lunes, 27 de marzo de 2017

El plan

Tengo un plan. Aún no sé cuál es, pero lo tengo. Es como cuando no te sale una palabra. La conoces, la sabes, está ahí, en tu cerebro. La sientes en la punta de la lengua. Sólo que estás ofuscado y en ese momento, no das con ella. Pues igual. Yo tengo un plan, lo sé, puedo sentirlo. Sólo que aún no sé cuál es. Pero está ahí, a punto de salir.
Y con eso de momento estoy contenta. Lo único que he necesitado siempre para hacer las cosas, era la determinación de hacerlas. Cuando estudiaba, por ejemplo. Siempre fui una estudiante de mierda. Nunca llevé agenda, no me enteraba de las fechas, mis apuntes eran un desastre, no sabía cuándo ni dé qué era cada examen. Y sin embargo siempre fui sorteando bastante bien las notas. Ya no en el colegio, donde no hice el huevo. Ni en el instituto, donde hice bastante poco. En la propia universidad, pasaba de todo. Hubo asignaturas que descubrí que estaba matriculada una semana antes del examen. Y entonces, cuando al fin sabía qué asignatura era, cuándo era el examen y conseguía algo parecido a apuntes y los organizaba, sabía que iba a aprobar. Aunque fueran dos días antes. Yo sólo necesitaba el plan. Y nunca me falló.
Por eso ahora, sé que voy mejor. Porque tengo un plan. El plan es hacer un plan. Y va a funcionar.
Mientras, entre unas cosas y otras, estoy viendo Las Chicas Gilmore. Aún voy por la primera temporada, empecé hace apenas una semana. No puedo evitar sentir algo raro al verla. Recuerdo cuando veía capítulos sueltos en la tele, antes de netflix, de internet, de las descargas y los discos duros que se enchufan a la tele. Hace 17 años. Yo tenía la edad de Rory, la hija. Y ahora podría ser Lorelai, la madre. Ha pasado el tiempo, vaya que sí. Me hubiera dado tiempo a criar una hija que nunca quise tener.
El caso es que la veo, con esa moda que me encanta de principios de los 2000. El siglo XXI que dejaba atrás al grunge y el rollo raro de los 90 y su perdida generación X. El 2000, antes de que las torres gemelas se vinieran abajo envueltas en llamas, antes de tener miedo a los atentados islamistas, antes del mundo en el que vivimos ahora. Los pantalones de campana, los pañuelos en el pelo, los vestidos estampados, las camisetas ajustadas con lazo al cuello. Yo llevaba esas cosas, obviamente. Y las echo de menos. No me gustan los pantalones pitillo aunque los use. No me gustan muchas cosas. No me gusta tener la edad de la madre. Era más divertido ser la hija que siente cosquilleos ante su primer amor y su primer beso y todas esas primeras cosas tan fascinantes y que ahora son pura rutina.
Y pienso, joder, si volviera a aquel entonces, la de cosas que haría. Estudiaría más, mejor, otras cosas. Cogería aquel trabajo. Ahorraría más dinero. Viajaría más. No perdería la amistad con tal o cual. Viviría fuera de Madrid, por una temporada quizás.
Luego pienso otra vez. No lo hice porque no quise. Porque tuve razones para no hacerlo, aunque ahora no me parezcan buenas. Elegí una vida, un camino. Cada elección que haces implica renunciar a todas las demás. Y yo fui haciendo las mías, acertando y errando.
Quizás ahora, diecisiete años después de tener diecisiete, pueda volver a hacerlo. Como dije en el anterior post y como me dijo en un comentario Matt (gracias, eres un tesoro), no es tan tarde. Siempre se está a tiempo, pero es que si Dios quiere, no estoy ni a la mitad de mi vida. No sé por qué a veces tiendo a pensar que está todo hecho y que ya no hay opciones. O sí lo sé, porque soy un poco pesimista. Y bastante gilipollas.

