Con el tema de las naranjas y tal, me he acordado de alguien. Eso, y que últimamente, de camino al hospital he pasado mucho por la antigua cafetería Galaxia, donde tomábamos café tantas tardes. Pero sobre todo lo de las naranjas. Desde que estuve con él, siempre que veo una cesta de naranjas, me acuerdo de su plan. Y sonrío.
No hubiera sido un chico demasiado especial en mi vida de no ser por el contexto. Fue una relación puente, de esas que a priori, no significan nada, que sólo son algo que ocurre entre dos momentos importantes de la vida. Fue el antecesor del Ross. Y fue el primer chico que hubo tras el palo del monstruo. El primero al que perdí el miedo. El primero que dejé que me tocara o se quedara conmigo a solas después de lo que pasó.
Era un chaval de mi facultad. De los típicos de mi facultad. Con sus pantalones caídos por mitad del culo. Con sus camisetas de “no a los nazis”. Con el pelo rapado y un par de rastas largas por detrás. Con los ojos negros más bonitos y las pestañas más largas del mundo. Y con su piercing el labio y una sonrisa tímida que me volvía loca. Con su forma de decir las cosas que tanta gracia me hacían. Con un cuerpo precioso. Con un plan infalible para ser feliz: vender naranjas en la playa de Jamaica.
Él sólo era risas, diversión, horas de sol en el césped del campus. Me dijo una vez que no le llamara “cariño”, que eso implicaba que fuéramos novios y él detestaba la idea de poner un posesivo ante las cosas: mi perro, mi casa, mi novio. No le gustaban los “mi”. Que era mejor ser sólo él y yo, libres, sin etiquetas. Y me hizo tanta gracia que solté una carcajada ante sus atónitos ojos. Porque yo no le quería, ni mucho menos. Sólo me divertía su compañía y no me planteaba qué ocurriría mañana. Y él mucho insistir en el rollito de que éramos libres, pero luego se mosqueaba cuando otro me miraba. Se enfadaba cuando Cantautor me ponía ojitos soñadores. Y le encantaba cogerme de la mano, pasearse por Moncloa conmigo mientras me decía: “tía, mira que estás bonita así vestida de pijita, con falda y tacones.”
Era un chico que no trataba de ser divertido, era más de pocas palabras. Pero las decía con un tono que a mí me hacía gracia casi siempre. Y él decía que le encantaba mi alegría, que se la contagiaba y falta le hacía. Acaba de pasar por una época complicada en su vida y yo era aire fresco y despreocupado. Así que no se enfadaba nunca por mucho que yo me riera de todo. O se le pasaba rápido porque decía que estaba muy guapa cuando sonreía. Y si estaba seria, me tocaba la nariz (cosa que me mosquea mucho) y me decía “sonríe, pibita.” Y yo lo hacía, cómo resistirse.
Lo cierto es que compartimos tres meses curiosos. Empezamos de la manera más tonta, un día hablamos mientras fumábamos un cigarro y tomábamos el sol en el césped y me invitó a tomar café esa tarde en plaza de España. Y según me bajé del bus, me miró, sonrió y me besó. Así de fácil. Y acabamos porque sí, sin lloros, sin despedidas, sin dolor ninguno. Nos dijimos adiós y seguimos con nuestros respetivos caminos. Así de sencillo. Sólo fuimos tangentes en la vida del otro, que se tocan antes de seguir sus caminos. Pero no me olvido de aquella racha, cuando al llegar cada día a la facultad, él se acercaba con su trotecillo alegre y teníamos siempre la misma conversación:
- Tía… ¿me dejas tres eurillos y nos pillamos unos porrillos a medias?
- Yo no fumo porros.
- Vaaaaaale… ¿me dejas tres eurillos para que me pille unos porrillos?
A veces me pillaba de buen humor y se los dejaba. Casi nunca me los devolvía, pero a veces me invitaba a comer, o a tomar algo a cambio. Y me llevaba a su casa en el Escorial y nos bañábamos en la piscina. Y a veces me pillaba de malas o sin dinero y le decía que no. Así que cambiaba de estrategia:
- Tía… ¿Me dejas un eurillo y pillamos un tercio a medias?
- Yo no bebo cerveza.
- Vaaaaale… ¿me dejas un eurillo para pillarme un tercio?
