me educaron para hombre adinerado… pero ahora prefiero ser un indio, que un importante abogado.” De esas letras mil veces repartidas saqué fuerzas muchas veces para hacerme trabajadora social, educadora de calle. Aunque ahora no me sirva de nada, no me arrepiento. Tampoco eso lo echaría al fuego. El espíritu de ayuda y de entrega sigue vivo en mí. Aunque no me paguen. Nunca quise ser un hombre adinerado. Yo sólo quería amar. Ama, ama y ensancha el alma.
Y así sigo, claro. Amando a diestro y siniestro. Dando sin esperar, sin querer recibir. Dando ánimos, dando fuerzas, dando apoyo, dando seguridad, dando empujones pa´lante. Dando, aun lo que a veces me falta. Dando cuando flaqueo. Dando cuando tiemblo. Dando, porque es parte de mí. Dando, porque es lo que soy.
Empezó a llover cuando llegaba a casa, pero la suerte me sonrió y aparqué en la puerta. Aún así, me quedé un segundo apoyada en el respaldo del asiento del coche. Cogiendo fuerzas para subir a casa con buen ánimo. No me gusta llevarme el mal rollo a mi salón tan mono pintado de verde con sus adornos y sus muebles nuevos. Doce o catorce horas fuera de casa, ni lo sé. Y eso, tras haber dormido apenas seis. No sé si hacer un tambor con mi escroto o dejar que llegue la primavera, y así de paso, la vida entera.


lunes, 27 de diciembre de 2010

pido cama






La verdad es que lo que procede en estas fechas es decir lo bien que se lo pasa uno, lo que come y la familia bien, gracias. Pero estoy un poco cansada. En realidad, lo único de lo que tengo ganas es de que termine el año y no por la Nochevieja que me temo que sea un asco, si no por aquello de empezar de cero un poco más. Confío en que el Año nuevo será mejor. Tampoco es difícil, la verdad. Yo siempre digo, aunque suene a tópico, que con tener salud me conformo de sobra. Con eso ya se puede conseguir el resto. Así que salud, sólo salud. El dinero va y viene y ya se ganará como se pueda. Y el amor me la suda un poco, la verdad. Yo ya sé lo que quiero y es sólo cosa de esperar, de que él se de cuenta de las cosas y se decida.
Mientras decido si hago o no un meme de esos con preguntas para evaluar el año y tal, voy a dejar la letra de una canción. Es de alguien poco correcto políticamente y puede que no sea la canción más romántica del mundo, pero es lo que siento, que me suena fatal eso de amigos y que sólo pido cama. A parte de salud, claro.




Cuando te vi
temblaron las estrellas y la luna
se cortó las venas la ternura
y se desmelenó la madrugada.
Me presenté
al filo de un relámpago de duda
a grandes pinceladas de locura
dejando k.o las frases más sagradas.
¿Cómo explicar
que no sé respirar si no es contigo,
que me suena fatal eso de amigo?
Los amigos no se aman como te amo
y tú me amas.
No es natural
a estas alturas estos arrebatos,
comiéndonos como un par de novatos,
fingiendo que no nos necesitamos,
y, si preguntas, pido cama.
¿Quieres venir?
Me han recetado frases lujuriosas,
piropos de mortales para diosas
y técnicas de amor a manos llenas.
Dogma de fe,
Tu espalda destilando fantasía
a la hora en que eres solamente mía
y suenan alegrías en mi pena.
Que el bien y el mal
no se distinguen como los colores,
no quiero que me entierren con honores,
quiero morir bañado por tus besos lentamente.
No es natural
un calentón así, no te imaginas,
enfermo y sin posible medicina
que cure, uno por uno, mis excesos
escandalosamente ardientes.
¿Cómo explicar
que no sé respirar si no es contigo,
que me suena fatal eso de amigo?
Los amigos no se aman
como te amo y tú me amas.
No es natural
a estas alturas estos arrebatos,
comiéndonos como un par de novatos,
fingiendo que no nos necesitamos,
y, si preguntas, pido cama.
Y, si preguntas, pido cama.