Por eso tengo un plan. No sé cuál, pero sé que me va a venir de un momento a otro. Y el plan, de momento, es hacer un plan.  

martes, 21 de marzo de 2017

Pero algo

Reconozco que llevo unos cuantos años, sobre todo los últimos meses, con cierta sensación de haberme rendido. Como si ya no mereciese mucho la pena esforzarse y fuera mejor dejarlo correr. El año pasado, de hecho, empecé con este post en el que explicaba (o trataba de hacerlo) que llevo un tiempo esperando una especie de “game over”. Que creo que ya no me va este rollo y prefiero empezar de cero porque la he cagado demasiado. Pero claro, eso de suicidarse siendo Mario Bross es una cosa y en esta vida es otra. Porque oye, que nadie nos garantiza que vayamos a empezar otra vez. Que igual no hay nada al otro lado y para estar muerto ya está el resto de la eternidad. Que hasta donde sabemos, estas son las cartas que nos han tocado y es posible que el crupier no vaya a repartir más.
Y no es rendirme en plan “oh, abandono la vida”. Es simplemente cierta resignación a que las cosas no me gusten. A que vayan regular. A vivir con desgana. A pensar que se me han pasado las oportunidades. A aceptar que esto es lo que hay.
Curiosamente, empiezo a estar a hasta los huevos de esta sensación. Empiezo a cansarme. Empiezo a tener destellos de lucidez en los que creo que puedo cambiar las cosas. No sé qué cosas, no sé cómo. Pero algo.

Siempre he sido una persona de altibajos. De grandes tempestades y soles radiantes. De bomba a punto de estallar, de mecha corta y chispa cerca. Y llevo mucho tiempo estancada. Así que presiento una tormenta. A veces tengo miedo de la nada, por que sí. Y eso suele ser una especie de presentimiento de que algo va a cambiar. De que algo va a suceder. De que esta etapa estúpida se acaba y empieza otra.

Aún estoy quieta, agazapada. Esperando la oportunidad de saltar. De subirme al tren en marcha. De salir corriendo. No sé de qué. Pero de algo.  

viernes, 3 de marzo de 2017

Los pesaos de la nutrición

Hay muchas cosas que me indignan de hoy en día. Siempre he tenido espíritu de vieja gruñona, pero hay rachas en las que creo que el futuro me ha alcanzado antes de tiempo. Hay días que tengo que evitar ciertas redes sociales para no ponerme a escribir cartas furiosas en plan abuelo Simpson.
Una de esas cosas que me sacan de quicio últimamente es la guerra contra el azúcar. Y es que reconozco que los nutricionistas en general me ponen de mal humor. Que hay gente preparada, informada y tal, pero la mayor parte han hecho un curso de dos semanas en el herbolario de la esquina y ya se creen con superioridad moral para dar por culo a todo el mundo.
Primero, admito que no me gustan los consejos que no he pedido ni los gurús de la sabiduría que se empeñan en adoctrinar a todo petete que les quiera escuchar (o no) con sus sentencias irrevocables. Y todos los nutricionistas que conozco, tienen un poco de esto. Como si una de las asignaturas principales de lo que sea que hayan estudiado fuera “dedícate a decirle a todo el mundo lo mal que come”. Y de paso, véndele algo de lo que a mí me interesa, añado yo.
Segundo, hay algo que me escama cuando se monta una campaña insistente y en plan viral a favor o en contra de algo, sin resquicios ni tonos grises. La quinoa es buenísima, la chía es buenísima, la col rizada del himalaya es buenísima. El azúcar es malísimo, los zumos son malísimos, pegarse un tiro en el pie derecho es malísimo. Y esto, a repetirlo como martillos pilones a todas horas, dale que dale hasta aburrir al personal. Que me dan ganas de coger el saco de azúcar y metérmelo a cucharadas para acabar de una vez con mi propio sufrimiento.
Y a ver, un poco de sentido común. Claro que el azúcar no es bueno. Claro que es mejor comer una manzana que un sándwich de nocilla. Claro que sí, guapi. Pero a ver, matices para todo en la vida. Que comerse un dulce o darse un capricho no tiene nada de malo. Que el azúcar no es satán, que no pasa nada si un día te apetece y te compras la palmera de chocolate más grande que haya. Lo que no es normal es merendar todos los días un bollicao. Y si yo me estoy comiendo un donus con más gusto que si fuera pecado, no quiero que vengas a amargarme con que tiene mucho de esto y mucho de aquello. Que ya lo sé, que no soy gilipollas. Porque esa es otra. Las malditas fotos con la equivalencia en terrones de azúcar. Que sí, que mal que las cosas lleven azúcar “oculto”, pero si de verdad alguien se come un phoskito pensando que es súper sano, es que es gilipollas. Porque algo que huele dulce, sabe dulce, se vende en la sección de dulces, igual es que lleva azúcar a paladas. Y si aún así, decides comértelo o dárselo a tus hijos, es tu problema y no necesitas a ningún cansino detrás “oye, que eso es malo, que tiene azúcar, que el azúcar es lo que sale del culo del demonio”. Por favor, dos dedos de frente.
Luego están los consejitos de los nutricionistas que me sacan de quicio. Como que los zumos no son tan sanos como la fruta entera (hablo de zumos exprimidos en casa en el momento, obviamente). Y claro que es mejor comer la fruta entera por no perder la fibra de la pulpa y blablá, pero no me jodas, por mí como si quieres cortar los melones al bies, pero no me cuentes películas como si al exprimir una naranja ésta mutara en sangre de troll. Lo que es horrible es ver a niños de un año que aún no saben andar comiendo gusanitos de bolsa, no hacerles un zumo.
Además, que no hay alimentos buenos o malos per sé. Yo no puedo tomar leche, pero eso no significa que sea mala. Tampoco puedo comer ajos y las acelgas me hacen vomitar. Pero yo no soy la medida de todas las cosas. Y tú tampoco, por muy nutri-sabelotodo que seas. ¿Que tú desayunas judías con patatas? Bien por ti, pero eso no es para mí. ¿Que tú meriendas coles de bruselas hervidas? Bien por ti, pero no para mí. Y si no te he preguntado, es que no me interesa tu opinión.
Como hace no mucho, que una amiga de estas que ha hecho un curso en una empresa vende batidos de proteínas me trató de dar una charla al verme cenar ensalada de pasta porque los hidratos no sé qué. Y le dije, “mira, yo estoy sana, los análisis me salen siempre perfectos, estoy a cinco kilos de lo que sería mi peso y me encuentro estupendamente. Como de todo lo que me sienta bien y me gusta, tomo frutas, legumbres y me doy caprichos de dulce, sí... que cada uno haga lo que quiera, pero creo que no necesito charlas sobre una ensalada casera que llevo comiendo toda mi vida y que me va estupendamente.” Cojones ya. Que me vienes a dar el coñazo mientras tú te tomas un batido de sobre hecho de vete a saber qué mierdas y que te puede dejar los riñones fritos en tres días. Un poquito de sentido común, hombre ya.


