Siempre he tenido una especie de
conflicto con los “guapos oficiales”. Y no me refiero a los de
las revistas, si no a los guapos oficiales de andar por casa. Seguro
que sabéis de quién os hablo. Ese chico de clase del colegio o del
instituto, del pueblo, quizás. Ese que es guapito, chulito y
graciosillo. El que juega al fútbol, lleva unas zapatillas molonas y
el pelo a la moda. El que es guay y lo sabe. Y poco menos que vive de
ello. Que el cuento le dura hasta la adolescencia, poco más o poco
menos, pero qué rabia mientras.
En Pueblodelsur el guapo oficial de mi
generación era mi vecino de enfrente. Así que tenía que lidiar con
él a todas horas. Su hermana era mi amiga, sus amigos eran mis
amigos, los vecinos eran los mismos. Hasta él intentaba ser
simpático conmigo. Porque éste, encima, era simpático. Guapo,
gracioso, jugaba bien al fútbol, tocaba la guitarra, el cajón, la
pandereta. Lo tenía todo el tipo. Así que me caía gordo. Me
gustaba, porque era imposible que no te gustara, pero me caía fatal.
Yo y mis cosas, dejadme.
La primera vez que monté en moto fue
con él. En una moto vieja que arregló mi abuelo adoptivo del sur y
el guapito de turno vino a ofrecerme dar una vuelta. De mala gana,
porque mi abuelo se lo dijo. Para entonces él ya se había cansado
de que yo no fuera una más y no fuera detrás de él. Se había
enfurruñado como el niño mimado que era porque me había hecho más
amiga del otro vecino y creo que era evidente que me gustaba. Íbamos
a la piscina y paseábamos en bici. Y con él, a pesar de ser tan
guapo, no iba a ningún sitio. Así que nos tratábamos con cierta
desgana. Yo aún era consciente de que era guapo, pero no me gustaba
esa pose de “amadme que me lo merezco”. Así que nos tolerábamos
a veces con una sonrisa, a veces son una mueca de pesadez.
Me subí a la moto y me agarré al
sillín. Se rió y me dijo que le cogiera por la cintura. Dudé, pero
lo hice, porque las motos me aterran. Le abracé y le olí el cuello.
Siempre olía mucho a colonia, siempre iba bien peinado, siempre tan
guapo él. Llevaba una camiseta verde militar, lo recuerdo
claramente. Dimos una vuelta por el pueblo, despeinándonos y
hablando a voces porque aquello petardeaba como un demonio. Cuando
bajé me temblaban las piernas, qué sensación tan rara la moto,
oye. Me preguntó si había tenido miedo. Le dije que no, tan segura
de mí misma como siempre aparento ser. Se rió y me dijo que cuando
quisiera repetíamos. Me encogí de hombros y me fui antes de
sonrojarme. Estúpido guapo.
Luego crecimos, yo me fui con mi grupo
de amigas, él con el suyo, se echó novia, dejamos de salir a la
misma calle a jugar, dejamos de salir en bicicleta en grupo. Perdimos
la poca amistad que tuvimos, la poca confianza que creamos a fuerza
de vernos todos los días de verano. Luego engordó, se casó, tuvo
un niño. Nos convertimos en esos extraños que un día fueron compañeros de viaje.
Dejó de ser tan guapo, claro. Se había
puesto muy gordo, había perdido un poco de pelo. Pero conservaba esa
sonrisa tan bonita, esa gracia para contar las cosas, ese oído que
le hacía sacar música palmeando una silla. Estaba en la murga de
los carnavales, tocaba la guitarra, el cajón, lo que se le pusiera
por delante. Jugaba con su hijo, lo llevaba a hombros en la romería
y yo a veces le veía por el pueblo, gordo y con más años, pero con
ese niño tan guapo y tan creidillo aún en los ojos.
Hoy me han dicho que le ha matado un
camión. Trabajaba en la carretera y no sé qué ha pasado, sólo que
ya no está. Le vi hace cuatro días, literalmente. Le vi en el bar,
mientras yo tomaba algo con mis bloguers y él charlaba con un par de
amigos. Ya no volveré a cruzarme con esa sonrisa que me recordaba
sentimientos contradictorios prepúpeberes.
