martes, 6 de diciembre de 2011

besos bajo la nieve

Recuerdo que la primera vez te dije que estaba nerviosa. Temblaba y más por los nervios que por el frío tan terrible que hacía aquella noche. Y tú sonreíste, así, de medio lado, como tú lo hacías. Y me dijiste que no importaba, que tendrías cuidado. Así que me cogiste por la cintura, inclinaste la cabeza, porque eras mucho más alto que yo y tus labios rozaron los míos. Cerré los ojos mientras me besabas, mientras tu lengua entraba en contacto con la mía y notaba el sabor a chicle de fresa, que catorce años después aún me sabe a tus besos.
La noche siguiente me esperabas con la espalda y un pie apoyado en la pared. Cuando me acerqué, levantaste la cabeza, sonreíste y tiraste el cigarrillo. Me saludaste y me diste un beso en los labios, como si lleváramos media vida besándonos. En ese momento empezó a nevar. Miraste al cielo, luego a mí y te echaste a reír. Me cogiste de la mano, diste un tirón y a la carrera, nos metimos bajo un tejadillo. Aún tenías copos blancos en el pelo y sobre los hombros cuando me empezaste a besar. Yo tenía las manos tan frías que pegaste un salto cuando te toqué el cuello. Yo me reí y tú dijiste que tenías una idea mejor. Me abriste la cremallera del chaquetón, te desbrochaste el tuyo y pegaste tu cuerpo al mío, envolviéndome con tu abrigo. Te rodeé con mis brazos, enterrando mis manos en tu espalda. Repentinamente, ya no hacía frío. Y nos besamos bajo el tejadillo, mientras nevaba aquella gélida noche de enero en la que el corazón me latía contra tu pecho.

Eres sólo un recuerdo adolescente. Pero aún tienes hueco en mis pensamientos y una posición privilegiada entre los hombres de mi vida. Porque fuiste el primero en adivinar lo que esa niña flacucha podría llegar a ser. Porque fuiste el primero en enseñarme la magia de los rincones de mi pueblo del sur cuando caía el sol. Contigo aprendí a sentir la calidez de otro cuerpo. A tener un deseo irrefrenable de morderte el cuello cada vez que me guiñabas un ojo desde la otra punta de la discoteca. Y me enseñaste a besar. Por eso, y por tantas cosas que guardo bajo llave en el cajón de mi memoria, a veces me dejo llevar y cierro los ojos, sintiendo de nuevo todo lo que viví con aquél guapísimo niño andaluz de ojos negros y sonrisa socarrona que aún habita en mi corazón.


(Ains. Suspiro. Jo. Qué morriña más tonta. Ains.)

3 comentarios:

  1. Me he sentido así algunas veces, comparto tu morriña. El momento que describes exuda amor y cariño por esa persona. ¡Bravo!

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  2. Esa morriña... es de las bonitas. De las que apetece recordar. No me extraña.

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