Así que en resumen. Comed bien, pero disfrutad. Que la vida son dos días como pasárselos comiendo coliflor y dando la paliza a la gente.

sábado, 18 de febrero de 2017

Miau Fashion Week

El martes pasado castramos a Maya. Todo salió bien y se está recuperando estupendamente. La llevé a su veterinaria normal del barrio, donde las dos chicas que lo llevan son encantadoras y una de ellas, especialista en gatos. Les tratan genial, tienen precios asequibles y tal, pero no son cirujanas. Así que para las operaciones tienen a un cirujano externo que va allí, opera y se vuelve a ir. Y francamente, no estoy del todo contenta con él. A ver, la operación ha ido bien, así que me da igual, pero la cicatriz que le han hecho en la tripa es una chapuza. Tiene pegotes de pegamento quirúrgico que le he tenido que ir quitando. Y le han pelado muchísimo la tripa y la parte interna de los muslos para lo que era. Que un poco más y me la convierten en gato egipcio. En fin, la voy a seguir llevando a esas chicas para sus revisiones y cosas normales, pero desde luego si pasa algo o hay que hacerle cualquier cosa en el futuro (Dios no lo quiera) no pienso dejar que este tipo la toque de nuevo. La llevaré a la clínica mega-chachi-guay-hiper-cara donde me llevan a Ron, que sí que te dejas allí el sueldo, pero lo vale.

