En psicología hay una cosa que se llama “lugar feliz”. Y no es otra cosa que un recuerdo idealizado o una imagen de algo que nos hace sentir bien. Todos tenemos uno, más real o más imaginario. Y lo usamos para huir a él cuando estamos estresados, agobiados, deprimidos. No es algo en lo que pienses a diario. Es un recurso mental de escape, como la válvula de las ollas a presión. Un modo de convencernos de que volveremos a ser felices cuando todo en el exterior apunta a lo contrario. Es, por decirlo así, como la película que te montas cuando no puedes dormir, imaginando tu vida perfecta, pero a lo bestia.
Mi problema es que sucesivamente en mi vida se me han ido jodiendo mis lugares felices. Porque soy una necia que necesita una base real para crearme ese lugar.
Primero fue mi primer amor. Un chico al que idealicé y amé con locura de los 14 a los 19 años. Yo le recordaba y recreaba un mundo maravilloso que él me ofreció durante tres días absurdos en los que salí con él cuando era sólo una niña atolondrada y llena de sueños. Pero volvió a mi vida. Y antes de que pudiera pensar que el sueño se había hecho realidad, se convirtió en una pesadilla. Me arruinó la vida. Mandó a tomar por culo mi lugar feliz.
Pero por suerte yo era muy joven y muy fuerte, me recuperé, y además mi vida entonces estaba en su punto álgido. Así que encontré otros.
Luego llegó mi Ross. Él era el lugar feliz por excelencia, porque lo era en gran parte incluso cuando estábamos juntos. Porque él me daba esa sensación de seguridad, tranquilidad y confianza que he buscado toda la vida. Y después de perderle, durante años le amé y veneré su recuerdo. Huía mentalmente a su lado cada vez que el mundo era cruel conmigo. Y me fustigaba por haberle perdido, pero sentía que quizás, algún día volvería con él y sentiría de nuevo esa calma y es seguridad que me daban sus brazos. Pero no. El año pasado le tuve que echar de mi vida harta de dolor. Tuve que poner punto y final, sacando fuerzas de flaqueza, cansada de que hiciera astillas del árbol caído y le prendiera fuego con saña hasta reducirlas a cenizas. Y me dolió lo que hizo. Pero más me dolió perder mi lugar feliz, mi refugio, mi hogar. Quedándome desprotegida y desamparada. Porque es una de las más desoladoras de las pérdidas.
Pasé unos meses en lo que me morí por dentro. Pero poco a poco, cree de nuevo un lugar feliz. Uno al que huir cuando el mundo es sórdido y ajeno, cuando es doloroso y desagradable.
Y fuiste tú, lejano e inalcanzable. Perfecto para ser un lugar feliz indestructible. Tú, con tu capacidad de hacerme sonreír. Con tus ojos azules como el mediterráneo que conocí de niña. Y me refugié en ellos. En el recuerdo cálido de las noches de verano que pasé en tus brazos. Me refugié en el arrullo de una pasión sin límites que me hizo sentir viva una vez y me lo recuerda de nuevo cada vez que pienso en ti. Cuando el mundo rugía con fuerza, yo me sumía en el susurro pausado del mar de tus ojos impenetrables. Y fui encontrando fuerzas en este lugar feliz. Absurdo, quizás, pero feliz al fin y al cabo.
Luego me hiciste un regalo con irte. Me obligaste a salir a flote y la lejanía juega a mi favor. Me otorga la posibilidad de idealizarte todo lo que quiera sin que me lo desbarates. Puedo recordarte joven, guapo y perfecto. No vas a envejecer para mí. No vas a estropearte, ni a decaer. Ni siquiera has cumplido más de veinticinco. Sigues siendo y serás el jovencito guapo y sonriente que retozaba desnudo entre mis sábanas. Que se reía y me contaba cosas divertidas. Aquel, que llevaba una melenita rubia y que me mandaba mensajes desde la playa. Puedo seguir soñando con los besos y las caricias que me diste, con tu piel bañada por la luna y con ese olor de tu pelo que se quedaba durante días en mi almohada. Puedo seguir recurriendo a esos momentos que me regalaste sin pedir nada a cambio. Porque eres de los pocos hombres que me ha dado más de lo que me ha quitado. Quizás por eso eres de los pocos también a los que no guardo un extraño rencor. Quizás por eso, a ti pretendo recordarte mientras que a los demás quería olvidarlos.
Así que, si te tengo idealizado, déjame que lo haga. No me lo quites. Déjame ese pedacito de sueño para que pueda esconderme en él cuando se cierne la oscuridad de mi soledad escogida. Déjame que te sueñe, perfecto e imperecedero a mis ojos. Déjame que te regale mis sábanas. Déjame quererte, si a esto tú lo llamas querer. No me obligues de nuevo a renunciar a mi refugio. No me hagas tener que enfrentarme al dolor sin un lugar feliz del que sacar fuerzas. Aunque ese lugar feliz seas tú. O alguien que se parece remotamente a ti y yo he creado con un puñado de recuerdos y de imágenes. Qué más da.
Este año, y este mes de julio en particular, he dejado pasar muchas fechas importantes. Unas porque se me han olvidado. Otras, porque he preferido mirar hacia otro lado. Pero esta no. Esta es la que marcó el comienzo de una nueva yo. Esta es la que tú usaste para darme un empujón hacia el lado salvaje. Y aunque ya sólo seas un recuerdo, eres mi lugar feliz. Y lo sabes.
Nunca había pensado en eso de los lugares felices, de hecho creo que yo no tengo ninguno, aunque con lo que me como la olla y le doy vueltas a la cabeza, en mi caso creo que es mejor así. Pero si a ti te sirve eso del lugar feliz, bien está. Biquiños!
ResponderEliminarHay cosas que, aunque no puedan concretarse, es bueno conservar como lugares felices. Todo lo que te haga bien, bienvenido sea. Un beso!!!
ResponderEliminarLugares felices... te pasa como a mí. Que no son lugares, son personas. Y, quizá (solo quizá) los lugares en que estuvimos con ellas. Pero así está bien.
ResponderEliminarMe debes mail desde hace nimeacuerdocuánto. Digo yo.
Que te quiero, nena, bienvenida de vuelta!!!
Es un post precioso, poético e intenso. Ojalá ese lugar feliz que tienes ahora se conserve indestructible. Un beso.
ResponderEliminarConserva esos lugares felices, al fin y al cabo durante el camino que seguimos los tendremos que utilizar para seguir caminando. Genial sin dudarlo.Un abrazo
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