Ahora me cae casi peor. Porque eso no
se hace. Uno no se muere con 33 años. No se muere dejando un niño
que aún no va al colegio. No se muere dejando una mujer viuda que ni
ha cumplido los 30. No se muere dejando a la gente de su generación
con el corazón en un puño y esta sensación tan fea. Eso no se
hace, coño. Uno vive, envejece, muere rodeado de nietos. No debes
saltarte todo a la torera. No le recuerdas a todo el mundo que la
vida es efímera, cruel y que se escapa en un segundo. No dejas un
vacío así incluso en los que no fueron tus amigos pero
crecieron contigo. No te vas sin despedirte, no te mueres
injustamente cuando no te toca. Eso no se hace, joder, no se hace.
Y sí, estoy cabreada. Porque a veces, cuando no sé canalizar las cosas me enfado. Y porque aunque me duela y me apene, sé que hay mucha gente con más derecho a llorar que yo. Y porque aunque me joda, admitir que la vida es así, que estas cosas pasan y que en un segundo se puede ir todo a la mierda me asusta, me aterra, me paraliza. Así que sólo me queda el cabreo. El decir que no es justo, no está bien y que no, así no mola nada. Son cosas que no están bien. Son cosas que están mal. Cosas que están como el puto culo de mal.
Tienes todo el derecho a llorar o a estar mal o whatever. Yo sólo te mando un besote gordo, y estoy de acuerdo contigo en que la vida es muy injusta.
ResponderEliminar:( Un beso. No sé qué decir, qué pena...
ResponderEliminarEstas cosas me recuerdan que debemos vivir cada día como si fuera el último. Como si fuéramos a morir mañana. Puf, a mí me pasó algo parecido con una amiga de la infancia. Hacía años que no sabía de ella hasta que un día me dijeron que un autobús se la había llevado por delante, a ella y a su coche. Me quedé en shock. No somos nadie...
ResponderEliminarUn abrazo Naar.
Jolín, Naar, qué horror... La verdad es que estas cosas la dejan a una en shock, sin saber muy bien cómo reaccionar. No es algo que nos esperemos y estas cosas son como una bofetada de realidad. Un beso muy grande, guapa.
ResponderEliminarYo también he tenido que lidiar con esa sensación que describes. Es muy injusto, puede que lo más injusto. Un día te levantas, creyendo que es un día más, y no. Es el último día.
ResponderEliminarDe todas formas, al vivir con mis abuelos aprendí que la existencia no se termina cuando el corazón deja de latir. Está claro que se acabaron los verbos que añadir al presente, pero quedan los recuerdos. Tu homenaje ha sido precioso y demuestra tu gran corazón.
Un abrazo
Odio la sensación de injusticia que queda cuando piensas en alguien que se ha ido cuando no le toca. Amigos, familiares... es injusto, claro que sí, y una putada. A veces pienso que vivimos como si fuésemos eternos, preocupándonos o enfadandonos por tonterías, hasta que nos paramos a pensar si merece la pena estar enajenada porque la peluquera te cortó mal el pelo si al día siguiente te puedes ir al carajo. Y claro, te respondes que no, que qué coño importa el pelo.
ResponderEliminarLo siento mcuhísimo, de verdad.
ResponderEliminarHace 2 años y 4 meses exactamente se murió una gran amiga. Bloguer. Genial. No fue "de repente" pero nunca el tiempo es suficiente. Un día estaba bien. Un día hablábamos. Unas horas después estaba en la UCI. Unos días después no estaba. No tuve tiempo de decirle lo que había significado en mi vida. Lo importante que había sido para mí, lo bien que me lo pasaba. No tuve tiempo para darle las grancias.
Lo curioso es que ella sí que lo hizo conmigo. Se adelantó a eso... Me mandó una carta en un paquete, que no llegué a leer hasta que ella no estaba en la UCI. Demasiado tarde para contestar. Demasiado pronto. Porque sus 34 tampoco eran el momento. Tampoco era justo.
Un abrazo grande grande.