En fin, el caso es que tenía clarísimo que no le iba a poner collar isabelino tras la operación. Me niego porque me parece una tortura medieval y nunca se lo he puesto a ninguno de mis bichos. Además, creo que hay otras soluciones menos traumáticas. No es que sean una maravilla, porque los que tenéis gatos sabéis cómo son, que les gusta ir a su bola, pero mejor que la puñetera campana, sí. Yo, de hecho, ni siquiera les he puesto nunca collar. Ya ni hablamos de los cascabeles, que me llevan los demonios porque encima son malos para ellos (les estresan con el sonidito constante), es que ni collar de adorno.
Bueno, pues para que no se chupara la herida, porque la señora es un poco borrica, pensé en hacerle un body. Traté de meterla en un calcetín grande que tenía, pero no estaba por la labor de colaborar. Así que corté una camiseta vieja mía y se la puse, pero le quedaba floja y le duró un rato. Con ella estaba adorable, parecía un bebé. Pero eso a Maya le importa un comino.
Después hice un apaño con unos pantys gorditos a modo de body y una faja de camiseta. Esto le dio cierto aspecto de putilla porque era en gris y rojo en plan corpiño, pero le moló bastante más. Al parecer ha salido a su mamá y le gusta un poco el look de pilingui-cabaretera. Qué le vamos a hacer. Con este modelo andaba más cómoda, pero al ser panty, se dedicó a lamerlo hasta hacerlo trizas y de nuevo tuve que cambiar de atuendo.
Entonces llegó la que de momento es la opción definitiva, estilo camisa de fuerza de manicomio antiguo. Como sólo encontré una camiseta elástica blanca y va atado por detrás la pobre parece recién sacada de la López Ibor, pero ella no parece acomplejarse. Y está muy cómoda con ella, así que va a seguir así unos días.

El caso es que me ha dado por pensar que hay un negocio ahí. Estoy segura de que si tuviera medios para fabricarlos en tela elástica de más calidad (tipo fajas de esas muy elásticas y suaves sin costuras) y con unos velcros en lugar de nudos, la cosa tendría futuro. A nadie nos molan los collares isabelinos y un vestidito, aunque sea un poco ridículo, es mucho mejor que una pantalla de lámpara metida en la cabeza. Si lo hubiera hecho, en plan bien, yo lo compraría y no andaría por ahí difrazando a la pobre canija con trapos que me voy inventando sobre la marcha. Tengo que pensar sobre ello, lo mismo me forro y por fin dejo de ser más pobre que las ratas pobres.


Os dejo la secuencia de fotos adorable-putilla-manicomio. Espero que os gusten.



  

lunes, 6 de febrero de 2017

Ahorrar ¿es posible?

No se puede decir que yo nunca haya ido muy holgada de dinero. Más bien todo lo contrario. Además, cada vez que consigo ahorrar un poquito, muy poquito, pasa algo y se me va volando el esfuerzo de muchos meses. En fin, es mi destino ser pobre.
El caso es que desde que Ron se puso malito la cosa ya ha sido la total hecatombe. Me gasté todo lo que tenía, TODO. El Ross puso dinero, mis padres me dieron algo también... y aun así me he pasado la mitad de enero comiendo de lo que tenía congelado y cosas así porque no había más de donde sacar. Y ojo, pagaría el doble si hiciera falta para que él estuviera bien, no me estoy quejando de eso.
El problema es que el agujero negro sigue creciendo, porque claro, al no tener nada de fondo, a día dos del mes, en cuanto llegan tres facturas ya no me queda ni un duro. Y no sé qué más hacer para ahorrar, porque en el súper miro cada cosa hasta el céntimo, compro ofertas, comparto cosas con mi madre, hago mucha pasta y patatas y cosas baratas. No salimos por ahí, no voy nunca al cine, no me compro ropa ni caprichos de ninguna clase. Ni siquiera recuerdo la última vez que me tomé una caña en la calle.
El caso es que ya un poco harta, me he puesto a repasar las cosas en las que más gasto. Las ganadoras, obviamente, las facturas de la luz y del gas. Lo del gas me jode, porque con el frío que ha estado haciendo en Madrid no había más remedio que poner la calefacción y usar agua caliente, pero al menos sé que en verano se compensa pagando una cantidad mínima. Lo de la luz es otro cantar. Eso es gasto todo el puñetero año. Porque tengo que cocinar, tengo que calentar cosas en el microondas, tengo que tener puesto el frigorífico, tengo que poner la lavadora. No uso apenas el lavavajillas, tengo bombillas de bajo consumo y no pongo el aire acondicionado a no ser que sea súper imprescindible (sólo en verano a veces y poco rato). Y no sé, como no haga fuego en mitad del salón para cocer los macarrones y me lleve la ropa al río para frotarla me contaréis qué porras hago yo con mi vida y mis facturas.
El Ross, que sabe más de estas cosas por su propia profesión, ha estado investigando nuevas compañías de electricidad como Mipodo, ya que ofrecen tarifas más reducidas, pero no tienen opción del precio voluntario del pequeño consumidor (PVPC), que es el mercado regulado por el estado. Lo que te ofrecen es el mercado libre, una especie de tarifa plana de precio por el kilovatio durante todo el año, mientras que de la otra manera es variable. Tal y como están las cosas y con las subidas de las últimas semanas no tengo claro cuál es la mejor opción, francamente. Un precio fijo puede beneficiar en ciertos momentos, pero puede perjudicar en otros. De momento sólo nos estamos informando por si nos interesa esta opción y de paso huir de las grandes compañías, que reconozco que a mí me escaman. ¿Alguien tiene ideas al respecto?