Y dependiendo de la hora, se lo dejaba y le pegaba un par de tragos. Porque además, si él era feliz de alguna manera era con un tercio en una mano y mi pierna en la otra. Tenía fijación con mis piernas y le fascinaba acariciarme los muslos. Muchas veces nos íbamos a una zona apartada detrás de la facultad. Y se tumbaba a mi lado, me ponía una mano sobre la pierna, con la otra agarraba su tercio o su porrillo y miraba al cielo con ojos vidriosos y perdidos. Sonreía y me decía:
- ¿No molaría dejar que la vida pasara así?
Yo entonces era una joven llena de sueños, de ilusiones. Impaciente por vivir. Y me desesperaba, le hablaba de mis proyectos, de cosas que hacer, de planes, de montones de cosas. Y le preguntaba incesantemente por los suyos. Y él me decía, muy serio:
- Mi sueño es vender naranjas en la playa de Jamaica. Te lo juro, pibi, todo el día en chanclas, con camisas hawaianas, escuchando a Bob Marley y fumando porros. Allí de guay, ¿qué no? Lo tengo todo pensado, sólo es cosa de tener enchufe con un valenciano que me mande las naranjas. El resto, está hecho.
A veces hasta le creía. Vender naranjas en la playa, qué negocio. Y era capaz de visualizarle, a pesar de su piel blanca, su gusto por vestir de negro y de su reticencia a hacer nada que implicara un esfuerzo mínimo. Podía imaginarle con una camisa azul con dibujos de piñas o de palmeras paseando por Jamaica con su cesta de naranjas en el brazo. Sin embargo, después de dejarlo, se fue de erasmus a Portugal por razones que no terminé de entender en ese momento. Y al terminar la carrera, se fue a vivir una temporada a Irlanda. Y siguió vistiendo de negro. Y ahora no sé qué es de su vida. Posiblemente haya fumado tantos porros que no tenga ni la más remota idea de quién soy yo. Pero yo sí sé quién es él. Es el que me quitó el miedo y me enseñó que un chico cualquiera puede ser bueno, respetuoso y amable. Es el que me quitó el complejo de tener una nariz horrible. Es el que me enseñó que hay cosas que pueden ser bonitas porque sí y que un final feliz no es una boda, como una relación buena no necesariamente necesita un amor arrebatador. Es el que me enseñó que hay que dejarse llevar a veces. Es el que me enseñó que no hace falta ser iguales, apenas parecidos para compartir momentos felices.
Ojalá supiera qué ha sido de él para mandarle el camión de naranjas de Fontestad y así cumplir la mitad de su sueño. Porque a veces, quiero soñar que lo cumplió. Que ya no viste de negro, ni vive en países fríos, lluviosos u oscuros. Que ya no está nunca triste ni siente que la vida se le escapa. Sueño que aún tiene veintipocos, que aún lleva sus rastas largas en la nuca. Y sobre todo sueño que está en Jamaica, escuchando a Bob Marley, fumando porros, con camisas hawaianas de dibujos horteras, con chanclas… sueño que pasea con su cesta de naranjas, vendiéndolas por la playa.
Es igual que cuando algunos soñamos que el cordero del Principito no se comió la rosa. Genial post.
ResponderEliminarEs una historia preciosa. Gracias por compartirla.
ResponderEliminarPrecioso. Y lo leo en un momento en el que necesito leer cosas así. Me refiero sobre todo a las cosas que él te enseñó. Ojalá yo hubiera tenido a mi propio rastafari que me hubiera enseñado todas esas cosas. Que la vida y el amor pueden ser simples. Y deberían serlo. Pero nosotros nos encargamos de complicarlo todo.
ResponderEliminarY ojalá vuelvas a saber de él, y no se haya convertido en un chico gris, trajeado, convencional. Ojalá haya podido cumplir sus sueños.
Besos!
Ahora mismo soy yo la que tiene dieciocho años, está en la facultad y acaba de romper con ese chico pasota y encantador que le ha permitido quitarse el miedo y muchos complejos. Tu historia me va henido en el mejor momento, me ha gustado mucho. Y tranquila... seguro que él seguirá soñando con Jamaica y hasta puede que de vez en cuando se acuerde de su 'pibi'.
ResponderEliminarMuchos besos
Ahora que tienes naranjas le puedes enviar unas cuantas para que las venda jajaja
ResponderEliminarHay gente para todo en esta vida, curioso es lo que nos pueden aportar. Biquiños!
ResponderEliminarConocer gente así siempre te marca de alguna manera. Ya sea en plan pareja, rollete o amistad. Yo tengo un amigo que siempre me decía que nos íbamos a ir a la playa a vender sardinillas. Jajaja.
ResponderEliminarUn besote!!!