En fin, a ver si llega el verano, podemos empezar a alimentarnos de ensaladas para no gastar en la vitro ni el horno y hay más horas de luz. Y de paso, para ponernos vestidos monos, que estoy hasta el moño del abrigo y los jerseys.  

Por cierto, para más información sobre la factura de la luz, lo que significa y todo eso, echad un ojo a este post de Soñadora sobre el tema, que despeja muchas dudas y es muy útil. 

jueves, 2 de febrero de 2017

La maternidad (o no) es una elección

En este blog la maternidad, o la no maternidad más bien, ha sido un tema recurrente. Mi elección personal de no ser madre influye en muchas opiniones que doy o temas de los que hablo. Y además yo no me escondo, es algo que he tratado siempre de tomar con naturalidad. Porque aún hay mucho tabú con el hecho de que una mujer decida no hacer lo que se espera de ella. Y decir que no vas a ser la esposa de nadie ni la madre de nadie es terrible. Una mujer no es nada ni nadie hasta que no la completan otros seres humanos. Hasta que no eres “de”, señora de, madre de. Y mira, no me sale del chumino.
Ahora bien, dicho esto, yo respeto mucho las maternidades ajenas. Me parece estupendo que fulanita tenga cuatro hijos con treinta años. Me parece estupendo que menganita quiera tener dieciocho vástagos y montar un equipo de rugby completo con suplentes y todo. Incluso hago un esfuerzo y consigo respetar a las que dicen que ser madre es su mayor ilusión, su mayor deseo, su mayor realización y su objetivo en la vida. Me cuesta, pero venga, va, lo respeto también.
Y yo no voy a darle la chapa con mis ideas, mis creencias y mis opiniones a nadie cuando me dice que quiere tener hijo o que se ha quedado embarazada. No voy a mis amigas y les digo “¿Como? ¿Otro niño? Pues vaya lío, con el dineral que cuesta mantener a los hijos, lo que te cortan las alas y el coñazo que dan. Y lo mal que lo pasas luego si se ponen malos o algo. Porque mira, yo esa responsabilidad ni loca, eh?”. Cosas, que por cierto la gente te dice cuando adoptas un gato o un perro. Gente que te dice que un tatuaje no, que es para toda la vida pero firman hipotecas a cuarenta años. Gente que te dice que un perro es una responsabilidad enorme pero que quiere tener hijos. Gente que hace cosas raras y encima me mira como si yo fuera la loca. Idos a pastar, por cierto.
En fin, que me desvío.
Iba a decir que el hecho de que yo no quiera tener hijos no hace que no apoye, anime y ayude a mis amigas que sí los tienen o los quieren. Porque me parece una decisión y una opción tan válida como la mía. Igual, no mejor o peor.
Yo no quiero hijos porque no me gustan los niños, me aburren, me parecen tediosos, me dan asco y me incomodan muchísimo. Un ratito pues bueno, sobre todo si no tengo que darles de comer, pero luego con tu madre. No me gustaban ni cuando yo era una de ellos, como para aguantarlos ahora. Además, no me gusta la vida que se te plantea cuando tienes hijos. Es así de simple, no me gusta la vida de padres. No me gusta tener que atenderles a todas horas, no me gusta tener que cambiar mis hábitos, no me gusta ir a parques, actuaciones, películas y toda clase de actividades infantiles. No me gusta tener que socializar con otros padres. No me gusta centrar mi vida en un mocoso. No me gusta renunciar a muchas cosas para ser una buena madre. No me gusta dejar de ser yo para ser mamá.
Por estas razones fundamentalmente (aunque hay más, como que pienso que este mundo es una mierda o que la sociedad está enferma o que simple y llanamente sobran humanos en el planeta) no quiero tener hijos. Nunca he querido porque no he sentido esa “llamada”, ese instinto o lo que sea. No es para mí, es algo ajeno a mi persona. Pero de todos modos, cuando pasé mi crisis de los 27, le di vueltas. Porque no me gusta la maternidad a edad avanzada y quería saber si realmente era lo que elegía para mi vida o si quería cambiar de idea, cosa muy lícita, por otra parte. Me estudié mucho y le dí muchas vueltas. Y es una decisión muy pensada, muy meditada que tomo profundamente convencida. Y conozco los inconvenientes, ojo. Sólo que no son el tema hoy.
Con todo este rollo patatero, quiero decir que me deja un poco con cara de ajoporro la gente que tiene hijos y luego se asombra, o se lamenta o cosas por el estilo. ¿Pero qué cojones esperabas? Que lo comprendo, pero coño, ¿no lo has pensado bien? ¿de verdad creías que iba a ser todo color de rosa? ¿es que no has visto un niño en tu puta vida?
Últimamente se ha hablado mucho del caso de Samanta Noséqué que hizo un programa y todo con el preño y el parto y la pera limonera. Cuarenta años se gasta la tía. Tratamientos de fertilidad mediante para tener a sus retoños. Y ahora dice que pierdes calidad de vida y que no es más feliz ahora que tiene hijos de lo que era antes, frases que comprendo y comparto, y me parece estupendo que alguien las diga, hasta ahí, todo mi apoyo... ¿pero cuál es la sorpresa? ¿de verdad no se te había ocurrido eso antes? ¿creías que ibas a tener un nenuco? ¿Que era uno de los programas de 21 días haciendo no sé qué parida y luego ya se acababa la experiencia? Hija, que tienes una edad como para haberte dado cuenta de todo eso antes. Digo yo, vamos.
Y sí, hay mucha mierda dulcificada en torno al tema. Que tener hijos es lo más, que es una experiencia maravillosa, que es único, que blablablá. Y mucha presión ambiental para que seas madre. Y sé que ella se quiere referir a eso y quiere desmitificar el tema, pero es que no entiendo que alguien en su sano juicio crea que de verdad tener hijos es sólo cosas buenas. Porque nada en este mundo, nada, es sólo bueno. Todo tiene una contrapartida, un precio, una cruz en la moneda. Sólo es cuestión de ponerlo en la balanza y ver qué te compensa más. Y si con cuarenta años no lo has comprendido, es que eres medio tonta. Que sé que ella ha dicho que adora a sus niños y todo el rollo, que me sigue pareciendo bien que haya hecho esas declaraciones en un mundo estúpido en el que sólo se pueden decir cosas wonderfulosas. Y no estoy de acuerdo para nada con los que la critican. Sólo me sorprende que se sorprenda, porque de verdad, repito que no sé qué esperaba. ¿No había visto a ninguna madre hacer renuncias por cuidar de su hijo? ¿No ha tenido amigas hechas polvo por la depre postparto? ¿No ha visto a veces a su madre saturada? ¿No ha escuchado a nadie decir que a veces está hasta el moño de sus hijos? ¿No? ¿En qué mundo vive esta chica?
También conozco casos de mujeres que realmente no querían ser madres y por la presión de sus parejas o de sus familias o de simplemente la sociedad, han cedido, han tenido hijos y luego se han arrepentido. No arrepentido tipo “tiro a mis hijos por puente” pero sí en plan estar amargadas porque llevan una vida de mierda y no hacen lo que realmente quieren. Y yo esto sí que no lo comprendo. Me parece un tema lo bastante serio como para no dejarte convencer. Que porque te lo dice tu tía la del pueblo te puedes cortar el pelo y arrepentirte, pero tiene solución. Pero no puedes tener hijos “porque es lo que toca” o por cosas semejantes porque la responsabilidad es enorme, descomunal, y este la vas a comer con patatas. Así que piensa bien lo que haces, las consecuencias y los cargos que ello conlleva. Que es deseándolos mucho y posiblemente haya rachas que te tires de los pelos, como para encima no quererlos. Por eso yo sé que no los tendría bajo ninguna circunstancia. Ni por mi pareja, ni por mis padres, ni por nadie. Ellos tuvieron su elección y yo tengo la mía, así de simple. Yo, elijo los gatos. Y sí, quizás muera sola, me voy a perder la experiencia y todo lo que queráis, pero es MI elección.
Y así como reflexión final dejo la idea de que hay que conocerse mucho, pensar mucho, conversar mucho con uno mismo. Que todas las decisiones tienen sus ventajas y sus inconvenientes, pero que hay que sopesarlos bien. Que uno elige su camino y que no me vale el “yo esto no lo sabía, a mí esto no me lo han contado”. Que igual es simplemente que no lo has querido ver, que no te ha dado la gana de escuchar, que has pensado que tú estabas por encima del bien y del mal y que te iba a salir todo a pedir de boca porque tú lo vales. Y no, la vida no es así. A ver si maduramos todos un poquito y somos más conscientes de nosotros mismos y de lo que nos rodea. Coño ya.



domingo, 29 de enero de 2017

El secreto de la secreta

Hace un par de semanas fui a buscar a mi madre a casa para ir a hacer unas cosas de trabajo. Al llegar y aparcar el coche, veo que hay dos tipos con una pinta un tanto sospechosa en el portal. Me acerco, llamo al telefonillo, mi madre dice que ahora baja y los tíos ahí, apostados en la puerta. Mueeeg, qué poco me gusta.
Me volví al coche para mandar un mensaje a mi madre y decirle que había dos mendas en la puerta y que no me gustaban un pelo, pero no me dio tiempo. Según estaba sacando el móvil, mi madre sale del portal y estos tipos le cortan el paso. Salí del coche como impulsada por un resorte, móvil en mano y tratando de recordar en décimas de segundo cómo se las apañaba Bruce Lee para pelear con veinte malos a la vez. A la vez que llegaba al lado de mi madre y los tipejos contra los que iba a tener que pelear a machete malayo, me di cuenta de que yo no soy Bruce Lee, que peso 45 kilos, que no sé artes marciales y que ni siquiera he visto la serie de Kung Fu. Minucias. Me liaría a patadas en las espinillas si hacía falta.
Justo a la vez que saltaba a su lado a voz de “¿Qué coño pasa?” los tíos se echan mano a sendos bolsillos y nos plantan unas placas en las narices. Policía secreta. No pude evitarlo:

  • ¡Y tan secreta! ¡Como que he pensado que eran un par de delincuentes! Menudo susto me han dado. Igual deberían ser un poco menos secretos, coño. Dos tíos esperando en un portal, pues vaya, como para fiarse.

Estúpidos policías, siempre termino enfadándome con ellos. Me miraron con mala cara, pero empiezo a pensar que es la cara normal en esa profesión. Luego nos pidieron entrar al portal a comprobar una identidad en los buzones.
Y entonces me dio por pensar lo que pienso siempre de los policías: que igual eran de esos polis más majetes que se arrancan los pantalones de velcro y te enseñan la porra. Aunque claro, no iban vestidos para la ocasión. Porque yo no soy muy fan de los uniformes, pero un pantalón de bolsillos y un plumas sin mangas en plan chaleco de quinqui no ponen a nadie. Definitivamente, no me gustaban estos dos tipos, ni como policías, ni como boys.

  • ¿Y usted vive aquí? - le dice uno a mi madre.
  • Sí, desde hace 36 años.
  • ¿Conoce a los vecinos?
  • Sí, porque somos muy pocos.
  • Y ellos la conocen a usted, claro.

Mamá, por el amor de Dios, qué has hecho. Porque o has cometido un delito chungo (que conociendo a mi madre lo peor que se me ocurre que haya hecho en su vida es ir sin gafas y saludar a quien no conoce) o has contratado a los peores boys del mundo.
Para rematar el asunto, uno de ellos se sacó una hoja del bolsillo y nos enseñó una foto diminuta en blanco y negro.

  • ¿Conocen a este señor?
  • Sí, es el vecino nuevo de abajo. Compró el piso antes de verano.
  • ¿Y qué nos puede contar de él?
  • Pues que es un señor un poco raro, muy nervioso, con comportamientos extraños... - mi madre se encoje de hombros. - pero tampoco tenemos mucho trato, hola y adiós.
  • Saluda siempre, así que seguramente sea un criminal.

Los policías nunca entienden mis bromas. Qué gente con más poco sentido del humor, joder. Definitivamente no eran de los polis simpáticos que se arrancan los pantalones, esos suelen sonreír más. Estos eran de los que no me gustan, de los que hacen mucha pregunta pero no se quitan nada, no te enseñan la porra y no te ríen las gracias. Memos.
El caso es que nos hicieron unas cuantas preguntas más y nos pidieron encarecidamente que no dijéramos nada a ningún otro vecino. Que no le comentásemos nada al interfecto que andan buscando. Y que mejor si nadie se enteraba de que habían estado por allí. De ahí debe venir lo de policía secreta.